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sábado, 27 de abril de 2013

El jaque mate de Joseph Aloisius Ratzinger

 

 

 200+ ideas de Benedicto XVI en 2020 | papa benedetto xvi, catolico,  cardenal ratzinger


     Cuando pasen unos años, seguramente los jugadores de ajedrez de todo el mundo harán uso de la jugada maestra de cierre con la cual el papa Benedicto XVI le dio jaque mate al papa Juan Pablo II. Expliquemos esto.

Debo decir, en primer lugar, que los papas se mueven por las mismas pasiones que los demás mortales. Generalmente pensamos que los hombres se mueven por razones y no por pasiones. Esto deriva del hecho de la consideración de que solo nos mueven las pasiones de los grandes arrebatos,  como el amor, el odio, la ira... y que las más veces nos movemos racionalmente. Pero, decía Hume, hay pasiones apacibles cuya acción sobre la voluntad la confundimos con la racionalidad.

Como es sabido, el filósofo escocés consideraba a la razón o entendimiento como una facultad exclusivamente cognoscitiva, cuyo ámbito de aplicación termina donde deja de plantearse la cuestión de la verdad o de la falsedad de los juicios, los cuales a su vez solo pueden referirse, en última instancia al terreno de la experiencia sensible. Sin embargo, el territorio de la moralidad es, a su juicio, un ámbito ajeno a la experiencia sensible. Ésta nos presenta hechos, pero la moralidad no es cuestión de hechos, sino de sentimientos subjetivos de agrado o de desagrado que aparecen en nosotros al tiempo que experimentamos los hechos objetivos. En resumen, para Hume nuestras acciones –incluidas las de los papas- se producen en virtud de las pasiones, que surgen en nosotros de modo inexplicable y que están orientadas a la consecución de fines no propuestos por la razón, sino por los sentimientos. La bondad o maldad de tales acciones depende del sentimiento de agrado o desagrado que provocan en nosotros. El papel que desempeña la razón en ellas no pasa de ser el de Celestina: nos proporciona conocimiento sobre la situación y  sobre la adecuación o no de los medios para conseguir los fines propuestos por el deseo. Lo dijo claramente en el Tratado (II,3, 3): “La razón es y solo debe ser esclava de las pasiones, y no puede aspirar a ninguna otra función que la de servir y obedecerlas”.

El papa Benedicto XVI nos dio una razón para renunciar a la Silla de San Pedro, la razón de que era demasiado débil para cargar con el peso de tanta responsabilidad,  pero yo me temo que obró así por una pasión, esto es, por una razón metafísica.

El deseo de inmortalidad es pasión de todos los seres vivos. ¡Hay que ver las volteretas que dan los vivientes para perpetuarse! Lo hacen perpetuando la especie, esto es, convirtiéndose en eslabones de una cadena infinita. Ningún ser vivo se aparea, por ejemplo, con la conciencia de que su línea se va a detener en un punto. Todos los abuelos consienten a sus nietos porque en estos se verifica su deseo de inmortalidad. En otros términos, los abuelos comprueban en sus nietos que ellos no morirán del todo, aunque saben que inexorablemente van a morir.
Como Papa, Benedicto XVI había comprobado que su antecesor polaco le robaba todos los aplausos y todos recuerdos. Durante años pudo anticipar que su futuro sería el olvido, el de un papa más en la larga lista de los papas. Pero Benedicto XVI es un hombre muy sensible y, al jugar el juego de la memoria, no se quería morir sabiendo que lo habrían de olvidar. Y le dio el jaque mate a quien, con seguridad, lo ocultaría.
“La Inmortalidad –escribió Simón Rodríguez en Luces y virtudes sociales- es una sombra indefinida de la vida que cada uno extiende hasta donde alcanzan sus esperanzas y hace cuanto puede por prolongarla.

“Se complace el hombre sensible figurándose su existencia proyectada en el interminable espacio de los tiempos, como se complace en ver, desde una altura, sucederse los valles, los bosques y los montes más allá de un horizonte sin fin”.

Por esa jugada maestra, mientras dure la Iglesia Católica  -que será hasta el final de los tiempos, como quieren los creyentes-, Joseph Aloisius Ratzinger aparecerá en la exclusiva lista de los papas renunciantes, a saber:
Clemente I (del 88 al 97)
Ponciano (230-235)
Silverio (536-537)
Benedicto IX (10 de marzo al 1 de mayo de 1045)
Celestino V (29 de agosto al 13 de diciembre de 1294).
Gregorio XII (1406 a 1415)
Benedicto XVI (2005-2013)

Lector, si quieres comunicarte con el autor, deja tu Comentario o escribe a carloshjorge@yahoo.es


sábado, 14 de julio de 2012

Dios o la ilusión de lo porvenir




     Si en plena belle époque a Sigmund Freud se le hubiera preguntado ¿cuántos dioses hay?, sin vacilar seguramente hubiera respondido: dos, y nos habría dado sus nombres: Lógos y Ananké, esto es, la inflexible razón y el destino necesario.



     Siguiendo los preceptos de la primera, la religión fue, sin dudas, tema que varias veces ocupó su atención. Moisés y la religión monoteísta: tres ensayos, que escribiera a lo largo de 1934-1938, fue publicada en forma de libro el mismo año de su muerte en Londres en 1939 (Moisés y el monoteísmo, edición francesa de Gallimard de 1948). Esta obra, escrita cuando arreciaba la persecución de los judíos por los nazis, es considerada por muchos como una continuación lógica de Tótem y tabú (1912), pues entre otros temas aborda nuevamente el mito del asesinato del padre en la forma del asesinato colectivo de Moisés por parte de su pueblo. En Tótem y tabú -nos dice en comentarios posteriores- había tratado por primera vez el origen de la religión o, más bien como él mismo aclara, la génesis del totemismo, que, definitivamente, está en la base de muchas de las prácticas e ideas religiosas. La pregunta en este sentido a un imaginario contradictor es pertinente: ¿Puede usted acaso explicar desde alguno de los puntos de vista conocidos por la primera forma en que la divinidad protectora se reveló a los hombres, y se instituyera, al mismo tiempo que la prohibición de matar a dicho animal y de comer su carne, la costumbre solemne de sacrificarlo y comerlo una vez al año en colectividad?

      En una obra de 1927, mucho menos compleja que estas dos mencionadas, aborda S. Freud nuevamente el tema de la religión. El sugestivo título de este escrito es el de El porvenir de una ilusión. A partir de él, trataré de exponer mi idea del origen de Dios con la tesis de la ilusión de lo porvenir.

   1.     El núcleo de la idea freudiana sobre las “representaciones religiosas” lo sintetiza el padre del Psicoanálisis en el capítulo VI de El porvenir de una ilusión. Cito textualmente: "Recapitulando nuestro examen de la génesis psíquica de las ideas religiosas, podremos ya formularla como sigue: tales ideas, que nos son presentas como dogmas, no son precipitados de la experiencia ni conclusiones del pensamiento: son ilusiones, realizaciones de los deseos más antiguos, intensos y apremiantes de la Humanidad. El secreto de su fuerza está en la fuerza de estos deseos. Sabemos ya que la penosa sensación de impotencia experimentada en la niñez fue lo que despertó la necesidad de protección, la necesidad de una protección amorosa, satisfecha en tal época por el padre, y que el descubrimiento de la indefensión a través de toda la vida llevó luego al hombre a forjar la existencia de un padre inmortal mucho más poderoso. El gobierno bondadoso de la divina Providencia mitiga el miedo a los peligros de la vida; la institución de un orden moral universal asegura la victoria final de la Justicia, tan vulnerada dentro de la civilización humana, y la prolongación de la existencia terrenal por una vida futura amplía infinitamente los límites temporales y espaciales en los que han de cumplirse los deseos".

     Pasa Freud a continuación en ese mismo capítulo VI a clarificar el sentido del término ‘ilusiones’ con el que calificó las ideas religiosas. Apunta, en primer lugar, que “una ilusión no es lo mismo que un error ni es necesariamente un error”. Para ilustrar el sentido del término nos ofrece varios ejemplos. Ilusión era la creencia de Cristóbal Colón de que “había descubierto una nueva ruta para llegar a las Indias. La participación de su deseo en este error resulta fácilmente visible”. Especifica: “Una de las características más genuinas de la ilusión es la de tener su punto de partida en deseos humanos de los cuales se deriva”. Por esta razón se parece a la idea delirante. Ésta, sin embargo, aparece en abierta contradicción con la realidad. No así la ilusión, que no necesariamente es irrealizable o contraria a la realidad. Define. “Así, pues, calificamos de ilusión una creencia cuando aparece engendrada por el impulso a la satisfacción de un deseo, prescindiendo de su relación con la realidad, del mismo modo que la ilusión prescinde de toda garantía real”. Por tanto, aunque los dogmas se acercan más a las ideas delirantes, sin embargo son “ilusiones indemostrables y no es lícito obligar a nadie a aceptarlos como ciertos”. Aunque no entra Freud a pronunciarse sobre la verdad de las doctrinas religiosas, señala que “sería muy bello que hubiera un Dios creador del mundo y providencia bondadosa, un orden moral universal y una vida de ultratumba; pero encontramos harto singular que todo suceda así a medida de nuestros deseos. Y sería más extraño aún que nuestros pobres antepasados, ignorantes y faltos de libertad espiritual, hubiesen descubierto la solución de todos estos enigmas del mundo”.

    2.     Si continuamos las ideas freudianas, llegaremos a la conclusión de que hay una sola religión cuyo núcleo se describió. Pero es empresa difícil definir la religión, la religión en sí, la que, según algunos, vive bajo las apariencias diversas de las religiones particulares y que les es común a todas, les sobrevive a todas y constituye el fundamento indestructible sobre el que se levanta cada una de ellas, antes de acomodarse a las necesidades y gustos de quienes la reclaman. Nadie, hasta ahora, ha logrado realizar, de manera satisfactoria para todo el mundo, tan difícil empresa; parece que siempre, al menos por un lado, el objeto de la definición la desborda.

     Una religión, cualquiera que sea, no cae completamente hecha del cielo. Nace de una iniciativa particular y de una necesidad general, luego se constituye y se nutre (más bien, engorda sin nutrirse mucho), tomando lo que necesita de los diversos medios religiosos en los que está llamada a vivir. Se ha sostenido, no sin cierta apariencia de razón, que el medio crea al héroe que necesita. Es también el medio el que engendra al profeta que le hace falta. Es él, y no otro, quien hace brotar las afirmaciones de fe cuya necesidad siente más o menos claramente. Por otro lado, cada medio al que se transportan las afirmaciones de otro tiende a modificarlas, a moldearlas conforme con su propia conciencia religiosa. Algunos autores, ganados por el escepticismo, reputan indiscutible el siempre renovado principio ciceroniano de que el pueblo necesita una religión porque constituye la garantía de su moral y el freno de sus apetitos, y que perjudica a la sociedad debilitar a la iglesia establecida. En efecto, ya sea que interpretemos la religión de un modo o de otro, que la consideremos social por esencia o por accidente, lo cierto es que siempre ha desempeñado un papel social. Por lo demás, este papel es complejo. Varía con los tiempos y lugares; pero en sociedades como las nuestras, la religión tiene como efecto primario el sostener y reforzar las exigencias sociales. Puede llegar mucho más lejos, pero al menos llega hasta aquí. La sociedad establece penas que pueden afectar a inocentes y ser eludidas por los culpables; apenas recompensa a nadie, sólo repara en lo que resulta llamativo y se contenta con poco. ¿Dónde está entonces la balanza humana capaz de pesar rectamente penas y recompensas? Al igual que las ideas platónicas nos revelan la realidad perfecta y completa, de la que sólo podemos percibir burdas imitaciones, la religión nos introduce en una Ciudad en la que nuestras instituciones, leyes y costumbres, a lo sumo, de tarde en tarde, representan los aspectos más destacados. Aquí abajo el orden es meramente aproximado y logrado por los hombres de un modo más o menos superficial, allá arriba es perfecto y se realiza por sí mismo. La religión salva, ante nuestros ojos, la distancia existente por los hábitos entre un mandato de la sociedad y una ley de la naturaleza.

    3.  El hecho social arriba descrito se entiende perfectamente, pero ¿qué decir del hecho individual ? ¿Por qué los hombres creen en dioses? ¿Por miedo, por desvalimiento ante la todopoderosa Naturaleza como opinaba Freud? Una teoría ya antigua hace nacer la religión del temor que nos inspiran ciertos fenómenos naturales. En efecto, parece que solamente el miedo permite comprender el espectáculo de lo que han sido las religiones, y son algunas todavía, espectáculo humillante para la inteligencia humana. ¡Qué tejido de aberraciones! Por más que la experiencia diga que 'es falso' y el razonamiento que 'es absurdo', no por eso deja la humanidad de mantenerse aferrada a lo absurdo y al error. ¡Y si al menos quedara así! Pero se ha visto a la religión prescribir la inmoralidad, imponer la realización de actos criminales. Cuanto más grosera, más lugar ocupa materialmente en la vida de un pueblo. Lo que más tarde deberá compartir con la ciencia, el arte, la filosofía, lo exige y lo obtiene en principio sólo para sí. Hay sobrados motivos para sorprendernos de que hayamos definido al hombre como un ser racional. Nuestro asombro crece cuando vemos que la superstición más ruda ha sido durante tanto tiempo un hecho universal y, por lo demás, aún perdura. Encontramos en lo pasado, incluso podríamos encontrar hoy día, sociedades humanas que no tienen ciencia, ni arte ni filosofía, pero jamás hubo una sociedad sin religión. Llegados a este punto, ¡cuál no tendría que ser nuestra turbación si nos comparáramos en este aspecto con el animal! Muy probablemente el animal ignora la superstición. No sabemos casi nada de lo que pasa en conciencias distintas de la nuestra, pero como los estados religiosos se traducen ordinariamente en actitudes y actos, si el animal fuese capaz de religiosidad lo advertiríamos fácilmente por alguna señal. Nos es forzoso, pues, extraer nuestra conclusión: el homo sapiens, el único dotado de razón, es también el único que puede hacer depender su existencia de cosas irracionales ¿Cómo se puede explicar el hecho de que creencias y prácticas tan poco razonables hayan podido, y pueden aún, ser aceptadas por seres inteligentes? ¿Cómo es posible que supersticiones absurdas hayan podido, y pueden aún, gobernar la vida de seres razonables? Estas preguntas siguen en pie, a pesar del fabuloso desarrollo científico y tecnológico alcanzado por la humanidad.

     El miedo del que hablamos tiene que ver con el miedo a la desaparición, a la aniquilación. Como el hombre es el único animal que sabe que va a morir, la religión es una reacción defensiva de la naturaleza (y de la sociedad) contra tal representación de lo inevitable de la muerte. La sociedad tiene tanto interés en esta reacción como el propio individuo. No sólo porque se beneficia del esfuerzo individual y porque este esfuerzo llega más lejos cuando su impulso no es contrariado por la idea de un término final, sino también, y sobre todo, porque ella misma tiene necesidad de estabilidad y duración. Una sociedad civilizada se ampara en leyes, en instituciones, incluso en edificios que se han hecho para desafiar al tiempo; pero las sociedades primitivas están construidas sobre hombres. ¿Qué sería de su autoridad, si no se creyese en la persistencia de las individualidades que la componen? Importa, por consiguiente, que los muertos sigan estando presentes. Más tarde vendrá el culto a los antepasados, a los santos. Entonces los muertos se aproximarán a los dioses, pero para ello será necesario que haya dioses, al menos en preparación, que haya un culto, que el espíritu se haya orientado en dirección a la mitología. En su punto de partida, la inteligencia se representa a los muertos como mezclados, sin más, con los vivos, en una sociedad a la que pueden todavía hacer tanto bien como mal. Los antropólogos, psicólogos y filósofos modernos han demostrado cómo persiste el hombre primitivo en la sociedad contemporánea. Y, sobre todo, fue esta la labor de S. Freud.

     Escribió B. Spinoza que el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte. Ese pensamiento de que me tengo que morir y el enigma de lo que habrá después es el latir mismo de mi conciencia, que me susurra: "¡Dejarás de ser?" Satisfecha el hambre, surge la vanidad, la necesidad de imponerse y sobrevivir en otros. El hombre suele entregar la vida por la bolsa, pero no entrega la bolsa por la vanidad. ¿Y la vanidad qué es sino ansia de sobrevivirse? Decía Simón Rodríguez que por la gloria se sacrifica todo . ¿Qué diosa es ésta en cuyo altar se sacrifican reposo, caudal y hasta la vida? La verdadera gloria es la inmortalidad que se manifiesta en la memoria de los pueblos, en la gratitud de los pueblos. "La Inmortalidad, escribió el filósofo caraqueño, es una sombra indefinida de la vida que cada uno extiende hasta donde alcanzan sus esperanzas y hace cuanto puede para prolongarlas. Se complace el hombre sensible figurándose su existencia proyectada en el espacio interminable de los tiempos, como se complace en ver, desde una altura, sucederse los valles, los bosques y los montes más allá de un horizonte sin fin".  Para muchos, la manera posible de conquistar la inmortalidad es a través de la santidad. Y no hay santidad sin religión. La religión, entonces, es la lucha por la supervivencia, que puede convertir la tierra en un infierno. Esa sed de vida eterna la sacian muchos, los sencillos sobre todo, en la fuente de la fe religiosa. La institución cuyo fin primordial es proteger esa fe en la inmortalidad personal del alma es, entre nosotros, el catolicismo.



     Hablar del fenómeno religioso implica hablar de Dios. Pero ¿existe Dios? Desde luego, no es necesidad racional, sino angustia vital –decía Don Miguel de Unamuno - lo que lleva a creer en Dios. Y creer en Dios es, ante todo y sobre todo, sentir hambre de Dios, hambre de divinidad, sentir su ausencia y vacío, querer que Dios exista. Y aquí es donde abandonamos a Freud en su tesis y regresamos a la Biología. Todo ser vivo quiere vivir eternamente, por eso la multiplicación sin fin de los individuos para que la especie continúe. Creer en Dios es la manera cómo los humanos satisfacen esa exigencia de la vida.

     4.      De nuevo la pregunta: ¿existe Dios? Esta persona eterna, que da sentido humano al universo, ¿es algo sustancial fuera de nuestra conciencia, fuera de nuestro anhelo? He aquí algo insoluble. La razón no puede probar la imposibilidad de su existencia. Pero eso no le importa al creyente. Quien cree en Dios anhela que exista y, además, se conduce como si existiera. Vive ese anhelo y hace de él su íntimo resorte de acción. Para el creyente, de ese anhelo o hambre de divinidad surge la esperanza; de ésta, la fe; de la fe y la esperanza, la caridad, dicen los maestros católicos. El hombre religioso no puede vivir sino en un mundo sagrado, porque sólo un mundo así participa del ser, existe realmente. Esta necesidad religiosa expresa una terrible sed ontológica. El hombre religioso está sediento de ser y de orden. El terror ante el caos que rodea su mundo habitado corresponde a su terror ante la nada. El espacio desconocido que se extiende más allá de su mundo, que no está consagrado, que es simple extensión amorfa donde todavía no se ha proyectado orientación alguna ni se ha deducido estructura alguna, este espacio profano representa para el hombre religioso el no-ser absoluto. Si, por desgracia, se pierde en él, se siente vaciado de su sustancia óntica, como si se disolviera en el caos. Termina por extinguirse. La idea de Dios de la pretendida teodicea racional no es más que una hipótesis, que sólo tiene valor en cuanto con ella nos explicamos lo que tratamos con ella de explicarnos: la existencia y esencia del universo, y mientras no se expliquen mejor de otro modo. Hume trató de aclarar como nadie la idea de que toda vía para llegar al conocimiento de Dios no es sino una hipótesis explicativa

     ¿Qué es la religión?, volvemos a preguntar. Cada cual define la religión según la sienta en sí, más aún, según la observe en los demás. No cabe definirla sin sentirla de un modo o de otro. La religión, más que se define, se describe. Y, más que se describe, se siente. Puede decirse que la religión, desde la del salvaje que personaliza en el fetiche al universo todo, es la manera de dar finalidad humana al universo, a Dios, para lo cual hay que atribuirle conciencia de sí y de su fin. Y este religioso anhelo de unirnos con Dios no es ni por ciencia ni por arte. Es por la fuerza de la vida. La religión es una economía o hedonística trascendental como quiere Unamuno. Lo que el hombre busca en la religión, en la fe religiosa, es salvar su propio pellejo, eternizarlo, lo que no consigue ni con la ciencia ni con el arte ni con la moral, que no exigen a Dios. Lo que nos exige a Dios es la religión. Parece que con acierto hablan los jesuitas del gran negocio de nuestra salvación. A Dios no lo necesitamos ni para que nos enseñe la verdad de las cosas, ni su belleza, ni nos asegure la moralidad con penas y castigos, sino para que no nos deje morir del todo. El lector puede comprobar la justeza de nuestras afirmaciones viendo cómo los ancianos se aferran a las prácticas religiosas. Y es que este anhelo singular es, por ser de todos y de cada uno de los hombres normales, universal y normativo. Hay quienes afirman que el momento (si es que alguna vez lo hubo) de las religiones ha pasado a la historia. Argumentan que durante miles de años la religión ha tenido la oportunidad de unir a los hombres y establecer una paz y cultura mundiales, pero ha fracasado. Las religiones no son sino tantos motivos de enredo de los hombres como religiones hay. Es hora, entonces, de darse cuenta de que el verdadero mensaje de la verdadera religión está fuera de las religiones. Esta posición implica la negación radical de todas las religiones o la forma de un agnosticismo e indiferencia o el ateísmo. Las religiones han sido la causa de las divisiones de la humanidad y son el opio del pueblo; por lo tanto, hay que abolir todo tipo de rito, culto y creencias, ya que son necesariamente concretos y limitados, mientras que los que nos hace falta es un espíritu universal y una verdad sin límites. El hombre puede salvarse con la verdad y la verdad es que no hay religión... sino religiones, pero atravesadas por la misma necesidad... vital.




Conferencia dictada el 13 de julio de 2012 en la Universidad Católica Santa Rosa, Caracas, en el ciclo de conferencias ¿Es la creación un mito? con motivo del 13 aniversario de la Universidad

miércoles, 13 de agosto de 2008

La gloria de la Sala

El asedio y la conquista de la ciudad de Numancia constituyen uno de los episodios más interesantes de la conquista romana de la Península Ibérica. El período final del asedio y toma de Numancia se desarrolló a partir del año 134 a.C., cuando el destructor de Cartago, general romano Publio Escipión, se puso al frente de un ejército de 25.000 hombres contra unos 10.000 asediados.

En principio, Escipión no se dirigió directamente contra la ciudad, sino contra el territorio que la circundaba, devastándolo. Levanta, entonces, una serie de torres de observación y fortificaciones y corta el paso por el río Duero, único punto de contacto de la ciudad con el exterior. 

Después de verse sitiada por Escipión durante unos ocho meses, Numancia se rinde agotada por el hambre y las dificultades. Algunos de sus habitantes prefieren darse muerte entre sí antes que rendirse a los romanos. De los rendidos, Escipión se guardó cincuenta para que lo acompañaran en su triunfo a Roma y al resto los vendió como esclavos. La ciudad permanecerá arrasada hasta comienzos del Imperio.

Numancia ha pasado a la gloria de la Historia por su valor, por su afán de libertad que le llevó a resistir durante once años a las poderosas legiones romanas con escasos medios y pocas posibilidades de éxito. Y es que por la gloria se sacrifica todo, sentenció un filósofo. Es cierto: en el altar de esta diosa se ofrenda el reposo, el caudal y hasta la vida. La religión católica la identifica con el estado de los bienaventurados en el Cielo; pero también la misma Iglesia le recuerda al Papa en su coronación: "Sic transit gloria mundi", que en buen cristiano quiere decir que la gloria del mundo se desvanece como el efímero humo del incensario. La verdadera gloria no pasa. La verdadera gloria es la inmortalidad, porque está en la memoria de los pueblos que de esa manera tributan agradecimiento a sus benefactores. Esa inmortalidad es una sombra de la vida que se prolonga en el tiempo más allá de un horizonte sin fin.

Pocos, un grupo de elegidos, tienen la posibilidad real de ver extenderse su existencia, tal como se suceden valles y montañas. Si en las circunstancias que el azar agita esos pocos no ven su gloria, los dados del tiempo les traerán, no la gloria, sino su contrario, el infierno en la eternidad, esto es, el olvido.

Asediada por todos los flancos, sin retirada posible y sin esperanza de conseguir ayuda, la Sala Constitucional del TSJ, por fin, se ha entregado. Con su decreto 1265 prefirió una vida de esclavitud a una muerte gloriosa.


Lector, si me dejas un Comentario, mejoro el blog. Doblemente agradecido
Publicado por Tal Cual, pág. 20, el miércoles 13 de agosto de 2008