Suele aceptarse que la racionalidad filosófica aparece en
la historia dando un salto, escapando de
un período oscuro. Un antes y un después en la biografía de la diosa razón. Pero una mirada cuidadosa observa
un paisaje más alejado de contraste tan brusco, caracterizado por una variedad
casi inagotable de matices.
La nación griega descubrió la razón que favorece el
intercambio entre los hombres, convirtiendo la argumentación, la discusión y el
diálogo en las condiciones necesarias para el despliegue intelectual, la
búsqueda del conocimiento y el establecimiento de las relaciones políticas. Con
la aparición de la polis se fortaleció un sistema social que convirtió la
palabra en la herramienta de influencia superior. En este contexto, surge una
tensión fundamental de repercusiones duraderas para nuestra cultura: mýthos en oposición a lógos. Esto es, la imagen, la narración,
la emoción, lo maravilloso en contraste con el discurso racional, argumentativo,
abstracto. La lógica de la ambigüedad, por una parte; y la lógica de la
contradicción, por la otra. La belleza del
discurso frente a la belleza del cuerpo. Lo expresó Diógenes el
Cínico cuando escucha a un jovencito que filosofaba. “Ánimo –le dijo-, tú llevas
a los adoradores del cuerpo a la belleza del alma”.
Ida
En Metafísica I,
3 (983b), Aristóteles consagró la fórmula para establecer el certificado de
nacimiento de la Filosofía: Tales, Anaximandro y Anaxímenes fueron los primeros
en filosofar. Con el tiempo, despojada de sus matices, esta fórmula permitió
construir la imagen de un origen nítido, un descubrimiento inesperado, de una
ruptura clara respecto de cualquier período anterior, un paso decisivo a favor
de la razón y, sucesivamente, del pensamiento filosófico y científico. Una
concepción lineal que anula la textura fina de un proceso evidentemente más complejo.
Pero es preciso separar las cosas,
porque únicamente se trata del punto de partida de una historia oficial, no del
inicio de la razón.
Así, el punto de vista más divulgado, habitual para un
estudiante de Filosofía, muestra a estos pensadores como los primeros en
describir explícitamente el mundo que nos rodea, su origen y su orden, como un
problema al que hay que buscar una respuesta acudiendo sólo a los recursos de
la experiencia y, ante todo, del pensamiento. Una respuesta sin misterio,
expuesta para ser comprendida por otros y debatida como cualquier evento de la
vida cotidiana. Una forma del pensamiento en la cual las antiguas divinidades
primordiales son reemplazadas por elementos de la naturaleza dotados de gran poder
y caracterizados como fuerzas
imperecederas, que, a semejanza de los dioses, poseen un extenso margen de
acción. Pero a diferencia de los dioses, estas fuerzas concebidas en términos
abstractos se limitan a producir efectos determinados y carecen de otra
voluntad. Entra en escena un tipo de conocimiento libre, imperfecto, que
requiere ser defendido, incluso justificado; no ya un regalo de origen
superior, sino el producto del esfuerzo humano, que instala de este modo las
bases de la ciencia.
Gadamer apunta
que no se puede ya sostener hoy que el mundo está desencantado, falto de magia
o de religión, como tampoco lo estuvo ayer, añadimos nosotros. «Los
observadores de la actual situación mundial –escribió en Reflexiones sobre la relación entre religión y ciencia- pueden
enumerar muchos indicios que testimonian la supervivencia de motivaciones
religiosas también en esta nuestra época de la ciencia». La cuestión
verdaderamente importante en la actualidad ya no es tanto el límite de la
ciencia cuanto, si a partir del concepto de saber ilustrado, se puede alcanzar
la naturaleza de lo religioso. No hay paso del mito al logos. Este esquema,
observa Gadamer (1993) con acierto, es
demasiado simple. En este punto nuestro autor se opone a la tradición
filosófica positivista encarnada fundamentalmente en la obra de Wilhelm Nestle Del mito al logos (1940). El esquema del
desencantamiento del mundo no es, para Gadamer, en modo alguno una «ley general
de desarrollo», sino que él mismo es un «hecho histórico». En definitiva, y
cito sus propias palabras: «El paso del mito al logos, el desencantamiento de la realidad, sería la dirección única de
la historia sólo si la razón desencantada fuese dueña de sí misma y se
realizara en una absoluta posesión de sí. Pero lo que vemos es la dependencia
efectiva de la razón del poder económico, social, estatal. La idea de una razón
absoluta es una ilusión. La razón sólo es en cuanto que es real e histórica. A
nuestro pensamiento le cuesta reconocer esto» (Mito y razón). ¿Podemos entender el fenómeno religioso, podemos
comprender el mito con el lenguaje de la ciencia, con la palabra del logos? Si es cierto, como sostiene
nuestro filósofo, que no hay cultura sin horizonte mítico, es necesario situar
al mito en la época de la ciencia, porque sin el mito resulta imposible
comprender la complejidad del mundo contemporáneo… y el de la Antigüedad
clásica.
Nietzsche
dio un pequeño paso hacia adelante cuando, en la Segunda consideración intempestiva, vio en el mito la condición
vital de cualquier cultura. Una cultura sólo podría florecer en un horizonte
rodeado de mito. La enfermedad del presente, la enfermedad histórica,
consistiría justamente en destruir este horizonte cerrado por un exceso de
historia, esto es, por haberse acostumbrado el pensamiento a tablas de valor
siempre cambiantes.
El
mito es un verdadero tesoro de historias, pensamientos, lenguajes,
explicaciones y enseñanzas que constituyen la herencia común de los griegos de
la época preclásica. Un tesoro interminable, además, de ejemplos y modelos de
acción. Multiforme como Proteo, designa realidades muy diversas: desde
teogonías y cosmogonías, hasta genealogías, cuentos, proverbios, moralejas y
sentencias; todo lo que se piensa y todo lo que se dice es transmitido
espontáneamente en el trato cotidiano.
¿Cuál
es el significado del mito? En primer lugar, ‘mito’ no designa otra cosa que
una especie de acta notarial. El mito es lo dicho, la leyenda, pero de modo que
lo dicho en esa leyenda no admite ninguna otra posibilidad de ser experimentado
que justo la del recibir lo dicho. La palabra griega, que los latinos tradujeron
por ‘fábula’, entra entonces en una oposición conceptual con el logos que
piensa la esencia de las cosas y de ese pensar obtiene un saber de las cosas que
es constatable en todo momento. Pero a partir de este concepto formal de mito
se sigue otro de contenido. Pues de ningún acontecimiento único, del que sólo
pueda saberse gracias a los testigos oculares y a la tradición que se basa en
éstos, puede levantarse acta notarial por medio de la razón pensante, ni puede
ser puesto a disposición por medio de la ciencia. Lo que de tal suerte vive en
la leyenda es, ante todo, el tiempo originario en que los dioses debieron haber
tenido un trato aún más manifiesto con los hombres. Los mitos son, sobre todo,
historias de dioses y de su acción sobre los hombres.
¿Y qué decir del concepto de ‘razón’? El concepto ‘razón’
es, si tenemos en cuenta la palabra, un concepto moderno. Refiere tanto a una
facultad del hombre como a una disposición de las cosas. Pero precisamente esta
correspondencia interna de la conciencia pensante con el orden racional del
ente es la que había sido pensada en la idea originaria del logos que está en la base del conjunto
de la Filosofía occidental.
El
lógos no sustituye al mýthos, lo acompaña. En su Filosofía de las formas simbólicas, Ernst Cassirer ha abierto un camino al
reconocimiento de estas formas extracientíficas de la verdad. El mundo de los
dioses míticos, en cuanto que éstos son manifestaciones mundanas, representa
los grandes poderes espirituales y morales de la vida. Sólo hay que leer a Homero
para reconocer la subyugante racionalidad con que la mitología griega
interpreta la existencia humana.
También
la palabra ‘lógos’ narra nuestra
historia desde Parménides y Heráclito. El significado originario de la palabra:
‘reunir’, ‘contar’, remite al ámbito racional de los números y de las
relaciones entre números en que el concepto de lógos se constituyó por primera vez. Se encuentra en la matemática
y en la teoría de la música de la ciencia pitagórica. Desde este ámbito se
generaliza la palabra ‘lógos’ como concepto contrario a ‘mýthos’. En oposición a aquello que refiere una noticia de la que
sólo sabemos gracias a una simple narración, «ciencia» es el saber que descansa
en la fundamentación y en la prueba.
En
el pensamiento griego encontramos, pues, la relación entre mito y logos no sólo
en los extremos de la oposición ilustrada, sino precisamente también en el
reconocimiento de un emparejamiento y de una correspondencia, la que existe
entre el pensamiento que tiene que rendir cuentas y la leyenda transmitida sin
discusión. En especial, esto se muestra en el giro peculiar con que Platón supo
unir la herencia racional de su maestro Sócrates con la tradición mítica de la
religión popular. Así, en los diálogos platónicos el mito se coloca junto al
logos y muchas veces es su culminación. Los mitos de Platón son narraciones
que, a pesar de no aspirar a la verdad completa, representan una especie de
regateo con la verdad y amplían los pensamientos que buscan la verdad… más
allá.
Vuelta
Sin duda, Tales introduce una diferenciación, que tendrá
progresivamente un perfil más acentuado, pero el punto crítico es reconocer que
no se trata de un corte. Durante un tiempo privilegiado no hubo separación
entre los dioses y los hombres; con sus gigantescas diferencias, todos ellos
vivieron en el mismo territorio y compartieron la misma mesa. Sin embargo, en
algún momento se levantaron poderosas fronteras, trazándose de manera
definitiva dos espacios de vida particular, correspondientes a cada género. Los
primeros son inmortales, se alimentan de ambrosía, néctar y humo (proveniente
de los sacrificios), y por su sangre
corre un líquido especial llamado icor; los segundos están destinados a
una vida efímera, al trabajo, al sufrimiento y a las enfermedades. Estas
diferencias fueron selladas por una existencia separada. Durante un tiempo
privilegiado el mito y el logos están entrelazados, estrechamente
unidos; sólo después sobreviene la distancia, pero ésta no es necesariamente
definitiva, como la separación de los dioses y los hombres.
Tras las conquistas de Alejandro a fines del
siglo IV, la ética individual atrae la atención de los filósofos. Y con la desaparición de las polis, los idiotas triunfan. Pero pronto se
polariza la problemática en torno de una cuestión de ascendencia socraticoiluminista:
el ideal del sabio. El negativo ideal buscado reside en la imperturbabilidad (ataraxia). Sólo de este modo puede
superarse el turbulento mundo externo y se dan varias respuestas.
La respuesta de Epicuro aparece como
resultado natural del viejo hedonismo. En palabras de hoy, este es un valle de lágrimas
donde hay que llorar lo menos posible y gozar lo más que se pueda.
El escepticismo moral es el reverso
de la medalla socraticoplatónica: puesto que no es posible conocer las cosas,
el sabio debe abstenerse de juzgar y obrar.
La solución estoica es más honda.
Partiendo de la idea de personalidad que saca de sus ideas psicológicas, ve en
la ausencia de pasiones (apátheia) el
ideal soñado.
La paulatina transición de la
filosofía helenísticorromana del punto
de vista ético al religioso tuvo sus causas internas en esta propia filosofía,
así como sus móviles en las imperiosas exigencias de la época. Cuanto más
íntimamente tenían contacto los sistemas entre sí, tanto más se puso de
manifiesto cuán poco podía satisfacer la filosofía la tarea que ella misma se
había propuesto conducir al hombre, mediante seguro conocimiento, al reino de
la virtud y de la felicidad, a la interna independencia del mundo.
Si la corriente escéptica de la
época, cada vez más extendida, enseñaba ya que la virtud más bien reside en una
permanente abstención de saber, entre los estoicos se abría paso, cada vez más,
la opinión de que su ideal de sabio, diseñado de modo tan estricto y severo, no
era susceptible de realizarse por entero en hombre alguno. De tal suerte se
convierte en lugar común de las diferentes escuelas la idea de que el hombre,
por propia energía, no podía llegar a ser sabio ni virtuoso ni feliz. Esto es,
la vida buena siempre sería
inalcanzable.
Pero si ya en la Filosofía misma se
había despertado un estado de ánimo que buscaba una instancia superior para
alcanzar los objetivos morales, las doctrinas teoréticas contenían un gran
número de momentos religiosos. Claro que los epicúreos rechazaban
deliberadamente tales “momentos”. Pero
del envejecido mundo grecorromano surgió, por hastío y tedio, un nuevo afán
hacia alegrías más puras y elevadas. Al advertirse las monstruosas diferencias
que traía consigo el estado social del Imperio Romano, la mirada de millones de
seres que se veían excluidos de bienes terrestres se volcó, plena de nostalgia,
hacia un mundo mejor. Por doquier se fue despertando un apasionado y hondo afán
de salvación (sotería), una apetencia
hacia lo supraterreno, un impulso religioso sin igual, pues alcanza… hasta nuestro siglo XXI.
Esa
vitalidad del movimiento religioso se manifiesta en la ansiosa acogida que
encontraron en el mundo grecorromano los cultos exóticos, en la mezcla y fusión
de religiones orientales y occidentales. Con ello, la preocupación del hombre
se desplazó, por largos siglos, de la tierra al cielo. Comenzó, entonces, la
búsqueda de la salvación más allá del mundo de los sentidos.
Sólo
las formas en las que se desarrollaba esta lucha de las religiones por su hegemonía exhibían
la fuerza espiritual que había alcanzado la ciencia griega. Cuanto más
palidecía el pensamiento del mundo antiguo, tanto más hondo se imponía la
necesidad de averiguar si cada una de las religiones no sólo podía satisfacer
al sentimiento, sino también a la razón, esto es, en una doctrina.
La
verdadera fuerza avasalladora de la
religión de Jesús de Nazaret residió en
que apareció en un mundo indolente y moribundo, con el ímpetu juvenil de un
sentimiento divino, puro y elevado, y con una convicción probada con la muerte.
De
este modo se encuentran en el mismo camino las exigencias de la ciencia y de la
vida. Aquélla busca ahora la solución del problema que, sin éxito, había tratado
de resolver la religión. La vida pide para su ansia religiosa fundamentación y
formulación científica.
Ante
la imposibilidad de conciliar la Filosofía pagana, racional, con la doctrina de
Cristo se menosprecia aquella en beneficio de la revelación. Escribió Tertuliano en De
Praescriptione, 7, 1:
Todas las herejías en último término tienen su
origen en la filosofía. De ella proceden los errores y no sé qué formas
infinitas y la tríada humana de Valentín es que había sido platónico. De ella
viene el Dios de Marción, cuya superioridad está en que está inactivo; es que procedía del estoicismo. Hay quien dice que el alma es mortal y ésta es doctrina de Epicuro. [...] Es el miserable Aristóteles el que les ha instruido en la dialéctica, que es el arte de construir y destruir, de convicciones mudables, de
conjeturas firmes, de argumentos duros, artífice de disputas, enojosa hasta a
sí misma, siempre dispuesta a reexaminarlo todo, porque jamás admite que algo
esté suficientemente examinado. [...] Quédese para Atenas esta sabiduría humana
manipuladora y adulteradora de la verdad, por donde anda la múltiple diversidad
de sectas contradictorias entre sí con sus diversas herejías. Pero, ¿qué tiene
que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué relación hay entre la Academia y la Iglesia?
¿Qué tienen que ver los herejes y los cristianos? Nuestra escuela es la del
pórtico de Salomón, que enseñó que había que buscar al
Señor con simplicidad de corazón. Allá ellos los que han salido con un
cristianismo estoico, platónico o dialéctico. No tenemos necesidad de
curiosear, una vez que vino Jesucristo, ni hemos de investigar después del
Evangelio. Creemos, y no deseamos nada más allá de la fe: porque lo primero que
creemos es que no hay nada que debamos creer más allá del objeto de la fe.
Pero defendiendo un abierto antilogismo, estos teólogos se ven obligados a echar mano
de las doctrinas de Filosofía griega que les eran afines
Hasta principios del siglo III se logra, partiendo de
todos estos antecedentes, la
fundamentación de una teología positiva cristiana, de un sistema de dogmática
conceptualmente elaborado. Ocurre esto sobre todo en la Escuela de Alejandría
de Catequistas con su jefe Clemente y Orígenes. De tal manera, que este último
es el más notorio representante del cristianismo filosóficamente hablando.
Pero fracasaron los intentos helenísticos de arribar a una
nueva religión partiendo de la ciencia. Es decir, los sabios no encuentran la
comunidad de hombres que buscan. En cambio la exigencia de la religión positiva
de justificarse y consolidarse en una doctrina científica logra su designio: la
comunidad crea su dogma. Y el desarrollo de la historia fue éste: el decadente
helenismo produjo aún en su desesperada agonía los recursos conceptuales por
obra de los cuales la nueva religión se convirtió en dogma.
Antes de concluir, es obligado hacer una aclaración. El
historiador de la Filosofía Johannes Hirschberger comienza la II parte de su Historia de la filosofía, Filosofía de
la Edad Media, con San Pablo y la patrística, y no señala que tales pertenecen
a la Antigüedad clásica. Hay más. Todas las grandes religiones presentes en la
vida cotidiana del siglo XXI son de ese tiempo. Más de 1.000 millones de almas
siguen el hinduismo; 14 millones, el judaísmo; un sinnúmero, el confucionismo y
el culto de los antepasados; más de 500 millones, el budismo; el cristianismo
constituye el 31% de la población mundial, esto es, más 2.200 millones; y los
musulmanes son más 1.600 millones.
Y, para
terminar, una pregunta que pretende explicar la apertura y el cierre del
círculo descrito, objeto de esta charla: ¿existe Dios? ¿Esta persona eterna,
que da sentido humano al universo, es algo sustancial fuera de nuestra
conciencia, fuera de nuestro anhelo? He aquí algo insoluble. La razón no puede
probar la imposibilidad de su existencia. Pero eso no le importa al creyente.
Quien cree en Dios anhela que exista y, además, se conduce como si existiera.
Vive ese anhelo y hace de él su íntimo resorte de acción. El hombre religioso
no puede vivir sino en un mundo sagrado, porque sólo un mundo así participa del
ser, existe realmente. Esta necesidad religiosa expresa una terrible sed
ontológica. El hombre religioso está sediento de ser y de orden. El terror ante
el caos que rodea su mundo habitado corresponde a su terror ante la nada.
¿Qué es la religión, la fe religiosa?,
volvemos a preguntar. Cada cual define la religión según la siente en sí. Cada
cual encuentra en sí la manera de dar finalidad humana al universo, a Dios. Y
este religioso anhelo de unirnos con Dios no es ni por ciencia ni por arte. Es
por la fuerza de la vida, por voluntad de ser. La religión es una economía o
hedonística trascendental como quiere Unamuno. Lo que el hombre busca en la
religión, en la fe religiosa, es salvar su propio pellejo, eternizarlo, lo que
no consigue ni con la ciencia ni con el arte ni con la moral, que no exigen a
Dios. Sólo la religión nos exige a Dios. Los más entienden que el mayor negocio
al que podemos dedicarnos es el de nuestra salvación. A Dios no lo necesitamos
ni para que nos enseñe la verdad de las cosas, ni su belleza, ni nos asegure la
moralidad con penas y castigos, sino para que no nos deje morir del todo. Y este
anhelo singular es, por ser de todos y
de cada uno de los hombres, universal y normativo. La voluntad de creer –señaló
W. James (1994)- transfiere
el valor de verdad a la funcionalidad, a la utilidad, al uso y a la acción en
una pragmática conexión orgánica de pensamiento y conducta.
Muchas gracias por su atención.
Los Mecedores, noviembre de 2019.
Bibliografía mínima
GADAMER, H. G. (1997). Mito y razón. Barcelona: Paidós.
JAMES, W. (1994). Las variedades de la experiencia religiosa.
Península.
JORGE, C.H. (2007). Siete Cristos. Caracas: El perro y la
rana.
LEAL, Henry. (S/f). Lógica y discurso. Material impreso no
publicado.
WINDELBAND,
W.(1945). Historia de la filosofía.
México: Antigua Librería Robredo.
Ponencia presentada en el II Congreso de Filosofía de la Pontificia Universidad Católica Santa Rosa el 23 de noviembre de 2019
Lector, para comunicarse con el autor de la entrada, escriba a carloshjorge@yahoo.es