Como en una isla abandonada, vivimos en un fuerte circundado por territorios vacíos: el desierto de los bárbaros. El fuerte es una especie de viejo castillo. Pero si le preguntas a los viandantes, te dirán: “Aquí no hay ninguna fortaleza. Está todo cerrado. Desde hace unos ocho años no vive nadie. Prueba a llamar y los ecos te devolverán la voz con un timbre hostil”.
No es imponente ni hermoso nuestro fuerte, tal vez pintoresco. Todos adentro parecen haber olvidado que alguna vez tuvimos flores, mujeres hermosas, niños juguetones, mozos bravíos... cosas alegres. Por el contrario, es frecuente observar el vuelo de cuervos que pasan rasantes a perderse en la inmensa, pedregosa e inhóspita llanura. O bandadas de zamuros que descansan en una pata sobre algunos salientes esperando la carroña.
Aunque en un tiempo fue admirado, ahora es una fortaleza de segunda categoría, un trozo de frontera muerta. Es decir, una frontera que no preocupa mucho. “Irse, irse lo más pronto posible, salir fuera al aire, salir de este misterio neblinoso”, susurran algunos. “¿Tendremos que permanecer aquí años y años? ¿Se consumirá entre estos muros desnudos y húmedos nuestra juventud?”, se preguntan otros. “Sentimos que a nuestro alrededor crece una trama que intenta retenernos para siempre”, confiesan agobiados los más.
Un día vimos un punto negro (¿o blanco?) que se movía en los límites de la llanura. En la noche se convierte en una lucecita que parece acercarse poco a poco y volverse mayor. Muchas veces debió de ser sólo ilusión, nacida del deseo, y en otras, un efectivo progreso, hasta el punto de que alguien finalmente la vio con claridad.
De pronto, se convierte en una franja negra que avanza. “¡Vienen! ¡Vienen! ¡La guerra! ¡La guerra!”. Un presentimiento vaga por todo el fuerte. Más o menos como en los sueños, ¡por fin!, del norte bajaba gente misteriosa. ¡Qué triste equivocación! Crees que a tu alrededor hay criaturas semejantes a ti, pero sólo hay piedras que hablan una lengua extranjera. Estás a punto de saludar a un amigo y el brazo cae inerte, la sonrisa se apaga, porque adviertes que estás completamente solo. Quizá todo fue mejor así.
Disipada la niebla, se pudo comprobar que era un caballo. Claro que era algo extraordinario, de inquietante significado. Nadie conseguía apartar los ojos de él. Aquel caballo rompía las reglas, volvía a traer las viejas leyendas del norte, con bárbaros y batallas. Con su ilógica presencia, llenaba todo el desierto. “¡Es un caballo de Troya!”, gritaron algunos, y se espantaron. ¿Lo es? No lo sabemos. Los técnicos lo están revisando. Para muchos es la hora de la espera suplementaria, la esperanza de la curación, porque -dicen – viene lleno de medicinas. Y se forjan historias heroicas que probablemente no se producirán nunca, pero que de todos modos sirven para animar sus monótonas y tristes vidas en el fuerte.
Publicado por TalCual, pág. 20, el 14 de Julio y 3 de Agosto de 2006
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