"Cada cosa, en cuanto es en sí -escribió B. Spinoza en su Ética-, se esfuerza en perseverar en su ser". Y tres proposiciones más adelante precisa lo anterior refiriéndolo concretamente al caso del hombre: "El alma, ya en cuanto tiene ideas claras y distintas, ya en cuanto las tiene confusas, se esfuerza en perseverar en su ser con una duración indefinida, y es consciente de ese esfuerzo suyo". En estas pocas líneas se halla dicho todo lo que puede decirse sobre la aspiración universal a la inmortalidad.
Que todos buscamos afanosamente permanecer para siempre no tiene discusión. Si alguien lo duda, no estaría de más que se fijase en las prácticas religiosas de los ancianos. Cada uno, con la conciencia de la pronta desaparición, busca asegurarse un puesto en la eternidad. Y es que la cosa se ve fácil si uno se hace amigo del Eterno.
Pero la vida, en general, no puede arriesgarse a desaparecer, no puede quedar al libre arbitrio de cada quien. La vida es un producto de Eros, fuerza fundamental opuesta a Thánatos, instinto de muerte. Aunque al final en cada individuo triunfa Thánatos, Eros sin embargo le ha hecho trampa antes de entregarse: en todo el mundo biológico, la vida se reproduce.
No deja de ser una maravilla observar los casi infinitos mecanismos que las plantas, por ejemplo, han desarrollado para perpetuar la especie. No tenemos sino que considerar el amoroso cuidado con que trata la mata de la patilla a sus hijos (semillas).
Planta herbácea trepadora, de hasta unos 4 m de largo, produce un fruto de los de mayor tamaño que se conocen (el récord Guinness es de 127 Kg). En una pulpa rojiza o rosada muy atractiva, porosa, de textura acuosa con delicioso sabor dulce, protegidas por una corteza dura, anidan y se alimentan las semillas. Contarán con 5 ó 10 años para reproducirse en una historia sin fin.
Aunque la mata de la patilla es monoica, esto es, que puede autofecundarse en una casa, sin embargo las fecundaciones cruzadas son predominantes. Algo parecido sucede en el mundo humano. De acuerdo con un estudio del Instituto Karolinska de Estocolmo, la culpa de los hombres para buscar la fecundación en otras casas la tiene un gen, el alelo 334, que gestiona la vasopresina, hormona que se produce naturalmente, por ejemplo, con los orgasmos. De allí que los hombres dotados de esta variante del gen sean peligrosos para una relación estable.
Sin ánimo de quitarles méritos a los científicos suecos, muchos hombres saben por experiencia que, aun contra sus deseos, un impulso profundo los empuja a otras casas para asegurarse la inmortalidad. Claro que esto no suele ser suficiente para sus mujeres.
Publicado por Tal Cual, página 21, el miércoles 22 de octubre de 2008.
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