lunes, 22 de agosto de 2022

TRAPOS DE VERDAD Y ALERGIAS DEL DISCURSO (I)

 



Para Henry Leal

Del Evangelio de Juan, cap. 18:

33 Entonces Pilato entró otra vez al Pretorio, llamó a Jesús y le dijo: — ¿Eres tú el rey de los judíos? 34 Jesús le respondió: — ¿Preguntas tú esto de ti mismo, o porque otros te lo han dicho de mí? 35 Pilato respondió: — ¿Acaso soy yo judío? Tu propia nación y los principales sacerdotes te entregaron a mí. ¿Qué has hecho? 36 Contestó Jesús: — Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos. Ahora, pues, mi reino no es de aquí. 37 Entonces Pilato le dijo: — ¿Así que tú eres rey? Jesús respondió: — Tú dices que soy rey. Para esto yo he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio a la verdad. Todo aquel que es de la verdad oye mi voz. 38 Le dijo Pilato: — ¿Qué es la verdad?

 

Dramatis personae

Blasfemia y Ménoia están lavando en el río de Heráclito. Llega Eufemia que viene de la culta Viena adonde había ido a comprar el Tractatus logico-philosophicus.


 —Y el Cristo no le contestó a Pilato. Se dicen muchas tonterías sobre las razones que pudo haber tenido. Por mi parte creo que la pregunta lo tomó desprevenido y no atinó la respuesta. Si el dogma dice que era verdadero Dios, pero también verdadero hombre, mi opinión coincide con el dogma. Hasta hoy los hombres no se ponen de acuerdo en eso de qué sea la verdad; de Dios no podemos conocer sus pensamientos, si es que piensa…

     —Cállate, Blasfemia. El asunto de la verdad está perfectamente aclarado en el Tractatus logico-philosophicus, de L. Wittgenstein, que conseguí en Viena. Vengan.

     No les extrañe, Ménoia y Blasfemia, la lectura del Tractatus. Esta obra está dividida en proposiciones de sabor aforístico, numeradas según una muy elaborada notación decimal que separa gradualmente lo principal de lo subsidiario, de acuerdo con un creciente número de cifras decimales, cosa que hoy hacen sin prestarle mucha atención todas las secretarias del mundo cuando elaboran sus informes.

Las proposiciones principales –numeradas con enteros del 1 al 7- pueden verlas aquí:

1.     El mundo es todo lo que es el caso.

2.     Lo que es el caso –un hecho- es la existencia de estados de cosas.

3.     Una pintura lógica de hechos es un pensamiento.

4.     Un pensamiento es una proposición con sentido.

5.     Una proposición es una función veritativa de proposiciones elementales.

(Una proposición elemental es una función veritativa de sí misma).

6.     La forma general de una función de verdad es: [-p, -ξ N(-ξ)]. Esta es la forma general de la proposición.

7.     De lo que no se puede hablar, hemos de callarnos.


—Pero, explícame, Eufemia, que yo no estoy familiarizada con esta escritura. ¿Se puede sacar algo en limpio de estas sibilinas sentencias?

    —Tienes razón. Bien, te diré, Ménoia, otra cosa que debes saber del Tractatus. Esta obra no está escrita en un orden de premisas y conclusiones; pero cuando se bucea en las proposiciones subsidiarias comienza a advertirse con claridad el trasfondo de las sentencias principales. No quiere decir esto que no haya que ponderar cada palabra. No obstante, después de una cuidadosa lectura por todas las bifurcaciones y atajos, el sentido total de la obra resulta mucho menos oracular de lo que hace presentir una primera a las proposiciones 1-7, como acabas de comprobar. Miren conmigo:


1.1 El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas.

1.11 El mundo está determinado por los hechos, siendo estos todoslos hechos.

1.12 Pues la totalidad de los hechos determina lo que es el caso, y  

   también lo que no es el caso.

1.13 Los hechos del espacio lógico son el mundo.

1.2 El mundo se divide en hechos.

1.21 Cada uno puede o no ser el caso y los restantes permanecer

   invariados.

   —Antes de que sigas, Eufemia, explícame qué es un ‘hecho’, pues el Tractatus se abre con la declaración de que el mundo es la ‘totalidad de los hechos’ y rápidamente se pasa al ‘estado de cosas’.

   —Esa misma pregunta se la hizo B. Russell al autor y éste le contestó en una carta enviada desde Montecassino  diciendo  que ‘estado de cosas’, en alemán Sachverhalt,  es lo que corresponde a una proposición elemental cuando ésta es verdadera, y Tatsachen (hechos) es lo que corresponde a la conjunción de dos proposiciones cuando esta conjunción es verdadera.

     —Por cultura general, Eufemia: ¿ese Montecassino es el mismo donde hubo cuatro duras batallas en 1944 y donde murieron más de 74.000 personas?

     —El mismo. Pero la carta de Wittgenstein es de 1919 cuando peleaba con el ejército austrohúngaro en Italia. En la II Guerra Mundial fue enfermero en Inglaterra, pues era ciudadano británico.

      —Gracias por la aclaración. Volviendo al tema,  ¿a la pregunta qué es un hecho debemos responder de acuerdo con la proposición 2.: ‘Lo que acaece, el hecho, es la existencia de los hechos atómicos’?

    —Así es, mi querida amiga. Veo que me vas entendiendo. Y espero que entiendas, también, de qué modo se relacionan los hechos con las proposiciones, que para eso fui a comprar el Tractatus a Viena. Para facilitarles las cosas,  Ménoia y Blasfemia, les hice una selección de los aforismos que considero claves para entender la verdad como correspondencia, esto es, la doctrina pictórica de L. Wittgenstein, como le gustaba  decir a mi profesor Ernesto Battistella (1974). Lean conmigo:

   2.12 La pintura es un modelo de la realidad.

   2.13 En una pintura los elementos de la pintura corresponden a

      los objetos.

2.131 En una pintura los elementos de la pintura son

   representativos de los objetos.

2.14 Lo que constituye una pintura es que sus elementos están  

   relacionados unos con otros de determinado modo.

2.221 Lo que la pintura representa es su sentido.

2.222 El acuerdo o desacuerdo de su sentido con la realidad

   constituye su verdad o falsedad.

2.223 Para poder decir si una pintura es verdadera o falsa hemos

   de compararla con la realidad.

3. La pintura lógica de hechos es el pensamiento.

3.1 En una proposición el pensamiento se expresa

   perceptiblemente por los sentidos.

3.11 Nosotros usamos el signo perceptible de una proposición

   (sonidos o signos escritos, etc.) como la proyección del estado

   cosas posible.

   El método de la proyección constituye en pensar en el sentido

   de la proposición.

3.12 Llamo al signo con el que expresamos un pensamiento un

   signo proposicional. Y una proposición es un signo

   proposicional en su relación proyectiva con el mundo.

3.1431 Las esencia de un signo proposicional se ve muy

   claramente si imaginamos uno compuesto de objetos

   espaciales (tales como mesas, sillas y libros) en lugar de signos

   escritos.

   Entonces el arreglo espacial de estas cosas expresará el

   sentido de la proposición.

3.2 En una proposición un pensamiento puede expresarse de tal

   modo que los elementos del signo proposicional corresponden a

   los objetos del pensamiento.

3.201 Llamo a tales elementos ‘signos simples’, y a tales

   proposiciones ‘completamente analizadas’.

3.202 Los signos simples empleados en las proposiciones se

   denominan nombres.

3.203 Un nombre denota un objeto. El objeto es su denotación.

  (‘A’ es el mismo signo que ‘A’).


    — En conclusión, mi querida Ménoia, una proposición es una pintura.

    —Eso lo entiendo, ¿pero qué hace posible que una combinación de palabras represente un hecho en el mundo? ¿Me lo puedes explicar?

    —Claro que sí. Una proposición nos comunica una situación; por ende, ha de estar esencialmente conectada con la situación. Una proposición anuncia algo en tanto es una pintura, como quiere el autor en 4.03. En otros términos, la pintura es un modelo de la realidad. Es decir, hay una correspondencia –y esta es la palabreja clave- entre los elementos de la pintura y los objetos del estado de cosas representados en la pintura, como vimos, muy explícita y gráficamente, en la proposición 3.1431. Si un elemento de la pintura representa a César y otro al Rubicón, la relación entre los elementos de la pintura podría mostrarnos a César atravesando el  Rubicón. ‘Cesar’ es un signo simple, un nombre; este nombre denota un objeto, en este caso el victorioso conquistador de las Galias: Cayo Julio César. En resumen, “la proposición es una pintura de la realidad: porque si entiendo una proposición, conozco la situación que representa, y entiendo la proposición sin que su sentido me haya sido explicado”, dice en 4.021. Y  es que  “una proposición muestra su sentido”, como asegura en 4.022. Ello significa que si la proposición es verdadera, nos dice cómo están dispuestas las cosas. El sentido de la proposición es justamente lo que ella afirma (4.064).

   —Si entendí  bien, Eufemia, para que una pintura pueda retratar la realidad –correcta o incorrectamente, que no sé cómo sería en el segundo caso, porque no habría ningún retrato- ha de tener algo en común con ésta. Pero todavía no he visto qué sería eso común.

    —A lo que tienen en común realidad y pintura, Wittgenstein lo llama ´forma pictórica’ (‘Form der Abbildung’, en alemán). La forma pictórica es la posibilidad de que las cosas estén relacionadas unas con otras del mismo modo que los elementos de la pintura (2.151). Y es que una pintura es un hecho (2.141), es decir, el hecho de que los elementos de la pintura estén relacionados de determinado modo. Y más: “sólo los hechos pueden expresar un sentido, no así un conjunto de nombres” (3.142), de ahí que sólo las proposiciones tengan sentido.

En resumen, mis queridas amigas, cuando la verdad o falsedad de una proposición  puede determinarse en  virtud de la verdad o falsedad de las proposiciones elementales, entonces diremos que tal proposición es una función veritativa de sus proposiciones elementales. O más claro: “Si una proposición elemental es verdadera, el estado de cosas existe; si es falsa, no existe” (4.25). O, en mis términos: si el estado de cosas no existe, la proposición es falsa, esto es, no es una proposición sino un montón de palabras conectadas de acuerdo con las reglas de la gramática. Ahora bien, si todas las proposiciones elementales están dadas, el resultado es una descripción completa del mundo, o, lo que es lo mismo, el mundo queda completamente descrito cuando se dan todas las proposiciones elementales y se indican cuáles de ellas son verdaderas y cuáles falsas, como quiere el autor en 4.26. El mundo consiste, entonces, en estados de cosas independientes. Los hechos son combinaciones  de estados de cosas conectados del mismo modo que lo están las proposiciones elementales a través de las funciones veritativas. Y esto era lo que te quería demostrar.

    —La verdad, Eufemia, has hablado muy bien, como quiere tu nombre, pero, perdona mi torpeza  y tenme un poco de paciencia. Todavía no sé qué es la verdad. La correspondencia me llama la atención, pero no me convence. Descubro en ella la maravilla que señala Borges en un famoso poema:

Si (como afirma el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de 'rosa' está la rosa
y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'

    —Más que maravilla es misterio, como misterio es cuál sea el nombre de Dios:

Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.


Adán y las estrellas lo supieron
en el Jardín. La herrumbre del pecado
(dicen los cabalistas) lo ha borrado
y las generaciones lo perdieron.

—La maravilla y el misterio los eternizó De Saussure cuando, para mostrar los elementos constitutivos del signo lingüístico, introdujo una raya entre significado y significante. Con ella no sólo dejaba claro el signo prohibitivo que impide el paso del uno al otro, sino el salto en el vacío. Son dos realidades que, como las sustancias cartesianas, no poseen comunicación.

    —Por eso la verificación, Blasfemia. Sé que es algo engorroso, pero al final surge refulgente la verdad como correspondencia entre la esencia y el hecho.

                                                    *

    —Se me ocurre, amigas, que habría que encontrar una definición de verdad que no consista en la relación con algo exterior totalmente ajeno a la misma creencia.

     —De vez en cuando tienes intuiciones muy ingeniosas, Ménoia. Tienes razón. La tentativa más importante para establecer una definición de esa clase  se conoce como teoría de la verdad como coherencia. Dice esa teoría que el signo de la falsedad es la imposibilidad de conectarla con el cuerpo de nuestras creencias y que la esencia de la verdad es formar parte del sistema completamente acabado, que es la verdad.

    —Pero con respecto a ese punto, mi estimada Eufemia, yo he estado investigando y he encontrado dos dificultades.

    —Ah, muy astuta… y no nos habías dicho nada. ¿Cuáles son esas dificultades?

    —La primera consiste en que no hay razón alguna para suponer que sólo es posible un cuerpo de creencias. Con suficiente imaginación, es posible que un escritor, como lo hizo Calderón DE LA BARCA (1997) en La vida es sueño, pudiera inventar un pasado del mundo que conviniera perfectamente con el que nosotros conocemos y, al mismo tiempo, que fuese totalmente distinto del pasado real. El Príncipe Segismundo lo expresa de manera diáfana en un inolvidable monólogo, que yo aprendí de muchachita en la escuela:

Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe,
y en cenizas le convierte
la muerte, ¡desdicha fuerte!
¿Que hay quien intente reinar,
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte?

Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.

Yo sueño que estoy aquí
destas prisiones cargado,

y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.

     Dice B. Russell (2009), el autor de estas objeciones, que en materia científica es evidente que hay a menudo dos o más hipótesis que dan cuenta de todos los hechos conocidos sobre algún asunto. Aunque en tales casos los hombres de ciencia se esfuerzan en hallar hechos que excluyan todas las hipótesis menos una, no hay razón para suponer que lo logren siempre. Y señala también que en Filosofía no parece raro que dos hipótesis rivales puedan dar ambas razón de todos los hechos. Así por ejemplo –como hemos visto en el poema del dramaturgo español del Siglo de Oro-  es posible que la vida sea un largo sueño y que el mundo exterior tenga tan sólo el grado de realidad que tienen los objetos de los sueños. Aunque este punto de vista no parece incompatible con los hechos conocidos, no hay razón para preferirlo sobre el punto de vista del sentido común, según el cual otras personas y cosas existen realmente. De este modo, la coherencia no define la verdad, porque nada prueba que sólo pueda haber un  único sistema coherente.

    —Muy bien, Ménoia. Realmente te has lucido, pero me temo que esa primera objeción está abonando mi definición de verdad. ¿Cuál es la segunda?

    —Señala el mismo Russell que la definición de verdad por coherencia supone conocido lo que entendemos ‘por coherencia’, mientras que, de hecho, la coherencia presupone la verdad de las leyes lógicas. Es decir, dos proposiciones son coherentes cuando ambas pueden ser verdaderas a la vez, e incoherentes cuando una, por lo menos, debe ser falsa. Pero para saber si dos proposiciones pueden ser verdaderas a la vez, debemos conocer verdades como la ley de la no contradicción.

    —Explícate, por favor, porque ahora me asaltó a mí la torpeza.

    —No te preocupes que en todas partes se cuecen habas, como reza el dicho. Por ejemplo, estas dos proposiciones: ‘esta mata es una ceiba’ y ‘esta mata no es una ceiba’ no son coherentes, a consecuencia de la ley de no contradicción. Pero si la ley de no contradicción debiera someterse a su vez a la prueba de la coherencia, resultaría que, si nos decidiéramos a suponerla falsa, no podría ya hablarse de incoherencia entre diversas cosas.

    —De ese modo, se puede concluir, mi querida Ménoia, que las leyes lógicas proporcionan la armazón dentro de la cual se aplica la prueba de la coherencia, y no pueden, a su vez, ser establecidas mediante esta prueba. Entiendo.

En fin,  por las dos razones que tú tan brillantemente has expuesto, la coherencia no puede ser aceptada como algo que nos dé el sentido de la verdad, aunque con frecuencia sea una prueba muy importante de la verdad. De este modo nos vemos precisados a mantener que la correspondencia con un hecho constituye la naturaleza de la verdad, como he tratado de mostrarte mientras tú intentas quitar esa mancha rebelde que no quiere abandonar el quitón de tu marido.

    —Pero seguimos en lo mismo, Eufemia, puesto que hay que definir de un modo preciso lo que entendemos por un hecho y cuál es la naturaleza de la correspondencia que debe existir entre la creencia y el hecho para que la creencia sea verdadera.

     —Explícate, Blasfemia.

     —El tema de la naturaleza última de la verdad ha ocupado a los filósofos a lo largo de los últimos 25 siglos. En relación con dicho tema se elaboran teorías, se proponen alternativas, se refutan unas más que otras, pero da la sensación de que el tema sigue siendo un misterio. Aunque, con el método propio de los lenguajes formales para la determinación en ellos de las fórmulas verdaderas, A. TARSKI (1931) puede elaborar una teoría que esclarece el significado del predicado ‘verdadero’ y que es compatible con todas las teorías filosóficas que se puedan formular.

     —Y esto, automáticamente, pone de manifiesto su superioridad explicativa, pero, por otro lado, la teoría tarskiana deja a todos insatisfechos, pues todos desearíamos oír más acerca de la verdad.

     —Pero lo que Tarski dijo no es falso. Con toda claridad mostró que  ‘verdadero’ y ‘falso’ pertenecen al metalenguaje, no al lenguaje objeto. En el lenguaje objeto, los signos denotan (nombran o se refieren) objetos que no son parte del lenguaje. En el metalenguaje, los signos denotan signos del lenguaje objeto. En términos de R. Carnap: si investigamos, analizamos y describimos un lenguaje L       1,  necesitamos un lenguaje L2 para formular los resultados de nuestras investigaciones de L1 o las reglas para el uso de L       1. Entonces, llamamos lenguaje objeto a L   1. A la totalidad de lo que se conoce acerca de L1, dicho en L2, suele denominarse metateoría.

     —Concedo que Tarski demuestra cómo inevitablemente cualquier lenguaje que sea lo suficientemente fuerte siempre será incompleto en algún sentido, pues para la adjudicación de verdad de sus oraciones se tendrá que disponer de un lenguaje más fuerte, esto es, de un metalenguaje, que es al que pertenecerán  los imprescindibles predicados ‘verdadero’ y ‘falso’.

     —Pero, Eufemia y Ménoia,  en las tiranías –como la cubana- no suelen permitirse metateorías. Es decir, hay la teoría del régimen, pero no permite niveles superiores sobre ella. Aventurarse a usar un metalenguaje sobre el lenguaje objeto oficial es adentrarse en el error y en la ignominia.  Consideremos la famosa autocrítica de Heberto Padilla, que le puso los pelos de punta al mundo intelectual del mundo izquierdoso, entre otros a J. P. Sartre, aunque cambió el leninismo-estalinismo por algo peor, el maoísmo:


Ustedes saben perfectamente que desde el pasado 20 de marzo yo estaba detenido por la Seguridad del Estado de nuestro país. Estaba detenido por contrarrevolucionario. Por muy grave y por muy impresionante que pueda resultar esta acusación, esa acusación estaba fundamentada por una serie de actitudes, por una serie de posiciones, por una serie de actividades, por una serie de críticas. . . No, no, no. Críticas −que es una palabra a la que quise habituarme en contacto con los compañeros de Seguridad− no es la palabra adecuada a mi actitud. Si no por una serie de injurias y difamación contra la Revolución…


En otros términos, coherencia es coherencia con el sistema, con el conjunto de creencias que —como cualquier hecho— no es verdadero ni falso: simplemente es. Y es tanto más peligroso cuanto más poderoso.

Vean, si no, la terrible abjuración de Galileo Galilei en 1633 ante el poder de la Iglesia Católica, que no sólo era poder en orden de la fe sino también en el orden temporal:


    Yo, Galileo, hijo de Vincenzo Galileo de Florencia, a la edad de 70 años, interrogado personalmente en juicio y postrado ante vosotros, Eminentísimos y Reverendísimos Cardenales, en toda la República Cristiana contra la herética perversidad, Inquisidores generales; teniendo ante mi vista los sacrosantos Evangelios, que toco con mi mano, juro que siempre he creído, creo aún y, con la ayuda de Dios, seguiré creyendo todo lo que mantiene, predica y enseña la Santa, Católica y Apostólica Iglesia.
      Pero, como, después de haber sido jurídicamente intimado para que abandonase la falsa opinión de que el Sol es el centro del mundo y que no se mueve y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve, y que no podía mantener, defender o enseñar de ninguna forma, ni de viva voz ni por escrito, la mencionada falsa doctrina, y después de que se me comunicó que la tal doctrina es contraria a la Sagrada Escritura, escribí y di a la imprenta un libro en el que trato de la mencionada doctrina perniciosa y aporto razones con mucha eficacia a favor de ella sin aportar ninguna solución, soy juzgado por este Santo Oficio vehementemente sospechoso de herejía, es decir, de haber mantenido y creído que el Sol es el centro del mundo e inmóvil, y que la Tierra no es el centro y se mueve. Por lo tanto, como quiero levantar de la mente de las Eminencias y de todos los fieles cristianos esta vehemente sospecha que justamente se ha concebido de mí, con el corazón sincero y fe no fingida, abjuro, maldigo y detesto los mencionados errores y herejías y, en general, de todos y cada uno de los otros errores, herejías y sectas contrarias a la Santa Iglesia. Y juro que en el futuro nunca diré ni afirmaré, de viva voz o por escrito, cosas tales que por ellas se pueda sospechar de mí; y que si conozco a algún hereje o sospechoso de herejía, lo denunciaré a este Santo Oficio o al Inquisidor u Ordinario del lugar en que me encuentre.
      Juro y prometo cumplir y observar totalmente las penitencias que me han sido o me serán, por este Santo Oficio, impuestas; y si incumplo alguna de mis promesas y juramentos, que Dios no lo quiera, me someto a todas las penas y castigos que me imponen y promulgan los sacros cánones y otras constituciones contra tales delincuentes. Así, que Dios me ayude, y sus santos Evangelios, que toco con mis propias manos.
      Yo, Galileo Galilei, he abjurado, jurado y prometido y me he obligado; y certifico que es verdad que, con mi propia mano he escrito la presente cédula de mi abjuración y la he recitado palabra por palabra en Roma, en el convento de Minerva este 22 de junio de 1633. Yo, Galileo Galilei, he abjurado por propia voluntad.

—En conclusión, retomando la teoría de la verdad como coherencia,  que fue formulada por primera vez por Hegel, no pone como criterio de verdad la adecuación a la realidad, sino la conexión entre el conjunto de proposiciones de un sistema. La verdad, más que en las proposiciones aisladas, está en el sistema. Veo, amigas, que se trata de un criterio válido para las ciencias formales: matemáticas y lógica, pero no aplicable a las ciencias empíricas, donde la teoría ha de acomodarse a los hechos que pretende explicar, porque un sistema puede tener coherencia lógica y… ser falso.

*

     —Lo cual me lleva a sospechar que la verdad está muy cerca del acuerdo. ¿Me equivoco, Eufemia?

     —En efecto, Ménoia, así es. Un antiguo criterio de validación de la verdad es el consensus gentium (en criollo, ‘acuerdo del pueblo), que declara que “lo que es universal entre los hombres lleva su parte de verdad”. Varias teorías del consenso se basan en variaciones de este principio. En algunos criterios la noción de consenso universal se toma estrictamente, mientras que otros califican los términos del consenso de varias formas. Hay versiones de la teoría del consenso en las que la proporción de la población requerida para que se dé el consenso y el periodo de tiempo necesitado para declarar el contexto varían respecto a la norma clásica.

Es muy difícil encontrar un filósofo que sostenga una teoría del consenso pura o, en otras palabras, un tratamiento de la verdad que esté basado en el consenso real de una comunidad real sin más calificativos. Las teorías puras del consenso son temas frecuentes de discusión, porque sirven de puntos de referencia para discutir teorías alternativas.

Jacques RANCIÈRE (1996) expone que una de las condiciones para la política democrática es la existencia de disenso o desacuerdo, pues esa diferencia o tensión que produce diálogo es la manera en que construimos la propia comunidad. En palabras de Rancière: "El desacuerdo no es el conflicto entre quien dice blanco y quien dice negro. Es el existente entre quien dice blanco y quien dice blanco pero no entiende lo mismo o no entiende que el otro dice lo mismo con el nombre de la blancura".

—Se me ocurre que la verdad histórica tiene mucho que ver con el consenso o acuerdo. Por ejemplo, en general los historiadores están de acuerdo con que el descubridor de América fue Cristóbal Colón y no Erick el Rojo. Aunque se han aportado argumentos importantes a favor del segundo, pareciera ser que su famoso viaje relatado en las sagas islandesas no tuvo consecuencias como sí las tuvo el alucinado periplo del genovés.

—Y el mito de la Atlántida relatado por Platón en el Critias y Timeo es fuente inagotable de tesis utópicas.

—Yo veo el consenso muy cerca de lo útil. Y, en este sentido, la teoría pragmatista, desarrollada por Dewey y James, equipara verdad y utilidad. Al constatar la función práctica del conocimiento, el pragmatista reduce a verdad esa función y estima que un conocimiento es verdadero si nos permite actuar con éxito y falso si nos conduce al fracaso. Por esta regla de tres, un mapa de carreteras es verdadero si nos orienta y nos permite llegar a nuestro destino y es falso si nos desorienta y nos perdemos. En el ámbito de la ciencia, la verdad se manifiesta en el éxito de la experimentación. En el ámbito de las creencias, James sostiene que son verdaderas si producen efectos beneficiosos en el creyente y falsas, si los efectos producidos son perniciosos.

—A propósito para terminar  este punto, les invito a que leamos algunos párrafos de Cómo esclarecer nuestras ideas de  Ch. S. PEIRCE (1988), que es el padre de todas estas teorías de que venimos de hablar.

—¿Qué párrafos son esos?

—Bueno, hice una selección no tan precisa ni rigurosa como la de Eufemia en el Tractatus. La idea es que veamos la secuencia lógica que, según Peirce, conduce de la duda al acuerdo. Dice en el párrafo 7 de su escrito:


La supuesta indecisión, sea por mero divertimento, sea por algún sublime propósito, juega un importante papel en la producción de la indagación científica. Con independencia de lo que sea lo que da lugar a la duda, lo cierto es que estimula la mente a una actividad que puede ser ligera o enérgica, tranquila o turbulenta. Las imágenes pasan con rapidez por la consciencia, en un incesante fundirse las unas en las otras, hasta que, por fin, cuando todo ha pasado ya -sea en una fracción de segundo, en una hora, o después de años-, nos encontramos decididos respecto a cómo actuar bajo circunstancias tales como las que provocaron nuestra vacilación. En otras palabras, hemos alcanzado la creencia.

     —O sea, tenemos duda, indecisión, creencia. ¿Qué viene ahora?

     —Tres párrafos adelante aclara lo que alcanzó en el 7. Lee, por favor:

¿Y qué es, pues, la creencia? Es la semicadencia que cierra una frase musical en la sinfonía de nuestra vida intelectual. Hemos visto que tiene justamente tres propiedades: primero, es algo de lo que nos percatamos; segundo, apacigua la irritación de la duda, y, tercero, involucra el asentamiento de una regla de acción en nuestra naturaleza, o dicho brevemente, de un hábito. Al apaciguar la irritación de la duda, que es el motivo del pensar, el pensamiento se relaja, reposando por un momento, una vez alcanzada la creencia. Pero dado que la creencia es una regla para la acción, cuya aplicación implica más duda y más pensamiento, a la vez que constituye un lugar de parada es también un lugar de partida para el pensamiento. Por ello, me he permitido llamarlo pensamiento en reposo, aun cuando el pensamiento sea esencialmente una acción. El producto final del pensar es el ejercicio de la volición, de la que el pensamiento ya no forma parte; pero la creencia es sólo un estadio de la acción mental, un efecto sobre nuestra naturaleza debido al pensamiento, y que influirá en el futuro pensar (&10).

       —Me gusta eso de que la creencia es una regla de acción. Creo que nadie lo había dicho antes. Pero leamos cómo sigue.

 La esencia de la creencia es el asentamiento de un hábito; y las diferentes creencias se distinguen por los diferentes modos de la acción a la que dan lugar. Si las creencias no difieren a este respecto, si apaciguan la misma duda produciendo la misma regla de acción, entonces las meras diferencias en el modo de las consciencias de ellas no pueden constituirlas en diferentes creencias, del mismo modo que tocar un tono en diferentes claves no es tocar tonos diferentes (&11).

       —Magnífica la comparación.

     —Y vean lo que añade: “toda la función del pensamiento es producir hábitos de acción (&13)

     —¿Y qué es un hábito de acción?

—Lee más abajo que él te contesta la pregunta en el mismo párrafo 13:

Lo que el hábito es depende de cuándo y cómo nos mueve a actuar. Por lo que respecta al cuándo, todo estímulo a la acción se deriva de la percepción; por lo que respecta al cómo, todo propósito de la acción es el de producir un cierto resultado sensible. Llegamos, así, a lo tangible y concebiblemente práctico como raíz de toda distinción real del pensamiento, con independencia de lo sutil que pueda ser; y no hay ninguna distinción de significación tan afinada que no consista en otra cosa que en una posible diferencia de la práctica.

     —Y aquí, amigas, llegamos adonde íbamos. Lee, Ménoia, en voz alta para todas el parágrafo 20.

     —Leo: “Por otra parte, todos los partidarios de la ciencia están animados por la feliz esperanza de que basta con que aquella se prosiga lo suficiente para que dé una cierta solución a cada cuestión a la que la apliquen. Uno puede investigar la velocidad de la luz estudiando los pasos de Venus y la aberración de las estrellas; otro, por las oposiciones de Marte y los eclipses de los satélites de Júpiter; un tercero, por el método de Fizeau; un cuarto, por el de Foucault; un quinto, por los movimientos de las curvas de Lissajoux; un sexto, un séptimo, un octavo y un noveno, pueden seguir los diferentes métodos de comparar las medidas de la electricidad estática y dinámica. Al principio pueden obtener resultados diferentes, pero, a medida que cada uno perfecciona su método y sus procedimientos, se encuentra con que los resultados convergen ineludiblemente hacia un centro de destino. Así con toda la investigación científica. Mentes diferentes pueden partir con los más antagónicos puntos de vista, pero el progreso de la investigación, por una fuerza exterior a las mismas, las lleva a la misma y única conclusión. Esta actividad del pensamiento que nos lleva, no donde deseamos, sino a un fin preordenado, es como la operación del destino. Ninguna modificación del punto de vista adoptado, ninguna selección de otros hechos de estudio, ni tampoco ninguna propensión natural de la mente, pueden posibilitar que un hombre escape a la opinión predestinada. Esta enorme esperanza se encarna en el concepto de verdad y realidad. La opinión destinada a que todos los que investigan estén por último de acuerdo en ella es lo que significamos por verdad, y el objeto representado en esta opinión es lo real. Esta es la manera cómo explicaría yo la realidad”.  

     —¡Magnífico!             
     —No tan rápido, amigas. Es fácil ver que el pragmatismo se enfrenta a objeciones muy serias. En primer lugar, deja en la penumbra su concepto básico de utilidad. Además, lo útil es un concepto esencialmente relativo, que varía según las personas, los lugares y los tiempos. Una creencia tampoco es verdadera porque produzca efectos satisfactorios: se dice sabiamente que, en ocasiones, la verdad es amarga. También sabemos que hay verdades inútiles y mentiras útiles. El pragmatismo pues, con su ausencia de matices, puede justificar posturas políticas violentas o injustas.

—Pero, curiosamente, el pragmatismo ha originado una exitosa aplicación eticopolítica en la segunda mitad del siglo XX como teoría del consenso llevada a cabo por  K. O. Apel y J. Habermas, principalmente

 Destacan estos autores la importancia del diálogo como el mejor de los procedimientos para descubrir la verdad.

—Lo cual no es nada nuevo, pues ya el viejo Sócrates estaba cansado de proclamarlo.

—Claro que no cualquier diálogo nos permite descubrir si una norma que ha de regular nuestro comportamiento es correcta.

—¿Está entonces restringido a lo práctico?

—Es buena la pregunta. Parece ser que sí. Hasta ahora esta gente está interesada en mostrar que deben ser los afectados quienes deben establecer lo que es moralmente válido de lo que está vigente socialmente. Y eso no se puede llevar a cabo sino mediante el diálogo, aunque no mediante cualquier diálogo, como tú decías. Justamente ellos llaman discurso a un diálogo que se celebre en condiciones de simetría, es decir,  un diálogo libre, limpio de coacción y de intereses, sin ignorancia de datos relevantes.

—Pero es obvio que quienes sostienen esta teoría deben darse  cuenta de que piden una situación ideal, muy difícil de conseguir.

—Sí lo saben. Es cierto que el discurso como ellos lo proponen  es, a todas luces, un diálogo ideal, que está bastante lejos de los diálogos reales que suelen darse en condiciones de asimetría y de coacción. Los participantes en ellos, generalmente no buscan satisfacer intereses universalizables, sino muy individuales o muy grupales. Sin embargo —sostiene APEL (1991), por ejemplo— cualquiera que argumenta en serio sobre la corrección de las normas morales presupone que ese discurso ideal es posible y necesario. Y más. Arguye que la situación ideal de la que estamos hablando es una idea regulativa, es decir, una meta para nuestros diálogos y un criterio para criticarlos cuando no se ajustan al ideal.

—Pero también deben saber que el consenso, per se, no es criterio de verdad, pues a lo largo de la historia se han dado consensos mayoritarios radicalmente falsos: la esclavitud, la inferioridad de la mujer, la pena de muerte, el racismo...

—Tienes razón. No ignoran eso. Tampoco ignoran que, más que derivar la verdad del consenso, es el consenso el que deriva del común reconocimiento de la verdad. Su principal aportación consiste en mostrar que la mejor forma de acceder a la verdad es aducir razones propias, escuchar las ajenas y dialogar con rigor y serenidad.

—Como lo estamos haciendo nosotras. Ja, ja, ja.

—Ja, ja, ja.

—Ja, ja, ja.

 *

 —Volviendo a lo serio, se me ocurre que la verdad es cosa de blablá. Por ejemplo, la llamada verdad procesal.

En Derecho se suele distinguir la verdad en dos categorías: la verdad procesal obtenida de la actividad judicial, reflejada en las actas del expediente, de la verdad material que se define como aquella que se obtiene de presenciar los hechos en forma directa.

No obstante, hoy por hoy, observamos cada vez con mayor frecuencia y preocupación que las sentencias y/o decisiones judiciales emanadas de los órganos competentes nos conducen a soluciones en las cuales existe una verdad procesal que es muy disímil a la verdad material.

Ante la afirmación anterior, cabe preguntarse: ¿es más importante la verdad procesal que la verdad material para los juristas? Muchos señalan que no lo es, pero en nuestro diario acontecer somos sorprendidos por decisiones judiciales que nos dicen que dicha premisa es verdadera.

Supongamos que ocurre esta situación tonta: un ladrón se apodera de una suma de dinero en una tienda, muchas personas lo ven cometer el delito y es capturado in fraganti. Antes de ser atrapado, entrega su botín a un cómplice que desaparece. Esta es la verdad real que narraría un reportero de televisión.
    El fiscal ordena su reclusión y se dispone a constituir la prueba que debe mostrar al juez. Como no encuentra la prueba, es decir, el dinero, entonces el juez decreta la libertad del presunto delincuente y cierra el caso. Esta es la verdad procesal
.
     En general, en todos los sistemas judiciales tienen vida estos dos tipos de verdad: la real y la procesal. Con el ejemplo anterior, le damos curso a ambas interpretaciones,  que para eso existen los administradores de justicia.
      La verdad real consiste en que mucha gente sabe que un funcionario público ha cometido un acto corrupto: los indicios de su enriquecimiento son evidentes, todo el mundo vio que salió de la pobreza de la noche a la mañana, además de que sus antecedentes no le favorecen demasiado.
       Llega el momento de las denuncias y los fiscales se preparan para la acción. Pero no, no hay pruebas del enriquecimiento intempestivo, no han quedado rastros claros y objetivos que permitan enjuiciar al denunciado. Ni los abogados acusadores se dan maña para dar las pruebas ni los fiscales se apresuran a buscarlas, porque más bien esperan que lleguen por milagro; los judiciales no se mueven de la oficina, la carga de la prueba queda en manos de los acusadores y, por muy
indiscutible que sea la verdad, los fiscales se hacen de la vista gorda. En consecuencia, la verdad real ha desaparecido, y lo que prevalece es la llamada verdad procesal, es decir, la exigencia de presentar una prueba evidente, inexpugnable, irrebatible. Como esa prueba ha sido escamoteada con la complicidad de terceros, entonces el presunto sindicado queda en libertad.
     A los ojos de la verdad real la gente comenta por lo bajo que es un ladrón; a los ojos de la verdad procesal, es inocente y puede darse el lujo de caminar por las calles. He aquí una somera radiografía de la impunidad. No importa la competencia de los abogados acusadores (o de su impaciencia y de su acoso), lo que cuenta es la verdad procesal cuya prueba no ha sido instruida.

     —Así es, Eufemia. Pero incluso se puede ir, y de hecho se  va, más allá. Estoy pensando en el forjamiento tanto de la verdad procesal como de la verdad material. En estos días leí un libro sobre la vida y la muerte del primer heredero de Felipe II —que sería Carlos II, si su padre no lo hubiera mandado asesinar— que me dejó los pelos de punta.

     —Será uno más de la leyenda negra. ¿Cómo se llama el libro?

     —Don Carlos: El príncipe de la leyenda negra, de Gerardo Moreno Espinosa. El autor trata de aclarar cuánto hay de verdad en esa leyenda. Según la verdad oficial, Don Carlos murió por una huelga de hambre el 24 de julio 1568. De hecho parece ser que murió el 28 de febrero de ese año a manos del verdugo del reino. Y si quieren saber la verdad procesal… ¡lean la obra!

     —La leeremos en ¿vacaciones? Ese mismo problema se presenta con la verdad histórica por lo que esta ¿ciencia? tiene que revisar continuamente sus afirmaciones y negaciones. Una de las razones, y tal vez no la de menor importancia, es la de que la “verdad” histórica es forjada por los historiadores del mismo modo que los fiscales pueden forjar la verdad material y procesal del juicio. Un ejemplo muy sencillo: durante mucho tiempo  los historiadores afirmaron sin mayores bases que el Sócrates de Caracas, Simón Rodríguez, había nacido en esa ciudad en 1771. Todo el mundo, durante muchos años, estuvo de acuerdo con esta aseveración, pero vino Alberto Calzavara y basado en pruebas documentales —fundamentalmente, censos de población— llevó la fecha para el año de 1769. ¿Quién dice la “verdad”?

     —Ahora que ustedes tocan el tema, se me ocurre que muchos “hechos”  que admiramos en realidad fueron forjados por los narradores. Pues ¿qué sería de Aquiles y Odiseo,  Héctor y Eneas, si no los hubiera cantado Homero? De seguro sus nombres y sus hazañas se hubieran desvanecido en el tiempo como los de cualquier hijo de vecino. ¿Y cuánta verdad verdadera hay en el canto homérico? No creo que tenga la menor importancia; lo que importa es lo que el poeta dijo. De manera diáfana lo expresó fray Pedro SIMÓN (1992: 14) en el Prólogo al lector de sus Notas historiales de Venezuela allá por 1627: “Y así se dice, con recíproca dependencia, que los famosos hechos tienen vida por las letras que los trasplantan de unas tierras y de unos tiempos a otros, y las letras e historias tienen alma y vida con los hechos que ellas escriben, pues sobre nada no hay que escribir. Y así no sabré yo determinar quién debe más a quién: o los que hacen cosas dignas de memoria a los que se las escriben o los que las escriben a los que las hicieron, por haberles dado materia de emplear sus plumas e ingenios. Y así me parece que en dejarlos en igual grado de obligaciones mutuas, habremos salido de ellas, y quedará averiguado el pleito”

     —Estuviste muy bien, Ménoia. Pero hay algo más grave que se puede sumar a lo que tú dijiste y que ya expuso Sexto Empírico en sus Bosquejos pirrónicos a propósito del lenguaje escéptico. “Respecto a todas las expresiones de los escépticos —dice SEXTO (1982)—, es preciso saber que no aseguramos que sean verdaderas, ya que afirmamos por el contrario que puedan destruirse a sí mismas, puesto que están comprendidas entre las cosas a cuyo respecto se emplean, igual que los purgantes no sólo expulsan los humores corporales, sino que se ven arrastrados con ellos. Decimos que nos servimos de ellas indiferentemente, o si se quiere impropiamente, aunque no nos den a conocer propiamente las cosas de las que hablamos. Al escéptico no le conviene discutir sobre las palabras, y en particular nos resulta ventajoso que estas palabras no tengan una significación propia, sino relativa a alguna cosa, a saber, al escéptico. Además, debemos recordar que no las usamos para todas las cosas en general, sino para lo que está oscuro y para las cuestiones dogmáticas, y que decimos lo que nos parece, sin afirmar nada de la naturaleza de los objetos. Así creo poder destruir cualquier sofisma que se haga contra el vocabulario escéptico” (1, 28)

     —¿Y cuál es ese vocabulario escéptico?

     —Bueno, el autor en un párrafo anterior (1, 19) lo había señalado:

 

Empleamos unas veces la expresión ‘no más’, y otras ‘nada más’. Algunos escépticos, en lugar de decir ‘no más’, dicen evocando la causa, ‘¿por qué esto más que aquello?’, ya que es habitual usar preguntas en vez de proposiciones, así: ‘¿Cuál de los mortales no conoce a la esposa de Zeus?’, y usar proposiciones en lugar de preguntas, así: ‘Me pregunto por qué hay que admirar a un poeta’. La expresión ‘no más esto que aquello’ señala la disposición en que estamos, según la que, por la fuerza igual de las razones opuestas, nos vemos llevados a una actitud de equilibrio. Entendemos por fuerza igual la que existe para nosotros en lo que nos parece probable; por razones opuestas, las que están en pugna entre sí, y por equilibrio, la negación a dar un asentimiento en un sentido o en el otro. Aunque la expresión ‘nada más’ señala una afirmación o una negación, no la empleamos así, sino indiferentemente, en un sentido abusivo, en vez de una interrogación, o en vez de decir: ‘No sé a qué dar y a qué no dar el asentimiento’. Nos proponemos mostrar lo que nos parece. Poco importa la expresión que sirve para mostrarlo. Es necesario saber también que empleamos la expresión ‘no más’ sin afirmar absolutamente la verdad o la certeza de la cosa, sino que decimos lo que nos parece.

 

     —¿Y por qué ese vocabulario tan peculiar, Blasfemia? Nunca había oído de él.

—Por algo que comenzó a construir Enesidemo. Este filósofo de Cnosos le dio al antiguo pirronismo la forma filosófica y científica, y al escepticismo los argumentos más fuertes y temibles. Con razón ha merecido ser comparado con Hume y con Kant. Lo aportado por Enesidemo fueron los diez primeros tropos; Agripa, otro filósofo escéptico, añadiría cinco más.

—¿Y qué son los tropos?

Por esta palabra, ‘tropos’, los escépticos designaban las diversas maneras o razones por las cuales se llega a la conclusión de que es necesario suspender el juicio, que ellos llamaban epojé. Indicaban cómo se forma en general la persuasión: vemos como ciertas las cosas que producen en nosotros impresiones análogas, aquéllas que no nos engañan nunca o las que nos engañan muy raramente, aquéllas que son habituales o establecidas por las leyes, aquéllas que nos placen o que admiramos. Pero precisamente por los mismos medios se pueden justificar creencias contrarias a las nuestras. En otros términos, a cada afirmación se puede oponer una afirmación contraria apoyada en razones equivalentes, sin que nada permita decidir que una es preferible a la otra. Naturalmente se sigue de ello que nada se puede afirmar. Conducir a sus clases más generales estas oposiciones de opinión es dirigir de alguna especie la lista de las categorías de la duda, o más bien, pues es preciso aquí un término nuevo, que no implica ninguna afirmación, es enumerar los tropos.

      Por todos los tropos enumerados por Enesidemo y por los de  Agripa, los escépticos niegan que sea posible cualquier demostración.

      Pero una observación de Henry Leal: Negar simplemente la posibilidad de la demostración es tanto como negar la posibilidad de la necesidad, es decir, es negar que sea posible concluir necesariamente o concluir lo necesario, es negar la posibilidad de la razón.  La intención de los escépticos es negar que mediante la reflexión se pueda llegar a conocer lo oculto,  los adela, la cosa en sí. Aristóteles, en los Segundos Analíticos, trata de la demostración, del silogismo apodíctico, del conocimiento cierto; pero en los Topica, en la Rhetorica y las Refutaciones, trata del silogismo dialéctico, de la opinión, del conocimiento probable.

      -Concedo. Vean cómo lo dice Diógenes LAERCIO (1950)   cuando habla de Pirrón:


     Niegan estos filósofos toda demostración, criterio, signo, causa, movimiento, disciplina, generación y que haya cosa alguna buena y mala por naturaleza. Toda demostración dicen, o consta de cosas demostradas o no demostradas. Si de cosas demostradas, aun éstas necesitarán de alguna demostración, y así en infinito; si constan de cosas indemostradas, y todas, algunas o una sola discuerda, ya todo carece de demostración…


          -Por eso, para refutar una tesis basta con probar que es falsa una de sus premisas.

          … Si pareciere a algunos, dicen, que hay cosas que no necesitan demostración, son éstos admirables en su sentencia no viendo que el que de estas cosas reciban otras la creencia…

         -No es la  verdad la que se transmite sino la valoración del enunciado por el oyente. La actitud de aceptación o rechazo del otro hacia el enunciado se transmite a la conclusión, coherencia mediante.  La pura coherencia no produce persuasión, se requiere que las premisas hayan sido previamente admitidas.

 

         ….es lo primero que necesita probarse, pues no hemos de probar que los elementos…

                    - Razonamiento circular. Es violento. Se nos obliga a aceptar lo que textualmente está para ser probado.

 

          … son cuatro, porque son cuatro los elementos. Además, si son inciertas las demostraciones particulares, también lo será la demostración general. Para saber, pues, que hay demostración es menester criterio…

   -Pero el criterio es últimamente indemostrable, es un postulado, una convención, un arte, un acuerdo entre los hombres, dice Henry Leal y dice bien, porque los indemostrables son el principio de no contradicción en lo discursivo y si fallor sum en lo  empírico, en lo sensorial.

          …y para saber que hay criterio es menester demostración. Así, que remitiéndose o refiriéndose mutuamente una a otra, ambas son incomprensibles. Pues ¿de qué modo se comprenderán las cosas inciertas ignorando la demostración? No se inquiere si aparecen tales, sino si son tales esencialmente.

     —Hay un filósofo que siempre me ha parecido muy simpático, tal vez porque era un académico, director de la Academia de 160 hasta 137 a.C. Su nombre era Carnéades, y lo recuerdo porque él puso en práctica aquello que vienes de exponer, Blasfemia.

     —¿Qué hizo Carnéades, Eufemia, para que en este momento lo recuerdes?

     —Bueno, recordamos su nombre por una anécdota y por su aporte a la Filosofía.

     —Empieza por la anécdota, que me tienes comiendo las uñas.

     —El académico Carnéades, el estoico Diógenes de Babilonia y el peripatético Critolao marcharon a Roma en cierta ocasión, como embajadores, o mejor aún, como abogados de Atenas, para obtener la reducción de un tributo de quinientos talentos que debía pagar la ciudad. Durante el tiempo de su embajada, dieron conferencias a las que la juventud romana, dejando sus placeres, acudió en tropel.

Los embajadores defienden ante el Senado romano la posición ateniense y lo hacen con mucho éxito. A tal punto que el Senado los agasaja, y éstos, que durante su estancia daban conferencias públicas y privados, son invitados a hablar ante el Senado y exponer sus ideas respecto a un tema. Escogen el de la justicia.
      Cada uno  de los embajadores da su conferencia. Una vez llegado el turno de Carnéades, éste la divide en dos días. Lo que sucede es que un día defiende una posición y es muy vitoreado por los senadores y, al siguiente... defiende la contraria, y es aún aclamado más fuertemente.

Semejante situación alarmó a Catón el Censor, que había asistido a ambas, y le pareció profundamente subversivo el planteamiento de Carnéades, así que decidió que dado que los embajadores ya habían terminado con su cometido, lo más adecuado era que volviesen a Atenas sin mayor demora. El episodio es relatado con cierto detalle por Plutarco al hablar de la vida de Catón el Censor.
     —¡Increíble Carnéades! ¡Debía de ser el propio piquito de oro! Debió haberse llamado Crisóstomo  y no ‘de Cirene’, que no significa gran cosa fuera de indicarnos el lugar de donde venía. Háblanos ahora de la doctrina de ese filósofo que también ya me está resultando muy simpático.

      —Lo primero que hay que decir es que, al igual que Sócrates y Pirrón, no dejó nada escrito. Lo que sabemos de su doctrina se lo debemos a su discípulo Clitómaco.

Cuando Carnéades llega a la Academia, ya el escepticismo había sido instalado en ella por Arcesilao y sus seguidores. Carnéades mantiene la orientación escéptica básica, pero trata de darle un matiz nuevo y no tan radical en relación con la epojé o suspensión de juicio de que nos habló Blasfemia.

Ese matiz significa relativizar la imposibilidad de dar una valoración o juicio respecto a algo. Carnéades dice que si bien no se puede dar un juicio absoluto o taxativo sí puede darse una valoración probabilística. Es decir, si bien sigue sin afirmarse nada —y respetando la epojé en ese sentido— sí  se puede arriesgar a decir que es lo más probable en relación con el tema tratado.
      Cuando Carnéades en su formulación rechaza todo dogmatismo, en buena medida se dirige en ello contra los planteamientos estoicos, pero, en la práctica, también lo hace contra una aplicación rigurosa, inflexible y dogmática de la propia 
epojé escéptica.

Así sustituye la idea de verdad absoluta por el de una certeza personal, sin presuponer verdad o falsedad, que permita funcionar de manera pragmática a partir de las experiencias que se entienden probables o creíbles. En ese sentido cambia la aplicación de una estricta y absoluta suspensión de juicio, que se utilizaba también para no equivocarse, por una valoración probabilística que contempla y acepta la posibilidad de equivocación, pero que entiende que es preferible equivocarse que no paralizarse y no actuar.
     Se rechaza la apraxia, la parálisis en la acción, y se implementa la persuasión (pithanos) a través del argumento, que sirve a la vez como criterio de conocimiento y como pauta de actuación.

     Se ponen  en boca de Carnéades los motivos que le llevan a establecer su concepto de to pithanon (lo probable) que suaviza la epojé de esta manera: “No poseemos (...) la evidencia, pero sí la probabilidad. La verdad plena y sin velos pertenece a los dioses. Nuestra inteligencia percibe apariencias más o menos confusas; no lo que es verdadero, pero sí lo probable, y esta luz tan incierta, por débil que sea, nos permite opinar. La suspensión absoluta del juicio es un estado imposible; no se puede conceder al hombre el obrar habiéndole antes prohibido juzgar.”
     Ese cálculo probabilístico no viene del 
objeto sino del sujeto. Es el sujeto quien, a partir de la apariencia o representación de un fenómeno, le atribuye ciertas características que, comparadas con otras atribuciones realizadas por otros, darán el nivel de probabilidad. Si de la comparación resulta un grado de coincidencias y no aparecen contradicciones, el nivel de probabilidad será mayor.

—Pero, amiga,  se trata de un criterio de credibilidad no de veracidad. El razonamiento analógico es su caballito de batalla.  ¡Y que Dios nos ampare!
     —Así es. Puede compararse ese proceso con el realizado por un médico para establecer el diagnóstico de una enfermedad. A partir de ciertos síntomas que concuerdan con la descripción de otros casos, emite una opinión sobre la probable enfermedad ante la que se encuentra.

—Ahora entiendo, amigas, por qué me resultaba tan simpático.  ¡Y es que se parece a uno de esos médicos de la tele como el Dr. House! Ja, ja, ja. Alto, buen mozo, enérgico y decidido y muy sensible, no como mi Andrés Felipe a quien siempre le pongo los cuernos… imaginarios con el famoso médico.

—Bueno, creo que no era exactamente así. Como decía el propio Carnéades, los sentidos nos informan, pero no nos dicen la verdad. No sabemos mucho de él, pero sabemos  que su ardor para el trabajo era tan grande que desatendía el cuidado de su persona, y con frecuencia se olvidaba de tomar alimento. Lo suyo era la dialéctica?   Para prepararse a la lucha tomaba una dosis de eléboro, a fin de tener el espíritu libre y avivado el fuego de su imaginación.

—Eufemia, recuérdale a Ménoia que el eléboro era utilizado en la medicina casera como un cardiotónico (¿y psicotrópico?, es decir, para el tratamiento de la debilidad cardíaca. Pero también sus principios se empleaban como armas de guerra para envenenar dardos y flechas con los cuales eliminar al enemigo. ¿Con qué propósito lo tomaba Carnéades?

—¿La verdad? no lo sé. ¿Con los dos (o tres) propósitos tal vez? Lo que sabemos es que el eco extraordinario de su voz, la flexibilidad de su espíritu, la riqueza inagotable y la impetuosidad de su elocuencia, que se ha comparado a una corriente rápida que arrastra cuanto halla a su paso, la sutileza de sus razonamientos, la vivacidad de sus ataques y de sus réplicas, lo rodearon de una multitud de jóvenes deseosos de oírle y de asistir a sus controversias, que parecían verdaderos combates, y en las que el jefe de la Academia era siempre el vencedor.

En su Vida, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, Diógenes Laercio nos facilita ciertos detalles:


Fue amantísimo del trabajo y menos aplicado a la física que a la moral. Se dejaba crecer el pelo y las uñas, en fuerza de la continua aplicación a los libros. Era tan hábil en la filosofía, que hasta los maestros de oratoria dejaban sus escuelas y concurrían a oírlo. Tenía la voz muy recia, de manera que el jefe del gimnasio tuvo que enviarle recado que no gritase tanto; pero él respondió que «le diese la medida de la voz». A esto repuso sabiamente aquél, diciendo: «Medida tenéis en los que os oyen». Era acérrimo en las reprensiones e inexpugnable en los argumentos, y por esto excusaba los convites.

     —Por esto último no parece que fuera muy  socrático ¿no?

     —No parece.

     —Sí, no parece.



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