Cuando pasen unos años, seguramente los jugadores de
ajedrez de todo el mundo harán uso de la jugada maestra de cierre con la cual
el papa Benedicto XVI le dio jaque mate al papa Juan Pablo II. Expliquemos
esto.
Debo decir, en primer lugar, que los papas se mueven
por las mismas pasiones que los demás mortales. Generalmente pensamos que los
hombres se mueven por razones y no por pasiones. Esto deriva del hecho de la consideración
de que solo nos mueven las pasiones de los grandes arrebatos, como el amor, el odio, la ira... y que las
más veces nos movemos racionalmente. Pero, decía Hume, hay pasiones apacibles
cuya acción sobre la voluntad la confundimos con la racionalidad.
Como es sabido, el filósofo escocés consideraba a la
razón o entendimiento como una facultad exclusivamente cognoscitiva, cuyo
ámbito de aplicación termina donde deja de plantearse la cuestión de la verdad
o de la falsedad de los juicios, los cuales a su vez solo pueden referirse, en
última instancia al terreno de la experiencia sensible. Sin embargo, el
territorio de la moralidad es, a su juicio, un ámbito ajeno a la experiencia
sensible. Ésta nos presenta hechos, pero la moralidad no es cuestión de
hechos, sino de sentimientos subjetivos de agrado o de desagrado que aparecen
en nosotros al tiempo que experimentamos los hechos objetivos. En resumen, para
Hume nuestras acciones –incluidas las de los papas- se producen en virtud de
las pasiones, que surgen en nosotros de modo inexplicable y que están
orientadas a la consecución de fines no propuestos por la razón, sino por los
sentimientos. La bondad o maldad de tales acciones depende del sentimiento de
agrado o desagrado que provocan en nosotros. El papel que desempeña la razón en
ellas no pasa de ser el de Celestina: nos proporciona conocimiento sobre la
situación y sobre la adecuación o no de
los medios para conseguir los fines propuestos por el deseo. Lo dijo claramente
en el Tratado (II,3, 3): “La razón es y solo debe ser esclava de las
pasiones, y no puede aspirar a ninguna otra función que la de servir y
obedecerlas”.
El papa Benedicto XVI nos dio una razón para renunciar
a la Silla de San Pedro, la razón de que era demasiado débil para cargar con el
peso de tanta responsabilidad, pero yo
me temo que obró así por una pasión, esto es, por una razón metafísica.
El deseo de inmortalidad es pasión de todos los seres
vivos. ¡Hay que ver las volteretas que dan los vivientes para perpetuarse! Lo
hacen perpetuando la especie, esto es, convirtiéndose en eslabones de una
cadena infinita. Ningún ser vivo se aparea, por ejemplo, con la conciencia de
que su línea se va a detener en un punto. Todos los abuelos consienten a sus
nietos porque en estos se verifica su deseo de inmortalidad. En otros términos,
los abuelos comprueban en sus nietos que ellos no morirán del todo, aunque
saben que inexorablemente van a morir.
Como Papa, Benedicto XVI había comprobado que su
antecesor polaco le robaba todos los aplausos y todos recuerdos. Durante años
pudo anticipar que su futuro sería el olvido, el de un papa más en la larga
lista de los papas. Pero Benedicto XVI es un hombre muy sensible y, al jugar el
juego de la memoria, no se quería morir sabiendo que lo habrían de olvidar. Y
le dio el jaque mate a quien, con seguridad, lo ocultaría.
“La Inmortalidad –escribió Simón Rodríguez en Luces y
virtudes sociales- es una sombra indefinida de la vida que cada uno extiende
hasta donde alcanzan sus esperanzas y hace cuanto puede por prolongarla.
“Se complace el hombre sensible figurándose su
existencia proyectada en el interminable espacio de los tiempos, como se
complace en ver, desde una altura, sucederse los valles, los bosques y los
montes más allá de un horizonte sin fin”.
Por esa jugada maestra, mientras dure la Iglesia
Católica -que será hasta el final de
los tiempos, como quieren los creyentes-, Joseph Aloisius Ratzinger aparecerá en la
exclusiva lista de los papas renunciantes, a saber:
Clemente I (del 88 al 97)
Ponciano (230-235)
Silverio (536-537)
Benedicto IX (10 de marzo al 1 de mayo de 1045)
Celestino V (29 de agosto al 13 de diciembre de 1294).
Gregorio XII (1406 a 1415)
Benedicto XVI (2005-2013)
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