Valiéndose de una serie de falsedades del tipo de las que sólo son permitidas a los poderosos –y que sólo desgracia traen a los débiles-, construyó el rey de Nueva Babilonia un laberinto tan perplejo y sutil que los más prudentes varones no se aventuraron a entrar en él.
Insignificante, pero torvo y sediento de grandeza, se dio a la ingente tarea de armar una poderosa máquina hecha de clavos y tornillos, tuercas, pernos, remaches y puntillas de hierro con la que atrajo al laberinto a quien, no pudiendo destacarse por nada loable, se había destacado por la ignominia: algunas veces se solazaba torturando y matando a su propio pueblo, otras se daba el lujo de asustarlo asesinando a sus propios parientes. ¡Cuánto se burló! ¡Cómo se gozó el sedicente guardián de la seguridad del mundo viendo vagar aturdido por su torcida y escandalosa obra al zumbón, maldiciente y abominable rey de diabólica malignidad!
A la declinación de la tarde, el confundido y afrentado –que no era otro más que el rey de Nueva Arabia- imploró el socorro divino. El Clemente y Poderoso, que también atiende a los malvados, escuchó su oración y le mostró la puerta de salida. Ésta era -¡oh paradoja del Altísimo! ¿Quién puede conocer Tus designios!- la entrada a un dilatado, áspero, seco e inconmensurable desierto.
Arrogante y furioso, ambicionando perpetuar su nombre perseguía el emperador republicano al tirano de Tikrit que huía por las traicioneras arenas. Vientos huracanados cegaban su visibilidad a la vez que aumentaban la resequedad del clima general. Al cabo de un año, deslumbrado por el sol de la verdad, el rey de Nueva Babilonia no se daba cuenta de que estaba en medio de un laberinto donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, recovecos burlones ni muros intransigentes que impiden el paso.
Exhausto, sin poder encontrar un árbol al cual arrimarse y sin agua con la que saciar su enfebrecida sed, es muy posible que este otrora envanecido y fatuo rey muera solo y triste, acosado por los buitres y picado por las alimañas ponzoñosas del lugar. Abandonado hasta del Misericordioso, lo vio hace muchos años –en un cuento de El Aleph, que lleva el título de este artículo- J. L. Borges, cuya mirada penetraba en lo más profundo del interior humano, sus sentimientos.
Ha sido siempre muy torpe sustraer al problema de la guerra el sentimiento, porque éste es, en muchos casos, el principal soporte de la moral de la guerra. A un año de la penetración en Iraq de las tropas de la coalición tras haber destrozado el país, el sentimiento general del pueblo iraquí parece ser el de que se vaya el invasor.
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Publicado el 20 de mayo de 2004, pág. 13, con una ilustración.
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