miércoles, 24 de agosto de 2022

“Un pueblo de filósofos” o la utopía de Simón Rodríguez






Para Berla Andrade de Vargas

 

Resumen

Tras un recorrido por las utopías del Renacimiento, de las misiones jesuíticas en el Paraguay y del socialismo del siglo XIX, el autor concluye que Simón Rodríguez (1769-1854) no puede ser incluido dentro de las utopías políticas más destacadas. Pasa entonces a hurgar en la noción de bien común y en el republicanismo del siglo XVIII para arribar a una filosofía popular. Señala que el filósofo es el ideal humano para el maestro caraqueño. Analiza sus principales características y define ‘filosofía’. A partir de aquí esclarece su tesis de cuál puede ser la utopía de Simón Rodríguez.


 

 

Entre los calificativos que ha recibido Simón Rodríguez, el de ‘utópico’ no es ciertamente el de menor reiteración. Pero el calificativo de utópico tiene muchos sentidos. Para unos autores la utopía de Rodríguez es pedagógica, para otros –los más-, es socialista; para éste su socialismo es jesuítico, para aquél está en la línea de Moro. Entonces, ¿de qué utopía estamos hablando? El presente artículo va a ser un recorrido a vuelo de pájaro para ver en qué posible sentido puede decirse de Simón Rodríguez que es un utópico.

A) Las utopías del Renacimiento

 

esperar que si todos saben sus obligaciones, y conocen el interés que tienen en cumplir con ellas, todos vivirán de acuerdo, porque obrarán por principios… no es delirio, sino filosofía…; ni el lugar donde esto se haga será imajinario, como el que se figuró el Canciller Tomás Morus; su utopía será, en realidad, la América… (OC, t. II, 131)

La anterior es la única referencia que Simón Rodríguez hizo a los utopistas del Renacimiento y, como se puede verificar, de este pasaje no se puede deducir un utopismo, con tales características, en la filosofía del maestro caraqueño. Veamos por qué no.

Un rasgo común de todas las grandes utopías renacentistas -Utopía (T. Moro), La ciudad del sol (T. Campanella) y La nueva Atlántida (F. Bacon)- es su aislamiento frente al mundo. Lo perfecto y ejemplar sólo puede existir realmente a condición de estar clausurado para nosotros y ser prácticamente imposible el acceso y el contacto cultural con nuestras sociedades imperfectas e injustas. Tal contacto -si lo hubiera- seguramente sólo tendría como resultado la corrupción y destrucción de la perfecta sociedad utópica, sin que nuestras sociedades hubieran mejorado ostensiblemente.

Un segundo rasgo común de estas utopías es el inmovilismo. En este sentido debe destacarse que el filósofo caraqueño no es utópico porque no nos presenta una sociedad cerrada, totalmente perfecta, que se reproduce a sí misma.

Pero hay demasiadas cosas que separan a Rodríguez de las construcciones políticas imaginarias del Renacimiento, además de lo ya apuntado. Por ejemplo, no considera el caraqueño, como sí lo hace Campanella (1987: 207), que “el amor propio es el origen de todos los males”; por el contrario, para Rodríguez, el amor propio en el hombre es como la piel: “de esencia en el animal” (OC, I, 307).

Tampoco piensa, como Moro (1987:138), que hay que extirpar las raíces de la ambición; pues, para Rodríguez, “sin ambición no habría sociedad” (OC, II, 209). El amor propio y la ambición serán, en él, dos importantes resortes del obrar que hay que tener en cuenta a la hora de construir una república razonable.

Y así como no considera que el amor propio ni la ambición son hechos psicológicos constitutivos que se deben extirpar de la naturaleza humana, Simón Rodríguez tampoco piensa que la propiedad privada es el origen de todos los males. Sí cree que debe ser fundada, que es otra cosa. Fundada -palabra subrayada por el propio filósofo- quiere decir basada, debida a las propias fuerzas (OC, II, 418). También piensa que deben ser los ciudadanos quienes defiendan lo que les es propio, aquello que está fundado: su República, y no los mercenarios como quería Moro (1987:116), pues “ellos abominan de la guerra como bestial”

B) Las misiones guaraníes

Para A. Uslar Pietri (1981), Simón Rodríguez es un continuador, por ser un admirador, de la utopía jesuítica de las misiones guaraníes. Mas esto no parece muy sostenible. ¿En qué sentido puede decirse que el filósofo caraqueño es un defensor de tal hecho histórico?

En un pasaje de 1834, de manera explícita se refiere a la obra de los jesuitas en el Río de la Plata:


Si solo en el estado monástico, pueden los hombres vivir hermanablemente, refúndanse las órdenes relijiosas — compongan un hábito de todos los pliegues y colores conocidos entre ellos — y supónganse encerrados en el país (esto último no tendría nada de nuevo) — declaren la nación en noviciado (con suprimir la palabra seglar bastaría) — ENSEÑEN de palabra y de OBRA (como lo hacían sus predecesores y lo hacen muchos todavía) — y canten el catecismo social con los Pueblos, en lugar de cantar maitines solos. Esto sería nuevo; no orijinal: los Jesuítas lo proyectáron: pero los Reyes y el Papa, que no gustan de la unidad, “VIVA LA ETIQUETA Y LA IGNORANCIA” (dijéron) y, en la misma hora de un mismo día, acabáron con toda la jente de bonete. Reflexionando bien, no faltará quien exclame... ah! que los hombres vivieran unidos, y aunque fueran... Jesuitas! Malo enteramente no sería: porque donde todos pensasen, de una cosa, lo mismo, obrarían de acuerdo; y no teniendo sobre qué disputar, no se matarían (como nosotros lo hacemos)... por principios. Pero no hay para que imprecar—la desesperación es un término, no un medio (OC, II, 132-133).

En un análisis superficial y sin intentos de agotar el tema, observamos:

1. La petición de declarar “la nación en noviciado” es metafórica. No pretende el autor que los ciudadanos de su república se vuelvan monjes.

2. Encerrar a los ciudadanos “en el País” es para cantar el “catecismo social”, no para cantar el catecismo de la religión católica. “Esto sería nuevo; no orijinal”. Es decir, los jesuitas proyectaron en el Río de la Plata el encierro de toda la nación guaraní para no “cantar maitines solos”, pero... para cantar maitines.

3. Digamos que el filósofo caraqueño aprueba el método, pero no el objeto que se pretendía alcanzar con él.

4. Aprueba también el acuerdo “por principios” en el obrar de los ciudadanos.

5. Lo que más importa: “malo, enteramente no sería” el que “los hombres vivieran unidos, y aunque fueran... Jesuitas!”. Pero sería... un mal, aunque un mal menor.

6. En otros términos, ésta sería una solución desesperada, cuyo único bien consistiría en la pacificación de la nación.

7. “Pero no hay para que imprecar”. En el término ‘imprecar’ tenemos la meridiana posición de Simón Rodríguez. Imprecar -define el diccionario- es proferir palabras con que se pida o se manifieste desear vivamente que alguien reciba algún mal o daño. Y Simón Rodríguez no le deseaba ningún mal a las naciones americanas.

        C) Socialismo

Un dato indicativo: Carlos M. Rama (1977), compilador de las ideas y proyectos del utopismo socialista en América entre 1830 y 1893, ignora al filósofo caraqueño. Y Rama no incluyó a Simón Rodríguez entre los utópicos socialistas latinoamericanos sencillamente porque el maestro caraqueño no es un utópico socialista en el sentido corriente del término.

Más bien la actitud del filósofo es de crítica de los utópicos socialistas. Un pasaje de Luces y virtudes sociales (Concepción, 1834) parece hacer referencia directa al extravío de estos filósofos. Les dice “á los jóvenes que piensan tomar parte en los asuntos Públicos”:


Adviertan! que muchos hombres de juicio, después de grandes estudios sobre la sociedad, han desacreditado su discernimiento por dar gusto á su imajinación (OC, II, 118).

No obstante, a pesar de la crítica, también hay similitudes y muchas ideas que comparte Rodríguez con Saint-Simon, Fourier y Owen, entre otros.

En 1834 pedía a todos los monjes -como vimos anteriormente- que “canten el catecismo social con los Pueblos, en lugar de cantar maitines solos”. Pero, como puede observarse, estrictamente hablando lo que tiene un cierto carácter dogmático religioso es lo social, que no es el socialismo. En la Crítica de las Providencias de(l) Gobierno (1843), el filósofo nos dejó una definición del término ‘socialista’ que señala claramente el sentido. Dice el pasaje:


Llamamos Publicistas, a los que escriben sobre lo Civil o Político —Economistas, a los que escriben sobre Industria o Comercio — Moralistas o

Jurisconsultos, a los que escriben sobre Moral o Derecho — i para los demás hai variedad de títulos.

 

El que escribiera científicamente sobre los 8 ramos de la Administración, sería un pozo de ciencia, y se llamaría SOCIALISTA: porque en este conjunto de conocimientos entran todas las artes i todas las ciencias (OC, II, 412).

Es, en este sentido, cómo Simón Rodríguez puede ser denominado ‘socialista’. Pero, ¿podemos decir de él que es socialista en otro sentido, esto es, 1) como defensor de un sistema de organización social que pospone los derechos individuales a los de la colectividad, de la cual supone derivados aquéllos; 2) que atribuye al Estado la potestad de ordenar las condiciones de vida civil, económica y política, y 3) que postula la propiedad colectiva de los medios de producción junto con la organización colectiva del trabajo? En este sentido su doctrina “socialista” es sinuosa tal como lo hemos analizado en Un Nuevo poder (Jorge, C.H., 2005:323-339).

En fin, podemos decir que Simón Rodríguez es un utópico, pero no en el orden político, sino en el orden del conocimiento como veremos a continuación.

La noción de bien común y el republicanismo del siglo XVIII

Si queremos hacer REPUBLICA!

debemos emplear medios … TAN NUEVOS!

como es NUEVA! La Idéa de VER por el BIEN DE TODOS!

(OC, I 229 y II ,34)

Sostiene A. MacIntyre (1987: 291) que el republicanismo del siglo XVIII representa el intento de restaurar parcialmente lo que él llama la tradición clásica. En efecto, para este polémico autor, el republicanismo del Siglo de las Luces es el proyecto de restaurar una comunidad de virtud alrededor de la noción de bien público, noción que puede ser caracterizada independiente de la suma de los deseos y de los intereses individuales, pues la virtud del individuo radicaría en permitir que la noción de bien público proporcione la norma de la conducta individual. En otros términos, las virtudes serían aquellas disposiciones individuales que mantendrían esa fidelidad dominante, de donde -como en el estoicismo- la virtud sería lo primario y las virtudes lo secundario. Pero sólo con individuos altamente racionales se podría constituir una tal sociedad en la que “el bien de todos” establecería la norma de conducta de vida. Esos individuos altamente racionales serán los “filósofos” de Simón Rodríguez, obedientes en todo momento y circunstancias a los “preceptos de la filosofía social” (OC, I, 268).

Para Platón, como para Aristóteles, la buena sociedad es la compuesta por individuos que saben gobernarse, encráticos, capaces de convivencia mutua y prestos a ponerse al servicio del bien común. La primera tarea del enkratés es el conocimiento de sí, pues tal conocimiento se presenta como condición ineludible para salvar los obstáculos íntimos que pueden estorbar en la consecución del bien (público y privado). En efecto, el enkratés de raíz socrática tiene deseos y necesidades, pero es capaz de controlar conscientemente su satisfacción. Aunque, por otro lado, esa satisfacción debe darse, pues la base material que ha de nutrir a una sociedad de individuos encráticos y dueños de sí -“filósofos”, dirá Rodríguez- tiene que ser lo bastante próspera como para subvenir a los apetitos -todo lo templados que se quieran- de todos.

Ahora bien, ¿cómo conseguir que la prosecución individual del interés egoísta o que las consecuencias del amour de soi se traduzcan en defensa o preservación del interés de todos, del interés público?

Algunos autores han destacado varias soluciones a este problema que se dan entre los siglos XVII y XVIII. La fusión republicana moderna de intereses privados y públicos -única solución al problema que aquí nos interesa- resulta paradigmática en Rousseau con el concepto de volonté générale. Pero, ¿qué es la volonté générale, cuando el propio Rousseau señala que no coincide siempre con la voluntad de todos? Ezra Heymann (1990) ha visto, creo que con mucho acierto, que la volonté générale es “la voluntad que tiene por objeto el asunto común y que define al ciudadano”. Para Diderot, por el contrario, sí parece que tiene que ver con la voluntad de todos, pues, para el coeditor de la Enciclopedia, no se trata más que de un acto de entendimiento que razona en el silencio de las pasiones sobre lo que el hombre puede exigir de su semejante y sobre lo que su semejante tiene derecho a exigir de él. Y, de este modo, se va definiendo el objeto de una voluntad común. Aunque, a decir verdad, estas consideraciones sobre Diderot valen también para Rousseau, en la medida en que el objeto común va a ser la voluntad común. En Rousseau la “voluntad general” es virtualmente de todos, esto es, algo que se puede reclamar razonablemente a todos.

No cabe duda de que Simón Rodríguez sigue la idea de Diderot y de Rousseau, aunque no ignora la dificultad que significa postular que cada individuo razone adecuadamente en “el sosiego de las pasiones” (OC, II, 383). Pues dice (OC, II, 414):


Sólo el que es sensible a la Razón, puede resistir á los halagos del interés privado. Paraque un juez prescinda de su interés particular tratando del público, ha de ver que en el interés de todos está el suyo: esto es muy difícil, porque el Egoísmo es de todos los animales: solo una educación SOCIAL puede dar la idea del bien común… la más abstracta que el hombre pueda formarse

Filosofía popular

¿Qué entiende por filosofía Simón Rodríguez? Esta pregunta puede formularse mejor de otra manera: ¿qué es filosofía en el Siglo de las Luces? Para responderla debemos decir, primeramente, que las palabras ‘filosofía’ y ‘filósofo’ se usan en todo el siglo XVIII con una asombrosa prodigalidad. Para los ilustrados, la filosofía aparece como un tipo de actividad mental que lleva a polemizar, en nombre de las ‘luces’ y del ‘libre examen’, contra todo un orden politicosocial. En lo político, la culminación de ese movimiento fue, como es harto sabido, la Revolución Francesa. En el terreno del conocimiento, comienza en ese tiempo lo que algunos han denominado la “religión de la ciencia”, proceso que va a desembocar en el siglo XIX en el positivismo y que lleva consigo una reacción antimetafísica.

Quien lea a Simón Rodríguez al trasluz de la Ilustración puede apreciar que no es, en sentido estricto, un philosophe del enciclopedismo; sin embargo, no podrá dejar de notar en él un cierto aire de familia. Pues tiene mucho que ver con el espíritu del siglo XVIII un reiterado concepto de filosofía que está tan ligado a la creencia entusiasta de que la filosofía puede llegar a ser instrumento colectivo –no sólo de los especialistas del gremio de “los pensadores”- de crítica del hecho politicosocial, pues, como él mismo señala, “las Luces del Siglo no quieren que los Gobiernos se Gobiernen por sus Luces Solas” (OC, I, 405), a la vez, que norma de conducta de grandes mayorías.

Lo esencial del enciclopedismo aparece con claridad si logramos entender, íntegramente, una frase de Diderot, que lo definiría: “Hâtons nous de rendre notre philosophie populaire”.

En esta frase de Diderot hay tres elementos que, a mi entender, son fundamentales para comprender el enciclopedismo histórico y el de Simón Rodríguez. Esos elementos son la filosofía o saber (de pocos), la popularidad y la prisa. Respecto del tercer factor, anotemos lo que decía el filósofo al calor, todavía, de la revolución independentista (OC, II, 329):


El Gobierno debe ser maestro

i para formar el Pueblo á la República

necesita cuando mas 5 años

Allá por 1845, el entusiasmo por la eficacia de la enseñanza a todo el pueblo y en tan corto tiempo ha disminuido; ahora señala (OC, II, 32) que

 

    Al cabo de 10 años … habría una nueva jeneración,

         que haría frente a la que quedase …

         gobernándose de la COSTUMBRE,

                         i dando

            la AUTORIDAD POR RAZÓN

 

Esta misma idea les es propuesta a los Gobiernos, en 1849, cuando les critica que

 

       Si el tiempo que pierden en hacer Torres de viento, y en echar leyes como coplas de repente, lo emplearan en hacer, con los hijos de los monarquistas, hombres para la República, en el corto tiempo de 10 años tendrían un Pueblo Republicano … esto es …

un Pueblo que sabría lo que es la COSA PÚBLICA,

un Pueblo que ENTENDERIA á su Gobierno (OC, I, 230).

Pero, como se ve, esto que está proponiendo el filósofo caraqueño va más allá del enciclopedismo; a mi entender, está muy emparentado con un cierto platonismo, pues cualquier  filósofo que tenga como núcleo de su pensamiento un concepto de ‘educación’ y que, además, intente ejecutar un proyecto político sirviéndose de la educación como medio, es sospechoso, cuando menos, de ser un “platónico”, y no hay que olvidar que Platón es el padre de la utopía (Leyes, libros IV-VI).

 El ideal humano: filósofo

Es en Luces y virtudes sociales (Valparaíso, 1840) donde Simón Rodríguez aborda, de manera sistemática, con mayor rigor y profundidad, la caracterización de su ideal humano: el filósofo. Se entiende que esto sea así, pues la obra es la fundamentación de su idea de la “educación social” que tiene por objeto la creación de un pueblo republicano, esto es, un “pueblo de filósofos”.


a)     Pensadores

 

Ante la objeción de que no tiene sentido hablar de “instruir al pueblo” en su obra si el pueblo no la entiende, “porque ni las ideas ni la expresión están a su alcance”, Simón Rodríguez divide el colectivo “Pueblo” en cinco especies de hombres en razón de sus conocimientos y de sus gustos, a saber (OC, II, 73-75):

a) los ilustrados, “hombres que conocen el mundo”;

b) los sabios, “que entienden de artes y ciencias”;

c) los civilizados, “que estudian la sociedad”;

d) los pensadores, “que meditan sobre cuanto perciben”, y

e) los brutos.

Es de observar que los hombres de las especies a, b, c y d son “hombres útiles”, en contraposición con el hombre de la especie e, que “está en BRUTO para la Sociedad”, porque “nada hace por ella, o porque emplea toda su razón en satisfacer sus necesidades ó sus caprichos”. El hecho de estar “en bruto” para la sociedad no quiere decir que alguien no posea conocimientos, que no sea instruido; quiere decir que le falta el conocimiento fundamental: el conocimiento social (esto es, el conocimiento de deberes y derechos que debe poseer para vivir en sociedad).

Observemos, también, que los hombres de las especies a, b y c tienen conocimientos exteriores a ellos mismos; sólo el hombre de la especie d, de los pensadores, basa sus conocimientos en lo que le dictan sus propios sentidos. Con palabras del filósofo: “en sus sentidos tiene autores” (OC, II, 202). Al sentar que filósofos son “los que meditan sobre cuanto perciben”, esto es, que aplican la razón a lo que los sentidos les dictan, Simón Rodríguez está estableciendo que todos los hombres pueden ser filósofos (al menos, en principio) por definición. Por supuesto que “filósofo”, en este sentido lato, no se diría en el mismo sentido que hablando de Aristóteles, por ejemplo. Pero, ¿qué diferencia al filósofo popular -por ponerle algún nombre- del llamado filósofo profesional -por darle otro nombre? Creo que solamente la amplitud y la profundidad de sus meditaciones. Sería entonces únicamente una diferencia de grado, que no de objeto. Aunque esto es cierto, no es posible, sin embargo, que haya muchos filósofos profesionales. Para recibir esta denominación, además de ser “Ilustrado”, “es menester ser SENSATO i PENSADOR. Cualidades que pueden hallarse en un Sujeto pero cuya reunion es rara” (OC, I, 370)

b) Críticos.

Después del título de filósofo, otro de los títulos que Simón Rodríguez prefería era el de “observador”. Nuestro autor decía que

 

      El mundo, compuesto de cosas en continuo movimiento, es, para el    observador, un Espectáculo, i para el que no lo es, un Enigma. Espectáculo no significa Juego o Festejo público, ni Suceso Grave, por lo común lastimoso: sino…

 

VER CON ATENCION LO QUE ES DIGNO DE SER OBSERVADO

"El observador -añade a continuación del texto anterior- estudia las Propensiones i las Tendencias, para reglar su conducta por ellas" (OC, II, 407). (Mantenga presente el lector esta afirmación pues se va a confundir con una de las definiciones de filosofía).

Pensar es, en lo fundamental, entender “por qué” y “con qué fin” se hace algo, es decir: averiguar las causas y las consecuencias de las acciones (OC, II, 160). Pensar es “ver las diferencias y las consecuencias que derivan de ellas” (OC, II, 208). Por las aplicaciones que se hacen, se descubre el discernimiento de alguien; por las consecuencias que saca, su buen juicio (p. 286). Todo el mundo juzga, aunque no haya nacido para juez. Pero no todo el mundo juzga de la misma manera ni con la misma profundidad. Todo el mundo critica, porque criticar es juzgar (OC, II, 406), pero no todos los que critican son críticos en el mismo sentido. Así como no todos han nacido para ser jueces, esto es, para administrar justicia, aunque puedan hacerlo declarando la razón que han descubierto en las cosas o en las acciones, así tampoco todos son críticos de igual manera. Hay variedades de jueces y hay variedades de críticos.

 

b)     Justos.

La de justos es la tercera nota que caracteriza a los filósofos positivamente. Pero tal caracterización no puede ser plenamente comprendida sin tener como fondo algunos textos de República VI.

Entre otras cosas allí se dice que “los filósofos son los (únicos) capaces de palpar lo que se ha siempre de la misma e idéntica manera” (484 b). Se dice también que los filósofos son esos seres raros que se complacen, que gustan sobre cualquier otro placer, “de la contemplación de lo ente” (582 c), “de saber lo verdadero tal cual es” y siempre “aprender algo de ello” (581 e). En fin, concluye Sócrates, “Razones, pues, es, sobre todo, órgano del filósofo” (582 d).

Ahora podemos ir entonces a un pasaje en el que Simón Rodríguez caracteriza, platónicamente, al filósofo. Dice que “Solo los FILÓSOFOS saben anteponer el mérito de las cosas á sus gustos, á sus afectos y á sus pasiones porque su JENIO es la EXACTITUD. Solo de ellos se debe esperar justicia de los demás SE PUEDE” (OC, II, 164).

Creo que no está demás destacar, a propósito de este pasaje, tres órdenes de cosas que expresan, además del patente platonismo, el optimismo rodrigueciano respecto de la filosofía, o, para decirlo en otros términos, este pasaje muestra el optimismo filosófico de Simón Rodríguez -optimismo muy emparentado con el denominado “intelectualismo socrático”- que se expresa sobre tres realidades, a saber: a) en la posibilidad de que la razón impere, de manera profesional, sobre las pasiones; b) en la posibilidad de un conocimiento preciso, exacto, de las cosas y c) en la posibilidad real de alcanzar la justicia, entendiendo ésta como se entiende en una de las definiciones que recibe en República I: “dar a cada uno lo que se debe” (331 e), que Simón Rodríguez hace propia al señalar que su objeto es “dar a cada uno lo que es suyo” (OC, II, 406).

Este optimismo en las posibilidades de la razón, al que estamos haciendo referencia en Simón Rodríguez, se explica por resultados sólidos obtenidos a lo largo del siglo XVIII en el campo de la ciencia, como lo recuerda George H. Sabine (1984:406):

 

Hasta la publicación de los Principia de Newton en 1687, la ciencia moderna estaba sometida a prueba; algunos filósofos habían creído apasionadamente en ella, pero nadie sabía cómo iba a operar. Después de Newton todo el mundo sabía cómo operaba, aunque tuviera sólo una concepción muy vaga de la nueva máquina.

 

Para ser “justos”, en el sentido señalado atrás, es preciso tener un conocimiento cabal de la naturaleza de las cosas, pues, únicamente cuando se sabe lo que cada cosa es, se puede, en primer lugar, dar cuenta de lo que le falta y, en segundo lugar, trabajar para que eso que clama por su ser vuelva a su lugar. No es otro el oficio del filósofo profesional, sino el de penetrar “en la naturaleza de las cosas” (OC, II, 342) para derivar de ellas principios de acción social. En otros términos, sólo los filósofos “ven las cosas como son en sí y trabajan para hacerlas conocer” (OC, I, 370). Al ver las cosas como son en sí, i. e., al ponerlas lejos de sus gustos, afectos y pasiones, por amor a los otros hombres, los filósofos pueden mostrar cuál es “el orden social” (p. 353) que es preciso constituir para que todos los que viven en República puedan “aproximarse al infinito moral” (OC, II, 160).

d) Reformadores

Hay dos afirmaciones de Simón Rodríguez en su primera publicación -Pródromo a Sociedades Americanas en 1828- que causan extrañeza, al menos en un primer momento. La primera afirmación dice que “los filósofos modernos… con intención de hacer abandonar el Camino Real… han puesto en él todos los obstáculos que han podido (entre ellos muchos de gran peso)”. La segunda afirmación dice un poco más adelante que “algunos filósofos (…de los pocos que gustan aplicarse á hacer lo que aconsejan…) asociándose con jente emprendedora, empezáron, hace poco un camino nuevo, sobre planes en parte dados, en parte propios” (OC, I, 276-277).

En la primera afirmación Simón Rodríguez destaca la importancia sociopolítica del trabajo teórico filosófico; por la segunda sabemos de sus preferencias como filósofo. O lo que es lo mismo: lo que pudiera considerarse como una simple “CONTEMPLACIÓN! Sobre una VERDAD CONOCIDA” (OC, II, 23), realmente produce efectos de verdad, produce efectos en el entramado simbólico-imaginario que recubre la realidad

La segunda afirmación del Pródromo que anotamos hace referencia a uno de los gustos más destacados del maestro de Caracas: su gusto por las reformas, que no por la revolución armada. A pesar de ser conceptuado como “revolucionario” por muchos autores, Simón Rodríguez es un filósofo de las reformas -todo lo radicales que se quieran (OC, II, 110)-, pero no es un filósofo de revoluciones. Justamente, la mayor parte de sus reflexiones tienen esa intención, intención que aclara el autor en 1842, al hacer la edición definitiva de Sociedades Americanas en 1828, cuando pide a sus contemporáneos (OCI, 299)

 

      una declaración, que me recomiende a la posteridad,

como al primero que propuso, en su tiempo,

medios seguros de reformar costumbres,

para evitar revoluciones.

 

En efecto, Simón Rodríguez concibe la revolución política armada como una peste (OC, II, 126 ) y, a la manera aristotélica, encuentra la identidad de causas: eficiente, formal, ocasional o determinante y final, que es, en ambas situaciones, “desórden, aflicción, muerte y dispersión” (p. 124). Para él, la causa de las revoluciones es “la ignorancia de unas cosas que todos pueden saber distinguir” (p. 128). El problema, entonces, no se soluciona con otra revolución, que conduciría a la aniquilación. El remedio contra la enfermedad maligna es “la Instrucción Social, dada en todas las épocas de la vida, especialmente en la primera” (ib.).

Definición de ‘filosofía’

Son muchos los lugares en los que Simón Rodríguez -como buen ilustrado- se refiere a la filosofía, lo que lo lleva a la definición del término en cinco ocasiones. Todas las definiciones se hallan muy emparentadas, aunque hay matices entre  ellas que valdrá la pena analizar en otro lugar. Destacamos una: “FILOSOFIA es conocer las cosas y conocernos, para reglar nuestra conducta por las leyes de la naturaleza” (OC, II, 427)

Quiero hacer una observación sobre el “conocer las cosas i conocernos”. Como dice Simón Rodríguez en otra definición, para que pueda darse el conocimiento filosófico, hay que pensar “sin prevención”. El filósofo, como se dijo más atrás, es ese ser que antepone el “mérito de las cosas” a sus prevenciones y a sus preocupaciones. En otros términos, el filósofo pertenece al gremio de las “cabezas desocupadas” o que tienen “una gran fuerza para desocuparse sin auxilio” (ib.) y que, por tanto, pueden estudiar las “leyes de la naturaleza”. Si esto es así, ¿cómo es posible “un pueblo de filósofos”?

La utopía de Simón Rodríguez

A los que se mofaban de su proyecto ilustrado, Simón Rodríguez les contestó:

 

¡Un pueblo de FILOSOFOS! (i se sonrien). Discúlpeseles: no pueden pensar de otro modo. Las impresiones recibidas en la Infancia, son indelebles, si no se rectifican en la Infancia misma ó, cuando mas tarde, en la juventud. Sólo los hombres sensatos se ilustran en toda edad; los demas atraviesan la vida sin salir de la niñez —i no todos los juiciosos tienen ocasiones ó tiempo, para poner en ejercicio la facultad de reflexionar (OC, II, 427)

 

En otros términos, Rodríguez sostiene en este pasaje que todo el cuerpo social tiene que ser filósofo. Y, para demostrarlo, emplea un tipo de razonamiento incorrecto, sacado de su teoría del conocimiento, aunque con pretensiones persuasivas de carácter psicológico. Este argumentum ad hominem, a mi entender, no sólo no deshace la objeción irónica presentada por los adversarios sino que, por el contrario, parece robustecerla. Simón Rodríguez les proporciona a sus dialogantes los datos que precisaban para fundar su objeción al proyecto del maestro caraqueño de formar “un pueblo de filósofos”.

Este pasaje, por otro lado, muestra la enorme tensión habida entre el pedagogo de Caracas y el político hispanoamericano ilustrado. El pedagogo se impone en este caso y se impuso siempre. Rodríguez jamás nos habla de instituciones políticas que sería preciso establecer. En general, es muy crítico con las habidas en su tiempo y con las habidas en todos las épocas, llámense éstas monocracia o monarquía, aristocracia, oligarquía, democracia, oclocracia o anarquía. Por ello pide a “los Publicistas (que) deberían hacer una NEOCRACIA (nuevo poder) – fundándolo en principios buenos, porque los que rijen actualmente son malos” (OC, II, 426).

Y este predominio de la pedagogía sobre la política manifiesta la utopía rodrigueciana, posiblemente como sucedió con Platón. En efecto, el alma platónica está compuesta de razón, valentía y deseo, y la razón debe imperar sobre las otras partes. Pero sucede que por más Lógica que aprendan, los hombres siempre van a obrar siguiendo su razón que muchas veces está al servicio de su ira o de sus apetitos. El pedagogo y político de Caracas lo dijo de manera muy clara para cerrar un artículo denominado Partidos y publicado en Valparaíso, Chile, en 1840:


Para juzgar de nuestros semejantes, juzguemos de nosotros mismos, y desterraremos de la sociedad la falsa idea que tenemos de la palabra—

INTENCION

Se califica la intención de buena ó de mala, por calificar el resultado de una acción; pero la intención en sí, no es ni buena ni mala, sino la intención.

 

Es un error el pensar que hay quien obre con mala intención. El mayor atentado fué un deber para el que lo cometió, y si se somete, sin murmurar, á la pena que se le inflije, es porque desespera probar que tuvo razón para cometerlo. Esta verdad no es ni subversiva ni destructora de la moral pública, sino una regla para no aborrecer al delincuente sino el delito, fundada en que es natural en el hombre el creer que en todo y en todos casos obra con razón (este subrayado es mío). La sociedad no castiga el delito sino para que cada uno de sus miembros tema merecer el mismo castigo por un delito semejante (OC, II, 385).

 

         Bibliografía mencionada

 

HEYMANN, E. l990. “Problemas de la ética contemporánea”, Seminario del postgrado del Doctorado en Filosofía, UCV, Caracas.
JORGE, Carlos H. 2005. Un nuevo poder. Caracas: Universidad Nacional Experimental Simón Rodríguez, Ediciones Rectorado.
MACINTYRE, A. l987. Tras la virtud. Barcelona: Crítica.
MORO/CAMPANELLA/BACON. l987. Utopías del Renacimiento. México: FCE
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RAMA, Carlos M. (Compilador). 1977. Utopismo socialista (1830-1893). Caracas: Biblioteca Ayacucho.
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