Viene de
"TRAPOS DE VERDAD Y ALERGIAS DEL DISCURSO (I)"
—Ay Eufemia, préstame tu jabón de
optimismo porque con el mío se me rompe todo este trapo de verdad. Se me está
volviendo jirones.
—Con gusto, Blasfemia. Ten. ¿Pero qué verdad
es esa que causa tantos desgarramientos?
—La verdad por autoridad.
—Ustedes me
disculpan, amigas, pero yo no veo ninguna dificultad con ella. Creo que no hay
nada más seguro que cobijarse a la sombra del experto. Toda esa gente de la que hemos hablado: Wittgenstein, Apel,
Habermas, Peirce… deben de ser fundamento de verdad ¿es así o me equivoco?
—No te equivocas,
Ménoia. La verdad tiene mucho que ver con la autoridad de quien la enuncia pero a veces el experto también dice muchas
tonterías. Considera si no la definición de ‘hombre’ dada por el fundador de la
Academia: “animal bípedo e implume”. Razón tuvo el cínico Diógenes —que no es santo de mi devoción, como muy
bien saben ustedes, aunque admiro su honestidad intelectual— de desplumar un
gallo y llevarlo al académico lugar diciendo “he aquí el hombre de Platón”. Y
lo que es peor: después a la ridícula definición del maestro le añadieron lo “de
uñas planas”.
—Muy bien has hablado, Eufemia, y
críticamente, cosa que admiro en ti. Felicitaciones. El problema de la verdad
por autoridad es el problema del poder, de cualquier poder, sea de un experto o
no, en todo caso, experto en poder. Hablando de Platón, él lo expuso
magistralmente en el Gorgias y en el Timeo a través de un personaje que se ha
hecho tristemente célebre: Calicles, que, según F. BRAVO (2013) no es invento
del filósofo, sino personaje histórico de carne y hueso.
—¿Y qué decía ese tal Calicles, Blasfemia?,
que me tienes intrigada, porque te rompe todos los trapos que estás lavando.
—Ay sí, dilo ya y sofoca esta agonía.
—La tesis fundamental de nuestro personaje
es respecto de la vida justa, pero que pudiera trasladarse a otras latitudes.
La tesis afirma que el más fuerte prevalece
sobre el más débil y tiene más que él. Así lo mostrarían, en la historia griega
reciente, las acciones de Jerjes, quien había invadido Grecia sin otro
fundamento que su poderío, y las de Darío, su padre, quien había subyugado a
los débiles escitas con títulos de la misma índole. Según Calicles, ambos han
procedido “en conformidad con la naturaleza de lo justo”, que, en cuanto tal,
es “ley de la naturaleza”, aunque se oponga a las leyes de la ciudad. Distingue,
pues, la ley natural de las leyes del Estado y sostiene que sólo la primera se
identifica con la naturaleza de lo justo, mientras que las otras son “normas
contrarias a la naturaleza”, por lo cual éstas y aquéllas “lo más a menudo se
contradicen entre sí”.
—Pero, Blasfemia, recuerda que aún no era
claro en esa época lo que es una ley estatal.
—Sí lo recuerdo, Eufemia, pero eso no
tiene mayor importancia. Calicles sostiene que todas las leyes positivas son
“contrarias a la naturaleza”, y un invento de los débiles para domesticar a los
más fuertes, cultores de la ley de la naturaleza. Los débiles, en efecto,
valiéndose del proceso educativo, se apoderan de los fuertes desde su más
tierna edad, como si fueran unos leonzuelos que hay que domar, y los modelan a
fuerza de encantamientos, hasta hacerles creer que “hay que tener igual que los
otros” y que “en ello consiste lo bello y lo justo”, a tenor de la democracia
ateniense. En apoyo de su iusnaturalismo
antiigualitario, Calicles invoca una oda de Píndaro que expresa –dice– “el
mismo pensamiento que yo cuando afirma que la ley, reina de todas las cosas /
justifica la fuerza que conduce todo / con su mano soberana”.
—Ahora que tú has hecho referencia a la
ley del más fuerte, que no es otra cosa eso de phýsis sobre nómos que postulaba ese tal Calicles para definir lo
justo, entiendo el desmoronamiento de Lysenko.
—¿Y quién es ese Lysenko?
—¿Y ustedes no lo saben? Les voy ganando
una.
—Está bien, Ménoia, tú ganas, pero dinos
ya quién era ese tal Lysenko y por qué se desmoronó.
—Empieza por decir, Ménoia, que Lysenko
fue un charlatán oficial.
—Bueno lo que he descubierto es que Trofim Denisovich Lysenko fue un hijo de
campesinos al que la revolución soviética le dio oportunidad de estudiar
agronomía en el Instituto Agrícola de Kiev, de donde salió a trabajar a
Azerbaiyán. Allí, en 1927, afirmó haber descubierto un método para fertilizar
el campo sin fertilizantes y que había demostrado que se podía obtener una
cosecha invernal de guisantes o chícharos en Azerbaiyán.
—Era embuste, pero para cuando se vio que
era un vulgar embuste, Lysenko ya tenía otros embustes listos para halagar a la
prensa y a los líderes soviéticos.
—Lysenko sabía poco de herencia y
genética, pero creía en la evolución según la teoría lamarckiana de que la
evolución se realizaba mediante la herencia de los caracteres adquiridos, es
decir, que, si un animal estiraba el cuello para comer follaje más verde, su
descendencia tendría cuellos más largos que el progenitor, y este proceso, al
paso del tiempo, hacía que aparecieran las jirafas. Experimentos posteriores
demostraron que los caracteres adquiridos no se heredan, y tres décadas después
de la muerte de Lamarck, Darwin, admirador del francés, propondría una teoría
de la evolución acertada, basada en la variación natural de las especies.
—Pero Lysenko no aceptaba ni la idea de la evolución de Darwin ni la genética
de Mendel ni cosas de biología, fisiología y química que no entendía ni quería
entender.
—Mas, dado que sus supuestos logros eran
del agrado de los tiranos de turno, pronto subió en las filas del Partido,
hasta convertirse en uno de los favoritos de Stalin.
—Así es, Blasfemia. Sus teorías sobre cómo
obtener cultivos abundantes y en clima adverso incluían algo que él llamaba la
"vernalización" y que implicaba, entre otras prácticas sin bases,
enfriar los granos antes de plantarlos "para que crecieran en clima
frío", práctica antigua de los campesinos rusos que no podía ser
extrapolada a otras acciones, pero lo fue, así como formas de hibridación
irracionales que se caracterizaron por no dar resultado…
—… pero su capacidad demagógica con los
campesinos tampoco era algo que quisiera desperdiciar Stalin. Lysenko era fiel,
era un campesino, un trabajador, un ideal soviético, y sabía calentarle la
oreja a los poderosos. Pronto, en las escuelas soviéticas se enseñaban cosas
como la siguiente, citada por un ruso de sus libros escolares: “el gen es
una parte mítica de las estructuras vivientes que en las teorías reaccionarias,
como el Mendelismo-Veysmanismo-Morganismo, determina la herencia”. Los científicos soviéticos bajo
el mando de Lysenko probaron que los genes no existen en la naturaleza.
—¿Cómo lo probaron?
—Probar es un decir, Eufemia. Tales
pruebas eran como las "pruebas" que arguyen diversos charlatanes y
vendedores de humo para convencer a incautos de que ciertas proposiciones son reales, como la ‘energía piramidal’, los
‘chacras’, la ‘telepatía’, la ‘homeopatía’ y, claro, los “fantasmas" en
fotos trucadas. De hecho, las
propuestas de Lysenko se aplicaban por decreto, sin haberlas probado científicamente, en el campo soviético.
Pero Lysenko tenía lo que más quieren los charlatanes: poder.
—¿Y qué hizo con ese poder?
—Ante su poder, los genetistas de las
repúblicas socialistas soviéticas se
vieron en la disyuntiva de renegar de la ciencia burguesa o ser víctimas de la
furia de la dictadura del proletariado.
—Y Stalin lo ayudó cuando en 1929 el tirano dio un encendido discurso privilegiando la "práctica" por sobre la "teoría". Esa fue una gran jugada. Según él la opinión del Partido era más importante que la ciencia, y el ir al campo y hacer lo que fuera (aunque fueran cosas inútiles o descabelladas) era mejor que hacer investigaciones raras en un laboratorio.
—Me imagino que si no fuera por lo trágico, sería muy gracioso.
—Tragedia es la
palabra. Para 1935, al frente de la Academia de Ciencias Agrícolas de la URSS,
el camarada Lysenko procedió a hacerse cargo de la expulsión, encarcelamiento y
muerte de literalmente cientos de científicos cuyos conocimientos no
eran del agrado de Lysenko, de Stalin, del Partido. Nikolai Vavilov, el más
importante biólogo soviético y padre de la genética rusa, además de feroz
crítico de Lysenko, murió en las
cárceles de la NKVD, la policía política, en 1943, después de tres años de
confinamiento por orden de Lysenko. Desde entonces, la genética desapareció
como disciplina en la URSS, y la biología, la herencia y la medicina se vieron
contaminadas con las ideas descabelladas del camarada Lysenko. Y más: las
prácticas obligatorias de las delirantes propuestas de este prócer,
junto con la colectivización forzada del campo que implantó el padrecito Stalin,
fueron responsables de varias hambrunas.
Lysenko sostuvo el poder por encima
de sus millones de víctimas, llegando a afirmar que podía convertir el trigo en
centeno y la cebada en avena...
A la muerte de Stalin, Kruschev
mantuvo a Lysenko en su puesto, pues era un campesino como él. Así llegó hasta
1964, cuando
el físico nuclear Andrei Sakharov dijo en la Asamblea General de la Academia de
Ciencias que Lysenko era “responsable del vergonzoso atraso de la
biología soviética y de la genética en particular, de la divulgación de
visiones seudocientíficas, de aventurerismo, de la degradación del aprendizaje
y de la difamación, despido, arresto, incluso muerte, de muchos científicos
genuinos”. Lysenko fue destituido, pero no se le criticó oficialmente ni dejó
de ser "verdad consagrada por el gobierno" sino después de la caída
del gobierno de Nikita Kruschev, en 1965, cuando una comisión oficial fue a
investigar su granja experimental, comprobando que no tenía ni una gota de
ciencia por ningún lado. Finalmente, Lysenko cayó en desgracia.
—Cuento
pavoroso, Ménoia.
—Pero
cierto, Eufemia.
—Cierto.
Doy fe.
—¿Vive
todavía ese monstruo?
— Trofim Denisovich Lysenko murió en
1976, pero su legado vive en el alma, las acciones y los argumentos de todos
los charlatanes con poder del mundo.
—Se me ocurre, amigas,
que la política es el terreno más abonado para el crecimiento de la verdad
autoritaria. Fácil es de entender la demagógica afirmación de un iluminado, de
cuyo nombre no quiero acordarme, de que
“ser rico es malo”, afirmación que hicieron propia todos los pedigueños de
Venezuela porque justificaba su envidia y deseos de venganza.
—Pero no sólo esta
mala planta crece frondosa en esos terrenos. En realidad, es la verdad del
poder, de todo poder. Y, en ese sentido, no tiene rival en el mundo religioso.
Por eso, con harta frecuencia, los políticos se sirven de la fuerza religiosa.
Se puede constatar lo que afirmo en el intento de justificar la idea de
república, como la forma de gobierno querida por Dios para su pueblo, llevada a cabo por Juan Germán Roscio en su
obra Triunfo de la libertad sobre el
despotismo, libro de cabecera de Benito Juárez. Pero la justificación se
hace apelando a “los libros” sagrados, a la Biblia. Y esa justificación alcanza a
ideas tan peligrosas como la defensa del tiranicidio, en la línea de Vindiciae contra tyrannos.
—¿Puedes ampliar un poco más, Blasfemia?
—Con gusto, pues para eso traje el Nuevo Testamento. Se lee en I Corintios, cap. 6:9-10:
¿No
sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No os engañéis: que ni
los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los
homosexuales, ni los ladrones, ni los
avaros, ni los borrachos, ni los calumniadores, ni los estafadores, heredarán
el reino de Dios.
—Tienes razón, Blasfemia. Así que, según
ese texto, ni afeminados ni gays –como se dice ahora- ni borrachos
entrarán al Cielo, sin considerar los otros nombrados sobre los que no tengo una opinión formada.
Otra cosa. No sé qué pensarán ustedes,
pero ese texto me parece que está en contradicción con la parábola del banquete de bodas que
relatan Mateo (22:1-14) y Lucas (14:15-24). Al menos, en el espíritu de la
parábola. Lee, por favor, lo que dice Lucas:
15 Al oír esto, uno de los que estaban sentados juntos a la mesa
le dijo: — ¡Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios! 16 Pero él le
dijo: — Un hombre hizo un gran banquete e invitó a muchos. 17 A la hora del
banquete envió a su siervo para decir a los invitados: “Venid, porque ya está
preparado.” 18 Pero todos a una comenzaron a disculparse. El primero dijo: “He
comprado un campo y necesito salir para verlo; te ruego que me disculpes.” 19
El otro dijo: “He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlos. Te ruego que
me disculpes.” 20 El otro dijo: “Acabo de casarme y por tanto no puedo ir.” 21
Cuando volvió el siervo, hizo saber estas cosas a su señor. Entonces se enojó
el dueño de casa y dijo a su siervo: “Ve pronto a las plazas y a las calles de
la ciudad y trae acá a los pobres, a los mancos, a los ciegos y a los cojos.”
22 Luego dijo el siervo: “Señor, se ha hecho lo que mandaste, y aún queda
lugar.” 23 El señor dijo al siervo: “Ve por los caminos y por los callejones, y
exígeles a que entren para que mi casa se llene. 24 Pues os digo que ninguno de
aquellos hombres que fueron invitados gustará de mi banquete.”
—La verdad sobre las
mujeres queda establecida por la
autoridad de Paulo de Tarso desde muy antiguo… hasta hoy en la Iglesia
Católica. Veamos lo que le dice a su
discípulo Timoteo:
8 Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando
manos piadosas, sin ira ni discusión. 9 Asimismo, que las mujeres se atavíen
con vestido decoroso, con modestia y prudencia; no con peinados ostentosos, ni
oro, ni perlas, ni vestidos costosos; 10 sino más bien con buenas obras, como
conviene a mujeres que profesan reverencia a Dios. 11 La mujer aprenda en
silencio, con toda sujeción; 12 porque no permito a una mujer enseñar ni
ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio. 13 Pues Adán fue
formado primero; después, Eva. 14 Además, Adán no fue engañado; sino la mujer,
al ser engañada, incurrió en transgresión. 15 Sin embargo, se salvará teniendo
hijos, si permanece en fe, amor y santidad con prudencia.
--¡Pobre
mujer! ¡Un remedio a la concupiscencia de los hombres! ¡Sólo se salva criando
hijos que hacen los hombres! Pero el cuarto Evangelio, que alguien llamó
femenino, nos cuenta que a la primera persona a quien se apareció el Cristo
resucitado fue a una mujer, María Magdalena, y no a un hombre, cuando lloraba
desconsolada la desaparición del Señor del sepulcro y no sabía adónde se lo
habían llevado.
—Compartimos
totalmente lo que dices, Blasfemia. ¿No es cierto, Eufemia?
—Sin la menor duda. Ahora veo
que mucha culpa de que estemos en gran medida sometidas, todavía, a los varones
la tienen los libros sagrados… y su autoridad.
—Aunque, en honor a la verdad, también hay
que decir que el problema de la verdad les ha importado desde siempre a los teólogos católicos. Por ejemplo, a SAN
ANSELMO (1984), quien estudia este problema, eminentemente filosófico, en su
obra De veritate. Allí analiza el
sentido y fundamento de la verdad. Pero, al igual que nos está pasando a
nosotras, se encontró con muchos tipos de verdad.
En efecto, el término ‘verdad’ tiene
para él varias acepciones. En primer lugar se habla de la verdad de la
proposición. Esta verdad consiste en que la afirmación o negación de la
proposición concuerde con la situación objetiva.
En segundo lugar tenemos la verdad de
la opinión o del juicio como operación de la razón. Una opinión es verdadera
cuando lo que juzgamos que existe realmente existe, y es falsa cuando lo que
juzgamos que existe de hecho no existe.
En tercer lugar está la verdad de la
voluntad. Esta verdad no es otra cosa sino la rectitud del querer. Mientras el
diablo “quiso lo que debió, se mantuvo en la rectitud y en la verdad, y cuando
quiso lo que no debió, abandonó la corrección y la verdad”.
Se habla de la verdad, en cuarto
lugar, de la acción natural y no natural. Tanto el agente que obra libremente
como el que lo hace un modo necesario, conforme a las leyes de la naturaleza,
obra con verdad cuando obra bien y con rectitud. Porque obrar el mal y realizar
la verdad son cosas opuestas, y obrar la verdad es lo mismo que hacer el bien,
ya que hacer el bien es lo contrario de hacer el mal.
En quinto lugar se da la verdad de
los sentidos. En la percepción sensorial hay una verdad que consiste en la
transmisión fiel de las cualidades sensibles de las cosas. Cuando un ojo me
revela como verde un objeto que realmente lo es, está obrando con verdad.
Concordando con Aristóteles, sostiene San Anselmo que el error que se suele
atribuir a los sentidos no proviene de ellos mismos sino del juicio o de la
razón.
Tenemos, en sexto lugar, la verdad de
las cosas mismas. Todo lo que es verdaderamente es, en cuanto es lo que es en
Dios o en la Verdad suprema.
Pero de lo dicho se infiere, en
séptimo lugar, que debe considerarse, según San Anselmo, otra verdad, que es la
Verdad suprema o absoluta, la Verdad incondicionada, que no depende de nada y
de la cual dependen todas las otras verdades. Todas las verdades, fuera de la
Verdad suprema, son puros efectos o, simultáneamente, efectos y causas de otras
verdades. Sólo la Verdad suprema es causa incausada.
—Lo que me lleva a plantear, Eufemia,
el tema de la doble verdad.
—¿Doble verdad, dices?
—Como lo
están oyendo. Una de las cuestiones fundamentales del pensamiento medieval es
la de la relación entre la fe y la razón. El conocimiento al que se llega por
la razón es un conocimiento evidente y da lugar a la filosofía y la ciencia; el
que se fundamenta en la fe no es evidente –aunque pueda ser para un creyente
más verdadero que el filosófico–, y da lugar a la experiencia religiosa. Como
consecuencia de la diferencia en el método de fundamentación de las creencias
puede ocurrir que las tesis a las que se llega a partir de la fe sean distintas
de las tesis a las que se llega a partir de la razón, y la historia muestra
claramente el conflicto que se puede establecer entre estos dos ámbitos o
esferas (la esfera sobrenatural y la esfera natural).
-¿Quieres aclarar eso, por favor?
- Con gusto. En el siglo XIII el
conflicto se vivió intensamente con el redescubrimiento del pensamiento
aristotélico. Aristóteles no es claro en el tema de la eternidad del mundo y la
inmortalidad del alma, y algunos intérpretes consideraron que defendía la
eternidad del mundo y la mortalidad del alma individual. Teniendo en cuenta que
el dogma cristiano afirma la creación del mundo y la inmortalidad del
alma, no es extraño que los cristianos aristotélicos tuviesen aquí un conflicto.
La teoría de la doble verdad quiere ser una solución: según esta
teoría hay dos verdades, la verdad de la religión, para la cual, por
ejemplo, el alma de cada persona es inmortal, y la verdad de la razón y la
filosofía para la cual el alma individual no es inmortal. Algunos de los
defensores de este punto de vista, como Sigerio de Brabante, fueron
perseguidos por la autoridad. Otros filósofos consideraron que la solución
propuesta por esta teoría es inaceptable, pues parece absurdo que puedan
existir dos verdades opuestas sobre la misma cuestión, e indicaron que una de
las dos tesis estaba equivocada. Así, Santo Tomás se opuso a la teoría de la
doble verdad reinterpretando el pensamiento aristotélico y haciéndolo
compatible con las tesis cristianas. El Aquinate considerará que el
entendimiento agente, al que se refiere Aristóteles en el De Anima y del que dice que es inmaterial e inmortal, se encuentra
como una parte en cada una de las almas individuales, indicando por tanto la
inmortalidad del alma humana.
*
—¿Y cómo te ha ido
con el jabón optimista que te di, Blasfemia?
—Ve por ti misma,
Eufemia. Todos los trapos se han vuelto jirones. ¡Inservibles! ¡Impresentables!
¡Ah y no hablamos de un tipo de verdad que es tan irracional como la
autoritaria, que me va a terminar con los pocos trapos útiles que me quedan!
—¿Qué verdad es esa,
Blasfemia? No nos asustes.
—La verdad por tra-di-ción, mis queridas
amigas. Escribió Simón RODRIGUEZ (1975:39), uno de los más importantes
pensadores del mundo iberoamericano, allá por 1834, en Chile:
La TRADICION es utilísima en ciencias, y de absoluta necesidad en muchas artes: el único medio de transmitir la expresión en la música, en el baile, en la representación teatral, en la oratoria y en la enseñanza, es la tradición. No hay demostración, no hay signo que supla por los modales. El ademán, el gesto, las inflexiones de la voz, no pueden remitirse. Pero, en costumbres, la tradición es un gran mal: deberían perderse algunas cosas buenas, por no conservar, con ellas, las malas; puesto que con cada hombre que nace, hay que emprender el mismo trabajo. ¡Mas es el daño que hace, a la sociedad, un viejo ignorante conversando con un nietecito, que el bien que promueven mil filósofos escribiendo... volúmenes! El muchachito es capaz de corromper la razón de todo un barrio, si alcanza a vivir en él 40 años, y de los libros de mil filósofos, apenas vendrá, uno que otro, entre millares, a leer algunas páginas... por distraerse, las más veces.
—En
otros términos, la tradición arrastra una irracionalidad pavorosa en las
costumbres. Por ejemplo, supongo que el maestro de Bolívar denunciaría cómo
muchas posesiones adquiridas por un acto de fuerza con el tiempo se vuelven
propiedad y, por tanto, reconocidas por la sociedad y el Estado.
—Así las
cosas, la tradición es el hilo de la historia y no tiene mucho sentido descoser
el tejido. ¿No es insensato que España —que de manera inmisericorde sometió a
tantos pueblos y durante siglos se aprovechó de sus riquezas— reivindique
Gibraltar después de 300 que ha estado en posesión de Inglaterra?
—¿Y qué
decir de los reclamos de Argentina sobre Las Malvinas o de Venezuela sobre el
Esequibo, que constituye un tercio del territorio de la República Cooperativa
de Guyana?
—¿No se
consideraría locura que los pueblos originarios de Norteamérica reclamaran sus
territorios a los Estados Unidos y al Canadá?, pregunto yo.
—Como
diría el Quijote en ese sentido y con el sentido con que lo dijo: “Peor es meneallo,
amigo Sancho”
—Peor es
meneallo.
—Verdad, peor es meneallo.
*
—¿Qué pasa, Ménoia, que te veo peleando con ese trapo?
—Ay Eufemia, es
una Clámide de Euclides que debe de estar manchada de mango y por más polvo de
este Vanish que le echo no hay forma
de que se vaya.
—Y hablando de todo como los locos, ¿cuál
es la “fuerza argumentativa” -que diría
la profesora Corina Yoris- de ese poco de mujeres que se presentan en
televisión y nos aseguran que Vanish
desaparece las manchas en un abrir y
cerrar de ojos, porque el tal desvanecedor en los hechos no funciona?
—A mi entender, amiga, esa “sustancia” —como
la llamaría un oficial de la policía— ni desvanece la mancha ni el testimonio
de la señora debiera convencer a nadie. Pero no es así. Aunque la fuerza
argumentativa es muy débil, por no decir nula, sin embargo es muy
persuasiva. En palabras más cultas,
estamos ante el argumentum ad verecundiam,
tipo de falacia de autoridad. Un argumentum ad verecundiam
(y por tanto, falaz) tiene esta estructura: 1. A afirma B; 2. A goza de un
prestigio o credibilidad por encima del que lo
contradice.
3. Por tanto, B es cierto. Como una técnica retórica, es poderosa con quienes se convencen con
sentimientos en vez de con razones y por ello se usa a menudo, a pesar de su
falta de sutileza, cuando se trata de apelar a
masas poco instruidas. Que es lo que suele hacer la tele.
—¿Y por qué llamar esa falacia ‘ad
verecundiam´, es decir, ‘a la vergüenza’?
—Bueno, como argumento de autoridad o magister dixit, se insiste más en el
prestigio y valer de la persona que sustenta una opinión que en el descaro o
desvergüenza del oponente que osa rechazarlo. Por ejemplo: "Pero tiene que
ser verdad. Lo ha dicho la tele". Que un argumento haya sido difundido por
un medio muy aceptado socialmente como es la televisión no dice un ápice sobre
su veracidad. Otro ejemplo: "La mecánica cuántica tiene que ser un error.
Lo dice Einstein". Este argumento tampoco habría sido válido en la época
en que Albert Einstein hizo tales afirmaciones. Einstein era un
experto de enorme y justificado crédito en tales materias, y los postulados de
la mecánica cuántica eran objeto de controversia en el momento. Pero que un
argumento fuese difundido por un personaje muy aceptado tampoco dice un ápice
sobre su veracidad. No obstante la ciencia actual ha demostrado la validez de
los postulados de la mecánica cuántica. Pero el recurso a su autoridad como
científico en ese momento habría sido falaz por sí mismo.
—Si entiendo bien, que no estoy muy segura, los
testimonios de los milagros que ha obrado el Señor en los creyentes y que yo
puedo oír todos los domingos en un pequeño templo evangélico que está cerca de
mi casa no tienen fuerza argumentativa. En otras palabras, tales testimonios
serían falacias ad verecundiam.
—Así es, Ménoia. Y peor: tampoco lo tienen los martirios, que significan ‘testimonios’ dados con la propia vida por los ideales que se defienden. En El Anticristo, lo expresó Nietzsche de manera diáfana:
Que los mártires demuestren la verdad de una causa es una
creencia tan falsa que me inclino a creer que jamás mártir alguno ha tenido que
ver con la verdad. El mismo acento con que el mártir arroja al mundo a la
cabeza su credo fanático, expresa un grado tan bajo de probidad intelectual, un
sentido tan pobre de la “verdad”, que huelga refutarlo. La verdad no es algo
que tenga tal o cual persona; piensan de tal manera a lo sumo los patanes, o
los apóstoles de patanes al modo de Lutero. Cabe afirmar que en función del
grado de escrupulosidad en las cosas del espíritu aumenta la modestia y
moderación discreta en esta materia. Corresponde saber cinco cosas y desechar
con mano delicada cualquier otro saber... La “verdad”, tal como la entiende
cualquier profeta, sectario, librepensador, socialista y teólogo, es una prueba
terminante de que no se tiene ni pizca de esa disciplina del espíritu y
autosuperación que se requieren para encontrar siquiera una pequeña, minúscula
verdad. Los martirios, dicho sea de paso, han sido una gran desgracia en la
historia, pues seducían... La conclusión de todos los imbéciles, las mujeres y
el vulgo inclusive, en el sentido de que una causa en aras de la cual uno
sacrifica su vida (y, sobre todo, una que, como el cristianismo primitivo,
provoca epidemias de anhelo de la muerte) ha de ser verdadera; esta conclusión
ha sido una poderosísima traba para la crítica, para el espíritu de la crítica
y la cautela. Los mártires han hecho daño a la verdad... Todavía hoy, la
persecución sañuda basta para prestigiar cualquier movimiento sectario en sí
indiferente. ¿Es posible que el sacrificio por una causa pruebe el valor de
dicha causa? Todo error prestigiado es un error que posee un poder de seducción
más. Las causas se las refuta poniéndolas respetuosamente entre hielo; del
mismo modo se refuta también al teólogo... La estupidez trascendental de todos
los perseguidores ha sido precisamente aureolar la causa contraria de aparente
prestigio, obsequiarla con la seducción del martirio... Todavía hoy la mujer se
postra ante un error porque se le ha dicho que alguien murió crucificado por
él. ¿Es la cruz por ventura un argumento? Mas acerca de todas estas cosas uno
sólo ha dicho la palabra que desde hace miles de años debió decirse:
Zaratustra. “Con caracteres de sangre trazaban signos en su camino, y su
insensatez enseñaba que por la sangre se demostraba la verdad. Sin embargo, la
sangre es el peor testigo de la verdad; envenena la sangre aun la doctrina más
pura, trocándola en obcecación y odio de los corazones. Y si uno se arrojase a
las llamas por su doctrina, ¡qué probaría! Más importante es, en verdad, que de
la propia brasa surja la propia doctrina” (& 53).
—¡Pero, Blasfemia, ese tal amigo tuyo —¿Nietzsche, dijiste que se llama?— dice mucho más de que el testimonio no da fe de la verdad!
*
—Ay amigas, a mí
casi no me quedan trapos que lavar
—Pues a nosotras sí nos quedan muchos.
¿Verdad, Ménoia?
—Muchísimos, diría yo. Pero mientras
nosotros terminamos, ¿por qué no nos hablas de
la Fenomelogía husserliana de la
que nos prometiste hablar?
—Muy bien, lo voy a hacer con algunas
anotaciones que nos dejó GARCÍA BACCA (1963).
—¿Por qué la Fenomenología?
—Porque, amigas, es a mi entender un
método filosófico y un modo der. El método se configura por el modo de ver y
éste se hace posible mediante el método. En otros términos, la Fenomenología es
la expresión contemporánea del escepticismo antiguo.
—Bueno, se ve muy interesante. Habla.
—Dice García Bacca para explicar la Fenomenología husseriiana:
Si tomamos, por ejemplo, un metro cúbico de agua en estado de hielo y lo ponemos en un volumen convenientemente mayor de agua en estado líquido, veremos que flota; la densidad del agua en estado de hielo es menor, como ustedes saben por la física más elemental, y, aun sin la física, por la experiencia, es menor que la del agua líquida. Si semejante volumen tuviera conciencia, notaría que lo sostiene el agua. O dicho al revés: notaría que la realidad del agua es más consistente, más firme que la suya, en estado de hielo. Pero si dejamos semejante bloque de hielo largo tiempo en el agua líquida, terminará por disolverse, y entonces, rigurosamente hablando, estará el volumen grande de agua y el metro cúbico en equilibrio sin que nadie sostenga a nadie. Mas si, por un fenómeno que puede evidentemente producirse por ciertos medios, consiguiésemos que semejante volumen de un metro cúbico de agua en estado líquido, se convirtiese en un sólido de densidad superior a la del hielo, se hundiría automáticamente. Y lejos de notar semejante volumen así solidificado que el agua líquida lo sostuviera a él, sería él en el fondo quien tuviese que soportar el peso del agua líquida. Si tuviese conciencia semejante volumen de hielo, comenzaría por notar al agua líquida como mas consistente que él, como más existente, dicho en términos filosóficos; continuaría, notándola como igualmente consistente que él, y terminaría por notarla menos consistente, menos existente que él. No se habría alterado nada en el agua líquida, en su constitución química; se habría cambiado solamente el estado de aquel volumen que en estado de hielo comenzaba por ser menos denso que el agua, que necesitaba sustentarse o ser sustentado por ella, se habría cambiado, digo en un volumen de agua líquida en estado de equilibrio, entonces, por ser igualmente denso que el agua circundante; y en un tercer estado, que hemos fingido más sólido y más denso que el agua líquida, sería él quien tuviese que soportar el agua circundante. Si tuviese conciencia semejante volumen de agua, terminaría probablemente por ser idealista, por negar que el agua en sí misma tuviese una consistencia característica, propia de realidad firme.
En términos no tan metafóricos, Husserl
distingue tres estados en los que puede encontrase nuestra realidad
—¿Tres estados? Yo no veo sino uno: el
lamentable. Ja, ja, ja.
—En primer lugar: un estado en que
flotamos en las cosas, en que parece que ellas nos sostienen, que tienen una
existencia más firme que la nuestra propia. A este estado lo llama Husserl
natural: instalación natural en el mundo. Segundo: un estado en el cual nuestra
realidad se encuentra como en equilibrio respecto de las cosas, de manera que
ninguna sostiene a la otra, ni ellas a nosotros ni nosotros a ellas. Este
estado corresponde al estado de fenomenología eidética. Y hay un tercer estado
nuestro en el cual, lejos de que nos sustenten las cosas, parece como si
nosotros las sustentásemos, como si hubiesen perdido ellas realidad, y se apoyasen en la nuestra, que
aparece más densa, más consistente. A semejante estado se le denomina
técnicamente estado fenomenológico trascendental.
—¿Y qué entiende Husserl por cada estado?
—Bueno, los tres se definen y configuran
por el trato que puedo tener con los objetos. En primer lugar puedo tratarme
con ellos mediante intuición, con contacto inmediato; en segundo lugar, por
memoria; y en tercer lugar, por imaginación. Puedo estar viendo un objeto
presente, tocándolo casi con los ojos; puedo, en segundo lugar, cerrar los ojos
y recordarlo con la memoria; y además de recordarlo con la memoria, dejando de
pensar en ese aspecto “que lo vi o que lo toqué”, puedo ponerme a imaginar el
objeto correspondiente u otro objeto que yo invente. Estas tres maneras que
corresponden a tres tipos de distancia respecto del objeto. En el estado
natural, preferimos siempre que el objeto nos sea dado en la intuición, y
tenemos por menos real, por menos firme, el objeto visto o notado en la
memoria, y tenemos por absolutamente irreal o sin fundamento un objeto que pura
y simplemente formemos con la imaginación. Por el contrario, en el estado
fenomenológico
eidético, o sea, en el segundo, Husserl manifiesta una preferencia por la
imaginación, contra la memoria y contra la intuición.
Dicho de otra manera. Si digo que ‘el 2 es el
número que tiene dos unidades’, lo estoy tratando directa y únicamente con el 2,
porque él es el único número que tiene dos unidades ni más ni menos. Mas si
digo, por ejemplo, que ‘2 es par’, no me estoy tratando únicamente con el 2,
porque hay infinitos pares. Finalmente, si, habiendo hablado como he estado
hablando del número 2 desde tres puntos de vista, digo pura y simplemente: ‘el
número del que estamos hablando’, me refiero a él por pura y simple alusión.
Tenemos, pues, tres especies de trato con el mismo objeto: un primer trato
inmediato, unívoco; segundo, un tipo de trato inmediato, pero que no es
exclusivo de semejante objeto, sino que conviene a muchos más; tercero, un tipo
de trato implícito, pero unívoco aunque, remoto y no seguramente conductible
hacia él, como cuando digo ‘el número del que estamos hablando’.
—Ve más despacio,
Blasfemia, porque me pierdo.
—No tengas miedo, amiga, que ya lo vas a
entender. En la instalación natural como la llama Husserl, preferimos tratarnos
siempre con cada objeto directa e inmediatamente, es decir, preferimos
tratarnos con definiciones, saber que esto que tengo delante es un árbol. Por
tanto, el trato general o universal no es propio de la actitud natural;
comienza a ser propio de la fenomenología eidética, de la ciencia; es la
ciencia a la que le interesa precisamente decir ‘el 2 es par’. En la actitud
natural, primero, no queremos que se nos hable sino de cosas definidas, bien
definidas sin equivocación posible; segundo, evitamos el trato universal, que
convenga a lo que tenemos delante y a muchas cosas más. Todavía se evita mucho
más el trato implícito, y aun eludimos mucho más el trato por alusiones; y sin
embargo es propio de segundo estadio, a saber: del de la fenomenología eidética
tratar con las cosas en forma universal; tratarlas en forma implícita y
precisamente semejantes tipos de trato implícito y universal son
características de la ciencia, tal como se la trata modernamente.
Pero
todavía podemos caracterizar mucho mejor el punto de vista natural, la actitud
natural frente a las siguientes, partiendo de otra consideración: a saber, de
la manera cómo nos apoyamos en los objetos. Nos podemos apoyar de tres maneras:
por certeza, por sospecha y, en tercer lugar, por duda. Y es claro que en la
actitud común y corriente preferimos, sobre todo, la certeza sobre la sospecha
y sobre la duda metódica. Pero en la actitud de fenomenología eidética se
prefiere sistemáticamente el estado de duda metódica, se prefiere el estado o
la forma de alusión, implícita, no explícita; y se prefiere, siempre que sea
posible, un experimento imaginativo.
—¿Y qué es lo que se prefiere en el tercer
estado de la fenomenología trascendental?
—Bueno, haré una breve alusión general en su
momento. Antes debemos preguntarnos en qué consiste, el
estado de fenomenología eidética. Para explicarlo García Bacca se refiere la
expresión del castellano según la cual uno puede oír una cosa como quien oye
llover; y, aunque parezca extraño a primera vista, la mejor manera de oír
llover es efectivamente oír como quien oye llover. Cuando uno se enfrenta con
la lluvia porque se está mojando, porque le hace un paseo imposible, no la oye
como quien oye llover; y en realidad de verdad no nota la lluvia sino que nota
las molestias de la lluvia, los inconvenientes, sean técnicos, sean de deportes
o de otros órdenes concretos. Para percibir precisamente bien la lluvia en
cuanto tal, es menester, como dice la frase castellana: “oírla como quien oye
llover”. Toda la fenomenología consistirá, ampliando semejante metáfora de la
frase castellana, en colocarse en todos los órdenes “a oírlos como quien oye
llover”, sin tomar parte en ellos, con lo cual no perderá la ciencia sino que
se beneficiará.
Introduzcamos
ya un poco de técnica husserliana. La fenomenología eidética o estado eidético,
se propone descubrir, tener presente las esencias,
sin intervenir en ellas, ni con la afirmación ni con la negación, haciendo
preceder un procedimiento de abstracción de realidades externas a las esencias.
Es decir: para una actitud e instalación fenomenológico-eidética en las
esencias, es preciso: 1) Desconectarlas, purificarlas, de lo real-concreto,
ponerlas en estado irreal. Así, para llegar a ver el eidos de circunferencia,
el eidos de dos… en su originalidad y puridad, es preciso abstraer, poner en
paréntesis las realidades o concretos sensibles en que tal vez se nos
presenten. Prescindir, por ejemplo, del material de una rueda en que comenzó a
dársenos, impurificada, la circunferencia. Este grado de abstracción, o este
componente de la reducción eidética, de reducir las esencias o eidos a sí
mismos, se parece a la abstracción formal escolástica (no a la total),
obteniendo por tales métodos la mostración de que los objetos obtenibles por
abstracción formal o paréntesis fenomenológico son, de suyo, independientes de
la materia en que ocasionalmente se hallen o les haya encontrado. Prueba de
ello es que se puede hacer perfectamente geometría sin tener que mencionar
ruedas, reglas, como objetos que tomen cuerpo natural, propio y apropiado los
objetos geométricos: circunferencia, recta. Al abstraerlos o poner entre
paréntesis la realidad sensible, tales esencias o eidos crecen en
inteligibilidad. 2) Pero el método de paréntesis fenomenológico va más allá de
este primer componente. Para obtener un eidos, para tenerlo presente
eidéticamente, en sí, puro, es preciso que desconecte y ponga fuera de acción,
que desenchufen los actos míos sobre tales objetos. Cuando digo que ‘esto
que tengo delante es una rueda´, o que es una regla, los eidos de
circunferencia y de recta están enchufados con dos cosas de dos órdenes
radicalmente diversos, aunque bien reales ambos: a) Con la realidad sensible,
con madera, con metal, en que se realizan; b) Con mis actos de afirmación: pues
afirmo que “esto que tengo delante es una rueda”, es decir: empleo el eidos de
circunferencia como predicado para el sujeto esto sensible, y empleo la
circunferencia para afirmarme yo en lo real, para poder decir afirmativamente
“esto es una rueda”, “esto es circular”. Con lo cual impurifico una vez más el
eidos, “circunferencia”, pues mezclo o enchufo en ella mis actos de afirmación o
de negación. Husserl, siguiendo en este punto a Descartes, afirmará que
nuestra realidad interior no tiene necesidad alguna de afirmar o de negar, es
decir: que el entendimiento no está hecho necesariamente para afirmar la verdad
y para negar la falsedad, que se mantiene tan real, aun absteniéndose de
semejantes injerencias. Husserl hace notar explícitamente en sus Ideas para una fenomenología pura y
filosofía fenomenológica que basta con abstenerse, con aguantarse las ganas
naturales, propias de la actitud natural, de afirmar y negar, de apoyar nuestra
realidad interior sobre las cosas, para que, sin más negación, duda metódica o
sistemática, me quede en mí mismo, y obtenga, además, tener todas las cosas en
su más pura esencia, en pura presencia, sin intromisiones ni de lo material ni
de mi realidad
Para terminar con esta
segunda parte, veamos qué se entiende por intencionalidad estrictamente
eidética (husserliana). En la actitud natural, en la instalación de las
esencias o eidos en las cosas, y de la mente y potencias nuestras de conocer,
en los objetos, en las cosas, hay evidentemente una intencionalidad, que
denominaremos natural, pues nuestros actos –sean de ver, oír, pensar, querer…–,
están dados, entregados, especificados, moldeados, vertidos sobre los objetos;
y esto significa intencionalidad; tender (tendere,
tensio) hacia (in) las cosas, de modo
que sean éstas las que determinen los actos. Dicho al revés, las cosas nos
parecen más sólidas, de verdad en sí y para sí cada una, no quedándonos sino el
afirmarnos en ellas por la afirmación. Empero, si por la abstracción, en su
primer componente, abstraigo o separo los eidos, –los capaces de ello–, del
material sensible o concreto en que se hallen, – circunferencia, de rueda;
línea recta, de regla…–, es claro que todavía mis actos quedarán presos, especificados,
moldeados por tales objetos eidéticos, sólo que la intencionalidad estará un
poco más purificada que cuando nuestros actos versaban y se especificaban por
eidos sumergidos en lo concreto. Pero no habremos salido de la actitud natural,
de la intencionalidad natural. Husserl va mucho más allá, aunque mantenga el
primer componente de la abstracción formal, el primer tipo de intencionalidad:
el natural, purificado o no de lo concreto. Y exigirá, para llegar a
intencionalidad eidética, el que se practique la abstención (epojé) fenomenológica, en virtud de la
cual no me ponga (tesis) ni a afirmar ni a negar, sino a dejar que las cosas se
me den a sí mismas, por sí mismas, caso en que se descubrirá lo que de sí
tienen, sus eidos auténticos.
“Oír como quien oye llover” no es, naturalmente, frase
husserliana, recuerda García Bacca. El emplea la más aristocrática de “modificación de neutralidad”. Haberse
neutralmente, ni afirmando ni negando, frente a las cosas; entonces están ellas
todavía presentes, las tengo presentes; y este tenerlas presentes “como quien
oye llover” hace que mis actos tiendan de alguna manera hacia ellas. Se da,
pues, una especie de intencionalidad más sutil, –intencionalidad de
neutralidad, sin posición adjunta. Así, aproximadamente, es cómo la imaginación
tiene presentes las cosas imaginadas, sin caer en esa formalidad y seriedad del
entendimiento funcionando en plan natural, que, ante una cosa, la afirma en
serio, la niega en firme, no sabe mantenerse neutral: ver sin mirar, oír sin
escuchar, pensar sin afirmar. De ahí que Husserl otorgue valor fenomenológico,
de descubrimiento de lo que las cosas tienen de auténticamente eidético, de
esencial, a la representación imaginativa de ellas. Imaginarse las cosas es más
eficaz filosóficamente que pensarlas afirmándolas, aunque, es claro, que es
filosóficamente más seguro pensarlas sin afirmarlas. La imaginación, dice
Husserl, se halla por constitución en estado de neutralidad, de modificación
por neutralidad. La imaginación ni afirma ni niega, ni duda, ni sospecha. Ella
sí que realmente “oye como quien oye llover”
Y ahora sí, mi querida Ménoia, paso a señalar los puntos más
característicos del tercer estado de realidad, que es el de fenomenología
trascendental, meta de Husserl en sus últimas obras. La Fenomenología en su
estrato trascendental se ocupa, programáticamente, de la constitución, en y por
la conciencia, de los objetos y de sus diversos tipos. Para mayor claridad y
concisión dispondré las afirmaciones husserlianas en los siguientes puntos:
1) La posición de todo acto nuestro no puede ser sometida a
modificación de neutralidad, es decir, lleva adjunta necesariamente su realidad.
Como dice Husserl, nuestra realidad no se puede poner en paréntesis, fuera de
acción, desenchufarnos de ella. La realidad de verdad de mis actos –sean de
pensar, querer, imaginar, sentir…–, va necesariamente identificada con su
esencia. No podemos ser espectadores de nuestra realidad por modo de “oírla
como quien oye llover”. Nos llueve siempre encima, y bien realmente, sin
escape.
2) A Descartes se le pasó
por alto, entre otras cosas, el tipo de relación o vinculación que hay entre
conciencia y objeto, entre nuestros actos y sus objetos típicos. Es decir: la
intencionalidad, en cuanto esencia de la conciencia. Un espejo es, ciertamente,
posible lugar de aparición de imágenes de los objetos, y a veces es también
real lugar de aparición de los que estén en condiciones adecuadas. Pero la
realidad física del espejo puede existir sin tener que estar haciendo de
espejo. Empero, ¿qué relación existe entre pensamiento y objeto, entre
sentimiento y objeto, entre imaginación y objeto? La respuesta de Husserl es
que la relación es esencial; que pensar es, esencialmente, pensar algo; que
sentir es, esencialmente sentir algo; que imaginar es, esencialmente, imaginar
algo; que recordar es, esencialmente, recordar algo… La conciencia es lugar en
que se constituyen los objetos. Porque se da el hecho rarísimo de que la
conciencia posee los objetos de muchas maneras, como pensadas, recordadas,
imaginadas... Si sólo tuviéramos las cosas de una sola manera, por ejemplo:
pensadas, creeríamos que son ellas las que por misteriosa manera nos moldean
según ellas son; que nosotros no hacemos sino dar conciencia a su presencia. Pero
como las tenemos en memoria –como ausentes, con lejanía de pasado–, en
imaginación –como ausentes, pero en neutralidad, sin añoranzas por ser o haber
sido ya o por haber de ser ante y para nosotros, en entendimiento, –como
definibles, cual caracterizables con notas, conexiones, con tendencias a
afirmación–, cual objetos queridos –como deseables, como fines, cual valores–,
podemos sospechar que todos estos sentidos que damos a las mismas cosas, que
estos sentidos noemáticos, para decirlo con un término husserliano técnico, son
constituciones nuestras, inventos nuestros, modos de configurar nuestra
realidad consciente. Cuando por la espontaneidad creadora de la conciencia, nos
configuramos de modo que no nos interesa la realidad ni presente, ni pasada, ni
futura, ni definir, ni valorar, sino simplemente el hecho de tener algo
presente, estamos imaginando; nos hemos modalizado de imaginación, o somos
imaginando; cuando nos automodelamos de modo que nos interese tener algo
presente como afirmable, como afirmable en delimitación, estamos pensando. Cada
objeto puede constituirse de modo original por modificaciones de la conciencia,
superponiendo, sintetizando, diversos modos de mi realidad consciente,
–pensamientos, quereres, imaginaciones. Y así si nos proponemos estudiar cómo
se constituyen en la conciencia las cosas materiales, resultará, dice Husserl,
un problema o tarea infinita, pues todo lo material encierra infinitas
perspectivas, sucesivas, coherentes entre sí; todo lo material tiene que ser
visto, y sólo puede ser visto de vez desde un ángulo especial, en escorzo
propio de cada punto de vista, distancia. Mientras que otros objetos, como el
2, la circunferencia, no tienen perspectiva, ángulo de visión, sino que con un
número finito y bien determinado de notas quedan plenamente constituidos ante
el pensamiento. El “revés” de un cuerpo, el revés de sus sentidos noemáticos,
de modelamientos exigidos a la conciencia, es infinito, aunque su “derecho”
aparezca simple. Husserl intentará estudiar por la vertiente de la conciencia,
por el revés de la actitud natural, las maneras como cada tipo de objetos se
constituye en y para ella. Y serán problemas suyos, de constitución, los de constitución
del mundo material, del mundo aritmético, de los eidos, de la lógica, del yo
individual, de los yo de los demás. Se plantea semejante problema, pero no se
puede decir que lo resuelva.
3) Es claro que nos
hallamos ante un tercer tipo de intencionalidad, que merece el nombre de
trascendental. No sólo no nos guiamos o especificamos por objetos que no hemos
creado, ni los purificamos o reducimos a sus eidos, para así podernos
especificar más limpiamente para ellos (intencionalidad natural y eidética),
sino que los constituimos, los creamos nosotros mismos. Para algo somos un tipo
de realidad que, constatadamente, continuamos siendo aunque todo sea falso, que
nada es capaz de arrancarnos una afirmación, de obligarnos a poner una
afirmación o una negación. Si queremos hacerlo, será “omnímoda libertad
nuestra”, espontaneidad, constitución que otorguemos a los objetos. Para
hacernos tomar conciencia de la cantidad y finura de los elementos de que
dispone interiormente la conciencia, estudia Husserl su constitución propia:
sus tipos de síntesis, sus extensiones temporales: hacia futuro, con protección
hacia el pasado, con retención; las superposiciones de sentidos neomáticos, los
tipos de horizontes o fondos diversos, hacia lo potencial, que en ella pueden
hacer de fondos para unir objetos de primer plano con otros de segundo plano,
etc. Y hay que confesar que, por tratarse de los mismos objetos que estamos
manoseando en la actitud natural, pero manoseando y reconociendo por el
derecho, por lo que tomamos por “derecho”, resulta faena dolorosa y complicada,
más que invertir un guante, reconocer que ciertos reveses lo son de tales
derechos; y sobre todo, decidirse a ver sistemáticamente todo el mundo, natural
y eidético –que tan a derechas parece estar puesto para la actividad natural y
para la científica pura–, al revés: desde, en, para la conciencia. No hemos
robado a nadie, parece decirnos Husserl, cuando decimos que la conciencia es
capaz de construir en sí, para sí, todos los objetos.
Por ello no debemos tener vergüenza de que se nos llame
subjetivistas.
—O lo que es lo mismo, Blasfemia, debemos olvidarnos de eso que
pomposamente suele llamarse ‘objetividad’.
—Así es, amiga, Sexto EMPÍRICO (1982) lo dijo con toda claridad
I, 10. Los que pretenden que los escépticos niegan los fenómenos
me parece que no oyen lo que decimos. No negamos las impresiones que recibe
pasivamente la representación y que nos conducen involuntariamente al
asentimiento, es decir, los fenómenos. Siempre que buscamos si el objeto es tal
como nos aparece, concedemos que aparece. No ponemos en duda el fenómeno, sino
lo que se dice del fenómeno: y esto es diferente del fenómeno mismo. Así la
miel nos parece dulce; lo admitimos, porque tenemos la sensación de dulzor.
Investigamos si la miel es dulce por esencia, porque esto no es un fenómeno,
sino un juicio sobre el fenómeno. Si proponemos argumentos contra los
fenómenos, los exponemos sin querer negar los fenómenos, para mostrar la
precipitación de juicio de los dogmáticos. Pues si la razón es tan engañosa que
casi sustrae a nuestros ojos los fenómenos, ¿cómo no la consideraremos
sospechosa respecto de lo que es obscuro, si no queremos precipitarnos al
seguirla?
—Pero, Blasfemia, no sé por qué, pero me
parece que el escepticismo es primo del empirismo. ¿Qué crees tú?
—Creo que son parientes mucho más lejanos.
Para mí el escepticismo consiste en
comparar y oponer entre ellas, de todas las maneras posibles, las cosas que
perciben los sentidos y aquellas que conoce la inteligencia. Al encontrar que
las razones así opuestas tienen un pie de igualdad, el escéptico es conducido a
la suspensión del juicio (epojé) y a
la ataraxia.
Esta suspensión del juicio no debe
entenderse en un sentido muy amplio. Cuando es constreñido por una sensación
que soporta, el escéptico no se prohíbe de afirmar. Si está caliente o frío, no
dirá: ‘yo creo que no tengo calor o frío’. Jamás duda de los fenómenos. Pero si
se trata de una de las cosas ocultas que las ciencias pretenden conocer, él
duda siempre.
‘Yo no sé nada’; ‘yo no defino nada’; ‘no
más bien esto que aquello’; ‘quizás sí, quizás no’; ‘todo es incomprensible’ son las fórmulas de que sirve para expresar su
duda a menos que, al encontrarlas demasiado afirmativas, el no prefiera recurrir
a las preguntas y decir ‘¿Por qué
esto mejor que esto otro?’ En todos los casos es preciso entender que él jamás
afirma nada en el sentido absoluto del término: dice solamente que le parece. Así, cuando él dice nada sabe o
que todo es incomprensible o que toda razón se opone a una razón de igual
valor, no habría que reprocharle de contradecirse al afirmar una proposición
que él mantiene por cierta. El no la tiene absolutamente por cierta: la cosa le
parece así, pero quizás es de otra manera. El nunca habla sino para sí mismo;
cada una de sus fórmulas sobreentiende es lo que me parece. Todas sus fórmulas
se aplican a ellas mismas: ellas mismas se envuelven. Un purgante -como leímos en un texto de Sexto-, al mismo
tiempo que arrastra los humores del cuerpo, desaparece con ellos. Por lo mismo,
las fórmulas escépticas, al suprimir toda certeza, se suprimen ellas mismas. En
una palabra, y es un punto sobre el que Sexto insiste a menudo, el escéptico no
hace sino expresar todo el tiempo el estado puramente subjetivo en el que se
encuentra, sin afirmar nada de aquello que está fuera de él, sin decir nada que
tenga un alcance general. Y esto lo vio maravillosamente bien Husserl.
En consecuencia, el escéptico no es de ninguna secta, de
ninguna escuela, a menos que no se entienda por ello una disposición a seguir,
de conformidad con lo que los sentidos nos enseñan, ciertas razones que conduzcan
a un bien vivir (no en el sentido moral, sino en el sentido más amplio del
término bien) y suspender su juicio.
Las razones que sigue el escéptico le enseñan a vivir según las costumbres, las
leyes, las instituciones de su patria y las disposiciones que le son propias.
El escéptico tiene un criterio, no para
distinguir lo verdadero de lo falso, sino para conducirse en la vida. Este
criterio es el fenómeno o la sensación sufrida y que se impone, sobre la cual
la voluntad no se aferra. No pudiendo
dejar todo inactivo, el escéptico vive sin tener opinión, únicamente
atado a las apariencias y a las prácticas de la vida común. Obedece a las
sugestiones de la naturaleza y hace uso de su inteligencia como el primero. Sigue
el impulso de sus pasiones, como si tiene hambre, bebe si tiene sed. Respetuoso
de las leyes y costumbres de su país, mira la piedad como un bien, la impiedad
como un mal. Aprende y cultiva las artes. Que no se le acuse, pues, de
encerrarse en la ociosidad, si se quiere ser consecuente consigo mismo, y de
caer en el absurdo y en contradicciones, de ser forzado, p.e., si un tirano le
ordena hacer una mala acción, de escoger entre el crimen y la muerte, lo que es
contrario a sus máximas. Razonar así es olvidar que el escéptico no se conduce
según reglas filosóficas. El se remite a la observación y a la experiencia, que
no tienen nada que ver con la Filosofía. Si se atrasa con un tirano de realizar
una acción prohibida, sin inspirarse en otra cosa que no sean las leyes de su
patria, sabrá tomar una decisión; pues él puede, como todo el mundo, preferir
ciertas cosas y evitar otras.
—¿Es acomodaticio entonces?
—Diría, más bien, que es del sentido
común y aquí está su empirismo. Y ese fue el principal legado del fundador de
la escuela escéptica. No olviden ustedes de que el escepticismo nació como
escuela al comienzo del helenismo, es decir, en tiempos muy revueltos y cuando
las poleis griegas habían ya fenecido
por las armas de los macedonios.
¿Qué enseñaba Pirrón, el fundador? Que el sabio, como todo el mundo, debe conformarse a las leyes, a las costumbres, a la religión de su país. Mantenerse en el sentido común y hacer como los otros, he ahí la regla que después de Timón –su principal discípulo- todos los escépticos han adoptado. Es por una extraña ironía del destino que su teoría haya sido, a menudo, combatida y ridiculizada en nombre del sentido común: una de sus principales preocupaciones era la de no chocar con el sentido común. “No nos salimos de la costumbre”, decía ya Timón... ¿El sentido común hace otra cosa que mantenerse en las apariencias? Tal fue la enseñanza de Pirrón según la tradición escéptica.
*
—Bueno, a mi me quedan todavía muchos
trapos por lavar, pero la caída de la tarde me da alergia.
—No digas que cae la tarde sino que
parece que cae la tarde, Ménoia. Ja, ja, ja.
—Así es, si así les parece. Vámonos ya
que parece que se está haciendo tarde, ja, ja, ja.
—A ustedes lo que les está dando es
alergia del discurso. Ja, ja, ja.
Si deseas comunicarte con el autor de la entrada, escribe a carloshjorge@yahoo.es
APEL, K. O. (1991). Teoría
de la verdad y ética del discurso. Barcelona: Paidós ibérica.
BATTISTELLA, E. H. (1974). Tres improntas en la filosofía contemporánea. Caracas: Universitarias CO-BO.
BRAVO, F. (2013). ¿Quién es y qué enseña el Calicles de Platón? Archai, n. 10, jan-jul, p. 29-36
BROCHARD, V. (1959). Les
sceptiques
grecs. Paris: Librairie philosophique J. Vrin
(2°).
DE LA
BARCA, C. (1997). La vida es sueño.
Madrid: Espasa- Calpe (18°)
LAERCIO,
D. (1950). Vida de los filósofos más
ilustres. Edición de Espasa-Calpe en línea.
GARCÍA
BACCA, J. D.(1990). 9 grandes filósofos
contemporáneos y sus temas. Barcelona: Anthropos.
GARCÍA
BACCA, J. D.(1963). 7 modelos de
filosofar. Caracas: UCV.
HABERMAS,
J. (1988). Teoría de la acción
comunicativa. Madrid: Taurus (dos tomos)
HUSSERL,
E. (1962). Ideas relativas a una
fenomenología pura y una filosofía fenomenológica. México: FCE. Traducción
de José Gaos.
NIETZSCHE,
F. (1999). El anticristo. Ensayo de
una crítica del cristianismo. Edición en línea de elaleph.com
PEIRCE,
CH. S (1988)). Cómo esclarecer nuestras
ideas (1878). Traducción castellana y notas de José Vericat (1988). Charles S. Peirce. El hombre, un signo (El
pragmatismo de Peirce), José Vericat
(trad., intr. y notas), Crítica, Barcelona 1988, pp. 200-223
RANCIÈRE, J. (1996) El
desacuerdo. Política y filosofía. Buenos Aires: Nueva Visión
RODRÍGUEZ,
S. (2010). Luces y virtudes sociales.
Caracas: UNESR
RUSSELL, B. (2009). Problemas
de la filosofía. Barcelona: Accent.
SAGAN,
C. ( ). La carga del escepticismo. Libros Tauro: edición on line en www.librostauro.com.ar
SAN ANSELMO (1984).
Proslogion. De veritate.
Barcelona: Orbis.
SANTA
BIBLIA (2003). Antiguo y Nuevo Testamentos. Versión Reina-Valera de 1909,
actualizada y cotejada con diversas
traducciones y con los mejores textos en los idiomas originales hebreo, arameo
y griego. Editorial Mundo Hispano. On
line.
SEXTO
EMPÍRICO (1993). Esbozos pirrónicos.
Madrid: Gredos
SEXTO EMPÍRICO
(1982). Bosquejos pirrónicos (selección I, de R. Verneaux). Textos de los grandes filósofos. Edad
Antigua. Barcelona: Herder, p.105-107.
SIMÓN,
P. (1992). Prólogo al lector. Noticias
historiales de Venezuela. Caracas: Biblioteca Ayacucho, n° 173.
TARSKI, A. (1931). La concepción semántica de la verdad y los
fundamentos de la semántica. A parte rei.
Revista de filosofía. Traducción de Paloma García Abad. Revista en línea: http://serbal.pntic.mec.es/
WITTGENSTEIN, L. (1973). Tractatus
logico-philosophicus. Madrid: Alianza