miércoles, 24 de agosto de 2022

Civilización, ciudadanía y cosmopolitismo en Simón Rodríguez


por 
Carlos H. Jorge[1]


1.     LA FORMA ES UN MODO DE EXISTIR

De inmediato advertirá el lector la singular manera de presentar los pensamientos que tiene el filósofo caraqueño. Partidario de una ortografía fonética, Simón Rodríguez (1769-1854) pretende que se escriba como se habla, esto es, que las letras pinten los sonidos, y las frases, los pensamientos del hablante. A quienes no estén familiarizados con este tipo de escritura, les remitimos a un pasaje de las Obras Completas,II,158, en donde el filósofo justifica su forma de expresión y al autor de estas líneas le ahorra muchas explicaciones.

       Con estos antecedentes, siempre que sea preciso citar un texto de Simón Rodríguez, tratamos de reproducirlo, en lo posible, tal cual él lo compuso, pues “la forma es un modo de existir” (II,139). Y a fin de no remitir a un sinnúmero de notas que entorpecerían la lectura, las citas se hacen a continuación de los textos transcritos de la siguiente manera: 1º) tomo de las Obras Completas y 2º) página o páginas en las que se encuentra la cita en la edición empleada[2].

2.     CIVILIZACIÓN 

La tesis que vamos a desarrollar es una construcción que hacemos a partir de ciertos textos de Simón Rodríguez que consideramos decisivos. El núcleo de la tesis está en una escasa página de Sociedades Americanas en 1828, edición de 1842.

Hemos dicho en otro lugar que esta obra no es sino el intento de Rodríguez de definir el concepto de civilización con otros criterios que los que estaban en uso. En efecto, el lector de la obra no puede dejar de constatar que gran parte de ella está dedicada a una implacable crítica del concepto habitual del término 'civilización'. Ninguna de las definiciones que había del vocablo le convencía. En un texto de 1849 (I,228) –última obra publicada en vida- tenemos una descripción de lo que no debe entenderse por civilización, crítica que ratifica la posición del filósofo a lo largo de Sociedades Americanas en 1828. Esto es: civilizada no es la nación que va “a la vanguardia en la carrera de …”; tampoco es civilizado el país que avanza (¿?) “a pasos de jigante”. Puede deducirse de estas referencias negativas que la civilización no consiste en el progreso (¿?) tecnológico, si se me permite emplear un término a la moda. “Proyectos de Riqueza, de Preponderancia, de Sabiduría, de Engrandecimiento, cualquiera los forma y los propone; pero no son proyectos sociales”, dijo claramente en el mismo lugar.

La civilización que reclama el filósofo es el resultado de un proyecto social, y no consiste en  riqueza, preponderancia, sabiduría, esto es, en artes y ciencias (II,74), ni en el engrandecimiento. “Una red insaciable de riqueza” -dice el autor-, “que se declara por 3 especies de delirio: traficomanía, colonomanía i cultomanía”, constituye “LA ENFERMEDAD DEL SIGLO” (I,355). ¿Por qué esta crítica? Las razones son varias. Pero el argumento de más peso radica en que lo que se toma por prosperidad no es sino una opulencia “fundada en el apocamiento de las clases que tienen oprimidas” (II,122), lo que equivale a una falsa prosperidad.

La enfermedad del siglo es la codicia, pasión dominante del tiempo, aunque oculta otra de vieja data: el ansia de poder, la pasión de dominar (II,145 y 421). Se toma por “prosperidad la preponderancia que adquieren algunas naciones EN MASA a costa de la conveniencia individual” (I,244). “La idea de la preponderancia” está entre las ideas perjudiciales con la que malviven los hombres de las “grandes naciones” (I,366), idea que hicieron propia las colonias americanas, ya que, cuando apenas han devenido en naciones, la tienen como una de sus aspiraciones. Por eso dice el filósofo (I,333):

Es menester que los Gobiernos renuncien el proyecto de

Dominación

i                         las Naciones                   el              de

                                Preponderancia

¿Por qué? Porque “en el equilibrio de las funciones  -el to metrion platónico-   consiste la salud pública” (II,122). El autor nos da unos ejemplos sacados del mundo de las plantas:

 

En los Bosques hai Preponderancia

en los Verdugales hai Enredo

en los Verjeles hai Prosperidad

en las Huertas hai Simetría (I,333)

 

En otros términos, como los árboles, los hombres no pueden ser abandonados a sus instintos. Los hombres, como las plantas frutales, deben ser cultivados, esto es, educados, si es que racionalmente se espera recoger de ellos frutos sociales. En resumen, el verdadero poder no está en la preponderancia de unos individuos sobre otros, de unas naciones sobre otras, sino que se funda en la justicia (II,417): es el que se ejerce porque se da a cada quien lo que le corresponde. Todo poder que no se funde en la justicia es efímero. Y la sociedad así establecida no tiene larga duración, profetiza el filósofo (II,122).

Parece contradictorio que Simón Rodríguez se oponga a la sabiduría, si consideramos que frecuentemente se lo clasifica como filósofo ilustrado[3]. La contradicción desaparece si pensamos que los conocimientos son diversos y tienen grados de importancia (I,283). El hecho de que los pueblos asciendan (¿?) en unos no significa que progresan. Hay conocimientos que le son al hombre necesarios, otros le son útiles, otros convenientes (I,434). Pueden los habitantes de una ciudad saber más que antes, pero no por ello obrar mejor (II,111). El conocimiento que permite medir el progreso, el único progreso, es el conocimiento ético o “social” -como le gusta decir al filósofo-, conocimiento necesario por naturaleza, pues es el que requiere el hombre para vivir con sus semejantes. Tal saber no es otro que el que versa sobre derechos y deberes en sociedad (II,22). Si no se tienen estos conocimientos, los demás pueden servir como armas para defenderse o agredir en la guerra simulada de la sociedad (II,105). En fin lo que importa es la conducta social, no la acumulación de conocimientos “extraños al arte de vivir” (II,104), pues “Puede ÚNO ser

 

ORADOR! insigne, LITERATO!, POETA!, PENDOLISTA!,

MATEMATICO! TEOLOGO! !… i ser INSOCIABLE.

i un SORDO-MUDO, MANCO i CIEGO, ser …

un MODELO ! de SOCIABILIDAD”

(II,8). 

No es para Rodríguez una tragedia que alguien no tenga algunas facultades. En realidad, a todos nos faltan aptitudes. Pero hay una facultad cuya posesión es imprescindible: facultad social, la facultad ética. Y ésta no se adquiere sino con la educación. Por eso la persistente crítica del filósofo a las “naciones cultas” que celebran por igual la invención de la pólvora y la de la  imprenta; que justifican su necesidad de destruirse por el bien de la sociedad; que pueden, tranquilamente, vivir en una guerra abierta. Son sabias en todo, comenta el filósofo, pero ignorantes en el arte de vivir (I,327-328). Cultura no significa en ellas otra cosa que derecho de conquista y de dominación, adobado todo con el fanatismo (I,272).

La guerra de las “naciones cultas” no es sólo hacia afuera, lo que daría cuenta de una doble moralidad. Como “finuras” de la civilización, las naciones cultas exhiben las bocas de fuego de sus cañones para “celebrar TRATADOS DE PAZ, y de Alianza”, intervienen otros países a su antojo o los invaden (I,244). “¡¡¡El derecho de conquista, de los tiempos bárbaros, es el que hacen valer las naciones cultas !!!” (I,272).

Pero su guerra es también adentro, lo que quiere decir que la inmoralidad es total. Ya se ha dicho que no hay verdadera prosperidad en una nación cuando su preponderancia es alcanzada “en masa a costa de la conveniencia individual” (I,244). No es “país civilizado” el que malbarata el producto de la industria ajena, el que explota de manera inmisericorde a sus obreros (II,50-51). No es país civilizado el que recibe en sus puertos a gentes que se dan “en prenda por el pasaje, sin saber dónde los llevará la suerte a servir”.

Tampoco es País Civilizado

aquel donde se cruzan los Ministros de varios Cultos, saludándose

con el mismo afecto i ternura, con que se saludan los litigantes que

se encuentran en las puertas del Tribunal

(I,345). 

Civilización no quiere decir desorden ni sálvese el que pueda o que cada uno haga lo que quiera sin otra consideración. Esa es la civilización de las ferias, de las behetrías , de Babel: vivir juntos sin entenderse. Pues, no es pueblo civilizado el que reconoce “LIBERTADES incoartables é inalienables, que cada individuo se reserva al entrar en sociedad … (como si tales contratos existieran)” (II,115). No son pueblos civilizados los que, como las “NACIONES CULTAS”, “protejen la propiedad de cosas … mal adquiridas … mal transmitidas … y mal empleadas … por leyes que atienden mas al porque conviene, que al porque es justo” (II,116). En otros términos, el problema de la civilización es un problema de justicia. Es el problema de dar a cada quien lo suyo, porque se reconoce que el semejante es igual que uno, con el mismo sentido de justicia.

Como ha señalado Rawls, la base del derecho de una persona a un trato justo está en su propia capacidad de su sentido de justicia y, a su vez, ese sentido de justicia exige, para ser entendido, que su titular pueda ser considerado como agente moral. Tener un sentido de justicia es, pues, en parte, comprender plenamente lo que es la justicia y, en parte, ser capaz de los sentimientos tan típicamente morales como la indignación, el resentimiento o el remordimiento. Hay, podríamos decir, una diferencia fundamental entre Rawls y Rodríguez. Rodríguez cree que el sentido de justicia se adquiere, y muchos individuos no tienen sentido de justicia, porque, con palabras de Rawls, no “están conscientes de su propio interés”[4]. Planteemos, entonces, la tesis civilizadora rodrigueciana que puede empezar donde Rawls termina y que puede titularse: civilización, una elección racional. Veámosla en su desenvolvimiento (I,409).

Hay una situación que podría denominarse original y que diferencia al hombre de los demás animales. Esa distinción está constituida por dos sentimientos netamente humanos. El primero es el sentimiento de la compasión: el hombre tiene un común padecer con los otros hombres porque sabe, “porque conoce que los animales padecen como él”. Aunque quiera, el hombre no puede ignorar que los otros animales padecen como él padece. Este es el sentimiento más primitivo y sobre el que se puede asentar la convivencia posterior. El fin de la sociabilidad, dirá el filósofo, no será otro que el “hacer ménos penosa la vida” (II,103).

Ya A. Smith había señalado que lástima o compasión es ese sentimiento que experimentamos todos los hombres ante la miseria o el dolor ajenos, sentimiento que brota de nuestra propia naturaleza y que no tiene nada que ver con el hecho de que seamos virtuosos o transgresores de las leyes sociales[i]. Ahora bien, se pudiera preguntar como lo hace Smith: si no tenemos experiencia inmediata del dolor que otro padece, ¿cómo es posible que estemos afectados por este hecho? En otras palabras, ¿cómo le es posible al hombre sentir que “los animales padecen como el”? ¿Cuál es el mecanismo? ¿Cómo opera? La respuesta de A. Smith a la primera pregunta es: la lástima o compasión es posible gracias a la facultad que poseemos de concebir lo que nosotros sentiríamos en una situación semejante. El mecanismo opera por medio de la imaginación de la siguiente manera:

Nos ponemos en lugar del otro, concebimos estar sufriendo los mismos tormentos, entramos, como quien dice, en su cuerpo, y, en cierta medida, nos convertimos en una misma persona, de allí nos formamos una idea de sus sensaciones /…/ Su angustia incorporada así en nosotros, adoptada y hecha nuestra, comienza, por fin, a afectarnos, y entonces temblamos y nos estremecemos con sólo pensar en lo que está sintiendo[5]

 

Hay que observar que, según A. Smith, el posible acceso al ser del otro es sólo por la imaginación, esto es, sólo de manera imaginaria[6], no de modo real.  En Simón Rodríguez ‘compasión’ es ‘ver padecer lo que uno mismo ha padecido’ (II,122). Por eso el que se compadece sabe, “conoce”. Padece, entonces, no sólo por la imaginación, sino porque, a través del recuerdo, puede padecer de nuevo verdaderamente aquello que un día causó sufrimiento. Lo que significa que la compasión, en Rodríguez, se presenta como un grado superior al de la ‘lástima’, que sería el acceso imaginario al dolor del otro. El filósofo es muy claro en esto: “No haber experimentado el mal que otro padece y figurárselo, incita a un sentimiento llamado lástima” (ib.). Compasión[7] es, entonces, un común padecer, un común sentir el dolor del otro. Este sentimiento distingue al hombre de otras especies animales. Apunta Rodríguez: el hombre conoce que otros hombres padecen como él porque revive en sí lo que ellos sufren. No se imagina el dolor de los otros solamente; se pone en su lugar porque él mismo ha padecido o padece ese dolor. Reconoce su dolor y lo mantiene presente, cosa que al animal no le es posible hacer. Pero, por esta facultad tan suya, el hombre puede encontrar su perdición. Porque esta facultad, operando en toda su capacidad, puede arrastrarlo “á una necesidad que no lo comprende” (II,310). Por ello la naturaleza, ante el dolor del otro, nos ha dado el olvido, para que no nos acordemos del nuestro, y nos ha dado la salud, para que no sintamos que vivimos[8]. En fin, el hombre debe reducir, perfeccionándolo, su sentimiento de compasión para poder vivir con otros hombres, pues “compasión significa que uno siente LO QUE otro siente == la idea de Padecer es concomitante en este caso” (II,424). Y no puede vivir verdaderamente con los otros hombres en un eterno sufrimiento. De lo que se trata es, precisamente, de “hacer ménos penosa la vida”. Claro que nos podemos preguntar, entonces, si compasión es un común padecer, o si se trata de saber que el otro padece porque uno ha padecido lo mismo.

El otro sentimiento originario humano es el de la “Predilección por sus semejantes”. El hombre, en un crítica e hipotética situación, tiene tres alternativas: vivir solo, vivir con otros animales o vivir con sus semejantes. De estas tres alternativas, el hombre prefiere la de vivir con sus semejantes. ¿De dónde surge ese sentimiento que va a conducir a una elección determinante de toda racionalidad posterior? Ese sentimiento de predilección, igual que el sentimiento de ‘compasión’, surge del saber humano. El hombre “conoce que, en su compañía (de los semejantes), padece ménos i goza mas, que estando Solo, o en compañía de otros animales”.

El goce en Simón Rodríguez es mantenerse en el ser, es perseverar en el ser. El otro viene a ser de este modo parte constitutiva de mi ser, pero por elección mía, por predilección mía, por predilección radicada en mi ser. El hombre necesita al semejante porque sabe que con él es más hombre. El hombre no puede menos que tener interés en el hombre, no puede dejar de ser interesado, pues en ello le va su ser, que es su goce con el otro. Esto, tan parcamente dicho por Rodríguez, constituye el fundamento racional de lo que pueda considerarse como valioso. El factum en donde se ahíncan los valores no es otro que la voluntad humana, la voluntad del hombre que elige. Entre el ser y el deber (ser) se establece la relación primordial del querer (ser). En otros términos, lo que vale es lo que el hombre quiere; pero el hombre no puede querer cualquier cosa, sino que quiere de acuerdo con lo que es. Entonces la pregunta por el fundamento de los valores puede expresarse así: ¿en qué consiste el querer (ser) del hombre? ¿Cuál es el contenido de la voluntad humana? El orden último que encontramos al hacer esta pregunta es un orden último (y primero) del ser, último porque más allá de él no es permitido significativamente indagar un porqué. Primero, porque “El hombre quiere a partir de lo que es, y a partir de lo que quiere establece -subjetiva y objetivamente- sus valores”[9].

La ética de Rodríguez puede entenderse como una ética del amor propio, que es entendido como una perspectiva individual del querer ser en la autoafirmación de lo humano en las relaciones intersubjetivas. No hay para Rodríguez otro motivo ético que la búsqueda y defensa de lo que nos es más provechoso, de lo que más nos conviene. Su ética es racionalmente autoafirmativa. Los vicios y desvíos morales tienen la misma raíz que las virtudes. Lo único que se nos impone es el no poder renunciar a lo que somos para llevar a cabo algún plan objetivo superior, ajeno, trascendental. No hay pues, según el filósofo, una ética altruista en el empleo fuerte del término. Queremos al otro porque nos amamos a nosotros mismos. Y amarse a sí mismo es apreciarse como valioso. El hombre quiere al semejante porque “conoce que, en su compañía, padece ménos i goza mas, que estando Solo, o en compañía de otros animales”. No hay nada entonces que imponga al sujeto obrar por un motivo distinto de lo que “conoce” que es mejor para sí mismo; sólo sería altruista (en este sentido) actuar por algún móvil contrario o simplemente distinto a mi necesario querer ser humano. Y como recuerda Rodríguez, esto no es subversivo ni destruye la moral pública. Esto debe ser “una regla para no aborrecer al delincuente sino el delito, fundada en que es natural en el hombre creer que en todo y en todos casos obra con razón”. “Es un error el pensar que hay quien obre con mala intención. El mayor atentado fué un deber para el que lo cometió” (II,385). El que obró mal, el que delinquió, lo hizo obedeciendo su necesidad de ser: amándose.

Se puede entonces encontrar, en la elección que se hace del semejante, una doble vertiente del amor propio:

a) por un lado, es un impulso a perseverar en el propio ser, a sobrevivir, a asegurarse las mínimas condiciones de humanidad;

b) por el otro, hay un anhelo de excelencia personal, pues el hombre sabe que, en compañía de otros hombres, “padece ménos i goza mas”. Este conocimiento empuja al hombre a la superación del nivel más bajo requerido -ser un simple viviente-, a la ampliación y potenciación máxima de su deseo, desbordándolo. Como ha dicho un autor “el anhelo de excelencia y perfección, culminación del arte de vivir ético, es el producto más exquisito del amor propio adecuadamente considerado. Quien no desea ser excelente ni perfecto, quien crea que no se merece tanto o no se atreve a proponerse tanto, es que desde luego, no se ama lo suficiente a sí mismo: o tiene una idea de excelencia y perfección puramente ajena, pervertida, esclavizadora, incompatible con las urgencias inaplazables de su yo[10]”. Por supuesto, no se niega que entre el nivel de la simple perseverancia en el propio ser y el anhelo de excelencia hay una tensión, fuente de zozobra y angustia. El afán de excelencia que el amor propio impone  -“El amor propio /…/ es el deseo de ser mas que otro, u otro tanto, si es mucho lo que el otro vale”, dice la definición de Rodríguez (I,303)-  trasciende la vulgar autocomplacencia del yo y se empina hacia un ideal del yo: “cuando no halla con quien compararse, desea solamente ser mas de lo que es, para no exponerse a dejar de ser, i quedar en lo que debe ser” (ib.), remata el filósofo.

No cabe ninguna duda de que la coexistencia del deseo de excelencia personal y la consideración del semejante, es decir, la interiorización de la norma social de vida, no ha sido ni será nunca pacífica. Siempre se da un más o un menos acentuado, que pudiera ser considerado de naturaleza dialéctica. La norma social impone respeto a lo colectivo, respeto al otro que se nos ha dado, aunque lo hayamos elegido, y, por tanto, doblegamiento de la autoafirmación individual en aras de la autoafirmación de la humanidad elegida en su conjunto. No hay un paso del interés altruista al desinterés, sino de un interés más estrecho a un interés más amplio; paso que, en contrapartida, nos ofrece la ventaja de ir de un interés más frágil a otro más seguro, estable y consolidado, el interés de la colectividad en tanto nos incluye.

El amor propio, tal como se lo encuentra en Rodríguez y en otros autores, no se identifica con un egoísmo de rapiña, con una avara e injusta acumulación de cosas. El dogmático amor a las cosas es lo opuesto al libre amor a mí mismo. Es a partir y en nombre del amor propio -“de ESENCIA en el hombre”, recuerda Rodríguez- como se aman los objetos, pues en caso contrario se estaría intentando cubrir con cosas el desdén o la hostilidad contra uno mismo. Es el narcisismo primario -decía Freud- el que nos permite tener relaciones libidinales con lo real, y éstas nunca pierden su fundamento primordial y revierten, maduramente, más tarde sobre aquél. La imagen meramente acumulativa del amor propio muestra un déficit en la autoafirmación del yo, no un superávit. El yo se afirma y se establece en las relaciones con otras autoconciencias, con otros semejantes que también se aman a sí mismos, no en la sola y desalmada acumulación de posesiones. Como queda dicho, el amor propio no es afán de simple supervivencia, sino también de una determinada imagen del propio yo que es puesto para sí como valioso, en cuya consolidación el reconocimiento y la aprobación de los demás es imprescindible. Eso es algo que el yo no puede sacrificar. Creo que una de las razones por las que Simón Rodríguez exalta el amor propio es porque el amor propio humano no puede no ser social, tal como lo estamos viendo, de la misma manera que no puede no ser corpóreo o no puede no ser reflexivo, puesto que “conoce”. Justamente, porque el hombre calcula lo que más le conviene, elige a sus semejantes.

Nos interesa ahora, antes de pasar al tercer estadio de la génesis de “civilización”, prestarle alguna atención al aspecto placentero del goce, pues, a nuestro entender, la ética de Simón Rodríguez es una ética que se debate entre el deseo (de ser) y el goce (que también es permanencia en el ser).

Rodríguez dice que el hombre prefiere a “sus Semejantes,, porque conoce que, en su compañía, padece ménos i goza mas”. Pero, ¿qué es el goce?, ¿el agrado?, ¿el placer? Casi todos los autores dan definiciones descriptivas y circulares. Y creo que Simón Rodríguez no escapa a este hecho. “Lo que agrada” (I,225), “el gusto” (Ib.,238 y 275), son expresiones sustitutivas que no adelantan mucho en la definición, pues en ningún lado nos dice en qué consiste el gusto[11], el agrado, el placer. En algún lugar nos dice que el “goce continuo acaba en indiferencia” (SA,I,331), pero no nos dice qué es “goce”. Por otro lado nos dice que “Todo lo que nos agrada, nos parece estar en el Orden” (p. 355), pero no nos explica en qué consiste la materia del agrado.

A riesgo de equivocarnos, adelantamos una cierta caracterización del goce como placer para suplir la falta que encontramos en Simón Rodríguez. Hay que destacar que lo fundamental del placer es el tipo de vínculo que se establece entre el yo -en cuanto sujeto deseante y valorador- y el cuerpo, objeto primordial y preferido del sujeto. El placer, entonces, aparece como una señal de una relación satisfactoria de aceptación entre el yo y el cuerpo, y, a través de éste, entre el yo y el resto de los objetos. A cada relación entre el yo y los objetos se le puede llamar experiencia, incluyendo en el término aspectos afectivos, judicativos o sensoriales. Esto es, “La EXPERIENCIA se adquiere a costa de la Sensibilidad” (I,331). Por eso “el goce continuo acaba en indiferencia”. La sensibilidad se agota. En otros términos, el placer es discontinuo. Aunque la búsqueda del placer es el único objeto de la razón práctica, no es sin embargo la búsqueda de un solo objeto placentero que debe satisfacer nuestra búsqueda, lo que debe guiar la existencia. Es preciso tener todo el tiempo “objetos agradables para despejar el ánimo”, “sobre todo en las convalecencias” (I,495). “No es posible que los habitantes gusten de la Monotonia, ni que todos puedan reemplazar las distracciones sensibles con la Meditacion” (I,503).

No cabe duda de que el semejante -como le gusta decir a Rodríguez- es el objeto más placentero para el hombre, porque no sólo el hombre se goza en él, sino que goza con él. Por eso el hombre elige al hombre, porque “en su compañía” “goza mas, que estando Solo, o en compañía de otros animales”. Conocen mal entonces sus intereses quienes creen que se ensalzan a sí mismos si abaten al otro (I,271). De ello se deduce que los hombres no pueden destruirse mutuamente para gozar de las comodidades de la vida, puesto que el mayor goce se da “en compañía” (I,388) del semejante. De esta tesis le es muy fácil pasar a la tesis platónica de los falsos placeres (II,417). Si el hombre pretende gozar solo, su pretensión no deja de ser imaginaria, pues, para gozar, se requiere quien lo ayude a gozar Hablar de goces exclusivos es hablar de goces imaginarios, cuando el otro es parte constitutiva de ese goce.

Para concluir, digamos, con palabras del filósofo, que “en SOCIEDAD, el MAYOR es padre del MENOR, por el bien que le resulta de tener con quien tratar” (II,54). No es otro el argumento esgrimido para convencer a los “Egoístas” que objetan: “No tengo hijos”, “¿por qué he de pagar yo, por los HIJOS AJENOS?”, a fin de que contribuyan con la enseñanza. El pago es por un goce de que se disfruta y que se disfrutará más cuando el niño esté educado, es decir, el goce del trato con los otros. En Sociedades Americanas en 1828 (OC,I,327). el filósofo acota que

nos imponemos muchas privaciones

¿!De cuántas satisfacciones, Espirituales ¡ Corporales, no se privan los hombres , por el absoluto abandono en que viven los más?!

— Si se hubiera malogrado, en la Ignorancia Jeneral, el talento de los Escritores que nos han instruido … ¿qué sabríamos?! … — Si la Instrucción se proporcionara a TODOS … ¿¡cuántos de los que despreciamos, por Ignorantes, no serían nuestros Consejeros, nuestros Bienhechores o nuestros Amigos?! … ¿¡Cuántos de los que nos obligan a echar cerrojos a nuestras puertas, no serían Depositarios de las llaves?! … ¿¡Cuántos de los que tememos en los caminos, no serían nuestros compañeros de viaje?! No echamos de ver que los mas de los Malvados, son hombres de talento … ignorantes — que los mas de los que nos mueven a risa, con sus despropósitos, serían mejores Maestros que muchos, de los que ocupan las Cátedras — que las mas de las mujeres, que excluimos de nuestras reuniones, por su mala conducta, las honrarian con su asistencia; en fin, que, entre los que vemos con desden, hai muchísimos que serían mejores que nosotros, si hubieran tenido Escuela

El tercer estadio en la teoría evolutiva de la naturaleza humana de Simón Rodríguez es el momento social. Es la etapa de las transformaciones de esa naturaleza. Hasta este momento el hombre no ha dejado de ser un animal cualquiera. La diferencia con los otros es que él “conoce”, acumula experiencia y puede tomar distancia de ella. Pero nada más. La diferencia con los otros animales, como dice en otro lugar el filósofo, radica en “la superioridad de su instinto” (II,130).

El primer momento ha sido el solitario, el segundo fue el gregario, ahora es el momento social. En el primer estadio el hombre, solo, tenía ante sí un dilema: vivir o morir. Su instinto lo empujaba a defender su derecho a la vida a como diera lugar, empleando para ello todos los medios disponibles. En este estadio, el fin justifica los medios. De lo que se trata es de no perecer.

El tiempo gregario, o también el momento de la manada y el rebaño (II,412), es el estadio de los individuos indiferenciados que se han conectado entre sí a través de lazos familiares, de clase o para defender, sin otros miramientos, sus intereses personales más descarnados (II,423). Ninguna otra idea los ha reunido, sólo los sentimientos de compasión y de predilección, sentimientos que son la base o la argamasa del gregarismo de los animales humanos. Cuando el hombre pierde la manada, igual que el carnero que ha perdido su rebaño, pasa la noche balando, no porque el rebaño ha perdido un miembro sino porque él no lo encuentra, porque es más indefenso y, cuando lo encuentra, “en el pasto disputa el bocado a cornadas”. Igual a los perros que también buscan a la jauría para retozar, pero “se muerden por quitarse un hueso”. De la misma manera, “Para el Egoísta Ignorante, todo va bien cuando goza … i se queja del mal estado de los asuntos públicos, cuando le va mal en su negocio (II,414). Se queja el pordiosero, “si, al retirarse, no ha recojido lo que se propuso recojer” ese día en limosnas. Se queja el mercader de que “el COMERCIO! esté estancado”, “i el comercio es su tienda”. En fin, se queja el borracho de profesión porque los poderosos no ponen “PIPAS! de los mejores VINOS” en cada esquina para que beba a satisfacción todo el pueblo. “Cada uno discurre de un modo semejante en sus cuitas,, i no lo echa de ver”(II, 415).

Es, como dijimos, social el tercer momento del desenvolvimiento de la naturaleza humana. Es el encuentro o, más bien, la creación de su humanidad. Para alcanzar lo social es preciso, en primer lugar, trasmutar los sentimientos gregarios. Los sentimientos de compasión y de predilección -sentimientos que condujeron al animal humano a unirse con otros animales humanos- deben ser perfeccionados “en el trato con sus Semejantes”. Esa perfección no es otra cosa que una reducción de los dos sentimientos a uno solo: el sentimiento de “HUMANIDAD” (I,409). Ahora, el animal humano es hombre. Sólo “en el trato con sus Semejantes”, el hombre tiene la posibilidad de construir (y de encontrar) su humanidad. Sólo a través de su trato, el hombre se descubre como hombre descubriendo al semejante. Pero para ese encuentro con el otro, que es un encuentro consigo mismo, el hombre ha tenido que reducir sus sentimientos animales, ha tenido que perfeccionarlos. La excelencia humana pasa entonces, en primer lugar, por una reducción de la animalidad, por una reducción de aquellos sentimientos que condujeron al animal humano a unirse a otros animales humanos.

De la reducción y “combinación de sentimientos forma cada hombre su conciencia” (I,284). En el trato con los semejantes el hombre ha perdido sentimientos, pero ha ganado una conciencia, conciencia de que el otro es hombre al igual que él. Ahora podrá entenderse con el otro. No estará ya únicamente unido a él por conveniencia propia, no estará sólo conectado con él por el goce ocasional e instrumental que le proporciona. Ahora, con su conciencia, el hombre está en condiciones de gozar con el otro, de ser plenamente hombre. Ahora está a las puertas de la “civilización”.

Esa conciencia de humanidad se da cuando el hombre descubre, cuando “conoce”, cuando acepta dentro de sí que el otro sufre como él. “Todo es ignorancia … absoluta ó modificada” (II,118). La ignorancia es absoluta cuando el hombre no puede salir de su animalidad, cuando es bruto o “está en bruto para la Sociedad”, esto es, cuando no puede reconocer que los otros padecen: cuando despedaza o traga vivos a sus semejantes. La ignorancia es absoluta cuando el animal es insensible con el otro, cuando no puede sentir al otro. “Es BRUTO, ó está BRUTO para la sociedad el hombre que nada hace por ella … el que emplea toda su razón en satisfacer sus necesidades o caprichos”. La sociedad no obtiene ningún beneficio de estos miembros; incluso, con algunos, por más paciencia que tenga con ellos, siempre la fastidian; pues, los otros, los insolentes, “siempre se entrometen y se atreven” (II,74). Los incómodos e insolentes son inútiles (para la sociedad), aunque no lo sean para sí mismos. De éstos, de quienes no tienen conciencia de humanidad, a quienes les falta educación social, “vienen los desaciertos que, por sus consecuencias, llamamos culpas, delitos, crímenes o atentados” (II,418).

Es individuo del género humano, es verdaderamente hombre quien se interesa por el bien de otros hombres donde quiera que estos se hallen   ( II,428). Esta es la única prueba que da cuenta de la humanidad de un hombre: el interés y el amor que muestre por los otros hombres. Con estas propuestas, es obvio que nuestra sociedad no es “social” como quiere el filósofo. Algunos individuos lo son; pero el todo “no es obra del ARTE sino de la CASUALIDAD” (II,392). Y es que lo social no se da con juntarse los hombres. Lo social es un producto, es una creación; lo social es la conciencia de humanidad que los hombres han adquirido. La divisa de “la Sociedad actual … en todo el mundo conocido”

                                         ”cada uno para sí

y Dios para todos“ 

es, señala el filósofo, “máxima buena para naufragios en alta mar …” (ib.). Pero no para vivir en sociedad. La sociedad actual, se ha dicho muchas veces, es una “guerra simulada” o un “conjunto por agregación”, en el mejor de los casos (I,228). La sociedad actual no es verdadera, sino falsa, eso sí, con visos de autenticidad. El simulacro de la vida social se debe a que en nuestra sociedad hay ilustrados, sabios, civilizados y pensadores que hacen pensar en una cierta “armonía” de las masas humanas.

Hay sociedad cuando hay unión íntima (del hombre) con sus Semejantes (I,380 y 409), porque el hombre, viendo a la sociedad, se ve a sí mismo (ib.,392). Cuando la idea de humanidad se convierte en un sentimiento que lo obliga, el hombre es sociable. Cuando, instintivamente y en toda ocasión, el hombre siente al otro que es hombre como él, en ese momento es sociable. El sentimiento y la conciencia de humanidad no pueden ser ocasionales ni reducidos a un espacio. Hombre se es siempre y en cualquier lugar. Y es hombre el que reconoce, en todo tiempo y lugar, al semejante como tal. Pero para hacerse obligatorio ese sentimiento, el hombre debe tenerlo como un instinto, esto es, la obligación es un hábito (I,229). Para no exponer a los hombres a que puedan quedarse sin esto que funda su humanidad, todos los hombres deben ser forzados a la educación:

La SOCIEDAD /…/ debe,

no solo poner a la disposición de todos la Instrucción,

sino dar medios de adquirirla,

tiempo par adquirirla,

    í obligar a adquirirla (I,341          

Y, dentro de esa instrucción, “entre los conocimientos que el hombre puede adquirir, hay uno que le es de estricta obligación … el de sus SEMEJANTES: Por consiguiente, que la SOCIEDAD debe ocupar el primer lugar, en el órden de sus atenciones, y por cierto tiempo ser el único sujeto de su estudio” (II,115).

El hombre debe conocer a sus semejantes porque al no poder valerse solo (I,392) necesita del otro para ser él. En otros términos, la inclinación interesada por los otros debe ser reforzada por la conciencia de esa necesidad, por la conciencia de su conveniencia. Rodríguez nos recuerda que los preceptos sociales son pocos (II,131), y que, reduciéndolos al máximo, pueden quedar en uno: “Nos está mandado … por nuestro propio interés, que veamos al Prójimo como a nosotros mismos” (II,49). Esto no es caridad, esto no es altruismo. Actuar así es actuar conforme a razón. Seguir “el precepto de los preceptos” de “al prójimo como a nosotros mismos” (II,414) es dejarse guiar por la más alta razón que el hombre pueda tener para conducirse entre sus semejantes. Pero aunque esto es así, no todos están en condiciones de hacerlo consciente. Unos han olvidado su origen: otros han olvidado los sentimientos que los llevaron al encuentro con los semejantes. Todos estos se mantienen en el egoísmo animal.

Por eso, “solo una educación SOCIAL puede dar la idea del bien común … la más abstracta que el hombre pueda formarse” (ib.). Es preciso, pues, que el hombre se aleje de su origen, pero regresando a él. Su conciencia humana no puede hacerse sino a partir de aquello que la fundó: “En Sociedad -dice Rodríguez- cada individuo debe considerarse como un sentimiento, y han de combinarse los sentimientos para hacer una conciencia social /…/ Si de la concordancia de sentimientos se forma la conciencia, y de la conformidad de conciencias resulta la unidad de acción — para obtener esta, es menester ocurrir á los sentimientos”. Pero esa conciencia -conciencia republicana- debe ser formada, “paraque los pueblos se sientan capaces de dirijirse por sí” (I,284).

Hasta ahora, anota el filósofo, el conocimiento de la sociedad ha estado reservado “á los que la dirijen”. Es hora de que los pueblos sepan que ese conocimiento les es vital. El conocimiento de la sociedad no puede menos que pertenecer “á los que la componen” (II,123). La verdadera sociedad se funda en el saber que de sí tiene esa sociedad (I,244). “La reunión de hombres será más Gregal que Social, o mas Social que Gregal, según el estado de conocimientos: esto es, según el número de hombres Instruidos en los asuntos públicos” (II,412).

Los “actos de humanidad” son, entonces, “VIRTUDES SOCIALES” (I,409). Para Rodríguez, la virtud individual no cuenta. La virtud, como expresión de un vivir ético, tiene sentido en sociedad únicamente. Así como sólo se es hombre con otros hombres, del mismo modo esa humanidad se expresa a través del vivir virtuoso, del comportamiento virtuoso con otros hombres. “Obrar por virtud absolutamente -nos recuerda Spinoza- no es otra cosa en nosotros que obrar, vivir y conservar nuestro ser (estas tres cosas significan lo mismo) bajo el gobierno de la Razón, con arreglo al principio de la investigación de la utilidad propia” (Etica, parte IV, prop. XXIV). Obrar por virtud es obrar obedeciendo las leyes que la propia naturaleza le ha dado al ser humano. Y esas leyes son conocidas a través de la razón. Obrar por virtud, demuestra Spinoza, es obrar según la razón, esto es, siguiendo la propia naturaleza. Por eso es que “el HAMBRE convierte los crímenes en actos de virtud, por la obligación de conservarse” (SA,I,392).

La virtud, en Rodríguez como en Spinoza, no es la búsqueda de la excelencia a través de un esfuerzo extraordinario o sobrenatural. La virtud es expresión del ser, es la “fuerza o propiedad inherente” (II,230) de ese ser que quiere perseverar, que desea seguir siendo. Por eso si el hombre es ser social, sus virtudes no pueden dejar de ser sociales.

Pero para ser apetecido, el obrar virtuoso debe ser instaurado en el ser humano. Como repetidamente se ha señalado, no se puede obrar por virtud si no se está acostumbrado a hacerlo. Mas para hacerlo es preciso saber qué es virtud y qué virtudes se deben practicar. La virtud, como inconfundiblemente ha señalado Aristóteles (EN,1103 a 32) es un asketón, algo que se obtiene por ejercicio. Pero para Rodríguez, como para Sócrates, la naturaleza de la virtud es conocimiento. Esto es, la virtud sólo puede realizarse en el individuo cuando éste ha entendido las verdades morales, y, una vez que las ha entendido, la virtud se hace necesariamente presente en él. El condicionamiento intelectualista también está presente en el caraqueño: “saber es facultad necesaria para hacer” (II,121). Cuando se sabe hacer una cosa, y conviene hacerla, se debe. No es otra cosa la obligación. En otros términos, la obligación es beneficiosa para el individuo, pero no es una imposición ciega. No es una imposición en contra de su libertad, es la realización de la libertad. Y las obligaciones no pueden no ser éticas. Las obligaciones son “actos de humanidad” que se expresan en “virtudes sociales”. Un hombre que es “veraz, fiel, servicial, comedido, benéfico, agradecido, consecuente, jeneroso, amable, dilijente, cuidadoso, aseado”, que respeta la reputación y que cumple con lo que promete no puede menos que ser sociable (II,8-9).

Un hombre que se comporta siguiendo los preceptos del saber más genuino, esto es, del conocimiento de sus semejantes, no puede dejar de ser “civilizado”. “Civilizado” no es una etiqueta de “las cualidades de que se cree adornado” alguien. Es civilizado aquél que da pruebas en su conducta con los demás de las ideas sociales que tiene (II,390,397). Pero para llegar a esa verificación de humanidad, el hombre tiene que recorrer un largo camino, que se puede expresar en grados de ascenso (II,291). Gráficamente:

0º __ Los individuos del populacho se ignoran mutuamente.

1º __ Reconocimiento de las personas como tales, no por colores ni 

          por ascendencia.

2º __ Aprecio y respeto de alguien no por patriotismo ni por sus

          creencias políticas o religiosas, sino porque es persona.

3º __ Cada quien se ocupa decentemente de sí, esto es, no se es

         una carga para los demás para subsistir.

4º __ El individuo  se interesa “por el bien jeneral”, porque también es

          su bien.

5º __ Sabe cuáles son sus deberes: a) para consigo, b) para con

         quienes está en contacto (animales y personas), c) para con 

         todo hombre en todo tiempo  y  lugar.

6º __ Reconocimiento de los derechos humanos; esto implica que

         hay que atender al otro siempre y prestarle los “servicios

         cuando los necesite”.

En este punto, y sólo en este punto, alguien es “civilizado”, porque, en este grado del ascenso, el individuo se ha hecho hombre, “igual (de hombre á hombre) con el mejor”. Si lo que se pueda decir de un individuo lo generalizamos, diremos que “las pruebas de Sociabilidad que un Pueblo da en su conducta” “es CIVILIZACION” (I,409). Civilización no es otra cosa, pues, que el saber “vivir en buena intelijencia” (ib.,344) con otros hombres. El mayor castigo que alguien puede sufrir, entonces, será el de no tener “su REPUTACION de CIVILIZADO”. Pero para llegar a ese estado, es preciso haber aprendido. Sólo -según el filósofo- de “la Instrucción Social” pueden esperarse tales “EFECTOS” (II,61). En otras palabras, para “ser Libres” -y sólo se es libre en sociedad, como igualmente sólo es esclavo ó miserable quien vive en sociedad (II,353)- es preciso “SABER” (II,177).

De ahí la obligación que tiene el que sabe de enseñar y la obligación que tiene el que desconoce de aprender (ib. 121). “La Instrucción Jeneral, que se pide, es la que da el conocimiento de las obligaciones que contrae el hombre por el mero hecho de nacer en medio de una sociedad” (ib. 131).

3.     CIUDADANÍA

En este punto abordamos las condiciones necesarias para alcanzar el entendimiento humano, es decir, veremos cuál es la “Instrucción Jeneral” que pide Simón Rodríguez para que la sociedad pueda ser llamada sociedad civilizada y sus miembros, ciudadanos.

El pasaje en donde se define civilización termina con la referencia etimológica del término: esto es, ‘civilización’ viene de ‘ciudad’, dice Rodríguez. Más estrictamente viene de ‘cives’ . Pero también viene de cives el término ‘ciudadano’. El filósofo no hizo esa referencia, pero creo que no desvirtuamos su pensamiento si la efectuamos. Es más, sólo realizándola adquiere este término la dimensión que tiene en el sistema eticopolítico del maestro caraqueño. Pasemos, entonces, a estudiarlo.

En primer lugar debemos referirnos a los “preceptos sociales! Objeto principal de la escuela!”, esto es, a la enseñanza de la virtud. Simón Rodríguez es inusualmente específico en este punto, pues señala las catorce lecciones de que dispone el maestro “para dar una cada día, insistiendo siempre sobre la Confraternidad”. Dice el filósofo respecto de la enseñanza de la virtud:

acostumbrese al niño a ser

 

veraz

consecuente

fiel

jeneroso

servicial

amable

comedido

dilijente

benefico

cuidadoso

agradecido

aseado

                 respetar la reputacion

          i a cumplir con lo que promete (ib.).

Mucho habría que decir en torno de esta lista de virtudes, pero fijemos la atención en el término con el que principia el pasaje: “acostumbrese”.

Es el filósofo muy optimista sobre los “efectos necesarios de la educación”, porque tales efectos no son sino el desarrollo de la educación “en las costumbres” (I,383 y 229). En última instancia, la eficacia de la educación -creación de una voluntad dirigida por la razón (II,27), no abandonada al instinto ni a la tradición- depende de “la fuerza de la costumbre” que “se ha comparado … mui bien … con la fuerza de un Torrente. Ambas arrastran con lo que encuentran, i vuelcan lo que se les opone” (II,32). Las costumbres tienen tanta fuerza que consigo llevan, incluso, a los ilustrados, sabios, civilizados y pensadores que pretenden su reforma (II,111).

Comprendió Montaigne en su justo punto la “fuerza de la costumbre” de la que habla Simón Rodríguez al comenzar su ensayo sobre el tema con el relato de un viejo cuento:

Una aldeana estaba habituada a acariciar y a llevar en brazos a un ternerillo desde que nació, y de tal modo continuó haciéndolo cada día, que cuando el animal se convirtió en buey todavía lo llevaba alzado.

Explica el humanista francés:

La costumbre es, al par, maestra de escuela violenta y traicionera. Ella fija en nuestro espíritu, poco a poco y como si de ello no nos diéramos cuenta, el peso de su autoridad; pero por suave y dulce que sea al comienzo, si se lo ha implantado con ayuda del tiempo, pronto nos muestra su rostro furioso y tiránico, hacia el que no tenemos ya la libertad de levantar los ojos /…/.

Las leyes de la conciencia, que consideramos y decimos nacidas, nacen de la costumbre; cada cual venera las opiniones y costumbres recibidas y aprobadas en su derredor y no sabe desprenderse de ellas sin remordimientos, ni practicarlas sin aplauso[12]

 

Simón Rodríguez se colocaba al lado del Padre Feijoo y de Lavoisier porque se consideraba que había sido el primero que había propuesto “medios seguros de reformar las costumbres, para evitar revoluciones” (I.299). En el programa de su obra, publicado en Lima en 1831, se ve la necesidad de una reforma, los medios que se han empleado hasta el momento y los nuevos medios que el filósofo propone (II,71). Pero, ¿realmente Simón Rodríguez propone reformar las costumbres en el sentido de re-formar, esto es, en el sentido de restaurar o de reparar las viejas costumbres? Creemos que, en este punto, Simón Rodríguez no es un reformador como él se presenta, sino un verdadero creador de “costumbres de otra especie” (I,268). Lo que pretende es formar, instituir en cada individuo de su república costumbres que posibiliten que la sociedad pueda “vivir sin reyes y sin congresos”. ¿Por qué decimos que Simón Rodríguez no es realmente un reformador, en el sentido habitual del término? Porque si las costumbres son una segunda naturaleza (II,354), entonces no “será con decretos, intimaciones y penas, que se hará mudar de vida, a quien tiene ya, un plan de vida sentado y puesto en práctica” (I,229). De este modo, cuando Simón Rodríguez habla de “reformar costumbres”, hay que entender que, de lo que habla verdaderamente, es de formar otras costumbres (II,32 y 33). Como “ no hai potestad que anule la tradición” (I,315 y 322), lo que queda es forjar costumbres “diferentes” en “los que nacen”, pues ellos “no traen costumbres”.

Solamente a partir de la interpretación anterior se entienden en toda su profundidad aquellas afirmaciones que varias veces repitió[13]

de los Niños ……………………………………. todo puede esperarse!

de los Jóvenes …………………………………. mucho!

de los Hombres ………………………………….algo

de los Viejos optimistas ………………………

de los que nacen Chochos …………………..    NADA!

i de los que atraviesan la vida en mantillas ..

En una página escrita todavía al calor de la guerra independentista, Simón Rodríguez argumenta, con lujo de detalles, por qué “de los Niños … todo puede esperarse!”, y que no queda mucho por hacer con el resto de la población, a no ser tolerarla y sostenerla[14]:

Unos pueblos echados al mundo a granel, por la Providencia —abandonados en gran parte a su instinto en los campos ó apiñados al rededor de un templo en los lugares — viviendo cada uno para sí á costa del que se descuida ó no puede resistirse — implorando caridad para que les den  alegando el derecho de la propia conservación para no dar  encargando á Dios el desempeño de sus deberes —  haciéndolo responsable, á grueso interés, de lo que gastan en su culto  cometiéndole la venganza de los agravios que reciben  ocurriendo á su conciencia para respaldar los que hacen  y contando con una misericordia infinita, para el perdon de los delitos que no pueden justificar … Semejantes Pueblos, transformados de repente ¡¡en República!! Reflexiónese.  ¿Será permitido esperar que semejantes hombres protejan las miras de un Gobierno, cuya esencia es la armonía, la fraternidad, la justicia? … ¿Será juicioso emprender todo con ellos, y nada con sus hijos? … ¿Será razonable despreciar unos renuevos que están prometiendo fruto, por cuidar troncos viejos que corren á su fin, y que entretanto estorban, contrarían é inficionan su descendencia con su ejemplo? (II,344).

Hay que apuntar que Simón Rodríguez es de los autores que distinguen costumbres en el plano empiricoantropológico y costumbres en el plano ético. Su preocupación fundamental está en la relación tan profunda (que llega a identificación) entre costumbres y moral. Un texto aclara esta distinción:

e costumbres y moral, Simón Rodríguez sabe de la dificultad que hay para introducir cambios. “¡Así fuera tan fácil hacer reformas en la moral como en la Ortografía!”, exclamó en 1828 (I,267).

Me ha observado el profesor Jáuregui Olazábal que Simón Rodríguez es optimista con los resultados de la educación por ser la educación de Rodríguez creación de voluntades, y que “la voluntad va más lejos que los hábitos y las costumbres … aunque se valga de ellos”.

En principio, comparto con mi crítico la idea de que la voluntad va más allá de la costumbre en Simón Rodríguez; pero esa voluntad no querría razonablemente si no se apoyara en el hábito de “obedecer … á la razon!” (II,27). El filósofo lo señala muy claramente:

Solo la educacion impone obligaciones a la voluntad:

estas obigaciones son las que llamamos habitos

(II,425 y I,229).

 

¿Qué es hábito? ¿Son el hábito y las costumbres tan irracionales? Lo anterior parece deducirse de la crítica del profesor Jáuregui, para quien el “crear voluntades” de Rodríguez tiene que ver, sobre todo, con la “convicción interior” que va más allá del conductismo que él me atribuye sostener Consideremos lo que dice el filósofo:

1     “La Vida no es más, que hábitos y costumbres:

los hábitos dominan el cuerpo, i las costumbres la mente.

Todos los movimientos, todos los actos, vienen a ser … con el tiempo …

instintivos” (CA,II,32).

 

2. “Está recibido que todo lo que se se haga sin pensar, porque se ha       pensado,se llame habito” ( II,395).

 

3.                        “En el sistema republicano

 

                              una autoridad pública

las Costumbres que forma producen                                  

una Educación Social                                           una autoridad personal

 

una autoridad sostenida por la voluntad de todos

No habrá jamás verdadera Sociedad, sin Educación

ni autoridad Razonable, sin costumbres liberales 

(I,383).

 

4.                                                   “en la

republica

la

autoridad

 

reposa

sobre

las

 

costumbres

/.../

La fuerza

de la autoridad Republicana

es

puramente moral”

(I,231).

 

Creo que el voluntarismo de Jáuregui es insostenible ante estos textos. Por otro lado, aun concediendo que la voluntad pueda operar sin la costumbre, creo que sería tan irracional como la mera repetición de actos. Acostumbrar a la virtud y hacer que un niño sea virtuoso es la misma cosa, como lo dijo claramente Aristóteles en la Ética a Nicómaco (II,1). Por eso Simón Rodríguez dice: “Acostúmbrese al niño a ser …”. Con el tiempo la costumbre es un instinto, es decir, será parte esencial del ser que querrá la virtud[15].

Es evidente que la confianza de Simón Rodríguez en las posibilidades de la educación y en la “fuerza de la costumbre” se apoya en una teoría psicológica y en una teoría del conocimiento que debieran desarrollarse ampliamente para dar cuenta de aquello a lo que sirven de fundamento y sostén. Sólo quiero anotar aquí, de pasada, algunas ideas del filósofo sobre estos temas.

Debe señalarse, ante todo, que la infancia aparece como la edad de la constitución de la personalidad racional y, también, como la etapa de su posible rectificación, pues, la personalidad -si se me permite el término hablando de Rodríguez- puede mal formarse (II,427).

Ante la observación de que todos los niños “(como todos lo hacemosllegados a la edad adulta reflexionaran” (II,394), Simón Rodríguez contesta que, quien así opina, no ha empezado, todavía, a reflexionar sobre lo que está diciendo. Con este argumento ad hominem, más que recurso retórico, Simón Rodríguez evade una explicación que sería necesaria para sustentar su posición, y además, gráficamente expone la tesis de que, para poder pensar, para estar en capacidad de reflexionar, es preciso haber aprendido. Su tesis, en este sentido, es radical (y de ahí su argumento ad hominem):

Solo los hombres sensatos se ilustran en toda edad; los demas atraviesan la vida sin salir de la niñez -i no todos los juiciosos tienen ocasión o tiempo, para poner en ejercicio la facultad de reflexionar (II,427).

 

En otros términos: muy pocos “sensatos” están en condiciones de reflexionar adecuadamente y, por tanto, es preciso “enseñar á los niños á pensar” (II,395).

¿De dónde el radicalismo de la tesis de Rodríguez? Creo que se funda en una teoría del conocimiento de vieja data, pero que, con Locke[16], es puesta al día en los tiempos modernos. En su formulación más general la teoría de Rodríguez se presenta así:

Llamar el resultado

de las sensaciones = percepciones

                       las percepciones = impresiones

                                                i las impresiones = concepciones

                            = son Ideas felices

                            (I,399, y II,163).

Teniendo este esquema de fondo, nadie puede asegurar qué serán los niños en el futuro, “ni mucho menos el uso que haran de lo que ahora les enseñan á decir (padres y maestros); pero lo que podrían asegurar ya es que, cuando grandes, han de creer que saben lo que dicen” (I,399). Las consecuencias que deriva Simón Rodríguez de tal teoría del conocimiento son patentes. Veámoslas (II,54):

Arbolito, Tabla rasa, i pan de cera

son comparaciones tan antigüas, como bien hechas

pero los Padres, en jeneral,

tuercen el Arbolito, en lugar de enderezarlo,

o lo dejan crecer á su voluntad.

En la Tabla graban Arabescos, i de la Cera hacen Mamarrachos

 

De esta concepción, pues, deduce Rodríguez que los niños deben verse fuera del círculo familiar para ser enderezados, moldeados según un plan racional (que un gobierno atento al bien común debe establecer) en la “Primera escuela”, pues solamente ella podrá escribir en sus tiernas almas los buenos principios que van a regular todas sus vidas.

Así como no hay ideas innatas -señalaba Locke-, mucho menos hay principios prácticos innatos. Las primeras ideas se adquieren con las primeras sensaciones, pues la mente es “como un papel en blanco, limpio de toda instrucción, sin ninguna idea”[17]. Se comprende entonces en toda su magnitud el porqué de la insistencia de Rodríguez para sacar a los niños de sus casas y darles en la “primera escuela” los principios prácticos racionales requeridos para vivir en la sociedad que se postula: los niños son arbolitos y la escuela es el terruño donde van a crecer socialmente. “¡Qué Agrónomo! no deberá ser, el que cuide de la plantacion!” (II,15 y I,244).

Digamos pues, para concluir, que la educación que el filósofo caraqueño propone es un medio nuevo para “hacer republica” (II,425 y 34; I,229), pero es un medio que opera satisfactoriamente sólo bajo ciertas condiciones.

  Condición.- La materia prima debe ser “gente nueva”. (La gente vieja, por lo tanto, es material inservible: I,226). Esta “nueva” hay que entenderla en dos sentidos: niños muy pequeños desde que empiezan a andar (II,53) y gente pobre[18]  En su primera publicación de 1828, Simón Rodríguez lamentaba:

¡Entre tantos hombres de juicio … de talento … de algun caudal … como cuenta la América! … ¡entre tantos bien-intencionados! … entre tantos  … ¡patriotas! … (tómese esta palabra en su sentido recto) no hai uno que ponga los ojos en los niños pobres. No obstante en estos está

 

la industria que piden …

la riqueza que desean …

la milicia que necesitan …

en una palabra, la … ¡Patria! …

y á más, una cosa en que no piensan los hombres ilustrados …

 

el honor que podrian hacer a sus conocimientos

(OC,I,286).

El lector habrá advertido ya que sí había uno que puso sus ojos en los niños pobres para construir la patria americana: Simón Rodríguez. Y esa preferencia “por los más despreciados” “de los Cholos más pobres” (I,255) estará siempre presente en su conciencia hasta el último día. Este reiterado intento de “hacer repúblicas” con los desposeídos de América a través de la escuela ha ocasionado que algunos autores lo consideren “el Apóstol de la Educación Popular en Bolivia” (M. M. Alvarez), o “El maestro de los niños pobres” (A. Mijares), o “el pedagogo evangelizador” (A. Guevara). En contra de estas valoraciones de su esfuerzo pedagogicopolítico, anotó el filósofo sobre sus ensayos en Bogotá y Chuquisaca:

al verme recoger niños pobres, unos piensan que mi intención es hacerme llevar al cielo por los huérfanos …, y otros que conspiro á desmoralizarlos para que me acompañen al infierno (II,511).

¿Por qué gente pobre? ¿Por qué la preferencia (y la discriminación)? Intentaremos una respuesta: porque Rodríguez piensa, escribe y actúa para romper los barrotes omnipresentes del encierro establecido por un orden de cosas y liberar lo clausurado, esto es, a las empobrecidas masas humanas hispanoamericanas. Lo dijo sin tapujos (I,358 y 379):

masa del pueblo

Millones! de hombres se pierden en la abyección, por no conocer  los medios de elevarse  o por no poder adquirirlos — o porque la pereza mental los abate  o porque no se les permite aspirar á ser más de lo que son

Rodríguez ve fuerzas en conflicto, voluntades de poder contrapuestas en busca de su afirmación. En cuanto tales, cada una de estas voluntades es tan respetable (o tan detestable) como la opuesta; aunque las hoy triunfalmente establecidas  -“las gentes que se llaman principales” (II,516)- se hacen más antipáticas por su pretensión de ser las únicas razonables y dignas de veneración. Por esta última razón, el filósofo considera que de la gente “que se llama decente lo más que se puede conseguir es el que no ofenda” (II,511).

Por voluntad de poder o “Pasión de dominar” (II,145 y 421), unas fuerzas crearon y mantienen el encierro universal en sus distintas expresiones. Para el filósofo no existen cerraduras más poderosas que la ignorancia y la pobreza:

La impotencia mental somete

la impotencia física esclaviza

El hombre ignorante no sabe gobernarse, ni el miserable puede defenderse — muda el uno de estado y el otro de Señor; pero ninguno muda de condición (I,469 y 240).

Ahora bien, Rodríguez constata que (algunos de) los sometidos de siempre (I,376), de los maltratados “á nombre de dios! del rei o de la patria” (I,322), “quieren vivir” sin encierro y salir de él, también por voluntad de poder. Pregunta –negando- “Si será de temer que los Pobres instruidos en sus deberes sociales, crean que no deben trabajar para subsistir” (II,143), para negarles el saber a que aspiran y al que tienen derecho natural, civil (y cristiano) (I,326). En ningún momento duda Rodríguez de que la llave para liberar a los (pobres) encerrados sea el saber.

Pero, ¿por qué los pobres, nuevamente? Rodríguez parece preferir a los desposeídos (de saber y de riqueza) porque éstos aún no han tenido ocasión de hacer oír su voz -“alguien ha de pedir la Palabra por ellos” (II,142)-, porque siempre han sido interpretados por sus enclaustradores y nunca se les ha dado la ocasión subversiva de desinterpretar y reinterpretar, a su vez, el mundo.

Hay que anotar que Simón Rodríguez en ningún momento invoca en esta lucha, en la toma apasionada de partido por los pobres (encerrados), el nombre de “justicia”. No es cosa de hacer justicia, ni tampoco de lograr una sociedad más justa que la existente ahora. De lo que se trata es de conquistar un poder -fundamentalmente, el poder del saber- al que los desposeídos de hoy tienen el mismo derecho que sus actuales amos. Por otro lado, no se le oculta al filósofo que su preferencia por esos desposeídos levanta sospechas de revancha. Por ello se justifica:

dejen dar Ideas Sociales á la Jente Pobre

 

                              en quien depositar su confianza

i tendrán                 con quien emprender lo que quieran

                              quien les sirva con esmero i

                              quien cuide de sus intereses`

 

                              con lo que sea suyo

i contarán               con la palabra que les den

                              con los informes que les pidan i

                              con el respeto que les deban

 

en fin: tendrán jente con quien tratar, i contarán con amigos (I,314).

2ª Condición.- Los “instrumentos” son, además de la enseñanza, el acceso fundado a la propiedad y la ejercitación útil.

3ª Condición.-  El “taller” en donde se va a elaborar el nuevo hombre, el ciudadano, no puede ser sino la república (y no cualquier república). Dirá el filósofo que

La forma de Gobierno es lo que interesa -- porque esta consta de todas las partes que se asocian para hacer un cuerpo, y cada parte debe tener una figura y una forma subordinadas á la forma del cuerpo (DB,II,343).

Para Simón Rodríguez, vivir en República es un goce racional, es un goce para el que hay que prepararse, racionalmente, de manera ilustrada:

Piénsese en las cualidades que constituyen la Sociabilidad, y se verá que, los hombres deben prepararse al goce de la ciudadanía, con 4 especies de conocimientos: por consiguiente, que han de recibir 4 especies de instrucción en su 1ª y 2º edad.

 

Instrucción social           para hacer una nación

                                                   prudente

               _________ corporal      para hacerla

                                                   fuerte

               _________ técnica        para hacerla

                                                   experta

               _________ científica     para hacerla

                                                   pensadora

Con estos conocimientos prueba el hombre que es animal racional: sin ellos, es un animal, diferente de los demás seres vivientes, solo por la superioridad de su instinto (II,130).

 

El fondo del texto es platónico: República IV, 403c y 429a.  Pero el pasaje  señala también la obligación que tienen los individuos que viven en República de “prepararse al goce de la ciudadanía”. Creemos que, en este pasaje, el filósofo tiene como fondo la distinción -que también aparece en Kant- entre ciudadanos activos y pasivos. ¿Cuándo un ciudadano sería activo?, para seguir con la denominación de la época, aunque no de Simón Rodríguez. Cuando el ciudadano pasivo “prueba” que puede gozar de la ciudadanía activa. Para el filósofo, el derecho de ciudadanía no viene dado por la propiedad ni incluso por la alfabetización. Varias veces repitió lo siguiente:

”no será ciudadano el que

para el año de tantos

no sepa leer y escribir“

(han dicho los Congresos de América) 

está bueno; pero no es bastante

(II,130).

 

En 1842 aclara el filósofo la insuficiencia de la alfabetización para ejercer cargos públicos (I,402).Tres años después,  esta idea, que fuera expuesta en 1834, se concreta, de manera definitiva, en el artículo intitulado: “EXAMENES PUBLICOS” (II,22 y 61).

Comienza el autor por hacerle una crítica a “esta charlatanería [que] viene de la Europa”. Pasa, a continuación, a darles a los exámenes públicos un giro novedoso. Concede que la idea puede ser de utilidad si se elimina todo ceremonial: “En los Exámenes no ha de haber como en Europa, discursos Académicos, Funciones, con Iluminación, Refresco, Música i Pastelitos”.

Para el filósofo, los “exámenes públicos” son una magnífica oportunidad para que los niños demuestren no que saben leer sino que han hecho ver que saben “lo que es derecho y deber en Sociedad”. Si el niño aprueba este examen- que, como se ve, no versa sobre los medios de comunicación” que se dan en la escuela (I,236), sino sobre los “PRECEPTOS SOCIALES! Objeto principal de la ESCUELA!” (II,8)-, recibe un certificado de la “Junta de la Instrucción Primaria” (II,11). Este documento estaría legalizado por el Congreso y sería el “requisito indispensable para gozar del DERECHO DE CIUDADANIA” (II,61).

4. COSMOPOLITISMO

A lo largo de su producción, Simón Rodríguez se presenta de diversas maneras: como viejo y loco, como hombre y como cosmopolita. El filósofo quiere hacer valer sus derechos  de ciudadano en un Estado universal, sometiéndose a las leyes de ese Estado, cuya máxima ordenanza es la recta razón, no una razón sofista. Esa ley señala claramente qué se debe hacer y qué cosas hay que evitar. La recta razón es la ley de la naturaleza[19], y la única obediencia que Simón Rodríguez tolera. Ante la naturaleza, ante el imperio de las circunstancias, no queda otra cosa que obedecerlas. No obedecerlas es ir contra natura. No obedecer las leyes de la razón es una conducta imaginaria, es un querer ponerse en lugar de las cosas, pues la razón domina, arrastra. Se impone, consintámoslo o no.

Simón Rodríguez aprendió del estoicismo, entre otras cosas, que la razón es el patrón universal de lo justo y de lo bueno, inmutable en cuanto a sus principios y obligatorio para todos los hombres, tanto gobernantes como gobernados[20] . Por eso ciertas distinciones sociales convencionales, vigentes en determinadas localidades, no tienen valor para el Estado universal del cual todos los hombres son ciudadanos. Y Simón Rodríguez hace valer esto, pues ser cosmopolita no es patente de arbitrariedad ni título de egoísmo. El cosmopolita es “un hombre EMINENTEMENTE! Sociable” (II, 62): dondequiera que se encuentra, se halla entre compatriotas y con ellos se entiende. Hace el bien que puede sin ofender a nadie. Obediencia al deber y espíritu público son sus notas más características. Pero si interesarse por el bien público es un deber para el cosmopolita, dar su voto razonado, no ciego, es un derecho que ejerce todo el tiempo “como miembro de la Sociedad Humana” (II, 530). El cosmopolita ejercita sus derechos en la comunidad universal del debate y en la comunidad universal de interesados. Como miembro de esas comunidades, está obligado a ver por ellas, porque en ellas se ve a sí mismo. El cosmopolita es un “ser eminentemente sociable” porque en cada uno de sus consocios reconoce un semejante que posee iguales derechos, puesto que tiene idénticos intereses e igual capacidad de decisión, con argumentos válidos, en la acción común.

Simón Rodríguez se presenta ante los americanos como viejo cargado con el caudal de su experiencia, como loco que dice verdades, como cosmopolita que vota en el Estado universal, como hombre que sufre como todos los hombres. Asegura que puede hacer que otros sufran menos evitando males, si deciden racionalmente sus negocios, estableciendo y aceptando sus verdades. Para ello, antes que nada, deberán entenderse.

Maracay, junio de 2009



[1] Profesor de Historia de la Filosofía Contemporánea en el IUSPO/UCAB, Escuela de Educación, Los Teques, Carlos H. Jorge es especialista en el pensamiento de Simón Rodríguez. Entre sus publicaciones destacan: Educación y revolución en Simón Rodríguez, Monte Ávila, Caracas, 2000; Un nuevo poder, UNESR, Caracas. 2005. Dirección electrónica: carloshjorge@hotmail.com

[2] Simón Rodríguez, Obras completas, UNESR, Colección Dinámica y siembra; Tomo I, 521 páginas; Tomo II, 550 páginas, Caracas, 1975.

[3] Cf. J. A. LASHERAS: Simón Rodríguez maestro y político ilustrado, UNESR, Caracas, 1994.

[4] J. RAWLS: "El sentido de la justicia", en Conceptos morales, FCE, México, 1985,  p. 212. Compilador, Joel Feinberg. Rawls está convencido de que el sentido de justicia es inherente al ser humano y es el resultado de una cierta evolución natural, según su hipótesis sicológica de la evolución del niño. Rawls y su teoría de la justicia son un luminoso marco para entender el concepto de civilización de Simón Rodríguez.

[5] A. SMITH: Teoría de los sentimientos morales, parte I, sección 1ª, cap. 1º, FCE, México, 1983.

[6] Ídem, pág. 33

[7] Para este punto de la compasión en Simón Rodríguez, véase nuestro artículo “El concepto de simpatía en Simón Rodríguez” en EPISTEME NS, Nº 10, Instituto de Filosofía, UCV, Caracas, 1990.

[8] Ver:  LV,II,118; CA,II,64 y C,II,544.

[9] F. SAVATER: Etica como amor propio, Biblioteca Mondadori, Madrid, 1992, pág. 18

[10] Ídem, pág. 32.

[11] En DB,II,207, dice el filósofo: “Perspicacia Espiritual, gusto ó Estética, es, sentir bien todas las diferencias que distinguen un objeto de otro, cuando el sujeto de la observación es un estado de cosas ó una acción”. Esta misma definición puede verse en ER,II,366.

[12] M. Montaigne: Ensayos, libro I, XXII. Orbis, Barcelona, 1984.

[13] Cf. II,33 y I,238.

[14] La fórmula completa dice así:

                            que los Guien ………………………………………… piden los Niños

                            que los Dirijan ………………………………………. piden los Jóvenes

                            que los Toleren ……………………………………... piden los Hombres

                            i que los Sostengan …………………………………. piden los Viejos

                            (SA,I,275; CA,II,33; ER,I,238).

[15] El tema de la costumbre puede verse en las Obras Completas de Simón Rodríguez, edición citada, en los siguientes lugares: tomo I: 230-231, 269, 315, 316, 371-372, y 399; tomo II: 3, 23, 27, 32-33, 54, 105, 354 y 416

[16] Vide Locke, J.: Ensayo sobre el entendimiento humano, libro II. Editora Nacional. Madrid, 1980 (Dos volúmenes).

[17] Ensayo sobre el entendimiento humano, libro II, cap. 1, # 2. 

[18] El tema de los “pobres”, en Simón Rodríguez, es muy amplio y con muchos matices. Señalamos a continuación algunos de los lugares más importantes en sus OC: tomo I, págs. 217, 232, 255, 286, 313-314, 326, 377, 382, 411 y 469; tomo II, págs. 6, 7, 29-30, 143-144, 350, 356, 415, 418, 427, 511, 516 y 533.

[19] Cf. CPG,II,427.

[20] SABINE, G.H.: Historia de la teoría política, p. 119. FCE, México, 1984