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domingo, 24 de noviembre de 2019

De mýthos a lógos y viceversa. O el círculo racional de la Filosofía en la Antigüedad clásica.



                                                               
Suele aceptarse que la racionalidad filosófica aparece en la historia  dando un salto, escapando de un período oscuro. Un antes y un después en la biografía de la  diosa razón. Pero una mirada cuidadosa observa un paisaje más alejado de contraste tan brusco, caracterizado por una variedad casi inagotable de matices.

La nación griega descubrió la razón que favorece el intercambio entre los hombres, convirtiendo la argumentación, la discusión y el diálogo en las condiciones necesarias para el despliegue intelectual, la búsqueda del conocimiento y el establecimiento de las relaciones políticas. Con la aparición de la polis se fortaleció un sistema social que convirtió la palabra en la herramienta de influencia superior. En este contexto, surge una tensión fundamental de repercusiones duraderas para nuestra cultura: mýthos en oposición a lógos. Esto es, la imagen, la narración, la emoción, lo maravilloso en contraste con el discurso racional, argumentativo, abstracto. La lógica de la ambigüedad, por una parte; y la lógica de la contradicción, por  la otra. La belleza del discurso frente  a la belleza del cuerpo. Lo expresó Diógenes el Cínico cuando escucha a un jovencito que filosofaba. “Ánimo –le dijo-, tú llevas a los adoradores del cuerpo a la belleza del alma”.




Ida

En Metafísica I, 3 (983b), Aristóteles consagró la fórmula para establecer el certificado de nacimiento de la Filosofía: Tales, Anaximandro y Anaxímenes fueron los primeros en filosofar. Con el tiempo, despojada de sus matices, esta fórmula permitió construir la imagen de un origen nítido, un descubrimiento inesperado, de una ruptura clara respecto de cualquier período anterior, un paso decisivo a favor de la razón y, sucesivamente, del pensamiento filosófico y científico. Una concepción lineal que anula la textura fina de un proceso evidentemente más complejo. Pero  es preciso separar las cosas, porque únicamente se trata del punto de partida de una historia oficial, no del inicio de la razón.

Así, el punto de vista más divulgado, habitual para un estudiante de Filosofía, muestra a estos pensadores como los primeros en describir explícitamente el mundo que nos rodea, su origen y su orden, como un problema al que hay que buscar una respuesta acudiendo sólo a los recursos de la experiencia y, ante todo, del pensamiento. Una respuesta sin misterio, expuesta para ser comprendida por otros y debatida como cualquier evento de la vida cotidiana. Una forma del pensamiento en la cual las antiguas divinidades primordiales son reemplazadas por elementos de la naturaleza dotados de gran poder y caracterizados como fuerzas imperecederas, que, a semejanza de los dioses, poseen un extenso margen de acción. Pero a diferencia de los dioses, estas fuerzas concebidas en términos abstractos se limitan a producir efectos determinados y carecen de otra voluntad. Entra en escena un tipo de conocimiento libre, imperfecto, que requiere ser defendido, incluso justificado; no ya un regalo de origen superior, sino el producto del esfuerzo humano, que instala de este modo las bases de la ciencia.

         Gadamer apunta que no se puede ya sostener hoy que el mundo está desencantado, falto de magia o de religión, como tampoco lo estuvo ayer, añadimos nosotros. «Los observadores de la actual situación mundial –escribió en Reflexiones sobre la relación entre religión y ciencia- pueden enumerar muchos indicios que testimonian la supervivencia de motivaciones religiosas también en esta nuestra época de la ciencia». La cuestión verdaderamente importante en la actualidad ya no es tanto el límite de la ciencia cuanto, si a partir del concepto de saber ilustrado, se puede alcanzar la naturaleza de lo religioso. No hay paso del mito al logos. Este esquema, observa  Gadamer (1993) con acierto, es demasiado simple. En este punto nuestro autor se opone a la tradición filosófica positivista encarnada fundamentalmente en la obra de Wilhelm Nestle Del mito al logos (1940). El esquema del desencantamiento del mundo no es, para Gadamer, en modo alguno una «ley general de desarrollo», sino que él mismo es un «hecho histórico». En definitiva, y cito sus propias palabras: «El paso del mito al logos, el desencantamiento de la realidad, sería la dirección única de la historia sólo si la razón desencantada fuese dueña de sí misma y se realizara en una absoluta posesión de sí. Pero lo que vemos es la dependencia efectiva de la razón del poder económico, social, estatal. La idea de una razón absoluta es una ilusión. La razón sólo es en cuanto que es real e histórica. A nuestro pensamiento le cuesta reconocer esto» (Mito y razón). ¿Podemos entender el fenómeno religioso, podemos comprender el mito con el lenguaje de la ciencia, con la palabra del logos? Si es cierto, como sostiene nuestro filósofo, que no hay cultura sin horizonte mítico, es necesario situar al mito en la época de la ciencia, porque sin el mito resulta imposible comprender la complejidad del mundo contemporáneo… y el de la Antigüedad clásica.

Nietzsche dio un pequeño paso hacia adelante cuando, en la Segunda consideración intempestiva, vio en el mito la condición vital de cualquier cultura. Una cultura sólo podría florecer en un horizonte rodeado de mito. La enfermedad del presente, la enfermedad histórica, consistiría justamente en destruir este horizonte cerrado por un exceso de historia, esto es, por haberse acostumbrado el pensamiento a tablas de valor siempre cambiantes.

El mito es un verdadero tesoro de historias, pensamientos, lenguajes, explicaciones y enseñanzas que constituyen la herencia común de los griegos de la época preclásica. Un tesoro interminable, además, de ejemplos y modelos de acción. Multiforme como Proteo, designa realidades muy diversas: desde teogonías y cosmogonías, hasta genealogías, cuentos, proverbios, moralejas y sentencias; todo lo que se piensa y todo lo que se dice es transmitido espontáneamente en el trato cotidiano.

¿Cuál es el significado del mito? En primer lugar, ‘mito’ no designa otra cosa que una especie de acta notarial. El mito es lo dicho, la leyenda, pero de modo que lo dicho en esa leyenda no admite ninguna otra posibilidad de ser experimentado que justo la del recibir lo dicho. La palabra griega, que los latinos tradujeron por ‘fábula’, entra entonces en una oposición conceptual con el logos que piensa la esencia de las cosas y de ese pensar obtiene un saber de las cosas que es constatable en todo momento. Pero a partir de este concepto formal de mito se sigue otro de contenido. Pues de ningún acontecimiento único, del que sólo pueda saberse gracias a los testigos oculares y a la tradición que se basa en éstos, puede levantarse acta notarial por medio de la razón pensante, ni puede ser puesto a disposición por medio de la ciencia. Lo que de tal suerte vive en la leyenda es, ante todo, el tiempo originario en que los dioses debieron haber tenido un trato aún más manifiesto con los hombres. Los mitos son, sobre todo, historias de dioses y de su acción sobre los hombres.

¿Y qué decir del concepto de ‘razón’? El concepto ‘razón’ es, si tenemos en cuenta la palabra, un concepto moderno. Refiere tanto a una facultad del hombre como a una disposición de las cosas. Pero precisamente esta correspondencia interna de la conciencia pensante con el orden racional del ente es la que había sido pensada en la idea originaria del logos que está en la base del conjunto de la Filosofía occidental. 

El lógos no sustituye al mýthos, lo acompaña. En su Filosofía de las formas simbólicas,  Ernst Cassirer ha abierto un camino al reconocimiento de estas formas extracientíficas de la verdad. El mundo de los dioses míticos, en cuanto que éstos son manifestaciones mundanas, representa los grandes poderes espirituales y morales de la vida. Sólo hay que leer a Homero para reconocer la subyugante racionalidad con que la mitología griega interpreta la existencia humana.

También la palabra ‘lógos’ narra nuestra historia desde Parménides y Heráclito. El significado originario de la palabra: ‘reunir’, ‘contar’, remite al ámbito racional de los nú­meros y de las relaciones entre números en que el concepto de lógos se constituyó por primera vez. Se encuentra en la matemática y en la teoría de la música de la ciencia pitagórica. Desde este ámbito se generaliza la palabra ‘lógos’ como  concepto contrario a ‘mýthos’. En oposición a aquello que refiere una noticia de la que sólo sabemos gracias a una simple narración, «ciencia» es el saber que descansa en la fundamentación y en la prueba.

En el pensamiento griego encontramos, pues, la relación entre mito y logos no sólo en los extremos de la oposición ilustrada, sino precisamente también en el reconocimiento de un emparejamiento y de una correspondencia, la que existe entre el pensamiento que tiene que rendir cuentas y la leyenda transmitida sin discusión. En especial, esto se muestra en el giro peculiar con que Platón supo unir la herencia racional de su maestro Sócrates con la tradición mítica de la religión popular. Así, en los diálogos platónicos el mito se coloca junto al logos y muchas veces es su culminación. Los mitos de Platón son narraciones que, a pesar de no aspirar a la verdad completa, representan una especie de regateo con la verdad y amplían los pensamientos que buscan la verdad… más allá.



Vuelta

Sin duda, Tales introduce una diferenciación, que tendrá progresivamente un perfil más acentuado, pero el punto crítico es reconocer que no se trata de un corte. Durante un tiempo privilegiado no hubo separación entre los dioses y los hombres; con sus gigantescas diferencias, todos ellos vivieron en el mismo territorio y compartieron la misma mesa. Sin embargo, en algún momento se levantaron poderosas fronteras, trazándose de manera definitiva dos espacios de vida particular, correspondientes a cada género. Los primeros son inmortales, se alimentan de ambrosía, néctar y humo (proveniente de  los sacrificios), y por su sangre corre un líquido especial llamado icor; los segundos están destinados a una vida efímera, al trabajo, al sufrimiento y a las enfermedades. Estas diferencias fueron selladas por una existencia separada. Durante un tiempo privilegiado el mito y el logos están entrelazados, estrechamente unidos; sólo después sobreviene la distancia, pero ésta no es necesariamente definitiva, como la separación de los dioses y los hombres.

 Tras las conquistas de Alejandro a fines del siglo IV, la ética individual atrae la atención de los filósofos. Y con  la desaparición de las polis, los idiotas triunfan. Pero pronto se polariza la problemática en torno de una cuestión de ascendencia socraticoiluminista: el ideal del sabio. El negativo ideal buscado reside en la imperturbabilidad (ataraxia). Sólo de este modo puede superarse el turbulento mundo externo y se dan varias respuestas.

La respuesta de Epicuro aparece como resultado natural del viejo hedonismo. En palabras de hoy, este es un valle de lágrimas donde hay que llorar lo menos posible y gozar lo más que se pueda.

El escepticismo moral es el reverso de la medalla socraticoplatónica: puesto que no es posible conocer las cosas, el sabio debe abstenerse de juzgar y obrar.

La solución estoica es más honda. Partiendo de la idea de personalidad que saca de sus ideas psicológicas, ve en la ausencia de pasiones (apátheia) el ideal soñado.

La paulatina transición de la filosofía helenísticorromana  del punto de vista ético al religioso tuvo sus causas internas en esta propia filosofía, así como sus móviles en las imperiosas exigencias de la época. Cuanto más íntimamente tenían contacto los sistemas entre sí, tanto más se puso de manifiesto cuán poco podía satisfacer la filosofía la tarea que ella misma se había propuesto conducir al hombre, mediante seguro conocimiento, al reino de la virtud y de la felicidad, a la interna independencia del mundo.

Si la corriente escéptica de la época, cada vez más extendida, enseñaba ya que la virtud más bien reside en una permanente abstención de saber, entre los estoicos se abría paso, cada vez más, la opinión de que su ideal de sabio, diseñado de modo tan estricto y severo, no era susceptible de realizarse por entero en hombre alguno. De tal suerte se convierte en lugar común de las diferentes escuelas la idea de que el hombre, por propia energía, no podía llegar a ser sabio ni virtuoso ni feliz. Esto es, la vida buena siempre sería inalcanzable.

Pero si ya en la Filosofía misma se había despertado un estado de ánimo que buscaba una instancia superior para alcanzar los objetivos morales, las doctrinas teoréticas contenían un gran número de momentos religiosos. Claro que los epicúreos rechazaban deliberadamente tales “momentos”.  Pero del envejecido mundo grecorromano surgió, por hastío y tedio, un nuevo afán hacia alegrías más puras y elevadas. Al advertirse las monstruosas diferencias que traía consigo el estado social del Imperio Romano, la mirada de millones de seres que se veían excluidos de bienes terrestres se volcó, plena de nostalgia, hacia un mundo mejor. Por doquier se fue despertando un apasionado y hondo afán de salvación (sotería), una apetencia hacia lo supraterreno, un impulso religioso sin igual, pues alcanza… hasta  nuestro siglo XXI.

Esa vitalidad del movimiento religioso se manifiesta en la ansiosa acogida que encontraron en el mundo grecorromano los cultos exóticos, en la mezcla y fusión de religiones orientales y occidentales. Con ello, la preocupación del hombre se desplazó, por largos siglos, de la tierra al cielo. Comenzó, entonces, la búsqueda de la salvación más allá del mundo de los sentidos.

Sólo las formas en las que se desarrollaba esta lucha  de las religiones por su hegemonía exhibían la fuerza espiritual que había alcanzado la ciencia griega. Cuanto más palidecía el pensamiento del mundo antiguo, tanto más hondo se imponía la necesidad de averiguar si cada una de las religiones no sólo podía satisfacer al sentimiento, sino también a la razón, esto es, en una doctrina.

La verdadera fuerza avasalladora  de la religión de Jesús de Nazaret  residió en que apareció en un mundo indolente y moribundo, con el ímpetu juvenil de un sentimiento divino, puro y elevado, y con una convicción probada con la muerte.

De este modo se encuentran en el mismo camino las exigencias de la ciencia y de la vida. Aquélla busca ahora la solución del problema que, sin éxito, había tratado de resolver la religión. La vida pide para su ansia religiosa fundamentación y formulación científica.

   Ante la imposibilidad de conciliar la Filosofía pagana, racional, con la doctrina de Cristo se menosprecia aquella en beneficio de la revelación.  Escribió Tertuliano en De Praescriptione, 7, 1:

 Todas las herejías en último término tienen su origen en la filosofía. De ella proceden los errores y no sé qué formas infinitas y la tríada humana de Valentín es que había sido platónico. De ella viene el Dios de Marción, cuya superioridad está en que está inactivo; es que procedía del estoicismo. Hay quien dice que el alma es mortal y ésta es doctrina de Epicuro. [...] Es el miserable Aristóteles el que les ha instruido en la dialéctica, que es el arte de construir y destruir, de convicciones mudables, de conjeturas firmes, de argumentos duros, artífice de disputas, enojosa hasta a sí misma, siempre dispuesta a reexaminarlo todo, porque jamás admite que algo esté suficientemente examinado. [...] Quédese para Atenas esta sabiduría humana manipuladora y adulteradora de la verdad, por donde anda la múltiple diversidad de sectas contradictorias entre sí con sus diversas herejías. Pero, ¿qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué relación hay entre la Academia y la Iglesia? ¿Qué tienen que ver los herejes y los cristianos? Nuestra escuela es la del pórtico de Salomón, que enseñó que había que buscar al Señor con simplicidad de corazón. Allá ellos los que han salido con un cristianismo estoico, platónico o dialéctico. No tenemos necesidad de curiosear, una vez que vino Jesucristo, ni hemos de investigar después del Evangelio. Creemos, y no deseamos nada más allá de la fe: porque lo primero que creemos es que no hay nada que debamos creer más allá del objeto de la fe.

      Pero defendiendo un abierto antilogismo,  estos teólogos se ven obligados a echar mano de las doctrinas de Filosofía griega que les eran afines

Hasta principios del siglo III se logra, partiendo de todos  estos antecedentes, la fundamentación de una teología positiva cristiana, de un sistema de dogmática conceptualmente elaborado. Ocurre esto sobre todo en la Escuela de Alejandría de Catequistas con su jefe Clemente y Orígenes. De tal manera, que este último es el más notorio representante del cristianismo filosóficamente hablando.

Pero fracasaron los intentos helenísticos de arribar a una nueva religión partiendo de la ciencia. Es decir, los sabios no encuentran la comunidad de hombres que buscan. En cambio la exigencia de la religión positiva de justificarse y consolidarse en una doctrina científica logra su designio: la comunidad crea su dogma. Y el desarrollo de la historia fue éste: el decadente helenismo produjo aún en su desesperada agonía los recursos conceptuales por obra de los cuales la nueva religión se convirtió en dogma.

Antes de concluir, es obligado hacer una aclaración. El historiador de la Filosofía Johannes Hirschberger comienza la II parte de su Historia de la filosofía, Filosofía de la Edad Media, con San Pablo y la patrística, y no señala que tales pertenecen a la Antigüedad clásica. Hay más. Todas las grandes religiones presentes en la vida cotidiana del siglo XXI son de ese tiempo. Más de 1.000 millones de almas siguen el hinduismo; 14 millones, el judaísmo; un sinnúmero, el confucionismo y el culto de los antepasados; más de 500 millones, el budismo; el cristianismo constituye el 31% de la población mundial, esto es, más 2.200 millones; y los musulmanes son más 1.600 millones.

  Y, para terminar, una pregunta que pretende explicar la apertura y el cierre del círculo descrito, objeto de esta charla: ¿existe Dios? ¿Esta persona eterna, que da sentido humano al universo, es algo sustancial fuera de nuestra conciencia, fuera de nuestro anhelo? He aquí algo insoluble. La razón no puede probar la imposibilidad de su existencia. Pero eso no le importa al creyente. Quien cree en Dios anhela que exista y, además, se conduce como si existiera. Vive ese anhelo y hace de él su íntimo resorte de acción. El hombre religioso no puede vivir sino en un mundo sagrado, porque sólo un mundo así participa del ser, existe realmente. Esta necesidad religiosa expresa una terrible sed ontológica. El hombre religioso está sediento de ser y de orden. El terror ante el caos que rodea su mundo habitado corresponde a su terror ante la nada.

¿Qué es la religión, la fe religiosa?, volvemos a preguntar. Cada cual define la religión según la siente en sí. Cada cual encuentra en sí la manera de dar finalidad humana al universo, a Dios. Y este religioso anhelo de unirnos con Dios no es ni por ciencia ni por arte. Es por la fuerza de la vida, por voluntad de ser. La religión es una economía o hedonística trascendental como quiere Unamuno. Lo que el hombre busca en la religión, en la fe religiosa, es salvar su propio pellejo, eternizarlo, lo que no consigue ni con la ciencia ni con el arte ni con la moral, que no exigen a Dios. Sólo la religión nos exige a Dios. Los más entienden que el mayor negocio al que podemos dedicarnos es el de nuestra salvación. A Dios no lo necesitamos ni para que nos enseñe la verdad de las cosas, ni su belleza, ni nos asegure la moralidad con penas y castigos, sino para que no nos deje morir del todo. Y este  anhelo singular es, por ser de todos y de cada uno de los hombres, universal y normativo. La voluntad de creer –señaló W. James (1994)- transfiere el valor de verdad a la funcionalidad, a la utilidad, al uso y a la acción en una pragmática conexión orgánica de pensamiento y conducta.

Muchas gracias por su atención.

Los Mecedores, noviembre de 2019.

Bibliografía mínima
GADAMER, H. G. (1997). Mito y razón. Barcelona: Paidós.
JAMES, W. (1994). Las variedades de la experiencia religiosa. Península.
JORGE, C.H. (2007). Siete Cristos. Caracas: El perro y la rana.
LEAL, Henry. (S/f). Lógica y discurso. Material impreso no publicado.
WINDELBAND, W.(1945). Historia de la filosofía. México: Antigua Librería Robredo.

Ponencia presentada en el II Congreso de Filosofía de la  Pontificia Universidad Católica Santa Rosa el 23 de noviembre de 2019


Lector, para comunicarse con el autor de la entrada, escriba a carloshjorge@yahoo.es










sábado, 14 de julio de 2012

Dios o la ilusión de lo porvenir




     Si en plena belle époque a Sigmund Freud se le hubiera preguntado ¿cuántos dioses hay?, sin vacilar seguramente hubiera respondido: dos, y nos habría dado sus nombres: Lógos y Ananké, esto es, la inflexible razón y el destino necesario.



     Siguiendo los preceptos de la primera, la religión fue, sin dudas, tema que varias veces ocupó su atención. Moisés y la religión monoteísta: tres ensayos, que escribiera a lo largo de 1934-1938, fue publicada en forma de libro el mismo año de su muerte en Londres en 1939 (Moisés y el monoteísmo, edición francesa de Gallimard de 1948). Esta obra, escrita cuando arreciaba la persecución de los judíos por los nazis, es considerada por muchos como una continuación lógica de Tótem y tabú (1912), pues entre otros temas aborda nuevamente el mito del asesinato del padre en la forma del asesinato colectivo de Moisés por parte de su pueblo. En Tótem y tabú -nos dice en comentarios posteriores- había tratado por primera vez el origen de la religión o, más bien como él mismo aclara, la génesis del totemismo, que, definitivamente, está en la base de muchas de las prácticas e ideas religiosas. La pregunta en este sentido a un imaginario contradictor es pertinente: ¿Puede usted acaso explicar desde alguno de los puntos de vista conocidos por la primera forma en que la divinidad protectora se reveló a los hombres, y se instituyera, al mismo tiempo que la prohibición de matar a dicho animal y de comer su carne, la costumbre solemne de sacrificarlo y comerlo una vez al año en colectividad?

      En una obra de 1927, mucho menos compleja que estas dos mencionadas, aborda S. Freud nuevamente el tema de la religión. El sugestivo título de este escrito es el de El porvenir de una ilusión. A partir de él, trataré de exponer mi idea del origen de Dios con la tesis de la ilusión de lo porvenir.

   1.     El núcleo de la idea freudiana sobre las “representaciones religiosas” lo sintetiza el padre del Psicoanálisis en el capítulo VI de El porvenir de una ilusión. Cito textualmente: "Recapitulando nuestro examen de la génesis psíquica de las ideas religiosas, podremos ya formularla como sigue: tales ideas, que nos son presentas como dogmas, no son precipitados de la experiencia ni conclusiones del pensamiento: son ilusiones, realizaciones de los deseos más antiguos, intensos y apremiantes de la Humanidad. El secreto de su fuerza está en la fuerza de estos deseos. Sabemos ya que la penosa sensación de impotencia experimentada en la niñez fue lo que despertó la necesidad de protección, la necesidad de una protección amorosa, satisfecha en tal época por el padre, y que el descubrimiento de la indefensión a través de toda la vida llevó luego al hombre a forjar la existencia de un padre inmortal mucho más poderoso. El gobierno bondadoso de la divina Providencia mitiga el miedo a los peligros de la vida; la institución de un orden moral universal asegura la victoria final de la Justicia, tan vulnerada dentro de la civilización humana, y la prolongación de la existencia terrenal por una vida futura amplía infinitamente los límites temporales y espaciales en los que han de cumplirse los deseos".

     Pasa Freud a continuación en ese mismo capítulo VI a clarificar el sentido del término ‘ilusiones’ con el que calificó las ideas religiosas. Apunta, en primer lugar, que “una ilusión no es lo mismo que un error ni es necesariamente un error”. Para ilustrar el sentido del término nos ofrece varios ejemplos. Ilusión era la creencia de Cristóbal Colón de que “había descubierto una nueva ruta para llegar a las Indias. La participación de su deseo en este error resulta fácilmente visible”. Especifica: “Una de las características más genuinas de la ilusión es la de tener su punto de partida en deseos humanos de los cuales se deriva”. Por esta razón se parece a la idea delirante. Ésta, sin embargo, aparece en abierta contradicción con la realidad. No así la ilusión, que no necesariamente es irrealizable o contraria a la realidad. Define. “Así, pues, calificamos de ilusión una creencia cuando aparece engendrada por el impulso a la satisfacción de un deseo, prescindiendo de su relación con la realidad, del mismo modo que la ilusión prescinde de toda garantía real”. Por tanto, aunque los dogmas se acercan más a las ideas delirantes, sin embargo son “ilusiones indemostrables y no es lícito obligar a nadie a aceptarlos como ciertos”. Aunque no entra Freud a pronunciarse sobre la verdad de las doctrinas religiosas, señala que “sería muy bello que hubiera un Dios creador del mundo y providencia bondadosa, un orden moral universal y una vida de ultratumba; pero encontramos harto singular que todo suceda así a medida de nuestros deseos. Y sería más extraño aún que nuestros pobres antepasados, ignorantes y faltos de libertad espiritual, hubiesen descubierto la solución de todos estos enigmas del mundo”.

    2.     Si continuamos las ideas freudianas, llegaremos a la conclusión de que hay una sola religión cuyo núcleo se describió. Pero es empresa difícil definir la religión, la religión en sí, la que, según algunos, vive bajo las apariencias diversas de las religiones particulares y que les es común a todas, les sobrevive a todas y constituye el fundamento indestructible sobre el que se levanta cada una de ellas, antes de acomodarse a las necesidades y gustos de quienes la reclaman. Nadie, hasta ahora, ha logrado realizar, de manera satisfactoria para todo el mundo, tan difícil empresa; parece que siempre, al menos por un lado, el objeto de la definición la desborda.

     Una religión, cualquiera que sea, no cae completamente hecha del cielo. Nace de una iniciativa particular y de una necesidad general, luego se constituye y se nutre (más bien, engorda sin nutrirse mucho), tomando lo que necesita de los diversos medios religiosos en los que está llamada a vivir. Se ha sostenido, no sin cierta apariencia de razón, que el medio crea al héroe que necesita. Es también el medio el que engendra al profeta que le hace falta. Es él, y no otro, quien hace brotar las afirmaciones de fe cuya necesidad siente más o menos claramente. Por otro lado, cada medio al que se transportan las afirmaciones de otro tiende a modificarlas, a moldearlas conforme con su propia conciencia religiosa. Algunos autores, ganados por el escepticismo, reputan indiscutible el siempre renovado principio ciceroniano de que el pueblo necesita una religión porque constituye la garantía de su moral y el freno de sus apetitos, y que perjudica a la sociedad debilitar a la iglesia establecida. En efecto, ya sea que interpretemos la religión de un modo o de otro, que la consideremos social por esencia o por accidente, lo cierto es que siempre ha desempeñado un papel social. Por lo demás, este papel es complejo. Varía con los tiempos y lugares; pero en sociedades como las nuestras, la religión tiene como efecto primario el sostener y reforzar las exigencias sociales. Puede llegar mucho más lejos, pero al menos llega hasta aquí. La sociedad establece penas que pueden afectar a inocentes y ser eludidas por los culpables; apenas recompensa a nadie, sólo repara en lo que resulta llamativo y se contenta con poco. ¿Dónde está entonces la balanza humana capaz de pesar rectamente penas y recompensas? Al igual que las ideas platónicas nos revelan la realidad perfecta y completa, de la que sólo podemos percibir burdas imitaciones, la religión nos introduce en una Ciudad en la que nuestras instituciones, leyes y costumbres, a lo sumo, de tarde en tarde, representan los aspectos más destacados. Aquí abajo el orden es meramente aproximado y logrado por los hombres de un modo más o menos superficial, allá arriba es perfecto y se realiza por sí mismo. La religión salva, ante nuestros ojos, la distancia existente por los hábitos entre un mandato de la sociedad y una ley de la naturaleza.

    3.  El hecho social arriba descrito se entiende perfectamente, pero ¿qué decir del hecho individual ? ¿Por qué los hombres creen en dioses? ¿Por miedo, por desvalimiento ante la todopoderosa Naturaleza como opinaba Freud? Una teoría ya antigua hace nacer la religión del temor que nos inspiran ciertos fenómenos naturales. En efecto, parece que solamente el miedo permite comprender el espectáculo de lo que han sido las religiones, y son algunas todavía, espectáculo humillante para la inteligencia humana. ¡Qué tejido de aberraciones! Por más que la experiencia diga que 'es falso' y el razonamiento que 'es absurdo', no por eso deja la humanidad de mantenerse aferrada a lo absurdo y al error. ¡Y si al menos quedara así! Pero se ha visto a la religión prescribir la inmoralidad, imponer la realización de actos criminales. Cuanto más grosera, más lugar ocupa materialmente en la vida de un pueblo. Lo que más tarde deberá compartir con la ciencia, el arte, la filosofía, lo exige y lo obtiene en principio sólo para sí. Hay sobrados motivos para sorprendernos de que hayamos definido al hombre como un ser racional. Nuestro asombro crece cuando vemos que la superstición más ruda ha sido durante tanto tiempo un hecho universal y, por lo demás, aún perdura. Encontramos en lo pasado, incluso podríamos encontrar hoy día, sociedades humanas que no tienen ciencia, ni arte ni filosofía, pero jamás hubo una sociedad sin religión. Llegados a este punto, ¡cuál no tendría que ser nuestra turbación si nos comparáramos en este aspecto con el animal! Muy probablemente el animal ignora la superstición. No sabemos casi nada de lo que pasa en conciencias distintas de la nuestra, pero como los estados religiosos se traducen ordinariamente en actitudes y actos, si el animal fuese capaz de religiosidad lo advertiríamos fácilmente por alguna señal. Nos es forzoso, pues, extraer nuestra conclusión: el homo sapiens, el único dotado de razón, es también el único que puede hacer depender su existencia de cosas irracionales ¿Cómo se puede explicar el hecho de que creencias y prácticas tan poco razonables hayan podido, y pueden aún, ser aceptadas por seres inteligentes? ¿Cómo es posible que supersticiones absurdas hayan podido, y pueden aún, gobernar la vida de seres razonables? Estas preguntas siguen en pie, a pesar del fabuloso desarrollo científico y tecnológico alcanzado por la humanidad.

     El miedo del que hablamos tiene que ver con el miedo a la desaparición, a la aniquilación. Como el hombre es el único animal que sabe que va a morir, la religión es una reacción defensiva de la naturaleza (y de la sociedad) contra tal representación de lo inevitable de la muerte. La sociedad tiene tanto interés en esta reacción como el propio individuo. No sólo porque se beneficia del esfuerzo individual y porque este esfuerzo llega más lejos cuando su impulso no es contrariado por la idea de un término final, sino también, y sobre todo, porque ella misma tiene necesidad de estabilidad y duración. Una sociedad civilizada se ampara en leyes, en instituciones, incluso en edificios que se han hecho para desafiar al tiempo; pero las sociedades primitivas están construidas sobre hombres. ¿Qué sería de su autoridad, si no se creyese en la persistencia de las individualidades que la componen? Importa, por consiguiente, que los muertos sigan estando presentes. Más tarde vendrá el culto a los antepasados, a los santos. Entonces los muertos se aproximarán a los dioses, pero para ello será necesario que haya dioses, al menos en preparación, que haya un culto, que el espíritu se haya orientado en dirección a la mitología. En su punto de partida, la inteligencia se representa a los muertos como mezclados, sin más, con los vivos, en una sociedad a la que pueden todavía hacer tanto bien como mal. Los antropólogos, psicólogos y filósofos modernos han demostrado cómo persiste el hombre primitivo en la sociedad contemporánea. Y, sobre todo, fue esta la labor de S. Freud.

     Escribió B. Spinoza que el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte. Ese pensamiento de que me tengo que morir y el enigma de lo que habrá después es el latir mismo de mi conciencia, que me susurra: "¡Dejarás de ser?" Satisfecha el hambre, surge la vanidad, la necesidad de imponerse y sobrevivir en otros. El hombre suele entregar la vida por la bolsa, pero no entrega la bolsa por la vanidad. ¿Y la vanidad qué es sino ansia de sobrevivirse? Decía Simón Rodríguez que por la gloria se sacrifica todo . ¿Qué diosa es ésta en cuyo altar se sacrifican reposo, caudal y hasta la vida? La verdadera gloria es la inmortalidad que se manifiesta en la memoria de los pueblos, en la gratitud de los pueblos. "La Inmortalidad, escribió el filósofo caraqueño, es una sombra indefinida de la vida que cada uno extiende hasta donde alcanzan sus esperanzas y hace cuanto puede para prolongarlas. Se complace el hombre sensible figurándose su existencia proyectada en el espacio interminable de los tiempos, como se complace en ver, desde una altura, sucederse los valles, los bosques y los montes más allá de un horizonte sin fin".  Para muchos, la manera posible de conquistar la inmortalidad es a través de la santidad. Y no hay santidad sin religión. La religión, entonces, es la lucha por la supervivencia, que puede convertir la tierra en un infierno. Esa sed de vida eterna la sacian muchos, los sencillos sobre todo, en la fuente de la fe religiosa. La institución cuyo fin primordial es proteger esa fe en la inmortalidad personal del alma es, entre nosotros, el catolicismo.



     Hablar del fenómeno religioso implica hablar de Dios. Pero ¿existe Dios? Desde luego, no es necesidad racional, sino angustia vital –decía Don Miguel de Unamuno - lo que lleva a creer en Dios. Y creer en Dios es, ante todo y sobre todo, sentir hambre de Dios, hambre de divinidad, sentir su ausencia y vacío, querer que Dios exista. Y aquí es donde abandonamos a Freud en su tesis y regresamos a la Biología. Todo ser vivo quiere vivir eternamente, por eso la multiplicación sin fin de los individuos para que la especie continúe. Creer en Dios es la manera cómo los humanos satisfacen esa exigencia de la vida.

     4.      De nuevo la pregunta: ¿existe Dios? Esta persona eterna, que da sentido humano al universo, ¿es algo sustancial fuera de nuestra conciencia, fuera de nuestro anhelo? He aquí algo insoluble. La razón no puede probar la imposibilidad de su existencia. Pero eso no le importa al creyente. Quien cree en Dios anhela que exista y, además, se conduce como si existiera. Vive ese anhelo y hace de él su íntimo resorte de acción. Para el creyente, de ese anhelo o hambre de divinidad surge la esperanza; de ésta, la fe; de la fe y la esperanza, la caridad, dicen los maestros católicos. El hombre religioso no puede vivir sino en un mundo sagrado, porque sólo un mundo así participa del ser, existe realmente. Esta necesidad religiosa expresa una terrible sed ontológica. El hombre religioso está sediento de ser y de orden. El terror ante el caos que rodea su mundo habitado corresponde a su terror ante la nada. El espacio desconocido que se extiende más allá de su mundo, que no está consagrado, que es simple extensión amorfa donde todavía no se ha proyectado orientación alguna ni se ha deducido estructura alguna, este espacio profano representa para el hombre religioso el no-ser absoluto. Si, por desgracia, se pierde en él, se siente vaciado de su sustancia óntica, como si se disolviera en el caos. Termina por extinguirse. La idea de Dios de la pretendida teodicea racional no es más que una hipótesis, que sólo tiene valor en cuanto con ella nos explicamos lo que tratamos con ella de explicarnos: la existencia y esencia del universo, y mientras no se expliquen mejor de otro modo. Hume trató de aclarar como nadie la idea de que toda vía para llegar al conocimiento de Dios no es sino una hipótesis explicativa

     ¿Qué es la religión?, volvemos a preguntar. Cada cual define la religión según la sienta en sí, más aún, según la observe en los demás. No cabe definirla sin sentirla de un modo o de otro. La religión, más que se define, se describe. Y, más que se describe, se siente. Puede decirse que la religión, desde la del salvaje que personaliza en el fetiche al universo todo, es la manera de dar finalidad humana al universo, a Dios, para lo cual hay que atribuirle conciencia de sí y de su fin. Y este religioso anhelo de unirnos con Dios no es ni por ciencia ni por arte. Es por la fuerza de la vida. La religión es una economía o hedonística trascendental como quiere Unamuno. Lo que el hombre busca en la religión, en la fe religiosa, es salvar su propio pellejo, eternizarlo, lo que no consigue ni con la ciencia ni con el arte ni con la moral, que no exigen a Dios. Lo que nos exige a Dios es la religión. Parece que con acierto hablan los jesuitas del gran negocio de nuestra salvación. A Dios no lo necesitamos ni para que nos enseñe la verdad de las cosas, ni su belleza, ni nos asegure la moralidad con penas y castigos, sino para que no nos deje morir del todo. El lector puede comprobar la justeza de nuestras afirmaciones viendo cómo los ancianos se aferran a las prácticas religiosas. Y es que este anhelo singular es, por ser de todos y de cada uno de los hombres normales, universal y normativo. Hay quienes afirman que el momento (si es que alguna vez lo hubo) de las religiones ha pasado a la historia. Argumentan que durante miles de años la religión ha tenido la oportunidad de unir a los hombres y establecer una paz y cultura mundiales, pero ha fracasado. Las religiones no son sino tantos motivos de enredo de los hombres como religiones hay. Es hora, entonces, de darse cuenta de que el verdadero mensaje de la verdadera religión está fuera de las religiones. Esta posición implica la negación radical de todas las religiones o la forma de un agnosticismo e indiferencia o el ateísmo. Las religiones han sido la causa de las divisiones de la humanidad y son el opio del pueblo; por lo tanto, hay que abolir todo tipo de rito, culto y creencias, ya que son necesariamente concretos y limitados, mientras que los que nos hace falta es un espíritu universal y una verdad sin límites. El hombre puede salvarse con la verdad y la verdad es que no hay religión... sino religiones, pero atravesadas por la misma necesidad... vital.




Conferencia dictada el 13 de julio de 2012 en la Universidad Católica Santa Rosa, Caracas, en el ciclo de conferencias ¿Es la creación un mito? con motivo del 13 aniversario de la Universidad