El 7 de
octubre de 2012 pude comprobar algo que durante años supe, pero no entendía:
por qué grandes teóricos de la política: Platón, Aristóteles y Spinoza, entre otros, no aconsejan o, mejor,
rechazan la democracia. Y resulta extraña esa posición si pensamos que fue una
forma de gobierno elaborada en la antigua Hélade.
Pero sucede que ‘el poder del pueblo’, en
realidad, no es el poder de todos, sino poder de aquellos que conducen
al pueblo, que es lo que se describe con la palabra ‘demagogia’. Es fácil
intentar ser demagogo, pero es difícil triunfar... afortunadamente. La
verdadera demagogia no está al alcance de cualquiera. Por eso esos
“conductores” (hacia la ruina) aparecen de tarde en tarde, pero aparecen. Se
requiere carisma, que el DRAE define en su primera acepción como
‘especial capacidad de algunas personas para atraer o fascinar’.
Ahora bien, hilando más fino, ¿por qué el Hiperlíder
–como se llamó a sí mismo el nuestro más reciente- fascina? Algunos han
señalado tal atracción como de carácter religioso, lo que de alguna manera
apunta a lo inexplicable, a lo inefable.
A mi entender tal carisma no es otra cosa que la conexión espiritual con
las pulsiones de muerte del pueblo. Esto es, se conectan con el pueblo quienes
tienen agallas para decirle al pueblo lo que este quiere escuchar. Me explico.
Todos, pobres y ricos, chicos y grandes, tenemos
nuestro lado trágico, esto es, aquel hirviente reservorio impersonal que fue
caracterizado por Nietzsche, Groddeck y
Freud como ello. Es decir, se trata de fuerzas desconocidas e
ingobernables que, aunque casi siempre son mantenidas a raya por el yo,
en determinado momento lo sobrepasan. ‘Ello ha sido superior a mí, ello me ha
venido de golpe’, son frases con las que espontáneamente lo describimos.
Afirmaba el padre del Psicoanálisis que el Ello es un caos, sin organización,
definido en forma negativa en oposición al modo de organización del Yo. El
Hiperlíder sabe manejar esas fuerzas. Se puede decir que es lo único que sabe
hacer. Su destreza consiste en permitir el desbordamiento de esa energía que
habitualmente está reprimida para que sea posible la vida civilizada. A ese
desbordamiento se le da el nombre de ‘revolución’, ‘revolución política’. Los
autores clásicos la han descrito de manera inmejorable. Y, justamente, tales autores son clásicos –como quiere
Gadamer- porque han vencido la ruina del tiempo para decirnos algo. Sea así con
Platón. Lo que nos dice en República respecto de ‘tiranía’ no tiene
desperdicio. Iré comentando el pasaje.
El fundador de la Academia ve en la tiranía la
más extrema degradación de las formas políticas. No se opone esta a la democracia,
sino que es su consecuencia. La democracia, entonces, vive en el desbordamiento
de la libertad. Las mujeres no hacen caso a sus maridos, y hasta los animales
parecen contagiados del hálito de libertinaje que impregna el ambiente; son más
osados y sueltos, pues “como la señora, así su perrito”. El mismo caballo y el
asno, que sienten conciencia de su libertad, lo muestran en el andar por las
calles, sin ceder el paso a las personas, todo a tono con el principio de la
igualdad. Pero justamente es el camino por donde la libertad se destruye a sí
misma. “La exageración y el forzar la marcha de las cosas suele traer como
consecuencia y como reacción el cambio en sus contrarios; tal en el estado de
la atmósfera en el crecimiento de las plantas y de los cuerpos y no menos
también en las constituciones de los pueblos (564a). El pueblo necesita un
líder para dirimir sus internas disensiones –recuérdese el chiripero,
comento- y como tiene por costumbre
“encumbrar siempre a uno con preferencia sobre los otros y a este mima y hace
omnipotente” (565c), puede llegar el caso de que tal dirigente del pueblo,
engreído aún más por los cantos de sirena de los “más temibles magos –remember
Ceresole- y hacedores de tiranos, una vez en posesión y disfrute del poder, se
haga como león que ha lamido la sangre. Cae en la embriaguez del poder y en la
ilusión de grandeza. “Aquel cuyo espíritu perturbado sale de sus carriles, se
le asienta en la cabeza y se propone ser bastante fuerte para dominar no sólo a
los hombres sino también a los dioses” (573 c) –llámense Cristo de la Grita o
espíritus de la sabana-. El tirano comenzará por lo pronto a vender favores y
amistad –al club de los tíramealgo: Cuba, Nicaragua, Bolivia, Ecuador,
Argentina, Brasil, Uruguay y todas las naciones de Petrocaribe-, y a hacer toda
clase de promesas, por ejemplo, perdón de sus deudas y reparto de tierras –esto
es, la “recuperación” socialista- . Después verá la manera de deshacerse de sus
enemigos. Maquinará guerras para que el pueblo constantemente tenga necesidad
de un jefe –siempre ‘rodilla en tierra’ y listo para enfrentar ‘el Imperio’- y
no le quede tiempo para pensar en alzarse contra el régimen. Pondrá
principalmente sus ojos escrutadores en los hombres valientes, magnánimos,
inteligentes y favorecidos de la fortuna, y de todos los tales procurará
purificar el Estado. Se rodeará cada vez más exclusivamente de sus criaturas. Aumentará
y reforzará hasta el infinito su escolta personal –la milicia que estará
siempre disponible para evitar magnicidios- y se distanciará con ello más y más
del pueblo. Acabará por quitar a este las armas –de la Policía Metropolitana,
p.e.- para que se le entregue indefenso a él y a sus “enchufados”- según la nueva denominación-. Así,
finalmente, “vendrá el pueblo a comprender qué clase de monstruo él mismo ha
creado y alimentado”.
Tiranía significa entonces, según el autor de República,
esclavitud entre esclavos. Porque en ella no sólo el pueblo es esclavo, lo son
también los déspotas y gobernantes subalternos, esclavos del tirano. Y el mismo
tirano no es más que un esclavo, esclavo de sus propios deseos y pasiones. Para
el filósofo, penetrado de una visión de la humanidad fundada en la razón, en la
verdad, en la libertad y en el querer moral, esta forma de gobierno no es sino
una de las más grandes abominaciones que se puedan dar en el mundo.
Durante años
se discutió sobre el nombre que habría que darle al régimen gubernativo que se
instaló en Venezuela desde 1999. Un prohombre “intelectual” de la primera
hornada de ese régimen, después arrepentido y vuelto como borrego nuevamente al
redil de donde había salido, lo definía como ‘democracia plebiscitaria’. Creo
que el segundo término es perfectamente válido, pues en catorce años en el país
se celebraron catorce elecciones plebiscitarias: en todas ellas se reelegía
directa o indirectamente al Hiperlíder. Mas yo definiría el régimen como
tiranía (militarista) tal como la describe Platón. Así el régimen es tiranía
plebiscitaria.
¿Por qué lo definimos de esta manera? Sobre todo, ¿por
qué tiranía? El Hiperlíder de Venezuela, que alcanzó el poder a través de los
votos después de haberlo intentado por las armas, se propuso conservarlo mediante
dos recursos. Uno, arruinando el país como aconseja Maquiavelo en el capítulo V
del Príncipe. Y esto supone que el Estado alcanzado –acostumbrado a
vivir en libertad bajo sus propias leyes- es ajeno. El conquistador tendrá a
sus habitantes por enemigos, a menos que le sigan y él, en pago, les dará patria.
‘Los que quieran patria vengan conmigo’, tronaba el Hiperlíder. Y gran parte
del pueblo lo seguía, al menos aquella parte que llegó a considerarlo como su corazón.
Si el Estado conquistado es extranjero, no se servirá
el Hiperlíder de nacionales para someterlo. De potencia exterior traerá consigo
los enemigos que harán la tarea: personal de entrenamiento deportivo para el
dominio de la juventud, personal médico y sanitario para influir en los más necesitados,
personal especializado en notarías y registros para controlar la propiedad,
personal espía para neutralizar las fuerzas armadas que, desde un principio,
fueron desprofesionalizadas y puestas a repartir alimentos. Como extranjero
también se sirvió el Hiperlíder del lumpenproletariat en la tarea de amedrentar al país. Contra el
pueblo bueno e inerme, las bandas fascistas vivieron a sus anchas en el tiempo
de la revolución, a tal punto que Venezuela fue catalogada como una de las
naciones más violentas del mundo en los tiempos que corren.
La ruina del país
se fue haciendo sin prisa, pero sin pausa. Con especial saña se les
persiguió a los productores del campo y a los industriales de la ciudad. Los
recursos mineros de la nación fueron empleados para enriquecer productores e industriales del extranjero en
contra de los nacionales. Las obras públicas fueron dadas a chinos, rusos,
bielorrusos, iraníes, brasileños... La ruina fue tan planificada por el Monje,
que incluso se llegó a pensar en la supresión de la moneda, postulando el
retorno de la sociedad al trueque como forma de intercambio.
El segundo camino que siguió el Hiperlíder para
alcanzar el poder y, posteriormente, conservarlo fue la justificación de ese
lado trágico al que me referí antes en la parrafada psicológica que dejé
escrita.
Durante años se acusó al Hiperlíder de sembrar odio y
división entre los venezolanos. Y es verdad. Pero el odio y la división ya
estaban sembrados en el pueblo. El Hiperlíder solamente justificó los
sentimientos reprimidos por la civilización.
Tal justificación le valió al Hiperlíder su aceptación por una buena
parte del pueblo. Veamos.
En primer lugar, quedó justificada el muy humano sentimiento de la envidia. ¿Por qué tienes tú lo que yo no tengo? Porque
el burgués escuálido, pitiquiyanqui, vendepatria y majunche... te lo quitó,
tronaba día y noche en cada casa el Hiperlíder a través de la Cadena Nacional.
Y justificó a continuación la humana pero también muy divina pasión de la
venganza. ‘Esta es una revolución pacífica, pero armada. No se confundan’. Con
estas palabras el Gobierno Revolucionario se presenta como el gran vengador de
los desposeídos. Y se presenta no sólo con amenazas, sino con hechos:
invasiones y expropiaciones, entre otros.
Para ir sintetizando y haciendo el juicio sobre estos años de
revolución, diré que el Hiperlíder fue un tumor generado por el propio
organismo social venezolano que hizo eclosión en 1998. Aunque en ese año no se
vio el cáncer que estaba apareciendo, ya había en ese momentos signos evidentes
de la malignidad. ‘Vamos a hervir en aceite las cabezas de los adecos’, había
propuesto el Hiperlíder a todos los vientos antes de tomar el poder. Y el
pueblo le creyó... porque le gustó la propuesta. Y le gustó el Hiperlíder. Lo quiso con locura...
Días antes del plebiscito del 14 de abril de 2013, un
amigo quiso saber de mis deseos para Venezuela y se los comuniqué. Si atiendo
al corazón, le dije, quiero que gane la oposición. Pero si oigo a la razón,
esta me dice que debe seguir el Gobierno Revolucionario. Solo de esta manera
“vendrá el pueblo a comprender qué clase de monstruo él mismo ha creado y
alimentado”, como de forma genial nos aseguraba Platón. Y ese monstruo no puede
ser arrojado a las profundidades, de donde nunca debió haber salido, sino por
el propio pueblo enfermo... que lo creó.
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