Para Henry Leal
Del Evangelio de Juan, cap. 18:
33 Entonces Pilato entró otra
vez al Pretorio, llamó a Jesús y le dijo: — ¿Eres tú el rey de los judíos? 34
Jesús le respondió: — ¿Preguntas tú esto de ti mismo, o porque otros te lo han
dicho de mí? 35 Pilato respondió: — ¿Acaso soy yo judío? Tu propia nación y los
principales sacerdotes te entregaron a mí. ¿Qué has hecho? 36 Contestó Jesús: —
Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis servidores
pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos. Ahora, pues, mi reino no
es de aquí. 37 Entonces Pilato le dijo: — ¿Así que tú eres rey? Jesús
respondió: — Tú dices que soy rey. Para esto yo he nacido y para esto he venido
al mundo: para dar testimonio a la verdad. Todo aquel que es de la verdad oye
mi voz. 38 Le dijo Pilato: — ¿Qué es la verdad?
Dramatis
personae
Blasfemia y Ménoia están lavando en el río de Heráclito. Llega Eufemia que viene de la culta Viena adonde
había ido a comprar el Tractatus logico-philosophicus.
—Y el Cristo no le contestó a Pilato. Se dicen muchas tonterías sobre las razones que pudo haber tenido. Por mi parte creo que la pregunta lo tomó desprevenido y no atinó la respuesta. Si el dogma dice que era verdadero Dios, pero también verdadero hombre, mi opinión coincide con el dogma. Hasta hoy los hombres no se ponen de acuerdo en eso de qué sea la verdad; de Dios no podemos conocer sus pensamientos, si es que piensa…
—Cállate, Blasfemia. El asunto de la verdad
está perfectamente aclarado en el Tractatus
logico-philosophicus, de L. Wittgenstein, que conseguí en Viena. Vengan.
No les extrañe, Ménoia y Blasfemia, la
lectura del Tractatus. Esta obra está dividida en proposiciones de sabor
aforístico, numeradas según una muy elaborada notación decimal que separa
gradualmente lo principal de lo subsidiario, de acuerdo con un creciente número
de cifras decimales, cosa que hoy hacen sin prestarle mucha atención todas las
secretarias del mundo cuando elaboran sus informes.
Las proposiciones principales –numeradas con enteros del 1 al 7- pueden verlas aquí:
1. El mundo es todo lo
que es el caso.
2. Lo que es el caso –un
hecho- es la existencia de estados de cosas.
3. Una pintura lógica de
hechos es un pensamiento.
4. Un pensamiento es una
proposición con sentido.
5. Una proposición es una
función veritativa de proposiciones elementales.
(Una proposición
elemental es una función veritativa de sí misma).
6. La forma general de
una función de verdad es: [-p, -ξ N(-ξ)]. Esta es la forma general de la
proposición.
7. De lo que no se puede
hablar, hemos de callarnos.
—Pero,
explícame, Eufemia, que yo no estoy familiarizada con esta escritura. ¿Se puede
sacar algo en limpio de estas sibilinas sentencias?
—Tienes razón. Bien, te diré, Ménoia, otra cosa que debes saber del Tractatus. Esta obra no está escrita en un orden de premisas y conclusiones; pero cuando se bucea en las proposiciones subsidiarias comienza a advertirse con claridad el trasfondo de las sentencias principales. No quiere decir esto que no haya que ponderar cada palabra. No obstante, después de una cuidadosa lectura por todas las bifurcaciones y atajos, el sentido total de la obra resulta mucho menos oracular de lo que hace presentir una primera a las proposiciones 1-7, como acabas de comprobar. Miren conmigo:
1.1 El mundo es la totalidad de los
hechos, no de las cosas.
1.11 El mundo está determinado por los hechos, siendo estos todoslos hechos.
1.12 Pues la totalidad de los hechos
determina lo que es el caso, y
también lo que no es el caso.
1.13 Los hechos del espacio lógico
son el mundo.
1.2 El mundo se divide en hechos.
1.21 Cada uno puede o
no ser el caso y los restantes permanecer
invariados.
—Antes de que sigas, Eufemia, explícame qué
es un ‘hecho’, pues el Tractatus se abre con la declaración de que el
mundo es la ‘totalidad de los hechos’ y rápidamente se pasa al ‘estado de
cosas’.
—Esa misma pregunta se la hizo B. Russell al
autor y éste le contestó en una carta enviada desde Montecassino diciendo que ‘estado de cosas’, en alemán Sachverhalt, es lo que corresponde a una proposición
elemental cuando ésta es verdadera, y Tatsachen (hechos) es lo que
corresponde a la conjunción de dos proposiciones cuando esta conjunción es
verdadera.
—Por cultura general, Eufemia: ¿ese
Montecassino es el mismo donde hubo cuatro duras batallas en 1944 y donde
murieron más de 74.000 personas?
—El mismo. Pero la carta de Wittgenstein
es de 1919 cuando peleaba con el ejército austrohúngaro en Italia. En la II
Guerra Mundial fue enfermero en Inglaterra, pues era ciudadano británico.
—Gracias
por la aclaración. Volviendo al tema, ¿a
la pregunta qué es un hecho debemos responder de acuerdo con la
proposición 2.: ‘Lo que acaece, el hecho, es la existencia de los hechos
atómicos’?
—Así es, mi querida amiga. Veo que me vas entendiendo. Y espero que entiendas, también, de qué modo se relacionan los hechos con las proposiciones, que para eso fui a comprar el Tractatus a Viena. Para facilitarles las cosas, Ménoia y Blasfemia, les hice una selección de los aforismos que considero claves para entender la verdad como correspondencia, esto es, la doctrina pictórica de L. Wittgenstein, como le gustaba decir a mi profesor Ernesto Battistella (1974). Lean conmigo:
2.12 La pintura es un modelo de la realidad.
2.13 En una pintura los elementos de la
pintura corresponden a
los objetos.
2.131 En una pintura
los elementos de la pintura son
representativos
de los objetos.
2.14 Lo que constituye
una pintura es que sus elementos están
relacionados unos con otros de determinado
modo.
2.221 Lo que la
pintura representa es su sentido.
2.222 El acuerdo o
desacuerdo de su sentido con la realidad
constituye
su verdad o falsedad.
2.223 Para poder decir
si una pintura es verdadera o falsa hemos
de compararla con la realidad.
3. La pintura lógica
de hechos es el pensamiento.
3.1 En una proposición
el pensamiento se expresa
perceptiblemente por los sentidos.
3.11 Nosotros usamos
el signo perceptible de una proposición
(sonidos o signos escritos, etc.) como la
proyección del estado
cosas posible.
El método de la proyección constituye en
pensar en el sentido
de la proposición.
3.12 Llamo al signo
con el que expresamos un pensamiento un
signo proposicional. Y una proposición es un
signo
proposicional en su relación proyectiva con el
mundo.
3.1431 Las esencia de
un signo proposicional se ve muy
claramente si imaginamos uno compuesto de
objetos
espaciales (tales como mesas, sillas y
libros) en lugar de signos
escritos.
Entonces el arreglo espacial de estas cosas
expresará el
sentido de la proposición.
3.2 En una proposición
un pensamiento puede expresarse de tal
modo que los elementos del signo
proposicional corresponden a
los objetos del pensamiento.
3.201 Llamo a tales
elementos ‘signos simples’, y a tales
proposiciones
‘completamente analizadas’.
3.202 Los signos
simples empleados en las proposiciones se
denominan nombres.
3.203 Un nombre denota
un objeto. El objeto es su denotación.
(‘A’ es
el mismo signo que ‘A’).
— En conclusión, mi querida Ménoia, una
proposición es una pintura.
—Eso lo entiendo, ¿pero qué hace posible
que una combinación de palabras represente un hecho en el mundo? ¿Me lo puedes
explicar?
—Claro que sí. Una proposición nos comunica
una situación; por ende, ha de estar esencialmente conectada con la
situación. Una proposición anuncia algo en tanto es una pintura, como quiere el
autor en 4.03. En otros términos, la pintura es un modelo de la realidad. Es
decir, hay una correspondencia –y esta es la palabreja clave- entre los elementos
de la pintura y los objetos del estado de cosas representados en la pintura,
como vimos, muy explícita y gráficamente, en la proposición 3.1431. Si un
elemento de la pintura representa a César y otro al Rubicón, la relación entre
los elementos de la pintura podría mostrarnos a César atravesando el Rubicón. ‘Cesar’ es un signo simple, un
nombre; este nombre denota un objeto, en este caso el victorioso conquistador
de las Galias: Cayo Julio César. En resumen, “la proposición es una pintura de
la realidad: porque si entiendo una proposición, conozco la situación que
representa, y entiendo la proposición sin que su sentido me haya sido
explicado”, dice en 4.021. Y es que “una proposición muestra su sentido”, como asegura en 4.022. Ello significa que si
la proposición es verdadera, nos dice cómo están dispuestas las cosas. El
sentido de la proposición es justamente lo que ella afirma (4.064).
—Si entendí
bien, Eufemia, para que una pintura pueda retratar la realidad –correcta
o incorrectamente, que no sé cómo sería en el segundo caso, porque no habría
ningún retrato- ha de tener algo en común con ésta. Pero todavía no he
visto qué sería eso común.
—A lo que tienen en común realidad y
pintura, Wittgenstein lo llama ´forma pictórica’ (‘Form der Abbildung’, en
alemán). La forma pictórica es la posibilidad de que las cosas estén
relacionadas unas con otras del mismo modo que los elementos de la pintura
(2.151). Y es que una pintura es un hecho (2.141), es decir, el hecho de que
los elementos de la pintura estén relacionados de determinado modo. Y más:
“sólo los hechos pueden expresar un sentido, no así un conjunto de nombres”
(3.142), de ahí que sólo las proposiciones tengan sentido.
En resumen, mis queridas amigas, cuando la verdad o falsedad de
una proposición puede determinarse
en virtud de la verdad o falsedad de las
proposiciones elementales, entonces diremos que tal proposición es una función
veritativa de sus proposiciones elementales. O más claro: “Si una proposición
elemental es verdadera, el estado de cosas existe; si es falsa, no existe”
(4.25). O, en mis términos: si el estado de cosas no existe, la proposición es
falsa, esto es, no es una proposición sino un montón de palabras conectadas de
acuerdo con las reglas de la gramática. Ahora bien, si todas las proposiciones
elementales están dadas, el resultado es una descripción completa del mundo, o,
lo que es lo mismo, el mundo queda completamente descrito cuando se dan todas
las proposiciones elementales y se indican cuáles de ellas son verdaderas y
cuáles falsas, como quiere el autor en 4.26. El mundo consiste, entonces, en
estados de cosas independientes. Los hechos son combinaciones de estados de cosas conectados del mismo modo
que lo están las proposiciones elementales a través de las funciones
veritativas. Y esto era lo que te quería demostrar.
—La verdad, Eufemia, has hablado muy bien, como quiere tu nombre, pero, perdona mi torpeza y tenme un poco de paciencia. Todavía no sé qué es la verdad. La correspondencia me llama la atención, pero no me convence. Descubro en ella la maravilla que señala Borges en un famoso poema:
Si (como afirma el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de 'rosa' está la rosa
y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'
—Más que maravilla es misterio, como misterio es cuál sea el nombre de Dios:
Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.
Adán y las estrellas
lo supieron
en el Jardín. La herrumbre del pecado
(dicen los cabalistas) lo ha borrado
y las generaciones lo perdieron.
—La maravilla y el misterio los eternizó De Saussure cuando,
para mostrar los elementos constitutivos del signo lingüístico, introdujo una
raya entre significado y significante. Con ella no sólo dejaba claro el signo
prohibitivo que impide el paso del uno al otro, sino el salto en el vacío. Son
dos realidades que, como las sustancias cartesianas, no poseen comunicación.
—Por eso la verificación, Blasfemia. Sé que es algo engorroso, pero al final surge refulgente la verdad como correspondencia entre la esencia y el hecho.
*
—Se me ocurre, amigas, que habría que
encontrar una definición de verdad que no consista en la relación con algo
exterior totalmente ajeno a la misma creencia.
—De vez en cuando
tienes intuiciones muy ingeniosas, Ménoia. Tienes razón. La tentativa más
importante para establecer una definición de esa clase se conoce como teoría de la verdad como
coherencia. Dice esa teoría que el signo de la falsedad es la imposibilidad
de conectarla con el cuerpo de nuestras creencias y que la esencia de la verdad
es formar parte del sistema completamente acabado, que es la verdad.
—Pero con respecto a ese punto, mi estimada
Eufemia, yo he estado investigando y he encontrado dos dificultades.
—Ah, muy astuta… y no nos habías dicho nada.
¿Cuáles son esas dificultades?
—La primera consiste en que no hay razón alguna para suponer que sólo es posible un cuerpo de creencias. Con suficiente imaginación, es posible que un escritor, como lo hizo Calderón DE LA BARCA (1997) en La vida es sueño, pudiera inventar un pasado del mundo que conviniera perfectamente con el que nosotros conocemos y, al mismo tiempo, que fuese totalmente distinto del pasado real. El Príncipe Segismundo lo expresa de manera diáfana en un inolvidable monólogo, que yo aprendí de muchachita en la escuela:
Sueña el
rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe,
y en cenizas le convierte
la muerte, ¡desdicha fuerte!
¿Que hay quien intente reinar,
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte?
Sueña el
rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.
Yo sueño
que estoy aquí
destas prisiones cargado,
y soñé que
en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
Dice B. Russell (2009), el autor de estas
objeciones, que en materia científica es evidente que hay a menudo dos o más
hipótesis que dan cuenta de todos los hechos conocidos sobre algún asunto.
Aunque en tales casos los hombres de ciencia se esfuerzan en hallar hechos que
excluyan todas las hipótesis menos una, no hay razón para suponer que lo logren
siempre. Y señala también que en Filosofía no parece raro que dos hipótesis
rivales puedan dar ambas razón de todos los hechos. Así por ejemplo –como hemos
visto en el poema del dramaturgo español del Siglo de Oro- es posible que la vida sea un largo sueño y
que el mundo exterior tenga tan sólo el grado de realidad que tienen los
objetos de los sueños. Aunque este punto de vista no parece incompatible con
los hechos conocidos, no hay razón para preferirlo sobre el punto de vista del
sentido común, según el cual otras personas y cosas existen realmente. De este
modo, la coherencia no define la verdad, porque nada prueba que sólo pueda
haber un único sistema coherente.
—Muy bien, Ménoia. Realmente te has lucido,
pero me temo que esa primera objeción está abonando mi definición de verdad.
¿Cuál es la segunda?
—Señala el mismo Russell que la definición
de verdad por coherencia supone conocido lo que entendemos ‘por coherencia’,
mientras que, de hecho, la coherencia presupone la verdad de las leyes lógicas.
Es decir, dos proposiciones son coherentes cuando ambas pueden ser verdaderas a
la vez, e incoherentes cuando una, por lo menos, debe ser falsa. Pero para
saber si dos proposiciones pueden ser verdaderas a la vez, debemos conocer
verdades como la ley de la no contradicción.
—Explícate, por favor, porque ahora me
asaltó a mí la torpeza.
—No te preocupes que en todas partes se
cuecen habas, como reza el dicho. Por ejemplo, estas dos proposiciones: ‘esta
mata es una ceiba’ y ‘esta mata no es una ceiba’ no son coherentes, a
consecuencia de la ley de no contradicción. Pero si la ley de no contradicción
debiera someterse a su vez a la prueba de la coherencia, resultaría que, si nos
decidiéramos a suponerla falsa, no podría ya hablarse de incoherencia entre
diversas cosas.
—De ese modo, se puede concluir, mi querida
Ménoia, que las leyes lógicas proporcionan la armazón dentro de la cual se
aplica la prueba de la coherencia, y no pueden, a su vez, ser establecidas
mediante esta prueba. Entiendo.
En fin, por las dos
razones que tú tan brillantemente has expuesto, la coherencia no puede ser
aceptada como algo que nos dé el sentido de la verdad, aunque con frecuencia
sea una prueba muy importante de la verdad. De este modo nos vemos precisados a
mantener que la correspondencia con un hecho constituye la naturaleza de la
verdad, como he tratado de mostrarte mientras tú intentas quitar esa mancha
rebelde que no quiere abandonar el quitón de tu marido.
—Pero seguimos en lo mismo, Eufemia, puesto
que hay que definir de un modo preciso lo que entendemos por un hecho y
cuál es la naturaleza de la correspondencia que debe existir entre la creencia
y el hecho para que la creencia sea verdadera.
—Explícate, Blasfemia.
—El tema de la naturaleza última de la
verdad ha ocupado a los filósofos a lo largo de los últimos 25 siglos. En
relación con dicho tema se elaboran teorías, se proponen alternativas, se
refutan unas más que otras, pero da la sensación de que el tema sigue siendo un
misterio. Aunque, con el método propio de los lenguajes formales para la
determinación en ellos de las fórmulas verdaderas, A. TARSKI (1931) puede
elaborar una teoría que esclarece el significado del predicado ‘verdadero’ y
que es compatible con todas las teorías filosóficas que se puedan formular.
—Y esto, automáticamente, pone de
manifiesto su superioridad explicativa, pero, por otro lado, la teoría
tarskiana deja a todos insatisfechos, pues todos desearíamos oír más acerca de
la verdad.
—Pero lo que Tarski dijo no es falso. Con
toda claridad mostró que ‘verdadero’ y
‘falso’ pertenecen al metalenguaje, no al lenguaje objeto. En el lenguaje
objeto, los signos denotan (nombran o se refieren) objetos que no son parte del
lenguaje. En el metalenguaje, los signos denotan signos del lenguaje objeto. En
términos de R. Carnap: si investigamos, analizamos y describimos un lenguaje L 1,
necesitamos un lenguaje L2 para formular los resultados
de nuestras investigaciones de L1 o las reglas para el uso de L 1. Entonces, llamamos lenguaje
objeto a L 1. A la totalidad
de lo que se conoce acerca de L1, dicho en L2, suele
denominarse metateoría.
—Concedo que Tarski demuestra cómo
inevitablemente cualquier lenguaje que sea lo suficientemente fuerte siempre
será incompleto en algún sentido, pues para la adjudicación de verdad de sus
oraciones se tendrá que disponer de un lenguaje más fuerte, esto es, de un
metalenguaje, que es al que pertenecerán
los imprescindibles predicados ‘verdadero’ y ‘falso’.
—Pero, Eufemia y Ménoia, en las tiranías –como la cubana- no suelen permitirse metateorías. Es decir, hay la teoría del régimen, pero no permite niveles superiores sobre ella. Aventurarse a usar un metalenguaje sobre el lenguaje objeto oficial es adentrarse en el error y en la ignominia. Consideremos la famosa autocrítica de Heberto Padilla, que le puso los pelos de punta al mundo intelectual del mundo izquierdoso, entre otros a J. P. Sartre, aunque cambió el leninismo-estalinismo por algo peor, el maoísmo:
Ustedes
saben perfectamente que desde el pasado 20 de marzo yo estaba detenido por la
Seguridad del Estado de nuestro país. Estaba detenido por
contrarrevolucionario. Por muy grave y por muy impresionante que pueda resultar
esta acusación, esa acusación estaba fundamentada por una serie de actitudes,
por una serie de posiciones, por una serie de actividades, por una serie de críticas.
. . No, no, no. Críticas −que es una palabra a la que quise habituarme en
contacto con los compañeros de Seguridad− no es la palabra adecuada a mi
actitud. Si no por una serie de injurias y difamación contra la Revolución…
En otros términos, coherencia es coherencia con
el sistema, con el conjunto de creencias que —como cualquier hecho— no es
verdadero ni falso: simplemente es. Y es tanto más peligroso cuanto más
poderoso.
Vean, si no, la terrible abjuración de Galileo Galilei en 1633 ante el poder de la Iglesia Católica, que no sólo era poder en orden de la fe sino también en el orden temporal:
Yo, Galileo, hijo de Vincenzo Galileo de
Florencia, a la edad de 70 años, interrogado personalmente en juicio y postrado
ante vosotros, Eminentísimos y Reverendísimos Cardenales, en toda la República
Cristiana contra la herética perversidad, Inquisidores generales; teniendo ante
mi vista los sacrosantos Evangelios, que toco con mi mano, juro que siempre he
creído, creo aún y, con la ayuda de Dios, seguiré creyendo todo lo que
mantiene, predica y enseña la Santa, Católica y Apostólica Iglesia.
Pero, como, después de haber sido
jurídicamente intimado para que abandonase la falsa opinión de que el Sol es el
centro del mundo y que no se mueve y que la Tierra no es el centro del mundo y
se mueve, y que no podía mantener, defender o enseñar de ninguna forma, ni de
viva voz ni por escrito, la mencionada falsa doctrina, y después de que se me
comunicó que la tal doctrina es contraria a la Sagrada Escritura, escribí y di
a la imprenta un libro en el que trato de la mencionada doctrina perniciosa y
aporto razones con mucha eficacia a favor de ella sin aportar ninguna solución,
soy juzgado por este Santo Oficio vehementemente sospechoso de herejía, es
decir, de haber mantenido y creído que el Sol es el centro del mundo e inmóvil,
y que la Tierra no es el centro y se mueve. Por lo tanto, como quiero levantar
de la mente de las Eminencias y de todos los fieles cristianos esta vehemente
sospecha que justamente se ha concebido de mí, con el corazón sincero y fe no
fingida, abjuro, maldigo y detesto los mencionados errores y herejías y, en
general, de todos y cada uno de los otros errores, herejías y sectas contrarias
a la Santa Iglesia. Y juro que en el futuro nunca diré ni afirmaré, de viva voz
o por escrito, cosas tales que por ellas se pueda sospechar de mí; y que si
conozco a algún hereje o sospechoso de herejía, lo denunciaré a este Santo
Oficio o al Inquisidor u Ordinario del lugar en que me encuentre.
Juro y prometo cumplir y observar
totalmente las penitencias que me han sido o me serán, por este Santo Oficio,
impuestas; y si incumplo alguna de mis promesas y juramentos, que Dios no lo
quiera, me someto a todas las penas y castigos que me imponen y promulgan los
sacros cánones y otras constituciones contra tales delincuentes. Así, que Dios
me ayude, y sus santos Evangelios, que toco con mis propias manos.
Yo, Galileo Galilei, he abjurado,
jurado y prometido y me he obligado; y certifico que es verdad que, con mi
propia mano he escrito la presente cédula de mi abjuración y la he recitado palabra
por palabra en Roma, en el convento de Minerva este 22 de junio de 1633. Yo,
Galileo Galilei, he abjurado por propia voluntad.
—En conclusión, retomando la teoría de la verdad como coherencia, que fue formulada por primera vez por Hegel, no pone como criterio de verdad la adecuación a la realidad, sino la conexión entre el conjunto de proposiciones de un sistema. La verdad, más que en las proposiciones aisladas, está en el sistema. Veo, amigas, que se trata de un criterio válido para las ciencias formales: matemáticas y lógica, pero no aplicable a las ciencias empíricas, donde la teoría ha de acomodarse a los hechos que pretende explicar, porque un sistema puede tener coherencia lógica y… ser falso.
*
—Lo cual me lleva a sospechar que la
verdad está muy cerca del acuerdo. ¿Me equivoco, Eufemia?
—En efecto, Ménoia, así es. Un antiguo criterio de validación de la
verdad es el consensus gentium (en criollo, ‘acuerdo del pueblo’), que
declara que “lo que es universal entre los hombres lleva su parte de verdad”.
Varias teorías del consenso se basan en variaciones de este principio. En
algunos criterios la noción de consenso universal se toma estrictamente,
mientras que otros califican los términos del consenso de varias formas. Hay
versiones de la teoría del consenso en las que la proporción de la población
requerida para que se dé el consenso y el periodo de tiempo necesitado para
declarar el contexto varían respecto a la norma clásica.
Es muy difícil encontrar un filósofo que sostenga una teoría
del consenso pura o, en otras palabras, un tratamiento de la verdad
que esté basado en el consenso real de una comunidad real sin más
calificativos. Las teorías puras del consenso son temas frecuentes de
discusión, porque sirven de puntos de referencia para discutir teorías
alternativas.
Jacques RANCIÈRE (1996) expone que una de las
condiciones para la política democrática es la existencia de disenso o
desacuerdo, pues esa diferencia o tensión que produce diálogo es la manera en
que construimos la propia comunidad. En palabras de Rancière: "El
desacuerdo no es el conflicto entre quien dice blanco y quien dice negro. Es el
existente entre quien dice blanco y quien dice blanco pero no entiende lo mismo
o no entiende que el otro dice lo mismo con el nombre de la blancura".
—Se me ocurre que la verdad histórica tiene mucho que ver con
el consenso o acuerdo. Por ejemplo, en general los historiadores están de
acuerdo con que el descubridor de América fue Cristóbal Colón y no Erick el
Rojo. Aunque se han aportado argumentos importantes a favor del segundo,
pareciera ser que su famoso viaje relatado en las sagas islandesas no tuvo
consecuencias como sí las tuvo el alucinado periplo del genovés.
—Y el mito de la Atlántida relatado por Platón en el Critias y Timeo es fuente inagotable de tesis utópicas.
—Yo veo el consenso
muy cerca de lo útil. Y, en este sentido, la teoría pragmatista, desarrollada
por Dewey y James, equipara verdad y utilidad. Al constatar la función práctica
del conocimiento, el pragmatista reduce a verdad esa función y estima que un
conocimiento es verdadero si nos permite actuar con éxito y falso si nos
conduce al fracaso. Por esta regla de tres, un mapa de carreteras es verdadero
si nos orienta y nos permite llegar a nuestro destino y es falso si nos
desorienta y nos perdemos. En el ámbito de la ciencia, la verdad se manifiesta
en el éxito de la experimentación. En el ámbito de las creencias, James
sostiene que son verdaderas si producen efectos beneficiosos en el creyente y
falsas, si los efectos producidos son perniciosos.
—A propósito para terminar
este punto, les invito a que leamos
algunos párrafos de Cómo esclarecer
nuestras ideas de Ch. S. PEIRCE (1988), que es el padre de
todas estas teorías de que venimos de hablar.
—¿Qué párrafos son
esos?
—Bueno, hice una selección no tan precisa ni rigurosa como la de Eufemia en el Tractatus. La idea es que veamos la secuencia lógica que, según Peirce, conduce de la duda al acuerdo. Dice en el párrafo 7 de su escrito:
La supuesta indecisión, sea por mero divertimento, sea por algún sublime propósito, juega un importante papel en la producción de la indagación científica. Con independencia de lo que sea lo que da lugar a la duda, lo cierto es que estimula la mente a una actividad que puede ser ligera o enérgica, tranquila o turbulenta. Las imágenes pasan con rapidez por la consciencia, en un incesante fundirse las unas en las otras, hasta que, por fin, cuando todo ha pasado ya -sea en una fracción de segundo, en una hora, o después de años-, nos encontramos decididos respecto a cómo actuar bajo circunstancias tales como las que provocaron nuestra vacilación. En otras palabras, hemos alcanzado la creencia.
—O sea, tenemos
duda, indecisión, creencia. ¿Qué viene ahora?
—Tres párrafos adelante aclara lo que alcanzó en el 7. Lee, por favor:
¿Y qué es, pues, la creencia? Es la semicadencia que cierra
una frase musical en la sinfonía de nuestra vida intelectual. Hemos visto que
tiene justamente tres propiedades: primero, es algo de lo que nos percatamos;
segundo, apacigua la irritación de la duda, y, tercero, involucra el
asentamiento de una regla de acción en nuestra naturaleza, o dicho brevemente,
de un hábito. Al apaciguar la irritación de la duda, que es el motivo del
pensar, el pensamiento se relaja, reposando por un momento, una vez alcanzada
la creencia. Pero dado que la creencia es una regla para la acción, cuya
aplicación implica más duda y más pensamiento, a la vez que constituye un lugar
de parada es también un lugar de partida para el pensamiento. Por ello, me he
permitido llamarlo pensamiento en reposo, aun cuando el pensamiento sea
esencialmente una acción. El producto final del pensar es el ejercicio de la volición, de la que el
pensamiento ya no forma parte; pero la creencia es sólo un estadio de la acción
mental, un efecto sobre nuestra naturaleza debido al pensamiento, y que
influirá en el futuro pensar (&10).
—Me gusta eso de que la creencia es una regla de acción. Creo que nadie
lo había dicho antes. Pero leamos cómo sigue.
La esencia de la
creencia es el asentamiento de un hábito; y las diferentes creencias se
distinguen por los diferentes modos de la acción a la que dan lugar. Si las
creencias no difieren a este respecto, si apaciguan la misma duda produciendo
la misma regla de acción, entonces las meras diferencias en el modo de las
consciencias de ellas no pueden constituirlas en diferentes creencias, del
mismo modo que tocar un tono en diferentes claves no es tocar tonos diferentes (&11).
—Magnífica la comparación.
—Y vean lo que
añade: “toda la función del pensamiento es producir hábitos de acción (&13)
—¿Y qué es un
hábito de acción?
—Lee más abajo que él te contesta la pregunta en el mismo párrafo 13:
Lo que el hábito es depende de cuándo y cómo nos
mueve a actuar. Por lo que respecta al cuándo, todo estímulo a la acción se deriva de la percepción; por lo
que respecta al cómo, todo propósito de la acción es el de producir un cierto
resultado sensible. Llegamos, así, a lo tangible y concebiblemente práctico
como raíz de toda distinción real del pensamiento, con independencia de lo
sutil que pueda ser; y no hay ninguna distinción de significación tan afinada
que no consista en otra cosa que en una posible diferencia de la práctica.
—Y aquí, amigas, llegamos adonde íbamos. Lee, Ménoia, en voz
alta para todas el parágrafo 20.
—Leo: “Por otra parte, todos los partidarios de la
ciencia están animados por la feliz esperanza de que basta con que aquella se prosiga lo suficiente para que dé una
cierta solución a cada cuestión a la que la apliquen. Uno puede investigar la
velocidad de la luz estudiando los pasos de Venus y la aberración de las
estrellas; otro, por las oposiciones de Marte y los eclipses de los satélites
de Júpiter; un tercero, por el método de Fizeau; un cuarto, por el de Foucault;
un quinto, por los movimientos de las curvas de Lissajoux; un sexto, un
séptimo, un octavo y un noveno, pueden seguir los diferentes métodos de comparar
las medidas de la
electricidad estática y dinámica. Al principio pueden obtener resultados
diferentes, pero, a medida que cada uno perfecciona su método y sus
procedimientos, se encuentra con que los resultados convergen ineludiblemente
hacia un centro de destino. Así con toda la investigación científica. Mentes
diferentes pueden partir con los más antagónicos puntos de vista, pero el
progreso de la investigación, por una fuerza exterior a las mismas, las lleva a
la misma y única conclusión. Esta actividad del pensamiento que nos lleva, no
donde deseamos, sino a un fin preordenado, es como la operación del destino.
Ninguna modificación del punto de vista adoptado, ninguna selección de otros
hechos de estudio, ni tampoco ninguna propensión natural de la mente, pueden
posibilitar que un hombre escape a la opinión predestinada. Esta enorme
esperanza se encarna en el concepto de verdad y realidad. La opinión
destinada a que todos los que investigan estén por último de acuerdo en
ella es lo que significamos por verdad, y el objeto representado en esta
opinión es lo real. Esta es la manera cómo explicaría yo la realidad”.
—¡Magnífico!
—No tan rápido, amigas. Es fácil ver
que el pragmatismo se enfrenta a objeciones muy serias. En primer lugar, deja
en la penumbra su concepto básico de utilidad. Además, lo útil es un concepto
esencialmente relativo, que varía según las personas, los lugares y los
tiempos. Una creencia tampoco es verdadera porque produzca efectos
satisfactorios: se dice sabiamente que, en ocasiones, la verdad es amarga.
También sabemos que hay verdades inútiles y mentiras útiles. El pragmatismo
pues, con su ausencia de matices, puede justificar posturas políticas violentas
o injustas.
—Pero, curiosamente,
el pragmatismo ha originado una exitosa aplicación eticopolítica en la segunda
mitad del siglo XX como teoría del consenso llevada a cabo por K. O. Apel y J. Habermas, principalmente
Destacan estos autores la importancia del
diálogo como el mejor de los procedimientos para descubrir la verdad.
—Lo cual no es nada
nuevo, pues ya el viejo Sócrates estaba cansado de proclamarlo.
—Claro que no
cualquier diálogo nos permite descubrir si una norma que ha de regular nuestro
comportamiento es correcta.
—¿Está entonces
restringido a lo práctico?
—Es buena la pregunta. Parece ser que sí. Hasta ahora esta
gente está interesada en mostrar que deben ser los afectados quienes deben
establecer lo que es moralmente válido de lo que está vigente socialmente. Y
eso no se puede llevar a cabo sino mediante el diálogo, aunque no mediante
cualquier diálogo, como tú decías. Justamente ellos llaman discurso a un diálogo que se celebre en condiciones de simetría, es
decir, un diálogo libre, limpio de
coacción y de intereses, sin ignorancia de datos relevantes.
—Pero es obvio que quienes sostienen esta teoría deben darse cuenta de que piden una situación ideal, muy
difícil de conseguir.
—Sí lo saben. Es cierto que el discurso como ellos lo proponen
es, a todas luces, un diálogo ideal, que está bastante lejos de los
diálogos reales que suelen darse en condiciones de asimetría y de coacción. Los
participantes en ellos, generalmente no buscan satisfacer intereses universalizables,
sino muy individuales o muy grupales. Sin embargo —sostiene APEL (1991), por
ejemplo— cualquiera que argumenta en serio sobre la corrección de las normas
morales presupone que ese discurso ideal es posible y necesario. Y más. Arguye
que la situación ideal de la que estamos hablando es una idea regulativa, es decir, una meta para nuestros diálogos y un
criterio para criticarlos cuando no se ajustan al ideal.
—Pero también deben saber que el consenso, per se, no es criterio de verdad, pues a
lo largo de la historia se han dado consensos mayoritarios radicalmente falsos:
la esclavitud, la inferioridad de la mujer, la pena de muerte, el racismo...
—Tienes razón. No ignoran eso. Tampoco ignoran que, más que
derivar la verdad del consenso, es el consenso el que deriva del común
reconocimiento de la verdad. Su principal aportación consiste en mostrar que la
mejor forma de acceder a la verdad es aducir razones propias, escuchar las
ajenas y dialogar con rigor y serenidad.
—Como lo estamos haciendo nosotras. Ja, ja, ja.
—Ja, ja, ja.
—Ja, ja, ja.
—Volviendo a lo serio,
se me ocurre que la verdad es cosa de blablá. Por ejemplo, la llamada verdad procesal.
En Derecho se suele distinguir la verdad en dos categorías:
la verdad procesal obtenida de la actividad judicial, reflejada en las actas
del expediente, de la verdad material que se define como aquella que se obtiene
de presenciar los hechos en forma directa.
No obstante, hoy por hoy, observamos cada vez con mayor
frecuencia y preocupación que las sentencias y/o decisiones judiciales emanadas
de los órganos competentes nos conducen a soluciones en las cuales existe una verdad procesal
que es muy disímil a la verdad material.
Ante la afirmación anterior, cabe preguntarse: ¿es más
importante la verdad procesal que la verdad material para los juristas? Muchos
señalan que no lo es, pero en nuestro diario acontecer somos sorprendidos por
decisiones judiciales que nos dicen que dicha premisa es verdadera.
Supongamos que ocurre esta situación tonta: un
ladrón se apodera de una suma de dinero en una tienda, muchas personas lo ven
cometer el delito y es capturado in
fraganti. Antes de ser atrapado, entrega su botín a un cómplice que desaparece.
Esta es la verdad real que narraría un reportero de televisión.
El fiscal ordena su reclusión y se
dispone a constituir la prueba que debe mostrar al juez. Como no encuentra la
prueba, es decir, el dinero, entonces el juez decreta la libertad del presunto
delincuente y cierra el caso. Esta es la verdad procesal.
En general, en todos los sistemas
judiciales tienen vida estos dos tipos de verdad: la real y la procesal. Con el
ejemplo anterior, le damos curso a ambas interpretaciones, que para eso existen los administradores de
justicia.
La verdad real consiste en que
mucha gente sabe que un funcionario público ha cometido un acto corrupto: los
indicios de su enriquecimiento son evidentes, todo el mundo vio que salió de la
pobreza de la noche a la mañana, además de que sus antecedentes no le favorecen
demasiado.
Llega el momento de las denuncias
y los fiscales se preparan para la acción. Pero no, no hay pruebas del
enriquecimiento intempestivo, no han quedado rastros claros y objetivos que permitan
enjuiciar al denunciado. Ni los abogados acusadores se dan maña para dar las
pruebas ni los fiscales se apresuran a buscarlas, porque más bien esperan que
lleguen por milagro; los judiciales no se mueven de la oficina, la carga de la
prueba queda en manos de los acusadores y, por muy indiscutible que sea la verdad,
los fiscales se hacen de la vista gorda. En consecuencia, la verdad real ha
desaparecido, y lo que prevalece es la llamada verdad procesal, es decir, la
exigencia de presentar una prueba evidente, inexpugnable, irrebatible. Como esa
prueba ha sido escamoteada con la complicidad de terceros, entonces el presunto
sindicado queda en libertad.
A los ojos de la verdad real la
gente comenta por lo bajo que es un ladrón; a los ojos de la verdad procesal,
es inocente y puede darse el lujo de caminar por las calles. He aquí una somera
radiografía de la impunidad. No importa la competencia de los abogados
acusadores (o de su impaciencia y de su acoso), lo que cuenta es la verdad
procesal cuya prueba no ha sido instruida.
—Así es, Eufemia.
Pero incluso se puede ir, y de hecho se
va, más allá. Estoy pensando en el forjamiento tanto de la verdad
procesal como de la verdad material. En estos días leí un libro sobre la vida y
la muerte del primer heredero de Felipe II —que sería Carlos II, si su padre no
lo hubiera mandado asesinar— que me dejó los pelos de punta.
—Será uno más de
la leyenda negra. ¿Cómo se llama el libro?
—Don Carlos: El príncipe de la leyenda negra,
de Gerardo Moreno Espinosa. El autor trata de aclarar cuánto hay de verdad en
esa leyenda. Según la verdad oficial, Don Carlos murió por una huelga de hambre
el 24 de julio 1568. De hecho parece ser que murió el 28 de febrero de ese año
a manos del verdugo del reino. Y si quieren saber la verdad procesal… ¡lean la
obra!
—La leeremos en
¿vacaciones? Ese mismo problema se presenta con la verdad histórica por lo que
esta ¿ciencia? tiene que revisar continuamente sus afirmaciones y negaciones.
Una de las razones, y tal vez no la de menor importancia, es la de que la
“verdad” histórica es forjada por los historiadores del mismo modo que los
fiscales pueden forjar la verdad material y procesal del juicio. Un ejemplo muy
sencillo: durante mucho tiempo los
historiadores afirmaron sin mayores bases que el Sócrates de Caracas, Simón
Rodríguez, había nacido en esa ciudad en 1771. Todo el mundo, durante muchos
años, estuvo de acuerdo con esta aseveración, pero vino Alberto Calzavara y
basado en pruebas documentales —fundamentalmente, censos de población— llevó la
fecha para el año de 1769. ¿Quién dice la “verdad”?
—Ahora que ustedes
tocan el tema, se me ocurre que muchos “hechos”
que admiramos en realidad fueron forjados por los narradores. Pues ¿qué
sería de Aquiles y Odiseo, Héctor y
Eneas, si no los hubiera cantado Homero? De seguro sus nombres y sus hazañas se hubieran
desvanecido en el tiempo como los de cualquier hijo de vecino. ¿Y cuánta verdad
verdadera hay en el canto homérico? No creo que tenga la menor importancia; lo
que importa es lo que el poeta dijo. De manera diáfana lo expresó fray Pedro
SIMÓN (1992: 14) en el Prólogo al lector de sus Notas historiales de Venezuela allá por 1627: “Y así se dice, con
recíproca dependencia, que los famosos hechos tienen vida por las letras que
los trasplantan de unas tierras y de unos tiempos a otros, y las letras e historias
tienen alma y vida con los hechos que ellas escriben, pues sobre nada no hay
que escribir. Y así no sabré yo determinar quién debe más a quién: o los que
hacen cosas dignas de memoria a los que se las escriben o los que las escriben
a los que las hicieron, por haberles dado materia de emplear sus plumas e
ingenios. Y así me parece que en dejarlos en igual grado de obligaciones mutuas,
habremos salido de ellas, y quedará averiguado el pleito”
—Estuviste muy bien, Ménoia. Pero hay algo
más grave que se puede sumar a lo que tú dijiste y que ya expuso Sexto Empírico
en sus Bosquejos pirrónicos a
propósito del lenguaje escéptico. “Respecto a todas las expresiones de los
escépticos —dice SEXTO (1982)—, es preciso saber que no aseguramos que sean verdaderas,
ya que afirmamos por el contrario que puedan destruirse a sí mismas, puesto que
están comprendidas entre las cosas a cuyo respecto se emplean, igual que los
purgantes no sólo expulsan los humores corporales, sino que se ven arrastrados
con ellos. Decimos que nos servimos de ellas indiferentemente, o si se quiere
impropiamente, aunque no nos den a conocer propiamente las cosas de las que
hablamos. Al escéptico no le conviene discutir sobre las palabras, y en
particular nos resulta ventajoso que estas palabras no tengan una significación
propia, sino relativa a alguna cosa, a saber, al escéptico. Además, debemos
recordar que no las usamos para todas las cosas en general, sino para lo que
está oscuro y para las cuestiones dogmáticas, y que decimos lo que nos parece,
sin afirmar nada de la naturaleza de los objetos. Así creo poder destruir
cualquier sofisma que se haga contra el vocabulario escéptico” (1, 28)
—¿Y cuál es ese vocabulario escéptico?
—Bueno, el autor en un párrafo anterior
(1, 19) lo había señalado:
Empleamos unas veces la expresión ‘no más’, y otras ‘nada
más’. Algunos escépticos, en lugar de decir ‘no más’, dicen evocando la causa,
‘¿por qué esto más que aquello?’, ya que es habitual usar preguntas en vez de
proposiciones, así: ‘¿Cuál de los mortales no conoce a la esposa de Zeus?’, y
usar proposiciones en lugar de preguntas, así: ‘Me pregunto por qué hay que
admirar a un poeta’. La expresión ‘no más esto que aquello’ señala la disposición
en que estamos, según la que, por la fuerza igual de las razones opuestas, nos
vemos llevados a una actitud de equilibrio. Entendemos por fuerza igual la que
existe para nosotros en lo que nos parece probable; por razones opuestas, las
que están en pugna entre sí, y por equilibrio, la negación a dar un
asentimiento en un sentido o en el otro. Aunque la expresión ‘nada más’ señala
una afirmación o una negación, no la empleamos así, sino indiferentemente, en
un sentido abusivo, en vez de una interrogación, o en vez de decir: ‘No sé a
qué dar y a qué no dar el asentimiento’. Nos proponemos mostrar lo que nos
parece. Poco importa la expresión que sirve para mostrarlo. Es necesario saber
también que empleamos la expresión ‘no más’ sin afirmar absolutamente la verdad
o la certeza de la cosa, sino que decimos lo que nos parece.
—¿Y por qué ese vocabulario tan peculiar,
Blasfemia? Nunca había oído de él.
—Por algo que comenzó a construir Enesidemo.
Este filósofo de Cnosos le dio al antiguo pirronismo la forma filosófica y
científica, y al escepticismo los argumentos más fuertes y temibles. Con razón
ha merecido ser comparado con Hume y con Kant. Lo aportado por Enesidemo fueron
los diez primeros tropos; Agripa, otro filósofo escéptico, añadiría cinco más.
—¿Y qué son los tropos?
—Por
esta palabra, ‘tropos’, los
escépticos designaban las diversas maneras o razones por las cuales se llega a
la conclusión de que es necesario suspender el juicio, que ellos llamaban epojé. Indicaban cómo se forma en
general la persuasión: vemos como ciertas las cosas que producen en nosotros
impresiones análogas, aquéllas que no nos engañan nunca o las que nos engañan
muy raramente, aquéllas que son habituales o establecidas por las leyes, aquéllas
que nos placen o que admiramos. Pero precisamente por los mismos medios se
pueden justificar creencias contrarias a las nuestras. En otros términos, a
cada afirmación se puede oponer una afirmación contraria apoyada en razones
equivalentes, sin que nada permita decidir que una es preferible a la otra.
Naturalmente se sigue de ello que nada se puede afirmar. Conducir a sus clases
más generales estas oposiciones de opinión es dirigir de alguna especie la
lista de las categorías de la duda, o más bien, pues es preciso aquí un término
nuevo, que no implica ninguna afirmación, es enumerar los tropos.
Por
todos los tropos enumerados por Enesidemo y por los de Agripa, los escépticos niegan que sea posible
cualquier demostración.
Pero
una observación de Henry Leal: Negar simplemente la posibilidad de la
demostración es tanto como negar la posibilidad de la necesidad, es decir, es
negar que sea posible concluir necesariamente o concluir lo necesario, es negar
la posibilidad de la razón. La intención
de los escépticos es negar que mediante la reflexión se pueda llegar a conocer
lo oculto, los adela, la cosa en sí. Aristóteles,
en los Segundos Analíticos, trata de
la demostración, del silogismo apodíctico, del conocimiento cierto; pero en los
Topica, en la Rhetorica y las Refutaciones,
trata del silogismo dialéctico, de la opinión, del conocimiento probable.
-Concedo. Vean cómo lo dice Diógenes LAERCIO (1950) cuando habla de Pirrón:
Niegan estos filósofos toda demostración, criterio, signo, causa,
movimiento, disciplina, generación y que haya cosa alguna buena y mala por
naturaleza. Toda demostración dicen, o consta de cosas demostradas o no
demostradas. Si de cosas demostradas, aun éstas necesitarán de alguna demostración,
y así en infinito; si constan de cosas indemostradas, y todas, algunas o una
sola discuerda, ya todo carece de demostración…
-Por eso, para refutar una tesis basta con probar que es falsa una de sus premisas.
… Si pareciere a algunos, dicen, que hay cosas que no necesitan demostración, son éstos admirables en su sentencia no viendo que el que de estas cosas reciban otras la creencia…
-No es la verdad la que se transmite sino la valoración
del enunciado por el oyente. La actitud de aceptación o rechazo del otro hacia
el enunciado se transmite a la conclusión, coherencia mediante. La pura coherencia no produce persuasión, se
requiere que las premisas hayan sido previamente admitidas.
….es lo primero que necesita probarse, pues no hemos de probar que los elementos…
- Razonamiento circular. Es violento. Se nos obliga a aceptar lo que textualmente está para ser probado.
… son cuatro, porque son cuatro los elementos. Además, si son inciertas las demostraciones particulares, también lo será la demostración general. Para saber, pues, que hay demostración es menester criterio…
-Pero el criterio es últimamente indemostrable, es un postulado, una convención, un arte, un acuerdo entre los hombres, dice Henry Leal y dice bien, porque los indemostrables son el principio de no contradicción en lo discursivo y si fallor sum en lo empírico, en lo sensorial.
…y para saber que hay criterio es menester demostración. Así, que remitiéndose o refiriéndose mutuamente una a otra, ambas son incomprensibles. Pues ¿de qué modo se comprenderán las cosas inciertas ignorando la demostración? No se inquiere si aparecen tales, sino si son tales esencialmente.
—Hay un filósofo que siempre me ha
parecido muy simpático, tal vez porque era un académico, director de la
Academia de 160 hasta 137 a.C. Su nombre era Carnéades, y lo recuerdo porque él
puso en práctica aquello que vienes de exponer, Blasfemia.
—¿Qué hizo Carnéades, Eufemia, para que en
este momento lo recuerdes?
—Bueno, recordamos su nombre por una
anécdota y por su aporte a la Filosofía.
—Empieza por la anécdota, que me tienes
comiendo las uñas.
—El académico Carnéades, el
estoico Diógenes de Babilonia y el peripatético Critolao marcharon a Roma en
cierta ocasión, como embajadores, o mejor aún, como abogados de Atenas, para
obtener la reducción de un tributo de quinientos talentos que debía pagar la
ciudad. Durante el tiempo de su embajada, dieron conferencias a las que la
juventud romana, dejando sus placeres, acudió en tropel.
Los embajadores
defienden ante el Senado romano la posición ateniense y lo hacen con mucho
éxito. A tal punto que el Senado los agasaja, y éstos, que durante su estancia
daban conferencias públicas y privados, son invitados a hablar ante el Senado y
exponer sus ideas respecto a un tema. Escogen el de la justicia.
Cada uno de los embajadores da su conferencia. Una vez
llegado el turno de Carnéades, éste la divide en dos días. Lo que sucede es que
un día defiende una posición y es muy vitoreado por los senadores y, al
siguiente... defiende la contraria, y es aún aclamado más fuertemente.
Semejante situación
alarmó a Catón el Censor, que había asistido a ambas, y le pareció
profundamente subversivo el planteamiento de Carnéades, así que decidió que
dado que los embajadores ya habían terminado con su cometido, lo más adecuado
era que volviesen a Atenas sin mayor demora. El episodio es relatado con cierto
detalle por Plutarco al hablar de la vida de Catón el Censor.
—¡Increíble Carnéades! ¡Debía de ser
el propio piquito de oro! Debió haberse llamado Crisóstomo y no ‘de Cirene’, que no significa gran cosa
fuera de indicarnos el lugar de donde venía. Háblanos ahora de la doctrina de
ese filósofo que también ya me está resultando muy simpático.
—Lo primero que hay que decir es que, al
igual que Sócrates y Pirrón, no dejó nada escrito. Lo que sabemos de su
doctrina se lo debemos a su discípulo Clitómaco.
Cuando Carnéades
llega a la Academia, ya el escepticismo había sido instalado en ella por
Arcesilao y sus seguidores. Carnéades mantiene
la orientación escéptica básica, pero trata de darle un matiz nuevo y no tan
radical en relación con la epojé o
suspensión de juicio de que nos habló Blasfemia.
Ese matiz significa
relativizar la imposibilidad de dar una valoración o juicio respecto a algo.
Carnéades dice que si bien no se puede dar un juicio absoluto o taxativo sí
puede darse una valoración probabilística. Es decir, si bien sigue sin
afirmarse nada —y respetando la epojé
en ese sentido— sí se puede arriesgar a
decir que es lo más probable en relación con el tema tratado.
Cuando Carnéades en su formulación
rechaza todo dogmatismo, en buena medida se dirige en ello contra los
planteamientos estoicos, pero, en la práctica, también lo hace contra una aplicación
rigurosa, inflexible y dogmática de la propia epojé escéptica.
Así sustituye la idea
de verdad absoluta por el de una certeza personal, sin presuponer verdad o
falsedad, que permita funcionar de manera pragmática a partir de las
experiencias que se entienden probables o creíbles. En ese sentido cambia la
aplicación de una estricta y absoluta suspensión de juicio, que se utilizaba
también para no equivocarse, por una valoración probabilística que contempla y
acepta la posibilidad de equivocación, pero que entiende que es preferible
equivocarse que no paralizarse y no actuar.
Se rechaza la apraxia, la parálisis en la acción, y se
implementa la persuasión (pithanos) a
través del argumento, que sirve a la vez como criterio de conocimiento y como
pauta de actuación.
Se ponen en boca de Carnéades los motivos que le llevan
a establecer su concepto de to pithanon (lo probable) que suaviza
la epojé de esta manera: “No
poseemos (...) la evidencia, pero sí la probabilidad. La verdad plena y sin
velos pertenece a los dioses. Nuestra inteligencia percibe apariencias más o
menos confusas; no lo que es verdadero, pero sí lo probable, y esta luz tan
incierta, por débil que sea, nos permite opinar. La suspensión absoluta del
juicio es un estado imposible; no se puede conceder al hombre el obrar
habiéndole antes prohibido juzgar.”
Ese cálculo probabilístico no viene
del objeto sino
del sujeto. Es el sujeto quien,
a partir de la apariencia o representación de un fenómeno, le atribuye ciertas
características que, comparadas con otras atribuciones realizadas por otros,
darán el nivel de probabilidad. Si de la comparación resulta un grado de
coincidencias y no aparecen contradicciones, el nivel de probabilidad será
mayor.
—Pero, amiga, se trata de un criterio de credibilidad no de
veracidad. El razonamiento analógico es su caballito de batalla. ¡Y que Dios nos ampare!
—Así es. Puede compararse ese
proceso con el realizado por un médico para establecer el diagnóstico de una
enfermedad. A partir de ciertos síntomas que concuerdan con la descripción de
otros casos, emite una opinión sobre la probable enfermedad ante la que se
encuentra.
—Ahora entiendo,
amigas, por qué me resultaba tan simpático. ¡Y es que se parece a uno de esos médicos de
la tele como el Dr. House! Ja, ja, ja. Alto, buen mozo, enérgico y decidido y
muy sensible, no como mi Andrés Felipe a quien siempre le pongo los cuernos…
imaginarios con el famoso médico.
—Bueno, creo que no
era exactamente así. Como decía el propio Carnéades, los sentidos nos informan,
pero no nos dicen la verdad. No sabemos mucho de él, pero sabemos que su ardor para el trabajo era tan
grande que desatendía el cuidado de su persona, y con frecuencia se olvidaba de
tomar alimento. Lo suyo era la dialéctica?
Para prepararse a la lucha tomaba una
dosis de eléboro, a fin de tener el espíritu libre y avivado el fuego de su
imaginación.
—Eufemia,
recuérdale a Ménoia que el eléboro era utilizado en la medicina casera como un
cardiotónico (¿y psicotrópico?, es decir, para el tratamiento de la debilidad
cardíaca. Pero también sus principios se empleaban como armas de guerra para
envenenar dardos y flechas con los cuales eliminar al enemigo. ¿Con qué
propósito lo tomaba Carnéades?
—¿La verdad? no lo
sé. ¿Con los dos (o tres) propósitos tal vez? Lo que sabemos es que el eco
extraordinario de su voz, la flexibilidad de su espíritu, la riqueza inagotable
y la impetuosidad de su elocuencia, que se ha comparado a una corriente rápida
que arrastra cuanto halla a su paso, la sutileza de sus razonamientos, la
vivacidad de sus ataques y de sus réplicas, lo rodearon de una multitud de
jóvenes deseosos de oírle y de asistir a sus controversias, que parecían
verdaderos combates, y en las que el jefe de la Academia era siempre el vencedor.
En su Vida, opiniones y sentencias de
los filósofos más ilustres, Diógenes Laercio nos facilita ciertos
detalles:
Fue amantísimo del trabajo y menos aplicado a la física que a
la moral. Se dejaba crecer el pelo y las uñas, en fuerza de la continua
aplicación a los libros. Era tan hábil en la filosofía, que hasta los maestros
de oratoria dejaban sus escuelas y concurrían a oírlo. Tenía la voz muy recia,
de manera que el jefe del gimnasio tuvo que enviarle recado que no gritase
tanto; pero él respondió que «le diese la medida de la voz». A esto repuso
sabiamente aquél, diciendo: «Medida tenéis en los que os oyen». Era acérrimo en
las reprensiones e inexpugnable en los argumentos, y por esto excusaba los
convites.
—Por esto último
no parece que fuera muy socrático ¿no?
—No parece.
—Sí, no parece.
Lector, continúa en "Trapos de verdad y alergias del discurso (II)". Deja tu Comentario.
Si deseas comunicarte con el autor de la entrada, escribe a carloshjorge@yahoo.es