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miércoles, 5 de enero de 2022

DESEOS DE AÑO NUEVO

 

 

     Desde aquí, al  pie del Ávila, deseo que Polifemo 'diga muchas cosas’ buenas de nosotros y nos vea, así sea con un solo ojo, con mirada compasiva, pues desde hace rato  solo Maledicencia -'la que dice cosas malas'- habla de Venezuela. Fortuna ve para otro lado y nos ha dejado al "cuidado” de algún dios juguetón. 

 

     Lector, si el nuevo año  no puede ser tan feliz y, mucho menos, tan próspero como quiere la desgastada fórmula, que nos sea llevadero. No es mucho pedir, ¿verdad?



Lector, para comunicarse con el autor de la entrada, escriba a carloshjorge@yahoo.es

miércoles, 16 de julio de 2008

El síndrome de Sísifo


Cantidad de escritores, que uno lee y respeta, navegaron en ríos de tinta para encontrar argumentos en el mar de los abstencionistas en las últimas elecciones, para alertarlos sobre los peligros de morir ahogados. Hasta la dirección editorial de TalCual gastó muy buenos cartuchos disparándole a zamuros que revoloteaban sobre un cuerpo en acelerado estado de descomposición.

El muerto no es otro más que el sistema de partidos políticos de Venezuela. La defunción ocurrió después de una larga enfermedad que podemos identificar como el síndrome de Sísifo.

Según el mito, fue Sísifo, rey de Corinto, el hombre más ingenioso de Grecia. En cierta ocasión, por haber delatado a Zeus que había raptado a la ninfa Egina, el padre de los dioses le envió a la Muerte para que lo castigara y lo arrojara a los Infiernos. Su tétrica presencia, sin embargo, no asustaba al pícaro soberano. Amablemente invitó Sísifo a la Muerte a entrar por una puerta. Cuando la hija de la Noche y hermana del Sueño se dio cuenta, ya estaba aprisionada en un calabozo. Por largo tiempo nadie murió en el mundo. Plutón estaba triste y alarmado porque los Infiernos no recibían nuevas almas. La barca de Caronte yacía varada en una ribera de la laguna Estigia. Recurrió, entonces, a Zeus. El Olímpico envió a Marte para que desatara a la Muerte. La primera víctima fue el propio rey de Corinto. Pero éste se había confabulado con Mérope, su esposa, para que no le hiciera honras fúnebres. Vagando por las soledades del inframundo, el otrora poderoso monarca se lamentaba día y noche porque no había sido sepultado. Plutón, apiadado, lo dejó regresar para que arreglara cuentas con su mujer. El astuto Sísifo se escapó con la firme resolución de no volver a las sombras infernales.

Pero Sísifo envejeció. De pronto le faltaron las fuerzas para seguir huyendo de la Muerte y fue, entonces, alcanzado y arrastrado a los subterráneos del mundo.
Plutón, que no había olvidado la fuga del ladino rey, tomó ahora las precauciones necesarias para mantenerlo ocupado en sus dominios. La tarea que le impuso no le permitía un solo minuto de descanso y le impedía cualquier evasión: debía hacer rodar cuesta arriba en una montaña una enorme roca; pero, tan pronto como llegaba a la cumbre, la roca se despeña por la otra ladera y él tiene que volver a empezar su inútil trabajo.

Así están los partidos políticos en Venezuela: tratando de mover la voluntad adversa de los ciudadanos, que en otros tiempos votaron con fervor o con rencor. Ni todos los trucos legales e ilegales, inventados o por inventar; ni llamados desgarradores ni otros menos melodramáticos sirven para resucitar cuerpos que, hace tiempo, son cadáveres. Algunos celebran los decesos, sin darse cuenta de que hay muertos al pie de las urnas y dentro de ellas, también, si son agencias de empleo.


PUBLICADO POR TALCUAL, PÁG. 15, EL 14 DE FEBRERO DE 2006
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El club de los suicidas


Sabido es que los ingleses poseen clubes de las actividades más increíbles y de los gustos más rebuscados. R. L. Stevenson imaginó el de los suicidas.
Esta singular asociación se reúne todas las noches en una casa de apariencia muy común y sus desesperados miembros se ven de lo más felices tomando champán, fumando, riendo... salvo en algunas pausas siniestras.

Por la vanagloria de las acciones deshonrosas de que hacen gala algunos, cuyas consecuencias obligan a recurrir a la muerte, y que los demás oyen sin un gesto de reprobación, se puede deducir que los individuos de tal club no son muy decentes. Sus reuniones parecen reflejar un convenio tácito contra todos los juicios morales, como si al traspasar las puertas del Club disfrutaran ya de algunas de las inmunidades que se gozan en la tumba. Por eso constantemente brindan por sus memorias y por algunos suicidas célebres.

Hay socios activos y honorarios. Los activos, es decir, que buscan la muerte, tienen que ir todas las noches al Club hasta que la encuentren. Pero no se crea que viven desganados y lánguidamente. Por el contrario, sus últimos días tratan de pasarlos entre las más fuertes emociones. El miedo es el alimento de la vida que les queda. Lo obtienen, sobre todo, prolongando indefinidamente la incertidumbre.

El último acto de cada encuentro diario es como la misa. El altar –a cuyo alrededor se sientan expectantes los socios- es una mesa con tapete verde. El Presidente –especie de gran sacerdote de los mandatos del Club- toma entre sus manos una baraja y reparte las cartas, boca a bajo, para alargar más la espera y la angustia. Cada socio debe tomar una carta. La mayoría vacila antes de hacer su selección y todos los dedos tiemblan al volver las cartas sobre el tapete. Y no es para menos: quien reciba el as de picas deberá morir; el que obtenga el as de trébol será el ejecutor de la “muerte accidental”. Es el azar, pues, quien escoge la víctima y al victimario. En otros términos, en nombre del azar se matan unos a otros para evitarse las molestias del suicido... o porque son muy cobardes. Eso sí, admirablemente combinan emociones que son propias de la mesa de juego, del duelo y del circo romano.

La mayor parte de los socios actuales del Club Internacional de Suicidas son muchachos poéticos, idealistas. Gentes de Corea del Norte, Irán, Siria, Venezuela y Cuba lo integran como miembros activos. Como honorarios, hasta la fecha, se han inscrito algunos venidos de Bolivia y del Perú. No se sabe muy bien si se convertirán en miembros activos. Están a la espera de ver qué pasa. Pero desde ya se sabe que en plena juventud, en perfecta salud, se juegan sus tronos y no sólo sus vidas, sino también el porvenir de sus repúblicas.


Publicado por Tal Cual, pág. 19, el 29 de junio de 2006
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miércoles, 2 de julio de 2008

La penúltima versión de la realidad


“Para que no se desvanezcan en el tiempo los hechos de los hombres y para que no queden sin gloria grandes y maravillosas obras”, escribió Heródoto de Halicarnaso sus Nueve libros de la historia(Storíai). Pero miles de años antes que el griego emprendiese sus viajes que terminarían en literatura, en muchas entradas de cuevas se repetía la escena. Alrededor de la pitanza del día, se contaba cómo había sido la caza y se recordaban otros días y otras cazas, posiblemente exagerando las proezas. Mientras, en el fondo de la cueva los artistas de la tribu pintaban bisontes, jabalíes, caballos, uros, ciervos y gamos para asegurarse los favores de la naturaleza y de los espíritus protectores. Así puede suponerse el nacimiento de la Historia.

Pero henos aquí entre Escila y Caribdis: el término ‘historia’ tiene un doble contenido, pues designa, a la vez, el conocimiento de una materia y la materia de ese conocimiento. ¿Y de qué “conocimiento” se trata? ¿Qué clase de conocimiento es éste que comprende que algo sea como es porque comprende que así ha llegado a ser? ¿Qué quiere decir aquí ciencia aplicada a estas materias? Cuando alguien escribe como en la fábula “la historia nos enseña”, se expresa como si el pasado hablara por sí mismo. De hecho, invoca una tradición. Sin embargo, la Historia así entendida es una construcción de los que han escrito sobre historia de la misma manera que la Física es una construcción de los físicos. Con una diferencia: toda afirmación de los físicos puede experimentarse; los historiadores -en el mejor de los casos cuando existe “documentación”- pueden verificar un hecho, pero no una interpretación. Y es que la historia no se repite. El físico puede decir: si hiciera esto, sucedería aquello y puede verificar de inmediato la validez de su hipótesis. Por el contrario, el historiador dice en pasado condicional: si se hubiera hecho esto, hubiera sucedido aquello, y nada le permite probarlo. Parece que el historiador está condenado solamente a constatar, que no es un oficio muy enaltecedor. Claro que algunos pretenden también razonar con el fin de entender y explicar para actuar. No les basta con revivir una realidad política, quieren someter un momento y una sociedad a un análisis de tipo “científico”.

Le deseo el mayor de los éxitos a los titanes del novísimo Centro Nacional de Historia en su ciclópea tarea de hacer que los ríos de los acontecimientos corran de la desembocadura a sus fuentes, y no como los han descrito siempre los viejitos de la Academia Nacional de la Historia. Así cualquiera lo hace. La penúltima versión de la realidad nacional promete mucho.

carloshjorge@hotmail.com
Publicado por TalCual el miércoles 14 de febrero de 2008, p. 20
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El Obispo de Hipona viaja a Utopía






El genio de san Agustín (354-430) alcanza su máxima elevación en su celebérrima obra La Ciudad de Dios, expresión de dos reinos incompatibles e irreconciliables: el de Dios y el del Diablo.

En la primera parte, el autor rechaza las acusaciones de los paganos contra la Iglesia; pero al mismo tiempo ataca a fondo el paganismo, demostrando su incapacidad para asegurar la prosperidad y de felicidad en la tierra.

En la segunda, el obispo de Hipona hace la confrontación de los dos reinos. De acuerdo con una visión providencialista, distribuye los acontecimientos históricos en seis días, con su mañanas y tardes. Éstas siempre oscurecen con una catástrofe. Pero como todo tiene su fin, este estado de cosas tiene su término en el “juicio final”. Los dos reinos se separan para no encontrarse nunca más, pues Dios triunfa sobre Satanás y destruye su reino. Amanece, entonces, el séptimo día, ya ultraterreno, día de descanso eterno en el que Dios impera en su Ciudad.

¿Qué hacen los ciudadanos de este reino, cuyo monarca impera, ahora sí, de manera incontestada? Es fatigosamente repetitiva la declaración de san Agustín sobre la “vida” que llevan los ciudadanos de Dios. La utopía está al final porque estuvo al principio. “Porque ¿quién se atreverá a negar que los primeros hombres en el Paraíso, antes de caer en el pecado, fueron bienaventurados?” (XI,12). Libres de toda molestia, los cuerpos resucitados -carne espiritual- gozarán de Dios en “la amable compañía de los ángeles” (ib.). Cuerpos libres de necesidad, no de potestad o posibilidad, serán espirituales, “no porque dejarán de ser cuerpos, sino porque se sustentarán y perseverarán en el espíritu que los vivifica” (XIII,22).

La Ciudad de Dios está habitada por Dios y sus ángeles, y será habitada, también, por los cuerpos resucitados, espiritualizados, cuerpos ahora inmortales e incorruptibles, como se describe en el libro XXII de la obra. ¿Y qué harán tales cuerpos?, podemos preguntar. Lo único que harán los cuerpos resucitados de los santos en la Ciudad de Dios -contesta este Padre de la Iglesia- será contemplar a Dios con el alma (intuitivamente) y con los ojos del cuerpo. En esto consiste su bienaventuranza, como la de los ángeles. “¿Qué tal será el movimiento que tendrán allí estos cuerpos?”, se pregunta el santo. Se contesta cándidamente: “No me atrevo a definirlo, por no poder imaginarlo” (XXII,30).

Como es fácil de comprobar, el Paraíso de san Agustín es una promesa de un teólogo con cierta formación filosófica. No sé si también será de pura contemplación el que nos prometen los neosocialistas del siglo XXI.

carloshjorge@hotmail.com
Publicado por TalCual el miércoles 16 de enero de 2008, pág. 21
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Manía de El Dorado






Ad nauseam se ha insistido en aquello de que los pueblos que no recuerdan su pasado están condenados a repetirlo. Pareciera que nuestra patria en esa materia se halla en estado de reparación continua.

Tratando de explicarme el fenómeno, supongo que tal deficiencia se debe, entre otras causas, al desprecio por algunas de nuestras mejores cabezas. Así, el nombre de Andrés Bello es recordado en liceos, urbanizaciones, distritos... pero más como prócer que como un pensador de nuestra realidad que tiene algo que decirnos.

Don Pedro Grases, su gran estudioso, aseveraba que el Resumen de la Historia de Venezuela no sólo fue "el primer libro impreso en Venezuela" sino también "el primer intento de historia patria". Esta pequeña gran obra, inserta en el Calendario manual y guía de forasteros para el año de 1810, debiera ser de lectura obligatoria en el tan reñido currículo escolar, que ni menciona al sabio caraqueño.

¿Qué dice Andrés Bello para afirmar que ya hemos visto la película que vamos a comentar? Por supuesto, no nos dice nada de nuestra proverbial falta de memoria, pero sí -y mucho- de las razones de la "barbarie retornada" de la que hablara G. Vico. Los hombres de ayer y de hoy se volvieron "ciegos por la codicia y sordos a las ventajas de la industria y el trabajo". La avaricia mineral los conduce a emplear la fuerza en vez de la justicia. El hallazgo de vetas de oro, amarillo o negro, es el origen de nuestras desgracias. No es otra la película de "conquistadores contra naturales", de ayer, en la versión de revolucionarios contra ciudadanos, de hoy.

Escribió el ilustre caraqueño en 1810: "El espíritu de conquista había obligado a Carlos V que ocupaba el trono de España a contraer considerables empeños de dinero con los Welsers o Bélzares, comerciantes de Augsburgo, y éstos por vías de indemnización consiguieron un feudo desde el cabo de la Vela hasta Maracapana, con lo que pudieron descubrir al sur de lo interior del país. Ambrosio de Alfínger, y Sailler su segundo, fueron los primeros factores de los Welsers, y su conducta la que debía esperarse de unos extranjeros, que no creían conservar su tiránica propiedad un momento después de la muerte del Emperador. Su interés era sacar partido del país, como lo encontraron, sin aventurar en especulaciones agrícolas unos fondos cuyos productos temían ellos no llegar a gozar jamás, ni cuidarse de la devastación, el pillaje, y el exterminio, que señalaban todos sus pasos".

"Manía de El Dorado" llamaría el exiliado en Chile a esta locura que convirtió a Venezuela en un feudo socialista para disfrute de revolucionarios con fecha de vencimiento.




Publicado por Tal Cual, página 20, el miércoles 2 de julio de 2008.
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