Hace 200 años fue
publicada por primera vez en Filadelfia, EE.UU., El Triunfo de la libertad sobre el despotismo y hoy lo estamos
celebrando. En primer lugar, porque es una obra de filosofía política hecha en Venezuela por un
venezolano, cosa que aún en el día no suele ser muy frecuente.
En segundo lugar, porque es una celebración de
la civilidad, una celebración de la República, de la república que un puñado de
civiles ilustrados constituyó para los venezolanos para vivir en paz.
Demasiadas celebraciones tenemos de guerras y enfrentamientos, de recuerdos
destructivos y de dolor.
Venezuela tiene 23
estados, de ellos, sólo uno lleva el nombre de un ilustre civil: Vargas, pero
nueve nos recuerdan la guerra, es decir, por orden alfabético, Anzoátegui,
Bolívar, Carabobo, Falcón, Lara, Miranda,
Monagas, Nueva Esparta y Sucre. En otros términos, el
41.83% del territorio venezolano canta la guerra. Me temo que tales nombres no
registran sino el ADN violento inconsciente de nuestra nacionalidad. Definitivamente,
como quería Luis Castro Leiva, tenemos que recuperar la primera repúblicaty
cambiarles muchos nombres a nuestras provincias.
Porque esa república, hay
que repetirlo, fue una creación civil, y civil el que redactó el Acta de Independencia,
acto de fundación y establecimiento de la República. De los 41 firmantes, sólo
uno era hombre de armas: Francisco de Miranda, diputado por la Provincia de Barcelona.
Juan Germán Roscio también firmó como
diputado por la Provincia de Caracas. Había nacido en San Francisco de Tiznados
en 1763. Sus padres eran la mestiza Paula María y Nieves y su padre, el emigrante
milanés Cristóbal Roscio. Murió en la Villa del Rosario de Cúcuta en 1721.
En el Acta redactada
por J. G. Roscio y por Francisco Isnardi, se justifica
la Independencia, fundamentalmente, por circunstancias históricas. El Triunfo… de Roscio solo buscará
fundamentar ahora la elección del sistema republicano que se dio la “Confederación
americana de Venezuela”, también llamada en el mismo documento “Provincias Unidas
de Caracas, Cumaná, Barinas, Margarita, Barcelona, Mérida y Trujillo” y
“Confederación venezolana”.
Pero si en el Acta Roscio justifica por las
circunstancias históricas la
independencia de la República, en El
Triunfo la fundamentará apelando a la máxima autoridad religiosa de judíos
y cristianos: la Biblia. Ya el Acta había comenzado apelando a la
divinidad: “En el nombre de Dios Todopoderoso”.
Ahora, extraerá del libro sagrado la forma de gobierno que la divinidad
prefiere. En otros términos, en el Acta
se justifica la Independencia, en El
Triunfo,,, la libertad. Por esa razón creemos que la obra debió haberse
titulado La soberanía popular fundada en
la Biblia. Con el subtítulo que él le puso: “…confesión de un pecador arrepentido de sus pecados y dedicado a
desagraviar en esta parte a la religión ofendida con el sistema de la tiranía”
Mas ‘soberanía popular’ –
tesis que atraviesa la obra de principio a fin- es una tesis política
problemática, por decir lo menos. Eso lo notará unos años después, en 1828,
Simón Rodríguez, el compatriota y contemporáneo de Roscio que había nacido en
Caracas en 1769, cuando escribió:
Pueblo soberano!
................................. está muy bien
¡Yo lo represento!
................................. cómo?
¡Yo lo defiendo! .................................... con qué?
¿Dónde está el soberano?
¿¡En las calles retozando miéntras niño?!
¿¡Disipando todo el tiempo de su juventud en placeres?!
¿¡ Calculando incertidumbres en su virilidad?!
¿¡Viviendo de una escasa renta, ó llorando su miseria cuando
viejo?!
Este Soberano, ni aprendió á mandar, ni manda …… y el que manda
á su nombre lo
gobierna …… lo domina …… lo esclaviza …… y lo inmola á sus
caprichos cuando
es menester (SA,I,284).
En realidad, como lo expuso Hegel por esas mismas fechas con una
claridad meridiana, “la soberanía popular es una ilusión imposible. De lo que
se trata es de una confusión de conceptos, pues el pueblo, “tomado sin sus
monarcas y sin la articulación del todo que se vincula necesaria e
inmediatamente con ellos es una masa informe que no constituye ya un Estado” (Filosofía del Derecho, & 279.
Observación).
Pero vayamos un poco más atrás: cuando hablamos de ‘soberanía’,
¿de qué estamos hablando? ¿Hablamos de lo mismo cuando nos referimos a la
‘soberanía absoluta’, a la ‘soberanía liberal’ o a la ‘soberanía popular’?
Para entender estos conceptos hay que partir de un hecho
señalado por M.
Foucault en Microfísica
del poder: “el personaje central de todo el edificio jurídico occidental es
el rey”. En otros términos, es esencialmente del monarca, de sus derechos, de
su poder, de los posibles límites a ese poder, de quien se trata en la
organización general del sistema juridicopolítico occidental. El monarca era el
cuerpo viviente de la soberanía.
Foucault ha destacado cuatro papeles que ha jugado el concepto
de soberanía en su desarrollo histórico global. En primer lugar, la soberanía
estaba referida a un mecanismo de poder efectivo de la monarquía feudal. En un
segundo momento, sirvió de instrumento y justificación en la construcción de
las grandes monarquías administrativas. Pero, a partir del s. XVI y, sobre
todo, en el XVII -en pleno auge de las guerras religiosas-, la soberanía ha
sido un arma que ha pasado de un campo al otro, es decir, se presenta como el
gran instrumento de la lucha política y teórica alrededor de los sistemas de
poder. Por último, la misma teoría de la soberanía es la que encontramos en
Rousseau y en sus contemporáneos jugando un cuarto papel. Aquí se trata de construir,
en contra de las monarquías, autoritarias y absolutas, un modelo alternativo: las
democracias parlamentarias.
Ahora bien, ¿en qué se diferencia el soberano absoluto del
soberano liberal?
Desde el punto de vista jurídico, el soberano absolutista es
fuente de todo derecho, mientras que el soberano liberal no lo es, pues también
él está sometido. Vista desde la economía, la soberanía absoluta interviene
obsesivamente en ella, cuando, por el contrario, el soberano liberal deja que
la máquina económica marche sola. Desde el punto de vista político, el monarca absoluto
gobierna incontestado, mientras que el liberal regne mais ne gouverne pas, pues
el gobierno efectivo de la nación se supone fiscalizado por un
parlamento electo. Desde el punto de vista sociológico, los súbditos del
soberano absoluto le ceden su control político, a fin de “vivir cómodamente”,
como quería Hobbes.
Tanto el poder absoluto del monarca como el del liberal tienen
como punto de partida la incapacidad de los hombres para resolver sus problemas
colectivos, esto es, hay una insuficiencia de las relaciones de los individuos
para satisfacer los intereses comunes a todos. De este modo, la soberanía puede
verse como una fuerza capaz de absorber la disteleologías de la vida social.
El soberano absoluto tiene dos intereses: el primero y principal
es que sus súbditos obedezcan y acaten sus decretos. Y, en este sentido, el
soberano absoluto suele ser muy eficaz. Pues, como señala Hobbes, mientras que
en la aristocracia y en la democracia es necesario convenir en fechas y lugares
determinados para que se pueda deliberar y tomar decisiones, es decir: ejercer efectivamente
el poder, “la monarquía delibera y decide en cualquier momento y dondequiera…” Los
súbditos, por su parte, tienen su propio
interés: “vivir cómodamente” y someterse al soberano “dignamente”, esto es, con
posibilidades de predecir la conducta del soberano, lo cual es casi
completamente imposible. Los decretos reales no tienen las características de
las leyes universales: presunción de inocencia, la carga de la prueba que corre
a cargo del poder, no retroactividad de la ley, la consistencia en mostrar que
el crimen en cuestión cae bajo una ley existente en el momento de producirse y
regulación procesal del juicio.
El soberano liberal tiene los mismos intereses que el monárquico,
a saber: primero y principalmente, que le obedezcan, que los súbditos acaten
sus disposiciones y paguen sus impuestos, que son la fuente de sustento de la
soberanía; segundo, que él pueda promulgar y revocar esos decretos a su antojo,
sin tener que ligarse a leyes generales. Los súbditos quieren, por encima de
todo, que su sumisión al soberano sea digna, esto es, que el soberano se justo,
que su conducta se previsible, que sus leyes sean universales, que el mismo
soberano esté atado por ellas. Su interés secundario es ahora “vivir
cómodamente”, que el soberano los defienda de las amenazas que se ciernen sobre
sus vidas y sobre sus haciendas.
Ahora bien, la doctrina liberal de la universalidad de la ley
cumple tres funciones. La primera de ellas es eticoideológica: la ley instaura
un mínimo de igualdad y seguridad en la resolución de los conflictos de
intereses al convertir a todos los ciudadanos en iguales ante ella. La segunda
función es económica, pues el mercado necesita leyes universales: no le va bien
con la discreción absolutista. Una autoridad política que intervenga
discrecionalmente en el mercado fácilmente provocará efectos perversos que, más
temprano que tarde, acarrearán malas consecuencias, no sólo para la “sociedad
civil”, sino también para la autoridad política, que depende de esa sociedad para
mantenerse La tercera función de la universalidad de la ley, que ha sido muchas
veces destacada, es politicoidelógica. Si por un lado los pueblos merecen un
trato considerado como soberanos, por el otro se exalta en ellos esa idea de
soberanía para servirse de ellos con fines particulares. Y en este punto,
entonces, se da identidad de conceptos en términos tan dispares como recordaba Simón Rodríguez en un artículo
publicado en Lima en 1843:
“SIERVO, vide súbdito, i SUBDITO vide siervo. VASALLO,
vide súbdito o siervo. CIUDADANO! vide vasallo, súbdito
o siervo i, metafóricamente, lo mismo que ESCLAVO!” Y comenta
a continuación sobre el hallazgo del
hecho: “¿Quien creería que un Librero, por ganar su vida, había de dar
una lección de lo que valen las Sinonimias? (CPG,II,419).
La función ideológica que cumple la ley es ocultar el poder
político, disolver las relaciones políticas y sociales de fuerza en relaciones
jurídicas; en términos más duros: enmascarar la soberanía con el pretexto de
encauzarla. Que el soberano se someta a la universalidad de la ley no quiere
decir que deja de ser soberano, pues soberano es quien decide, no sobre el
funcionamiento normal de un orden jurídico, sino quien decide sobre los estados
de excepción. Por ejemplo, en la división de poderes de Locke la autoridad política
retiene, con el “poder federativo”, la capacidad para decidir sobre las situaciones
excepcionales la soberanía. Aunque ese poder de Locke sólo se ocupa de conflictos
con potencias extranjeras, perfectamente hubiera podido ocuparse del enemigo
interno, esto es, de la necesidad de un poder que tenga capacidad de hacer frente,
mediante el estado de excepción, a la secessio plebis, el enemigo
orgánico humoral del cuerpo social. “Se rebelan los Pueblos contra el Soberano
como se rebelan los humores contra el individuo”, decía el maestro de Bolívar
allá por 1834 en Chile (LV,II,126).
En el conflicto que enfrenta a súbditos y soberano, el soberano
se ve favorecido, pues en esta nueva relación no es posible evitar las amenazas
autoritarias del Estado moderno. En nombre del “orden” y de la “conveniencia”,
se conculca la tan cacareada “soberanía popular”. Y es que la soberanía política, en última
instancia, se define por la capacidad
(potencial) para establecer estados de excepción, para “hacer callar al Derecho
cuando la necesidad es urgente” -según feliz expresión de Bodino-; no por la
fuerza (actual) que permite prescindir permanentemente del Derecho, de las
leyes universales. Esta “facultad ordinaria” que denuncia Rodríguez es lo que
convierte -ahora sin máscara- al Estado liberal en una “Parodia de la
Monarquía” (ER,I,231).
La soberanía propiamente dicha, es decir: el poder político, es
poder potencial para decidir si la normalidad politicojurídica ha sido
interrumpida, si el caso es de necesidad urgente, si el estado de excepción ha
de entrar en vigor, si el Derecho ha de callar para que puedan hablar los
cañones, para “castigar” al enemigo interno, “al instante, so pena de encargar
su conciencia” (LV,II,123), o “para celebrar TRATADOS de Paz y Alianza,
intervenciones armadas, Invasiones y otras finuras de la CIVILIZACION,”. Lo
dice claramente el Acta redactada por
Roscio:
Por tanto, creyendo con todas estas razones satisfecho el respeto que debemos a las opiniones del género humano
y a la dignidad de las demás naciones, en cuyo número vamos a entrar, y con
cuya comunicación y amistad contamos, nosotros, los representantes de las
Provincias Unidas de Venezuela, poniendo por testigo al Ser Supremo de la
justicia de nuestro proceder y de la rectitud de nuestras intenciones,
implorando sus divinos y celestiales auxilios, y ratificándole, en el momento
en que nacemos a la dignidad, que su providencia nos restituye el deseo de vivir
y morir libres, creyendo y defendiendo la santa, católica y apostólica religión
de Jesucristo. Nosotros, pues, a nombre y con la voluntad y autoridad que
tenemos del virtuoso pueblo de Venezuela, declaramos solemnemente al mundo que
sus Provincias Unidas son, y deben ser desde hoy, de hecho y de derecho,
Estados libres, soberanos e independientes y que están absueltos de toda
sumisión y dependencia de la Corona de España o de los que se dicen o dijeren
sus apoderados o representantes, y que como tal Estado libre e independiente
tiene un pleno poder para darse la forma de gobierno que sea conforme a la
voluntad general de sus pueblos, declarar la guerra, hacer la paz, formar
alianzas, arreglar tratados de comercio, límite y navegación, hacer y ejecutar
todos los demás actos que hacen y ejecutan las naciones libres e independientes”.
Pero, como han escuchado muy bien los
oyentes, Roscio no sólo desea el auxilio de Dios Todopoderoso sino que cuenta
con la ‘voluntad general’ del pueblo venezolano. (Y, en este sentido, también El triunfo… es una lectura de la Biblia con ojos de Rousseau, si no véase
el cap. XIX).
Pero ¿qué tanto puede querer ese pueblo un bien que desconoce? Algunos autores han sostenido seriamente que la
ética antigua resuelve mejor que la moderna el problema de la contribución de
los individuos a la acción colectiva o pública, precisamente porque da una
respuesta al problema que la filosofía moral moderna ni siquiera llega a plantearse:
el problema del bien privado. Al apartarse de la noción clásica de “bien”, el
pensamiento moderno se ha quedado sin los conceptos de “bien privado” y de
“bien público”. Ambos eran indivisibles en el éthos clásico; al
contraponerlos, la modernidad ha destruido a los dos. Podría esperarse, tal
vez, que la filosofía política redefiniera el concepto de “bien” del individuo
en su sentido postclásico, pero no lo hace: las teorías políticas absolutistas,
y más tarde las liberales, no se articulan en torno de una determinada “idea de
bien”, no parten de ella, sino de “derechos”. De derechos “artificiales” otorgados
por el soberano a sus súbditos -como el absolutismo- o de derechos “naturales”
cedidos por el individuo al poder político para que éste procure por los intereses
colectivos -como el liberalismo.
Ahora bien, ¿cómo conseguir que la prosecución individual del
interés egoísta o que las consecuencias del amour de soi se traduzcan en
defensa o preservación del interés de todos, del interés público?
Algunos autores han destacado varias soluciones a este problema
que se dan entre los siglos XVII y XVIII. La fusión republicana moderna de
intereses privados y públicos -única solución al problema que aquí nos
interesa- resulta paradigmática en Rousseau, con el concepto de volonté
générale. Pero, ¿qué es la volonté générale, cuando el propio
Rousseau señala que no coincide siempre con la voluntad de todos? Ezra Heymann
ha visto, creo que con mucho acierto, que la volonté générale es “la
voluntad que tiene por objeto el asunto común y que define al ciudadano”. Para
Diderot, por el contrario, sí parece que tiene que ver con la voluntad de
todos, pues, para el coeditor de la Enciclopedia, no se trata más que de
“un acto de entendimiento que razona en el silencio de las pasiones sobre lo
que el hombre puede exigir de su semejante y sobre lo que su semejante tiene
derecho a exigir de él”. Y, de este modo, se va definiendo el objeto de una
voluntad común. Aunque estas consideraciones sobre Diderot valen también para
Rousseau, -me dijo el profesor Heymann-, en la medida en que el objeto común va
a ser la voluntad común. En Rousseau la ‘voluntad general’ es virtualmente de
todos, esto es, algo que se puede reclamar razonablemente a todos. Virtualmente, pero no realmente, digo
yo.
Nunca hubo, entonces, una ‘soberanía popular’, porque nunca hubo
una voluntad en la que todos pudieran fundir sus deseos individuales. Lo que se
da es una atomización de intereses. No es de creer que para que una nación
quiera la libertad, basta con que la conozca, y para que sea libre, basta que
lo desee. O como decía M. de la Fayette: “Es libre el pueblo que quiere serlo”. Le contestó Simón
Rodríguez allá por 1828: “El caso es, que no siempre lo quiere, y nó siempre
que lo quiere, lo puede” (SA,I,278). Esta atomización de intereses,
superficialmente unidos, suele degenerar de tal manera que Venezuela puede dar
clases al mundo.
Rodríguez quiere educar al pueblo para que éste pueda ejercer su
poder (la fuerza de la masa), pero no cuenta con el pueblo sin educación.
Aunque pretende una transformación radical de la sociedad, prefiere, sin
embargo, la tiranía de uno al empuje de la masa revolucionaria. Asienta: “Los medios
violentos de conseguir la Libertad, poniendo el ejercicio de la autoridad,
en manos de la multitud, es reemplazar un despotismo llevadero con otro insoportable”
(SA,I,321).
En
fin, Rodríguez desea la constitución de un nuevo poder, que es poder
popular, pero no
cuenta con el pueblo para constituirlo, pues primero debe ser educado. De eso no habló Roscio. De pronto pensaba que era
suficiente con eliminar al soberano absoluto, al tirano.
Y la tesis de la tiranía de la monarquía –en la
línea de Vindiciae contra tyrannos
(Ginebra, 1581)- es una segunda tesis
atrevida de nuestro autor que defiende basándose en la Biblia y en Santo Tomás
de Aquino. Él la expuso así en el capítulo XXX apelando a la intimidad de la
familia y la amistad y al San Pablo de 1 Timoteo, 5:
¿Será
más criminal el extraño que me hurta clandestinamente un tesoro, que el amigo y
pariente, que, abusando de la confianza de un depósito, lo disipa o lo
convierte en su propia sustancia con gravísimo
detrimento mío? Sustrayendo furtivamente un extranjero parte de los
fondos y ganancias de la compañía de otro, ¿será más delincuente que el mismo
compañero que estando encargado de la administración de ella, se alza con los
capitales y lucros, o se empeña en distribuir leoninamente sus ganancias?
Mentiría al Apóstol cuando dijo que quien no cuidaba de los suyos había
renunciado a la fe, y era peor que el infiel?
Si pues peor que el gentil un magistrado católico que no cuida de los
suyos, ¿por qué mejorarle con la impunidad de sus descuidos y rapacidades? ¿Por
qué no arrancaremos de sus manos las víctimas de su despotismo? ¿Por qué
tolerarle por más tiempo el sacrificio de una gran familia, que no es propiedad
suya, ni puede serlo? Librar de su angustia y peligro a los que son llevados a
morir; salvar a los que indignamente padecen: es la ley que debe prevalecer
contra las invenciones y abusos de la
tiranía. Y si por una consecuencia de esta ley somos obligados a sacar de su
angustia y peligro al jumento ajeno, aunque sea sábado, por amor de nuestros
prójimos, con razón más poderosa debemos hacerlo con éstos cuando se hallen en
igual conflicto, abandonando para ello toda obediencia ciega, toda doctrina
oscura que impida el cumplimiento de este deber natural y divino?
El problema con esa “ley” es que la
divinidad no ha dejado un manual por el que todos
puedan juzgar de igual manera de la tiranía y del tirano. Esa es la explicación
que les da Simón Rodríguez en la Defensa
a quienes acusaban a Simón Bolívar de
tirano en el Perú:
Un
Alcalde de Barrio es tan Dictador como lo fué Larcio Flavio, y cada Rey es un
Syla ó un César — Dictan, mandan, despotizan, en buen sentido, para quien juzga
de sus providencias con conocimiento de causa, ó, tiranizan, sacrifican y hasta
¡martirizan! en el concepto de aquellos sobre quienes recae un procedimiento
desagradable ó penoso. . . No hay buen juez á gusto de ambas partes.
Pero no sólo en Perú el
Libertador fue acusado de tirano, también lo fue… ¡en su propia tierra! Esa
gente que un día lo aclamó, tras saber de su muerte muestra gran alegría. Como
le informaba del suceso al Ministro del Interior el 3 de febrero de 1831 el
gobernador de Maracaibo, el comandante neogranadino Juan Antonio Gómez, con una carta que se hizo tristemente célebre
por su acrimonia y pasión política: “Bolívar - diría el apasionado gobernador -
el genio del mal, la tea de la discordia, o mejor diré, el opresor de su
patria, ya dejó de existir... Su muerte, que en otras circunstancias y en
tiempos de engaño, pudo causar el luto y pesadumbre de los colombianos, será
hoy, sin duda, el más poderoso motivo de su regocijo, porque de ella dimana la
paz y el avenimiento de todos”.
En Caracas, Tomás
Lander escribió lo mismo pero con distinciones: “Bolívar ha muerto y sus obras
no pertenecen ya sino al juicio de la historia. No era la persona de aquel
Jeneral a quien han odiado los hombres libres de Colombia: son sí á sus actos
como gefe de la nación. Cuando él ha desaparecido de la escena política, no
seremos innobles persiguiendo su sombra más allá de la huesa” (El Fanal, 3 de febrero de 1831).
En fin, como una ironía
del destino, todos los venezolanos
celebraron la muerte de su Padre y Libertador: sus adversarios políticos,
porque veían en la desaparición física del hombre fuerte el cese de un
liderazgo, único capaz de sostener el gobierno central contra las justas aspiraciones
separatistas; y sus amigos y familiares, porque se negaban a aceptar la
noticia, y manifestaban su indecisión con fiestas y alegrías, tratando de
contrariar el sentimiento colectivo. Esto último hizo que Tomás Lander, en un
Editorial de El Fanal del 12 de febrero
del mismo año, señalara: “sólo una terca imprudencia, o una necia extravagancia,
pudieran hoy hacer que sus más íntimos amigos, y aún sus propios parientes, se
propusieran celebrar con música y con chistosos cuentos, lo que debiera arrancarles
arroyos de lágrimas”.
Para terminar, digamos
algo más sobre el autor y sobre la obra que comentamos. Al producirse los
acontecimientos del 19 de abril de 1810, Roscio fue uno de los primeros en
incorporarse al Cabildo de Caracas como “representante del pueblo”. Y fue el
redactor de la minuta de aquella tormentosa sesión. Formó parte de la Junta
Suprema de los derechos de Fernando VII.
El 2 de marzo de 1811 se incorpora como
diputado de ese Congreso que debe sesionar para defender los derechos del
futuro monarca. (Y aquí constatamos el acta de bautismo de nuestra
inestabilidad y confusión). Constituida la República en el mes de julio y tras
la capitulación de Miranda, cae preso en 1812. Enviado a La Guaira, Cádiz y
Ceuta, en 1814 logra evadirse del penal africano y llegar a Gibraltar. Aquí es
recapturado nuevamente, pero es liberado en 1815. Por eso creemos que el título
de la obra: El triunfo de la libertad
sobre el despotismo, hay que entenderlo como la alegría por su salida de la
prisión y no retrata muy bien el asunto central del libro. El libro es un arma
ideológica en una batalla por el favor popular cuando la República, que el
autor había ayudado a fundar, se había venido abajo. Y dará una segunda
batalla, la de la Reforma de Benito Juárez, en México, desde 1857 a 1862,
cuando el Presidente aplicó medidas contra los fueros corporativos de la
Iglesia Católica y sometió a sus miembros a la justicia civil.
Muchas gracias por haberme
escuchado.
II Simposio de Filosofía, UPEL,
Caracas, 17 de noviembre de 2017.