Muchas gracias, en primer lugar, a las autoridades de la
Universidad Católica Santa Rosa –en especial a su rector, Padre Carlos Boully, y
a la Vicerrectora Académica, Prof. Berla Andrade- por haberme concedido el
honor de esta lectio brevis en la apertura del año académico
de 2018. Gracias, también, a todos ustedes que se han quedado a oírme
Antes de empezar quisiera aclarar el título de mi lección: Elogio de la manía filosófica. En
criollo debiera ser ‘Buen discurso sobre la locura de los amantes de la
sabiduría’.
No es esta, amigos, una charla con rigor académico. Por el
contrario, se trata de algunas notas pergeñadas al desgaire sobre una actividad
de la saco el sustento diario.
Me asombra la situación paradójica en la que me encuentro. Por
un lado, si hurgamos en internet, encontraremos infinidad de definiciones de
‘filosofía’; por el otro, yo no tengo ninguna o, mejor dicho, tengo una tan
general –más adelante la mostraré- que no define nada.
Pero quien sí la tiene es M. Heidegger. Escribió el filósofo de
Messkirch: “Philosophia es el corresponder expresamente ejecutado, que
habla en tanto atiende al llamamiento-asignación del ser del ente. El
corresponder (contrahablar) escucha y obedece la voz del llamamiento-asignación.
Lo que se nos asigna como voz del ser determina nuestro corresponder.
‘Corresponder’ quiere, entonces, decir: estar determinado, etre disposé,
a saber, a partir del ente. Dis-posé (dis-puesto) significa aquí, literalmente:
expuesto-aclarado y merced a ello puesto en relaciones con lo que es. (...) En
tanto a-corde y de-terminado, el corresponder es esencialmente un temple de
ánimo”. Clarísimo, ¿verdad? Un exquisito trozo de jitanjáfora, zabuqueado de
cláusulas y cortado de paréntesis. Un metafísico de los más seguidos en América
Latina, en general, y en Venezuela, en particular, nos dijo qué es Filosofía.
¡Y pensar que yo no tengo una definición ni de jerigonza! Me alivia el generoso
comentario que nos dejó B. Russell sobre el profesor de Friburgo de Brisgovia:
“Sumamente excéntrico en su terminología, la filosofía de Heidegger es
extremadamente oscura. Uno no puede por menos que sospechar que el lenguaje se
ha desbocado en este caso” (La sabiduría de Occidente, Aguilar, Madrid,
1962).
Abandonemos la tiniebla, lámpara de muchos filósofos, y
lleguemos al Siglo de las luces. A él pertenece Simón Rodríguez, filósofo
venezolano que vivió entre 1769 y 1854. Nos dejó no una sino cinco
definiciones. Consideremos la que sintetiza las otras. Dice así: “Filosofía es conocer las cosas y conocernos para reglar
nuestra conducta por las leyes de la naturaleza”.
Como se puede comprobar, la definición tiene dos partes. La
primera quiere que por la Filosofía conozcamos las cosas. A pesar del afecto
que le tengo al “Sócrates de Carcas”, como lo llamara Bolívar, en este caso
debo manifestarle mi desacuerdo. Si deseáramos “conocer las cosas” por la
Filosofía, de seguro estaríamos infinitamente más confundidos de lo que lo
estamos. Los filósofos son especialistas en discursos contradictorios. La
segunda parte es el imperativo de Delfos: “conócete a ti mismo”. Yo confieso que
cada vez que lo he intentado -además de no saber por qué hacerlo- me he
devuelto porque lo que iba encontrando no era muy de mi gusto.
Mas volvamos al “conocer las cosas”, esto es, la Filosofía
entendida como ciencia. No importa cuál sea la definición que tengamos de ciencia,
lo que constatamos siempre es que en el concepto de este término no entra la
Filosofía o, si entra, es con un sentido tan lato que la ciencia queda bastante
mal parada. Ya el viejo Platón había advertido que la Filosofía sólo podía llegar a ser “opinión verdadera”…
cuando mucho.
La
Historia reconoce como una primera clasificación de las ciencias la realizada
por Aristóteles. El Estagirita consideraba que las ciencias se deben ordenar,
en atención a los tres fines primordiales de la actividad humana: conocer,
obrar y producir. Por consiguiente, habrá ciencias teóricas, ciencias prácticas
y ciencias poéticas. El primer grupo comprende la Metafísica, la Matemática y
la Física. En el segundo grupo se encuentran la Moral y la Política. Por
último, la Poética, la Retórica y la Dialéctica, que se conocen como ciencias
poéticas.
De
acuerdo con el criterio del filósofo argentino Mario Bunge, se distinguen dos
clases de ciencias: las formales y las fácticas. Las primeras manejan ideas –o
más bien, formas de ideas– sin representación alguna en la realidad. Un ejemplo
de estas formas son los esquemas válidos de razonamiento. Tales esquemas,
construcciones ideales, no proporcionan información acerca de la realidad. Las
ciencias fácticas sí ofrecen información acerca de la naturaleza, porque se
ocupan de objetos o de hechos que existen fuera de la mente. Entre estos
objetos o hechos, hay algunos que existen como productos de la naturaleza; pero
hay otros cuya existencia se debe a la intervención del hombre. A los primeros
objetos, se les llama naturales; a los segundos, culturales. Por esta razón, a
las ciencias fácticas que estudian los objetos o fenómenos naturales, se les
denomina ciencias factuales naturales y a las que estudian los fenómenos
culturales se las nombra ciencias factuales culturales. El oxígeno y el átomo
son ejemplos de objetos naturales. Las revoluciones y las actividades
electorales son fenómenos culturales.
Yo, que no soy ningún
experto en epistemología, suelo dividir para mí las ciencias en analíticas o
demostrativas: Lógica, Matemáticas y Geometría; en falsables o verificables y
grandemente formalizadas: Física, Química y Biología, y las demás disciplinas
del conocimiento, entre las que incluyo la Filosofía, disciplina de análisis y
síntesis, exposición y argumentación. ¿Por qué no incluyo esta disciplina entre
las ciencias? Bueno, porque se puede hablar de buena o de mala Filosofía, pero
no de buena o mala ciencia. Y esta distinción es definitiva. Ello no significa
que la Filosofía no tenga dignidad. Simón Rodríguez la proponía como ideal para
el hombre. Dejó escrito en la Defensa de
Bolívar: “Si un filósofo se dedicara a cuidar puercos, el ejercicio de
porquero sería honroso, y se diría Pocilga como se dice Academia, Ateneo,
Pórtico, Liceo, por el lugar donde se enseña”.
Y aquí es oportuno hacer una pregunta siempre inoportuna
pero siempre ineludible: ¿de qué vive un filósofo?
Bueno, puede vivir en la indigencia como el cínico Diógenes, el napolitano
Vico, el utópico Fourier o el científico del socialismo Karl Marx a quien se le
murieron de hambre tres hijos.
En
general, desde los sofistas para acá, los filósofos viven de la enseñanza, como
Andrés Bello, en una universidad de la que fue rector durante más de dos
décadas, o como Simón Rodríguez, maestro de escuela.
Otros,
muy celosos de su independencia intelectual, hacen lo que sea para poder
dedicarse a la Filosofía. Así Rousseau, entre otras cosas, fue preceptor de
niños ricos, y Spinoza, pulidor de cristales.
Algunos
tienen la suerte de haber nacido aristócratas y viven de su nobleza, como Platón
y Montaigne, aunque lo más común es que sus talentos individuales les permitan
agenciarse la protección de los poderosos. Tal sucedió con Aristóteles,
Maquiavelo, Francis Bacon o René Descartes.
En
general, la Filosofía no es profesión peligrosa, a menos que te llames
Pitágoras, Sócrates, Hipatia de Alejandría o Giordano Bruno.
Al grano: la Filosofía –definió J.
L. Borges- es un género literario. Hasta ahí. No se puede decir mucho más de
ella. Los géneros literarios son los distintos grupos o categorías en que podemos
clasificar las obras literarias atendiendo a su contenido. La Retórica clásica
los ha clasificado en tres grupos importantes: épico, lírico y dramático, a los
que se añade con frecuencia el género didáctico.
Basta
con pensar en el conjunto de obras literarias de cualquier época para observar
que todas ellas se pueden organizar en diferentes grupos que comparten unas características más o
menos comunes. Bien es cierto que la frontera entre estas agrupaciones no
siempre está clara, y que muchas veces es difícil clasificar una obra porque en
ella están presentes características de diversa naturaleza. Aun dejando de lado
la preocupación teórica por la agrupación y clasificación de textos, la
historia de la literatura demuestra que las obras nunca son entes autónomos
ajenos a una tipología: siempre contienen una serie de rasgos que configuran el
texto como un modelo, adscribiéndolo así a una clase que funciona como marco de
todas las composiciones ajustadas a un patrón expresivo fijo.
El
interés teórico por los géneros comienza con la obra de Platón, el verdadero
creador de la prosa filosófica, pues antes de él la Filosofía se expresaba en
verso. En efecto, en República hace
referencia a distintas formas de expresión poética, según sea la relevancia en
la obra de la voz del narrador, la de los personajes o la fusión de ambas. Ese
interés continúa con Aristóteles, Cicerón, Horacio y Quintiliano y constituye
la primera etapa.
La
segunda etapa se caracteriza por la reacción anticlasicista. En efecto, contra
los planteamientos tan estrictos de la antigüedad reaccionan los románticos,
convencidos de que genio y precepto son conceptos incompatibles. Su principal
teórico fue Hegel. Según su reconocida teoría, existen tres estadios, a saber:
el objetivo, representado por la épica, modelo heroico de expresión; el
subjetivo, correspondiente a la lírica, expresión de la intimidad, y, por
último, el constituido por la dramática, que sabe mezclar lo subjetivo y lo
objetivo.
El
tercer momento de esta evolución se inicia a comienzos del siglo XX, a partir
de los planteamientos del formalismo ruso, que postulan que un género es un
conjunto de procedimientos constructivos que toda obra adscrita a él debe
compartir.
Pero
Benedetto Croce rechazó la validez de la división de los géneros literarios,
pues, según él, tal división va en contra de la individualidad y originalidad
de cualquier manifestación artística.
No sé
por qué pero me apresuro a sospechar que Croce sufre del mayor pecado del que
sufren los filósofos: la vanidad. Todos se consideran el último oasis en la
travesía del desierto del conocimiento. Juan Nuño recordaba hace ya años el
secreto deseo que guarda in pectore
todo filósofo de cualquier época. Ese deseo no es otro que acabar con toda la Filosofía…
que no sea la suya. Parménides contra Heráclito, Anaxágoras contra Demócrito,
Sócrates contra los sofistas, Platón contra los materialistas, “hijos de la
tierra”, Aristóteles contra los platónicos, Epicuro contra académicos, aristotélicos y estoicos, Tertuliano contra la
Filosofía… En fin, los liquidadores de la Filosofía siempre estarán entre
aquellos que tienen interés en persistir
como filósofos. Ayer y hoy.
Pero
no hay que preocuparse demasiado por ese asunto. De seguro el progreso del
conocimiento –si se me permite el oxímoron- no viene de la Filosofía que sólo
ha aportado revoluciones palaciegas. La mayor parte de los problemas que la
Filosofía se planteaba en los siglos XVII y XVIII han sido resueltos, cuando no
pulverizados, por la Física, el Psicoanálisis, la Economía política, la
Historia, la Biología y… los acontecimientos. Y es que la Filosofía es el arte
más arbitrario que hay… que se sirve de todos los demás. Sin lugar a dudas, El Quijote, de Cervantes, es menos
arbitrario que la Ciencia de la Lógica,
de Hegel, que no creo que haya aportado nada al desarrollo de esta ciencia, una
de las de las de mayor andadura en estos tiempos, ciencia que terminó por dar
grandes zancadas cuando dejó atrás todo intento de decirlo todo. Como Spinoza
acerca del Mundo o Hegel acerca de la Historia. Tal pretensión a decirlo todo
conlleva un estilo, impuesto, cuando menos, desde Descartes.
Decirlo
todo, inmediatamente y de la única manera posible de decirlo: tal es la manía
filosófica. Y es que no acostumbran los filósofos menospreciar su talento. De
creerles, la humanidad sólo comienza a pensar verdaderamente con cada uno de
ellos. Ahora bien, los filósofos juran que siempre tienen razón y, de seguro,
es así, pero… como los locos. Y es que la locura es la fuente de la sabiduría.
Los
orígenes de la Filosofía son misteriosos. Según la tradición erudita, la
Filosofía nació con Tales y Anaximandro, en Jonia. En el siglo XIX se buscaron
sus orígenes más remotos en fabulosos contactos con las culturas orientales,
con el pensamiento egipcio y con el indio. Por ese camino no se ha podido
comprobar nada. Sólo se han podido establecer analogías y paralelismos.
Platón
llama ‘filosofía’ (‘amor a la sabiduría’) a su investigación, a su actividad
educativa, que estaba muy ligada a una expresión escrita, a la forma literaria
del diálogo. Y Platón contempla con veneración el pasado, un mundo en el que
habían existido los “sabios”… de verdad. Por otra parte, la Filosofía
posterior, nuestra Filosofía, no es otra cosa más que una continuación del
desarrollo de la forma literaria introducida por Platón. A. Whitehead llegó a
decir que la historia de la Filosofía se reduce a las obras de Platón con notas
a pie de página. Pero el ‘amor a la sabiduría’ es inferior a la ‘sabiduría’.
Efectivamente, amor a la sabiduría no significaba para Platón aspiración a algo
nunca alcanzado, sino tendencia a recuperar lo que ya se había realizado y
vivido. O lo que es lo mismo, no hubo un desarrollo continuo, homogéneo entre
Sabiduría y Filosofía. Lo que hizo surgir a ésta última fue una reforma
expresiva, la aparición de una nueva forma literaria que filtra el conocimiento de todo lo anterior.
Si
desandamos lo andado por los senderos de la sabiduría griega, nos encontraremos
con los dioses que Nietzsche puso en el nacimiento de la tragedia. Pero, contra
el solitario de Sils María, Giorgio Colli destaca la preeminencia de Apolo,
pues sólo a este dios hay que atribuir el dominio de la sabiduría de Delfos. En
efecto, en Delfos se manifiesta la inclinación de los griegos al conocimiento.
Para la civilización helénica arcaica el
conocimiento de lo futuro del hombre pertenece a la sabiduría. Apolo simboliza
ese ojo penetrante, y su culto una celebración de la sabiduría. La adivinación,
porque de eso se trata, entraña conocimiento de futuro y manifestación, que es comunicación
de dicho conocimiento. Y ello se produce a través de la palabra del dios, a
través del oráculo. En la palabra se manifiesta al hombre la sabiduría del
dios, y la forma, el orden, la conexión en que aparecen las palabras revela que
no se trata de palabras humanas, sino de verbo divino. En esto consiste lo
exterior del oráculo: ambigüedad, oscuridad, alusiones difíciles de descifrar,
incertidumbre. De ello se infiere que el dios conoce lo porvenir y se lo manifiesta
al hombre, pero parece no querer que el hombre lo comprenda. Es este un
ingrediente de perversa crueldad de Apolo que se refleja en la comunicación de
la sabiduría. Lo dijo Heráclito el obscuro con toda claridad: “El señor a quien
pertenece el oráculo que está en Delfos no afirma ni oculta, sino que indica”.
Ese
es el fondo del culto délfico de Apolo. Un celeste y decisivo pasaje platónico
nos lo aclara. Se trata del discurso sobre la ‘manía’, sobre la locura, que
Sócrates desarrolla en el Fedro.
Desde el comienzo contrapone locura a control de sí y exalta la primera como
superior y divina. Dice el texto: “Los bienes más grandes llegan a nosotros a
través de la locura, concedida por un don divino… En efecto, la profetisa de
Delfos y las sacerdotisas de Dodona, en cuanto poseídas por la locura, han
proporcionado a Grecia muchas y bellas cosas, tanto a los individuos como a la
comunidad”. Así, pues, desde el principio
revela Sócrates con toda claridad la relación entre manía y Apolo.
Distingue a continuación cuatro especies de locura: la profética, la mistérica,
la poética y la erótica. La poética y la erótica son variantes de la profética
y de la mistérica. Estas dos últimas están inspiradas por Apolo. En el Fedro manía profética figura en primer
plano hasta el punto de que, para Platón, el testimonio de la naturaleza divina
y decisiva de la manía es el
hecho de que constituye el fundamento
del culto délfico. Apoya su juicio con una etimología, a saber: la ‘mántica’
–el arte de la adivinación- deriva de ‘manía’ y es su expresión más auténtica.
De ello se deduce que Apolo no es sólo el dios de la mesura, de la armonía
–como quería Nietzsche- sino, como Dionisos, de la exaltación y de la locura.
Parece
que ha llegado el momento de proponer abandonar la Filosofía que no remite a ningún dominio determinado y apenas
sirve de espantajo para impresionar incautos. La Filosofía no existe sino como
género literario. Lo que tenemos son una serie de libros, escritos por gentes
más o menos competentes, que versan sobre los más variados temas. Desde
metafísica, ética y estética hasta nomadología. En principio, tales gentes
tratan de sostener con argumentos lo que exponen y buscan conferir a sus obras
el interés más general posible. Para lograrlo, les está permitido fabricarse un
determinado vocabulario a condición de que sirva para ganar precisión y no
perderla, como en el caso heideggeriano. Si llenan tales condiciones, quizás se
podrá decir entonces –pero con mucha prudencia- que tal o cual obra posee un
valor “filosófico”. Pero será así porque cumple con tales condiciones y no por
participación mágica de un condicionado, de una hipóstasis que sería la
Filosofía. Sucede, sin embargo, -recordaba J. F. Revel- que los filósofos de
nuestro tiempo permanecen más o menos conscientemente fieles al ideal medieval,
a aquella noción implícitamente religiosa de su papel y denominan Filosofía a
tal sueño de una disciplina rectora que –como quería Simón Rodríguez- fuese al
mismo tiempo ciencia y prudencia, conocimiento de lo absoluto y principio
jerarquizador de los otros conocimientos, los cuales obtendrían de aquélla su
significación última. Pero todo ese intento no es más que pura charlatanería,
que, por otro lado, es su encanto… literario. Pues, en verdad, ¿qué es nuestra
Filosofía sino una provincia de la literatura? De esa literatura que los
filósofos fingen despreciar al mismo tiempo que buscan ávidamente un reflejo
del género de gloria que aquélla procura. Porque, señores oyentes, seriamente
hablando, ¿qué es, de punta a punta, Ser
y tiempo sino un ejercicio de estilo en lo formal, además de una ontología
nazi en su contenido?
¿Cómo
alcanza la Filosofía sus propósitos?, nos preguntamos. En otros lugar he
hablado de dos métodos: uno más general y otro más particular. El general no es
otro que el analítico-sintético; el particular, el expositivo-argumentativo.
Por el primero, el filósofo descompone un todo en sus partes constitutivas, las
examina y las valora. La actividad opuesta y complementaria es la síntesis, que
en lo esencial consiste en la exploración de relaciones entre las partes
estudiadas y en la reconstrucción de la totalidad, antes desarticulada. A mi
entender quien mejor aplicó este método fue Juan Escoto Erígena, filósofo del
renacimiento carolingio del siglo IX, en su División
de la naturaleza.
Pero la forma de expresión que se adopte debe ser
expositiva-argumentativa. La exposición es considerada como la manifestación
abstracta de la realidad representada a la manera de la descripción que se
destina a la representación de la realidad concreta. Y ha de ser clara, aunque
también la tiniebla, como dijimos antes, puede ayudar al filósofo en
“profundidad”.
En Filosofía, además, la exposición viene siempre acompañada
de la argumentación, su hermana gemela. Nunca se separan porque cada una se ve
reflejada en el rostro de la otra. La exposición, en líneas generales, se nos
aparece como un conjunto ordenado de ideas encadenadas de una manera sólida sin
el propósito de querer defender la verdad ni de mostrar con razones el pensamiento
expresado. Su hermana gemela se encargará de aportar hechos y razones que
tratan de avalar y defender el planteamiento, la tesis, la idea o la simple
opinión que su otra hermana ha expuesto. La exposición y la argumentación se
relacionan entre sí de tal manera que, mientras una informa, la otra trata de
persuadir o convencer a alguien de la propuesta establecida.
Muy de acuerdo con el método empleado se halla el modo de
expresión. Y en esto Platón fue también un maestro. Aunque no compartan muchas de sus ideas, todos los
lectores están de acuerdo con el profundo dramatismo de su expresión. Quiso ser
autor dramático en su juventud. Ante los resultados adversos obtenidos, pensó
cambiar de profesión. Pero encontró a Sócrates y... no la cambió. Sólo cambió el mythos por el logos como objeto de sus obras, e incluso no completamente. Todos
saben del uso impenitente de mitos para ilustrar el logos.
Otros,
como Cicerón, Berkeley o Hume, para no citar
sino a grandes, siguieron al aristócrata ateniense. Algunos emplearon la narración; los de más allá, la descripción.
A Montesquieu le iba bien el estilo epistolar, y a Montaigne, el ensayo.
Alguien puede reservarse la intimidad del diario, imitando a Kierkegaard. No
faltará quien prefiera el estilo aforístico como Nietzsche o el confesional de
San Agustín y Rousseau, y, por qué no, el modo geométrico spinoziano, con
definiciones, axiomas y teoremas, lemas y postulados, apéndices y corolarios, o
la manera escolástica con sus innumerables distingos. No son malos modelos para
seguir. Si algo es característico de la Filosofía es la variedad inmensa de
modos de expresión. En todo caso, no debe castrarse la forma creadora que más
se ajuste al hacer Filosofía de cada quien. Lo que importa es que sea
Filosofía. Buena Filosofía... si es posible.
Para ir terminando, digamos que la Filosofía surge de una
disposición retórica acompañada de un adiestramiento dialéctico, de un estímulo
agonístico incierto sobre la dirección que puede tomar. Es lo que deja ver la
primera aparición de una fractura interior del hombre de pensamiento en la que se
insinúa la ambición del poder mundano. Y por último, es síntoma morboso de un
talento artístico de alto nivel que se descarga, desviándose, tumultuoso y
arrogante, en la invención de un nuevo género literario. Y se mantiene en él.
Muchas
gracias por su paciencia.
Bibliografía mínima
COLLI, G. (1977). El
nacimiento de la filosofía. Barcelona:
Tusquets
JORGE, C.H. (2000). Un
nuevo poder. Estudio de las ideas
morales y políticas de Simón
Rodríguez. Caracas:
UNESR.
JORGE, C.H. (2011). Modos de presentar una tesis
filosófica en: carloshjorge.blogspot.com.
NUÑO, J. (1972). La
superación de la filosofía. Caracas:
UCV.
REVEL, J.F. (1962). ¿Para
qué filósofos? Caracas: UCV
RODRÍGUEZ, S. (1975). Obras
completas (dos tomos)
Caracas: UNESR
Lector, para comunicarse con el autor de la entrada, escriba a carloshjorge@yahoo.es