PRÓLOGO
A Domenico Mauriello,
vecino de G. Vico en Avellino
Como la Historia, la Arqueología se ocupa de estudiar las sociedades del pasado, pero, a diferencia de aquélla, no basa sus investigaciones en el análisis de los textos escritos, sino en los restos materiales dejados por dichas sociedades. Piedras, utensilios, herramientas, armas, huesos, restos de comida... son indicios que permiten reconstruir vidas antiguas.
Aunque el interés por recuperar los restos del pasado ha sido una constante a lo largo de la historia -especialmente si se trata de vestigios monumentales o económicamente valiosos- , fue el siglo XVIII, el siglo de la Ilustración y de la difusión del método científico, el que marca el nacimiento de la Arqueología sistemática y científica. En efecto, en 1709 comenzó a excavarse la ciudad romana de Herculano y, en 1718, la vecina Pompeya, sepultadas ambas por la erupción del volcán Vesubio. En 1725, no lejos de allí en la cercana Nápoles, Gimbattista Vico intentará la reconstrucción del pasado de la humanidad a partir del lenguaje, “por venir las palabras en pos de las cosas”. Pero no se trata sólo de lo pasado, porque lo sido será lo que vendrá y estará en manos de los hombres, porque son los hombres quienes hacen la historia. En este sentido, la Historia puede ser maestra de la vida, como quería Cicerón.
La Historia, en su forma tradicional, se dedica a memorizar los monumentos del pasado, a transformarlos en documentos y a hacer hablar a esos rastros que, por sí mismos, no son verbales a menudo o bien dicen en silencio algo distinto de lo que en realidad expresan. Por eso, hoy, la Historia transforma los documentos en monumentos. Allí donde se trataba de reconocer por su vaciado lo que había sido, despliega una masa de elementos que hay que aislar, agrupar, hacer pertinentes, disponer en relaciones, construir en conjuntos. Y esto fue lo que empezó a realizar Vico con el lenguaje. Su arqueología del lenguaje, como disciplina de los monumentos del habla, objetos sin contexto dejados por el pasado, le permite reconstruir un discurso histórico que puede describirse en cada monumento. Y una descripción global apiña todos los fenómenos en torno de un centro único: principio, significación, espíritu, forma de conjunto, visión del mundo. Según esto, la historia general de la dispersión se despliega concentrándose... en una palabra o en una familia de palabras. “Las hablas vulgares -sienta como principio de su Arqueología- deben ser los testimonios más sólidos de las antiguas costumbres de los pueblos, que se practicaron en la época en que se formaron las lenguas”. Si esto es así, la lengua de una nación antigua que se haya conservada viva hasta que llega a su plenitud forzosamente tendrá que ser un inestimable testimonio de las costumbres de los primeros tiempos del mundo. Tal sucedió con el latín y el griego. De ahí su arqueología.
Pero aún hay más: si damos cuenta de una lengua, daremos cuenta de todas. Porque en el mundo existe una lengua mental común a todas las naciones y que emplea el mismo vocabulario de ideas -que los doctos pueden construir-, así sean distintos los términos. Postula el filósofo: “Es necesario que haya en la naturaleza de las cosas humanas una lengua mental común a todas las naciones, la cual comprenda de manera uniforme la sustancia de cuanto tiene lugar en la vida humana sociable y explique con tantas modificaciones diferentes cuantos aspectos diversos puedan tener las cosas; al modo como lo experimentamos en los proverbios, que son máximas de sabiduría popular, interpretadas sustancialmente de la misma forma por todas las naciones antiguas y modernas, aunque expresadas de modos muy diferentes”.
Pero para realizar este trabajo arqueológico del lenguaje, es preciso soltarle las alas a la imaginación. Y si algo se destaca en la obra del filósofo napolitano es el fabuloso vuelo imaginario. No sólo eso, porque hay una lección de filosofía práctica que nos ha dejado: hay que perderle respeto a los hechos y concederle mayor crédito a la imaginación. Su ejemplo comenzó con la fabulación de su autobiografía, la novela de su propia vida que empezó a redactar el mismo año en que vio la luz la Scienza Nuova. En otras palabras, Vico tuvo que fingir mucho de su propia vida para presentarla con unidad y sentido. Del mismo modo, buscará encontrar unidad y sentido en la vida de las naciones. Ese sentido se puede descubrir porque los hombres están naturalmente dispuestos a perseguir lo verdadero. Por dicha disposición, donde no puedan alcanzarlo se atienen a lo cierto. Los hechos, entonces, serán solamente el soporte de la imaginación. Los datos no son para él pilares sobre los que se construye la ciencia, sino simples elementos que la ilustran. Es más, esos datos -il certo- son lo que la Scienza Nuova deberá purificar, sirviéndose para ello de la Filología y de la Filosofía. El resultado será il vero, que se oculta bajo la apariencia empírica. La Nueva Ciencia no es más que la imaginación del orden civil. Claro que esto comporta no pocos riesgos.
Los estudiosos de la obra del filósofo están de acuerdo en destacar la enorme acumulación de errores e imprecisiones en los que incurre, así como en el escaso rigor en la atribución de ideas a diferentes autores y en la interpretación que hace de aquéllas. Por ejemplo, fundió en un solo personaje el mítico Alfión con el histórico Arión de Methymna, que vivió en el siglo VII-VI a. C. Por esta misma razón confunde a Herodoto con Diodoro, mezcla el mito de Temis con el de Astrea o señala que “por ley del mismo Licurgo estaba prohibido saber de letras”, cuando en realidad Licurgo prohibió poner las leyes por escrito. No se ruboriza Vico por culpar a Aristófanes de la condena de Sócrates, que había ocurrido mucho antes de la representación del comediógrafo griego. (Lo cual quiere decir que si la comedia no mató al filósofo ateniense bien lo hubiera hecho de haber ocurrido). También atribuye a Clemente de Alejandría lo que es de Eusebio, destaca de una obra de Flavio Josefo lo que corresponde a otra o comete un anacronismo al señalar la promulgación de las leyes Horaciana y Hortensia cien años antes de los hechos. Incluso el vuelo imaginario lo conduce a ponerle el apellido de un profesor napolitano de su época al primer escritor en lengua vulgar francesa que, según él, fue Arnaldo Daniel Pacca. En fin, hay mucho que decir de las etimologías viquianas que en muchas ocasiones son traídas por la fantasía. Sólo así se puede entender este texto: “Ya hemos demostrado que las ciudades heroicas se decían “aras” en Asia, Grecia e Italia (...) En España aún perdura en muchas el nombre de “ara”. Ahora bien, en la lengua siria la voz “ari” quiere decir león; y ya hemos demostrado en la teogonía natural de las doce mayores divinidades que de la defensa de las aras surgió entre los griegos la idea de Marte, que en griego se dice “Ares”. Así por la misma idea de fortaleza, en los tiempos bárbaros retornados muchas ciudades y casas nobles llevan leones en sus enseñas”. Ignoramos en qué ciudades españolas estaba pensando el filósofo cuando escribió estas líneas, pero conociendo su ágil y desenfadado uso de las etimologías, le servía lo mismo Guadalajara que Aranjuez o la región de Aragón.
Tal vez el caso más paradigmático del arrastre fantasioso es el que sufre cuando quiere referirse a la antigüedad de su ciudad natal. Apunta: “Nápoles primeramente se llamó Sirena, con voz siria -que constituye un argumento a favor de que fueron los sirios o fenicios quienes establecieron antes que nadie colonias por causas del comercio-; después fue llamada Parténope, con voz griega heroica, y finalmente se llamó, en lengua griega vulgar, Nápoles”. Cicerón, que no tenía la imaginación del napolitano, señala simplemente que se llamó así: Ná-poles (de neós, nuevo y pólis, ciudad), “por haberse edificado la última”.
Las imprecisiones y errores anteriores -nos pudiera contestar el autor- son perfectamente disculpables porque la tarea del científico es ordenar. Ordenar con lo cierto que, si no es lo verdadero, lo expresa de alguna manera, pues lo cierto siempre tiene un vínculo -aunque esté oculto- con lo verdadero. Y puesto que en la historia civil lo cierto se nos muestra como injusticia, guerra, impiedad, opresión, dolor y muerte... es preciso elevarlo a la imaginación filosófica para encontrar su sentido. La Scienza Nuova no es sino el relato coherente de la aventura del género humano desde su originario estado bestiale a su más completa umanitá. La nueva ciencia exige unir filosofía y poesía, teología e historia, libertad y necesidad, conciencia y pasión, verum et certum. Se puede decir que Vico descubrió su camino, su método, gracias al descubrimiento de la imaginación, de la función cognoscitiva de la ficción. “La imaginación al poder”, que fue uno de los gritos de guerra de los estudiantes revoltosos del París de 1968, bien pudo haber sido el grito metodológico de Giambattista Vico, poder que debe ponerse al servicio de la Filosofía, el Derecho o la Historia.
La concepción de una “Teología civil razonada” es la aportación de Vico a la filosofía de la historia moderna. Parte de que hay un orden en la génesis y desarrollo de las naciones, una lógica o providencia civil, del mismo modo que hay un orden natural con una lógica o providencia natural. Dicha lógica es la mente divina, que es conocida por la metafísica, esto es, por la ciencia que, por definición, está más allá de los hechos físicos. La metafísica busca las pruebas no en los hechos físicos, afuera, sino en las transformaciones de la mente de quienes piensan. Así es cómo la metafísica posibilita comprender la historia del espíritu humano y sus acciones, o sea, interpretar razonadamente los fenómenos civiles, le cose umane civili. La base de una “historia ideal eterna” es la base de la Scienza Nuova. En otros términos, la Ciencia Nueva no es otra cosa más que la historia de las ideas humanas. “Esta ciencia -explicó- describe al mismo tiempo una historia ideal eterna conforme a la cual transcurren en el tiempo las historias de todas las naciones en sus nacimientos, progresos, equilibrios, decadencias y finales”.
Para Vico hay un orden lógico de las formas del espíritu que, como un diseño a priori u orden del arquitecto divino, se manifiesta ininterrumpidamente (providencia) en los corsi e ricorsi de la historia humana de las naciones. Insiste el filósofo en la semejanza entre la providencia divina en el orden de la naturaleza, que garantiza la necesidad y coherencia del mundo físico, y la providencia divina en el mundo civil, que hace de la historia un orden riguroso, lo que justifica una nueva ciencia.
La astucia de la lógica divina, que escribe derecho en renglones torcidos, es fácilmente verificable en la vida del filósofo. Pudiera decirse que toda la vida de Giambattista Vico está compuesta de paradojas, muchas de ellas muy dolorosas. Y que casi todo le fue adverso, menos la inmortalidad. Veamos.
Hijo de Antonio Vico, un campesino “devenido el más pobre de los libreros napolitanos”, según nos cuenta en la Autobiografía, y de Cándida Masullo, hija de un carrocero, nació en Nápoles el filósofo el 25 de junio de 1668. A los siete años sufrió una fractura de cráneo a causa de una caída desde una escalera. El médico que lo atendió diagnosticó su pronta muerte o que quedaría idiota para siempre. Después de tres años de recuperación, el niño no perdió la vida ni la mente, pero sí la salud y la alegría. A causa de este hecho será reconocido por la cruel expresión latinizada de “master Tisicuzzus”, algo así como el maestro Tisicoso. En su edad madura, sus contemporáneos lo recuerdan con bastón, caminando con dificultad, demacrado, pero con los ojos muy abiertos.
Apoyado por su padre, su formación fue principalmente autodidáctica, aunque estuvo dos años en la escuela de los jesuitas de Gesú Vecchio. No continuó sus estudios con ellos porque se consideró perjudicado en un concurso escolar (1681). Y siguió formándose solo, acompañado de su prodigiosa mente, de una voluntad blindada contra la adversidad y la estrechez de un cuarto con buhardilla en el número 31 de la vía San Biagio dei Librai de Nápoles, en donde logrará abarcar con la imaginación el casi ilimitado horizonte de la historia de la humanidad.
En 1685 concluyó sus estudios de Filosofía. Pero su padre quería que estudiara Derecho y durante dos meses consiguió que el hijo recibiera clases del canónigo Francesco Verde. En 1688 Giambattista se inscribe en la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad de Nápoles, pero su asistencia a las aulas fue casi nula. Su formación en esta disciplina será también autodidáctica, por lo que también será reconocido por el mote del “autodidascalo”.
Tras una fugaz irrupción en la práctica de la abogacía, la “fortuna” lo arrancó de ese campo para que más bien se dedicara a pensar el Derecho. En efecto, monseñor Geronimo Rocca, obispo de Ischia, le consigue el preceptorado de los hijos de su hermano Domenico en el marquesado de Vatolia. En esta tierra de aires saludables para la enfermedad de Vico, Giambattista pasó seis o siete años de soledad reflexiva.
En 1695 regresó a la casa paterna de San Biagio, pero también a la pobreza. Y la escasez lo arroja al mundo. Así que tiene que dar clases particulares de latín o escribir elogios, poemas conmemorativos, inscripciones mortuorias... por encargo, con ocasión de funerales, matrimonios o conmemoraciones.
En 1699, obtuvo por oposición la cátedra de Retórica de la Universidad de Nápoles. Como la cátedra era mal pagada, no abandona el proffesore sus clases particulares. Este mismo año se casó con Teresa Catalina Destito, joven analfabeta. (Gran paradoja: reunión encarnada de una gran erudición con la ignorancia). Andando el tiempo, el matrimonio tendrá ocho hijos, tres de los cuales morirán siendo niños. (Creemos que este triple dolorosísimo hecho marcará profundamente su preferencia por el número 3 en la Scienza Nuova, lo que es fácilmente verificable en el libro IV de la edición definitiva de la obra que trata “Del curso que siguen las naciones” y que, a nuestro entender, es el canto resignado por los que se han ido).
En 1709 publicó su muy importante estudio De nostri temporis studiorum ratione. Al año siguiente apareció su Liber metaphysicus. Algunos años más tarde (1716), compondrá por encargo la biografía del mariscal Antonio Carafa : De rebus gestis Antonio Covaphaci. En 1720 publicó De uno universi iuris principio et fine uno. Dos años más tarde imprimió De constantia jurisprudentis. Por otro lado, cuando parecía consolidar su prestigio literario y filosófico tras el éxito de su Diritto universale (verdadera mina de los conceptos viquianos, aunque su contenido no prefigura la Scienza Nuova que comenzará a publicar dos años más tarde), en 1723 recibió un gran desengaño intelectual: perdió en oposición la cátedra de Derecho Romano. Como respuesta legítima a esta injusticia, cuando tenía la esperanza de que “la sua casa buia e desolata fosse per essere rallegrata da un raggio di sole”, se impuso la tarea de terminar y publicar la obra magna que lo transportaría a la eternidad. En 1725 apareció la primera edición, en italiano, de los Principi di scienza nuova intorno alla natura delle nazioni per la quale si ritruovano i principi di altro sistema del diritto naturale delle genti, obra que el lector tiene en sus manos y que constituye el núcleo del pensamiento de su autor. En 1730 publicó, con numerosas correcciones, la segunda edición de la obra. Y en junio del mismo año de su muerte (1744), apareció la tercera edición. Esta edición, sin lugar a dudas, es la expresión más acabada del genial pensamiento de Giambattista Vico. Tales son los escritos más importantes del inmortal hijo de Nápoles.
La poesía griega y el derecho romano fueron las dos grandes fuentes de materia prima que manan para llenar el caudal de su pensamiento. El antropomorfismo revelador de los mitos y la etimología y semántica de las palabras constituyeron llaves inestimables para abrir el oscuro universo de los tiempos idos. Devoto de Platón, a lo platónico nos ofrece, en vez de hipótesis encogidas, mitos eternos, como el fulmíneo origen de la poesía y el pudor, principio de la humanidad. En Vico se confunden poesía y mitología, pues ambas son formas de expresar o representar el mundo de una manera prerracional, antes del uso del concepto abstracto. Y es que en la infancia del mundo, los hombres fueron, por naturaleza, sublimes poetas. Por esta razón la poesía es la forma más antigua del espíritu humano. Compensa Vico el idealismo de Platón con el penetrante realismo de Tácito. A esta última escuela debe el asombroso relieve con que destaca, por ejemplo, el estado de fiereza en los orígenes del hombre.
El conocimiento del derecho público y privado de Roma en todas sus etapas le dio una lección viva de la evolución de las instituciones humanas, que él extrapola, con mayor o menor éxito, a los demás pueblos. Pues un propósito eterno levanta a la masa humana, tesis que repite una y otra vez en contra de estoicos, epicúreos y escépticos. Vico, católico sincero, no sin influencia agustiniana, pone la ilación de los tiempos bajo el cuidado de una providencia, “la ordenadora del mundo de las naciones”. Descubrir el diseño providencial es el objeto de la nueva ciencia, ciencia que viene a ser, en cierto sentido, una historia de las ideas, costumbres y hechos del género humano. A partir de estos tres elementos constitutivos, se ven resurgir los principios de la historia de la naturaleza humana, principios éstos que son los de la historia universal.
El punto de partida de la historia humana es la distinción de tres tipos de naturalezas, correspondientes a las tres épocas de los tiempos reconocidos por los egipcios: de los dioses, de los héroes y de los hombres. De estas tres naturalezas, divina, heroica y humana, derivan en relación de causa-efecto tres tipos costumbres y, de éstas, tres tipos de derecho natural, que a su vez determinan tres formas de gobierno, las cuales se corresponden con tres clases de lenguas, tres tipos de caracteres, tres tipos de jurisprudencias, tres especies de autoridad, tres tipos de derechos, tres tipos de juicios. En fin, tres formas de conciencia o tres signos del espíritu de los tiempos.
La historia de las naciones, el desarrollo de las instituciones políticas y jurídicas, así como el de las ciencias y de la filosofía, está inscrita en la naturaleza humana. Vico trata de reducir la historia a la naturaleza humana, pues aquélla no es sino una manifestación de ésta. Como ésta, también aquélla está sometida a la necesidad. Y esa necesidad se expresa en un camino que va de la animalidad a la humanidad. El resultado es una historia racional, en el sentido de que es el devenir de la razón desde la imaginación. Por eso para él no tiene sentido criticar la injusticia o la irracionalidad de los tiempos bárbaros, así sean retornados, porque los hombres de esos tiempos, aún sin umanitá, no pueden regirse por valores racionales, por una moral abstracta. Y los tiempos bárbaros no son solamente los de antes, pues hay una total correspondencia de aquéllos con otros de más reciente data, que pueden ser más oscuros que los antiguos. Cada tiempo tiene su derecho, su lógica, sus costumbres que se adecuan a su naturaleza.
Pero en todas las épocas, la naturaleza humana es dirigida por la providencia, pero la providencia produce y conduce el mundo por mediación de los hombres. Y ésta es una original tesis histórica. Los productos de la acción humana, hechos por su propio interés, van modificando al propio hombre. Las acciones realizadas para satisfacer sus necesidades y los medios e instituciones creadas con ese fin cambian el cuadro de las necesidades. En otros términos, el hombre al tratar de sobrevivir se va transformando a sí mismo, se va volviendo humano. La sociedad es el medio a través del cual el hombre se hace a sí mismo. Entonces, la verdadera historia no es la de las naciones sino la de los individuos. Los asilos, las familias, las repúblicas son producidas por los hombres para sobrevivir. Pero, de ese modo y a través de esas objetivaciones, los hombres devienen propiamente humanos. A través del pensamiento y de la práctica de la religión, por ejemplo, la plebe romana toma conciencia de su igualdad natural con los nobles. O como lo dirá con palabras completamente transparentes, “la naturaleza de los pueblos al principio es ruda, después severa, más tarde benigna, luego delicada y finalmente disoluta”. Tales características de la naturaleza de las naciones corresponden a los tramos del camino que recorren los pueblos de todas las naciones y de todos los tiempos: nacimiento, progreso, equilibrio, decadencia y fin. Y vuelta a recomenzar, porque la providencia quiere como fin para la especie humana el que se conserve, quiere su inmortalidad. O como lo dice el autor con palabras más poéticas: “la providencia vigila para la salvación del género humano”. O la vida quiere seguir siendo vida, más vida. Pero con este sentido la providencia pierde su significación religiosa y adquiere la biológica. ¿En cuál estaba pensando Vico?
Mediante ciclos recurrentes -argumento central de la Scienza Nuova-, la realización sucesiva del hombre en la perspectiva de las edades se parece mucho a la realización de los seres vivos, pero también a la representación de una divina comedia, casi un juego que juegan los dioses, porque no tienen otro juego. ¿Hay progreso en la historia de Vico? Parece que no. Todos los pueblos andan el mismo recorrido, una y otra vez. Como nos dice en un texto incomparable, “la uniformidad del torno que sigue entre las naciones la humanidad puede ser fácilmente advertida por el cotejo de dos de ellas, entre sí muy desemejantes”. Los ejemplos corresponden a la ateniense y a la romana. Es decir, la humanidad se va modelando en el diseño providencial a través de ciclos que la conducen al punto de partida. El eterno retorno, pues.
Pero esa providencia (religiosa o biológica) es eminentemente democrática y lo democrático se confunde con la humano. Por eso la ciencia nueva puede ser denominada “filosofía de la humanidad”, que es filosofía de la plebe, porque fueron los plebeyos de todos los pueblos quienes, de forma universal, cambiaron las repúblicas aristocráticas en populares, esto es, en humanas. Es de notar que, según esto, la forma aristocrática de gobierno está excluida de la especie humana. Por eso critica Vico a quienes cantan loas a “la virtud antigua”, la virtud de la era aristocrática de Roma. Se pregunta: “¿Qué virtud humana existió donde tanto existió la soberbia?, ¿qué moderación donde tanta avaricia?, ¿qué mansedumbre donde tanta fiereza?, ¿qué justicia donde tanta desigualdad?” Su obra es un cántico al espíritu de los pueblos, al espíritu de los poderes creadores del pueblo, como diría Aquiles Nazoa. Y sólo nos resta invitar al lector a que lo descubra por sí mismo.
Maracay, marzo de 2007.
Este prólogo fue pedido por la Fundación el perro y la rana en la fecha apuntada. Todavía no me lo han pagado como creo que no lo han publicado, aunque no es muy malo ¿o sí? Dígalo ahí, lector, con sus comentarios.
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