Mahoma (570-632) fue, y sigue siendo para sus creyentes, profeta soberano, legislador, reformador de las costumbres y del modo de ser del pueblo árabe. Su obra el Corán es para el mahometano la palabra divina, el libro que encierra el summum del saber y que debe ser base de todo sistema político, moral y religioso. Le fue dictado al Profeta por el arcángel Gabriel.
Si bien se es libre de obedecer los mandatos de Alá que se manifiesta en el Corán, el deber esencial del creyente es cumplir la voluntad divina.
Aquellos que la siguen son llamados creyentes; los demás, infieles. No se contemplan otros dogmas ni sacramentos ni clero, sólo una serie de obligaciones rituales, cuya forma pública quedó fijada a fines del siglo VII.
La primera de las obligaciones es la oración, practicada según cierto ritual cinco veces al día. El segundo deber es el ayuno en el mes de Ramadán. El tercero, la limosna legal. La peregrinación a La Meca -al menos una vez en la vida- para besar siete veces la piedra negra de la Kaaba es otro deber. El verdadero musulmán también tiene que seguir una serie de normas menores.
La vocación del Islam, incluso en vida de Mahoma, fue la expansión. En efecto, el Profeta enfrentó con las armas a todos los que no aceptaban su doctrina, llevando la guerra a las ciudades de La Meca y Medina. Su actividad expansionista continuó hasta la fecha de su muerte, momento en que el Islam se había convertido en un poder predominante en toda Arabia. La fuerza de tan enorme y rápida expansión se explica por el precepto de la Guerra Santa, otro deber del fiel, más o menos vigente según las épocas. Según este precepto, cualquier creyente en lucha contra el infiel alcanzará el Paraíso coránico, la mansión de los bienaventurados y sus delicias.
Casi desde el comienzo del libro, le dice el arcángel Gabriel al Profeta: “Anuncia a los que creen y practican las buenas obras que tendrán por morada jardines regados por corrientes de agua. Cada vez que tomen algún alimento de los frutos de estos jardines, exclamarán: ‘He aquí el fruto con que nos alimentábamos en otro tiempo’, pero sólo tendrán esa apariencia. Allí hallarán mujeres exentas de toda mancha y allí permanecerán eternamente” (II, 23).
Borges dijo en algún lado que se sabe que el Corán es un libro realmente del desierto porque no habla de camellos. Simétricamente, el Paraíso islámico es un paraíso del desierto porque es un oasis. Más bien, un motel de cinco estrellas en un oasis... ¡donde las huríes del Profeta esperan a los varones!
Publicado por TalCual, pág. 21, el 19 de diciembre de 2007
¡UN TIPO SE ARRECHÓ MUCHO! Me envió una carta muy destemplada. No le gustó nada la descripción del Paraíso islámico como un motel, ¡aunque sea de cinco estrellas!
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