Homero describe el lugar: una vasta planicie subterránea. Sus habitantes vagan apáticos como sombras sin inteligencia, sin dolor ni alegría, por las melancólicas praderas desprovistos de esperanzas
Se entra por una cueva de afiladas rocas. La oscuridad es cada vez mayor. Tinieblas cenicientas, espesas de silencio, pero que no se alcanzan a ver, vuelan por todas partes. Los fantasmas se duplican alrededor. Se pueden reconocer voces heladas. El fétido olor que todo lo invade anuncia la cercanía de uno de los cinco ríos que es preciso recorrer para el último viaje. Más allá están el Aqueronte, el Cocito, el Flegetón y el Leteo, donde todo se olvida.
En una margen sombría y estéril del Estigia, el primero de los ríos, aguarda el barquero Caronte para llevar a los viajeros al otro lado. De los pasajeros recibe el óbolo que los parientes les habían colocado bajo la lengua como pago para la travesía.
Mientras navegan, el barquero, sordo a los lamentos, señala la dirección. Tienen que atravesar el bosquecillo de Proserpina. Después, el portón del Erebo, guardado por Cerbero, can de múltiples cabezas. Detrás de él, el reino de los Infiernos.
Traspuesta la entrada, la barca llega a su destino. Los viajeros bajan y se apostan en las penumbras a la espera del juicio. Frente a ellos se abren dos caminos: uno va hacia los Campos Elíseos, lugar de temperatura amena, suaves brisas y constante felicidad; allí viven los héroes, los favoritos del Olimpo y los justos y respetuosos de los dioses. El otro lleva al Tártaro, lugar de tormento rodeado por una triple muralla, al pie de la cual corren las llamas del río Flegetón. En sus márgenes padecen, entre otros, los Gigantes (o la fuerza bruta), que se alzaron contra Zeus (o la razón).
Ante el alma estremecida por la ansiedad, se presentan tres jueces, tres figuras taciturnas y severas que, sin vacilar, castigan o recompensan. Por último, surge Hades, juez de jueces, señor de la noche, hijo invisible del Tiempo y de la Tierra. El rojo de sus ropas destaca en el fondo umbroso de sus dominios. De ceño fruncido, no llora ni sonríe. El rostro impávido, olvidado de la luz, muestra la cansada gravedad de quien hace tiempo que está acostumbrado a formular la sentencia final. Sus súbditos están muertos.
¿Por qué toda esta descripción? Porque el descontrol, desatinos y desesperos y, sobre todo, la falta de buen humor de que está dando muestras esta oscura desbandada que nos (des)gobierna parecen indicar su viaje a... tan inhóspita residencia.
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Publicado por TalCual el 8 de diciembre de 2003, pág. 13
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