El genio de san Agustín (354-430) alcanza su máxima elevación en su celebérrima obra La Ciudad de Dios, expresión de dos reinos incompatibles e irreconciliables: el de Dios y el del Diablo.
En la primera parte, el autor rechaza las acusaciones de los paganos contra la Iglesia; pero al mismo tiempo ataca a fondo el paganismo, demostrando su incapacidad para asegurar la prosperidad y de felicidad en la tierra.
En la segunda, el obispo de Hipona hace la confrontación de los dos reinos. De acuerdo con una visión providencialista, distribuye los acontecimientos históricos en seis días, con su mañanas y tardes. Éstas siempre oscurecen con una catástrofe. Pero como todo tiene su fin, este estado de cosas tiene su término en el “juicio final”. Los dos reinos se separan para no encontrarse nunca más, pues Dios triunfa sobre Satanás y destruye su reino. Amanece, entonces, el séptimo día, ya ultraterreno, día de descanso eterno en el que Dios impera en su Ciudad.
¿Qué hacen los ciudadanos de este reino, cuyo monarca impera, ahora sí, de manera incontestada? Es fatigosamente repetitiva la declaración de san Agustín sobre la “vida” que llevan los ciudadanos de Dios. La utopía está al final porque estuvo al principio. “Porque ¿quién se atreverá a negar que los primeros hombres en el Paraíso, antes de caer en el pecado, fueron bienaventurados?” (XI,12). Libres de toda molestia, los cuerpos resucitados -carne espiritual- gozarán de Dios en “la amable compañía de los ángeles” (ib.). Cuerpos libres de necesidad, no de potestad o posibilidad, serán espirituales, “no porque dejarán de ser cuerpos, sino porque se sustentarán y perseverarán en el espíritu que los vivifica” (XIII,22).
La Ciudad de Dios está habitada por Dios y sus ángeles, y será habitada, también, por los cuerpos resucitados, espiritualizados, cuerpos ahora inmortales e incorruptibles, como se describe en el libro XXII de la obra. ¿Y qué harán tales cuerpos?, podemos preguntar. Lo único que harán los cuerpos resucitados de los santos en la Ciudad de Dios -contesta este Padre de la Iglesia- será contemplar a Dios con el alma (intuitivamente) y con los ojos del cuerpo. En esto consiste su bienaventuranza, como la de los ángeles. “¿Qué tal será el movimiento que tendrán allí estos cuerpos?”, se pregunta el santo. Se contesta cándidamente: “No me atrevo a definirlo, por no poder imaginarlo” (XXII,30).
Como es fácil de comprobar, el Paraíso de san Agustín es una promesa de un teólogo con cierta formación filosófica. No sé si también será de pura contemplación el que nos prometen los neosocialistas del siglo XXI.
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