jueves, 17 de julio de 2008

Lugares sagrados



Consideremos la escena mil veces repetida. Primero son millares; después, decenas de millares; al poco rato, centenas de millares de personas se agolpan en plazas, calles y avenidas. Marchan. Sólo buscan ser vistas y escuchadas. Vestidas de banderas, enarbolando carteles y entonando el himno patrio, se manifiestan. Apelan al espacio público. Aunque no lo parezca, lo público es la seguridad, el refugio de sus vidas. Codo con codo, vociferan su fuerza que extraen de la calle en donde están las respuestas a sus preguntas. En la calle está la paz a sus angustias, porque la calle es lugar sagrado de la Nación.

Para el hombre de todas las sociedades, desde el “primitivo” hasta el “civilizado”, lo sagrado equivale a potencia, porque es la realidad por excelencia. Lo sagrado está saturado de ser. En otros términos, la potencia de lo sagrado significa, a la vez, realidad, perennidad y eficacia. La oposición sacro-profano puede traducirse por oposición real-irreal. Por eso, cuando los ciudadanos salen a la calle a manifestarse, van en busca de eficacia que se adquiere por beber la vida que brota de la fuente de la realidad del espacio sagrado.

Para el hombre religioso, el espacio que habita no es homogéneo; por el contrario, presenta roturas, escisiones. Más aún, para el hombre religioso esta ausencia de homogeneidad permite la experiencia de la oposición entre el espacio sagrado, el único realmente existente, y el resto, la extensión informe que lo rodea. Esta ruptura del espacio posibilita la constitución de un mundo común, cálido y acogedor, eje central de la vida social.

El deseo del hombre religioso de vivir en lo sagrado -se puede decir otro tanto del marchista y del que se manifiesta- equivale a su afán de situarse en la realidad objetiva, de no dejarse paralizar por la realidad sin fin de las experiencias puramente subjetivas. Quiere vivir en un mundo real y eficiente, espacio constituido y ordenado, porque fue fundado, y no en una ilusión, espacio caótico y extraño, ilimitado, imprevisible y azaroso, mundo de ficción poblado por extranjeros, demonios y fantasmas.

Venezuela ha empezado a recuperar sus lugares sagrados. Está retornando a sus calles, plazas y avenidas. Debe, también, recuperar su memoria histórica, porque somos nuestra memoria; ella es nuestra coherencia y nuestra razón. El artesano, cronista y, sobre todo, poeta Antonio Trujillo lo dijo a El Nacional con claridad meridiana: "A San Antonio le tumbaron su iglesia; la casa de los hermanos Salias, que son héroes de la Independencia; la casa de Francisco de Miranda. Ya ves, lo que le ocurre a un pueblo le ocurre a todo el país".

Venezuela debe sacralizar todo su territorio. No puede permitir que quienes viven en él y quienes la gobiernan (?) la ultrajen como si fuera un espacio profano, extranjero, invadido.

carloshjorge@hotmail.com
Publicado por TalCual, pág. 13, lunes 31 de enero de 2005
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