Creso gobierna a infinidad de gente. Su ambición de mando sólo es comparable con su hambre de riqueza. Pillajes, tesoros, tributos, impuestos y venta de ciudadanos como esclavos son el comienzo de su inmensa fortuna. La posesión de yacimientos mineros la consolida.
A destajo distribuye subsidios y prebendas para atraerse gentes a su corte. Sus riquezas parecen inagotables. Poderoso, rico y feliz, vive en el lujo rodeado de seres que sólo se ocupan de servirle. No teme a nada ni a nadie, pues la fidelidad de sus súbditos está garantizada por la largueza con que gobierna.
Creso tiene de todo en exceso. Y son justamente los excesos de bienes los que atraen la atención de Némesis, la Venganza divina. Oculta en lo alto, la diosa vigila y castiga con severidad, aunque con justicia. Ahora sus ojos se han puesto sobre Creso para guiar sus pasos, como a Narciso, hasta el río que le será fatal.
El poderoso rey debería temerla, pero el miedo está lejos de su corazón.
Trasladado en trono de oro, se siente tan invulnerable como un dios. Ni siquiera le pasa por el pensamiento -siempre vuelto hacia su propia grandeza- que algún día podía perder todos sus bienes bajo la hoja de una espada movida por manos ambiciosas. Es más, intenta sobornar a los dioses, pero éstos lo castigarán. Némesis, entonces, decide apoyar abiertamente a Ciro que está forjando proyectos de conquista.
En la madrugada silenciosa los invasores asedian la ciudad y rodean el palacio. El sonido alegre de los cantos y las fiestas es reemplazado en el aire por los gritos y el ruido de las armas. El placer de la vida se trueca en el dolor de la guerra. Y en la antigua mesa repleta, sólo queda el hambre rodeada de cuerpos famélicos. La risa desaparece y en su lugar se presenta el llanto. La nostalgia habita en todos los corazones, el luto decora todos los hogares. La paz se perdió en el odio. Y Creso, siempre tan seguro, se ve obligado a acordarse de que quien poco tiene poco tiene que perder. Nada le queda de la antigua soberbia. Sus manos, acostumbradas a la molicie y a las caricias, se hieren en una lucha inútil por retener algo de todo lo que era suyo. Al fin caen vacías, inertes, prisioneras en las de su enemigo.
Condenado a la hoguera entre catorce de sus más cercanos seguidores, medita y suspira. Al oír los lamentos, Ciro le pregunta: “¿Quién te aconsejó salir en campaña contra mi país y te hizo mi enemigo en lugar de mi amigo?” “Rey, el causante fue la diosa que me incitó a la campaña, pues nadie es tan necio que elige la muerte en lugar de la paz”, respondió compungido.
Desde lo alto, Némesis sonríe... satisfecha. Su función es castigar el crimen y los excesos, cuidando que los mortales no intenten igualarse a los dioses.
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Publicado por TalCual en Libremente, pág. 14, el 23 de septiembre de 2004.
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