sábado, 14 de julio de 2012

Dios o la ilusión de lo porvenir




     Si en plena belle époque a Sigmund Freud se le hubiera preguntado ¿cuántos dioses hay?, sin vacilar seguramente hubiera respondido: dos, y nos habría dado sus nombres: Lógos y Ananké, esto es, la inflexible razón y el destino necesario.



     Siguiendo los preceptos de la primera, la religión fue, sin dudas, tema que varias veces ocupó su atención. Moisés y la religión monoteísta: tres ensayos, que escribiera a lo largo de 1934-1938, fue publicada en forma de libro el mismo año de su muerte en Londres en 1939 (Moisés y el monoteísmo, edición francesa de Gallimard de 1948). Esta obra, escrita cuando arreciaba la persecución de los judíos por los nazis, es considerada por muchos como una continuación lógica de Tótem y tabú (1912), pues entre otros temas aborda nuevamente el mito del asesinato del padre en la forma del asesinato colectivo de Moisés por parte de su pueblo. En Tótem y tabú -nos dice en comentarios posteriores- había tratado por primera vez el origen de la religión o, más bien como él mismo aclara, la génesis del totemismo, que, definitivamente, está en la base de muchas de las prácticas e ideas religiosas. La pregunta en este sentido a un imaginario contradictor es pertinente: ¿Puede usted acaso explicar desde alguno de los puntos de vista conocidos por la primera forma en que la divinidad protectora se reveló a los hombres, y se instituyera, al mismo tiempo que la prohibición de matar a dicho animal y de comer su carne, la costumbre solemne de sacrificarlo y comerlo una vez al año en colectividad?

      En una obra de 1927, mucho menos compleja que estas dos mencionadas, aborda S. Freud nuevamente el tema de la religión. El sugestivo título de este escrito es el de El porvenir de una ilusión. A partir de él, trataré de exponer mi idea del origen de Dios con la tesis de la ilusión de lo porvenir.

   1.     El núcleo de la idea freudiana sobre las “representaciones religiosas” lo sintetiza el padre del Psicoanálisis en el capítulo VI de El porvenir de una ilusión. Cito textualmente: "Recapitulando nuestro examen de la génesis psíquica de las ideas religiosas, podremos ya formularla como sigue: tales ideas, que nos son presentas como dogmas, no son precipitados de la experiencia ni conclusiones del pensamiento: son ilusiones, realizaciones de los deseos más antiguos, intensos y apremiantes de la Humanidad. El secreto de su fuerza está en la fuerza de estos deseos. Sabemos ya que la penosa sensación de impotencia experimentada en la niñez fue lo que despertó la necesidad de protección, la necesidad de una protección amorosa, satisfecha en tal época por el padre, y que el descubrimiento de la indefensión a través de toda la vida llevó luego al hombre a forjar la existencia de un padre inmortal mucho más poderoso. El gobierno bondadoso de la divina Providencia mitiga el miedo a los peligros de la vida; la institución de un orden moral universal asegura la victoria final de la Justicia, tan vulnerada dentro de la civilización humana, y la prolongación de la existencia terrenal por una vida futura amplía infinitamente los límites temporales y espaciales en los que han de cumplirse los deseos".

     Pasa Freud a continuación en ese mismo capítulo VI a clarificar el sentido del término ‘ilusiones’ con el que calificó las ideas religiosas. Apunta, en primer lugar, que “una ilusión no es lo mismo que un error ni es necesariamente un error”. Para ilustrar el sentido del término nos ofrece varios ejemplos. Ilusión era la creencia de Cristóbal Colón de que “había descubierto una nueva ruta para llegar a las Indias. La participación de su deseo en este error resulta fácilmente visible”. Especifica: “Una de las características más genuinas de la ilusión es la de tener su punto de partida en deseos humanos de los cuales se deriva”. Por esta razón se parece a la idea delirante. Ésta, sin embargo, aparece en abierta contradicción con la realidad. No así la ilusión, que no necesariamente es irrealizable o contraria a la realidad. Define. “Así, pues, calificamos de ilusión una creencia cuando aparece engendrada por el impulso a la satisfacción de un deseo, prescindiendo de su relación con la realidad, del mismo modo que la ilusión prescinde de toda garantía real”. Por tanto, aunque los dogmas se acercan más a las ideas delirantes, sin embargo son “ilusiones indemostrables y no es lícito obligar a nadie a aceptarlos como ciertos”. Aunque no entra Freud a pronunciarse sobre la verdad de las doctrinas religiosas, señala que “sería muy bello que hubiera un Dios creador del mundo y providencia bondadosa, un orden moral universal y una vida de ultratumba; pero encontramos harto singular que todo suceda así a medida de nuestros deseos. Y sería más extraño aún que nuestros pobres antepasados, ignorantes y faltos de libertad espiritual, hubiesen descubierto la solución de todos estos enigmas del mundo”.

    2.     Si continuamos las ideas freudianas, llegaremos a la conclusión de que hay una sola religión cuyo núcleo se describió. Pero es empresa difícil definir la religión, la religión en sí, la que, según algunos, vive bajo las apariencias diversas de las religiones particulares y que les es común a todas, les sobrevive a todas y constituye el fundamento indestructible sobre el que se levanta cada una de ellas, antes de acomodarse a las necesidades y gustos de quienes la reclaman. Nadie, hasta ahora, ha logrado realizar, de manera satisfactoria para todo el mundo, tan difícil empresa; parece que siempre, al menos por un lado, el objeto de la definición la desborda.

     Una religión, cualquiera que sea, no cae completamente hecha del cielo. Nace de una iniciativa particular y de una necesidad general, luego se constituye y se nutre (más bien, engorda sin nutrirse mucho), tomando lo que necesita de los diversos medios religiosos en los que está llamada a vivir. Se ha sostenido, no sin cierta apariencia de razón, que el medio crea al héroe que necesita. Es también el medio el que engendra al profeta que le hace falta. Es él, y no otro, quien hace brotar las afirmaciones de fe cuya necesidad siente más o menos claramente. Por otro lado, cada medio al que se transportan las afirmaciones de otro tiende a modificarlas, a moldearlas conforme con su propia conciencia religiosa. Algunos autores, ganados por el escepticismo, reputan indiscutible el siempre renovado principio ciceroniano de que el pueblo necesita una religión porque constituye la garantía de su moral y el freno de sus apetitos, y que perjudica a la sociedad debilitar a la iglesia establecida. En efecto, ya sea que interpretemos la religión de un modo o de otro, que la consideremos social por esencia o por accidente, lo cierto es que siempre ha desempeñado un papel social. Por lo demás, este papel es complejo. Varía con los tiempos y lugares; pero en sociedades como las nuestras, la religión tiene como efecto primario el sostener y reforzar las exigencias sociales. Puede llegar mucho más lejos, pero al menos llega hasta aquí. La sociedad establece penas que pueden afectar a inocentes y ser eludidas por los culpables; apenas recompensa a nadie, sólo repara en lo que resulta llamativo y se contenta con poco. ¿Dónde está entonces la balanza humana capaz de pesar rectamente penas y recompensas? Al igual que las ideas platónicas nos revelan la realidad perfecta y completa, de la que sólo podemos percibir burdas imitaciones, la religión nos introduce en una Ciudad en la que nuestras instituciones, leyes y costumbres, a lo sumo, de tarde en tarde, representan los aspectos más destacados. Aquí abajo el orden es meramente aproximado y logrado por los hombres de un modo más o menos superficial, allá arriba es perfecto y se realiza por sí mismo. La religión salva, ante nuestros ojos, la distancia existente por los hábitos entre un mandato de la sociedad y una ley de la naturaleza.

    3.  El hecho social arriba descrito se entiende perfectamente, pero ¿qué decir del hecho individual ? ¿Por qué los hombres creen en dioses? ¿Por miedo, por desvalimiento ante la todopoderosa Naturaleza como opinaba Freud? Una teoría ya antigua hace nacer la religión del temor que nos inspiran ciertos fenómenos naturales. En efecto, parece que solamente el miedo permite comprender el espectáculo de lo que han sido las religiones, y son algunas todavía, espectáculo humillante para la inteligencia humana. ¡Qué tejido de aberraciones! Por más que la experiencia diga que 'es falso' y el razonamiento que 'es absurdo', no por eso deja la humanidad de mantenerse aferrada a lo absurdo y al error. ¡Y si al menos quedara así! Pero se ha visto a la religión prescribir la inmoralidad, imponer la realización de actos criminales. Cuanto más grosera, más lugar ocupa materialmente en la vida de un pueblo. Lo que más tarde deberá compartir con la ciencia, el arte, la filosofía, lo exige y lo obtiene en principio sólo para sí. Hay sobrados motivos para sorprendernos de que hayamos definido al hombre como un ser racional. Nuestro asombro crece cuando vemos que la superstición más ruda ha sido durante tanto tiempo un hecho universal y, por lo demás, aún perdura. Encontramos en lo pasado, incluso podríamos encontrar hoy día, sociedades humanas que no tienen ciencia, ni arte ni filosofía, pero jamás hubo una sociedad sin religión. Llegados a este punto, ¡cuál no tendría que ser nuestra turbación si nos comparáramos en este aspecto con el animal! Muy probablemente el animal ignora la superstición. No sabemos casi nada de lo que pasa en conciencias distintas de la nuestra, pero como los estados religiosos se traducen ordinariamente en actitudes y actos, si el animal fuese capaz de religiosidad lo advertiríamos fácilmente por alguna señal. Nos es forzoso, pues, extraer nuestra conclusión: el homo sapiens, el único dotado de razón, es también el único que puede hacer depender su existencia de cosas irracionales ¿Cómo se puede explicar el hecho de que creencias y prácticas tan poco razonables hayan podido, y pueden aún, ser aceptadas por seres inteligentes? ¿Cómo es posible que supersticiones absurdas hayan podido, y pueden aún, gobernar la vida de seres razonables? Estas preguntas siguen en pie, a pesar del fabuloso desarrollo científico y tecnológico alcanzado por la humanidad.

     El miedo del que hablamos tiene que ver con el miedo a la desaparición, a la aniquilación. Como el hombre es el único animal que sabe que va a morir, la religión es una reacción defensiva de la naturaleza (y de la sociedad) contra tal representación de lo inevitable de la muerte. La sociedad tiene tanto interés en esta reacción como el propio individuo. No sólo porque se beneficia del esfuerzo individual y porque este esfuerzo llega más lejos cuando su impulso no es contrariado por la idea de un término final, sino también, y sobre todo, porque ella misma tiene necesidad de estabilidad y duración. Una sociedad civilizada se ampara en leyes, en instituciones, incluso en edificios que se han hecho para desafiar al tiempo; pero las sociedades primitivas están construidas sobre hombres. ¿Qué sería de su autoridad, si no se creyese en la persistencia de las individualidades que la componen? Importa, por consiguiente, que los muertos sigan estando presentes. Más tarde vendrá el culto a los antepasados, a los santos. Entonces los muertos se aproximarán a los dioses, pero para ello será necesario que haya dioses, al menos en preparación, que haya un culto, que el espíritu se haya orientado en dirección a la mitología. En su punto de partida, la inteligencia se representa a los muertos como mezclados, sin más, con los vivos, en una sociedad a la que pueden todavía hacer tanto bien como mal. Los antropólogos, psicólogos y filósofos modernos han demostrado cómo persiste el hombre primitivo en la sociedad contemporánea. Y, sobre todo, fue esta la labor de S. Freud.

     Escribió B. Spinoza que el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte. Ese pensamiento de que me tengo que morir y el enigma de lo que habrá después es el latir mismo de mi conciencia, que me susurra: "¡Dejarás de ser?" Satisfecha el hambre, surge la vanidad, la necesidad de imponerse y sobrevivir en otros. El hombre suele entregar la vida por la bolsa, pero no entrega la bolsa por la vanidad. ¿Y la vanidad qué es sino ansia de sobrevivirse? Decía Simón Rodríguez que por la gloria se sacrifica todo . ¿Qué diosa es ésta en cuyo altar se sacrifican reposo, caudal y hasta la vida? La verdadera gloria es la inmortalidad que se manifiesta en la memoria de los pueblos, en la gratitud de los pueblos. "La Inmortalidad, escribió el filósofo caraqueño, es una sombra indefinida de la vida que cada uno extiende hasta donde alcanzan sus esperanzas y hace cuanto puede para prolongarlas. Se complace el hombre sensible figurándose su existencia proyectada en el espacio interminable de los tiempos, como se complace en ver, desde una altura, sucederse los valles, los bosques y los montes más allá de un horizonte sin fin".  Para muchos, la manera posible de conquistar la inmortalidad es a través de la santidad. Y no hay santidad sin religión. La religión, entonces, es la lucha por la supervivencia, que puede convertir la tierra en un infierno. Esa sed de vida eterna la sacian muchos, los sencillos sobre todo, en la fuente de la fe religiosa. La institución cuyo fin primordial es proteger esa fe en la inmortalidad personal del alma es, entre nosotros, el catolicismo.



     Hablar del fenómeno religioso implica hablar de Dios. Pero ¿existe Dios? Desde luego, no es necesidad racional, sino angustia vital –decía Don Miguel de Unamuno - lo que lleva a creer en Dios. Y creer en Dios es, ante todo y sobre todo, sentir hambre de Dios, hambre de divinidad, sentir su ausencia y vacío, querer que Dios exista. Y aquí es donde abandonamos a Freud en su tesis y regresamos a la Biología. Todo ser vivo quiere vivir eternamente, por eso la multiplicación sin fin de los individuos para que la especie continúe. Creer en Dios es la manera cómo los humanos satisfacen esa exigencia de la vida.

     4.      De nuevo la pregunta: ¿existe Dios? Esta persona eterna, que da sentido humano al universo, ¿es algo sustancial fuera de nuestra conciencia, fuera de nuestro anhelo? He aquí algo insoluble. La razón no puede probar la imposibilidad de su existencia. Pero eso no le importa al creyente. Quien cree en Dios anhela que exista y, además, se conduce como si existiera. Vive ese anhelo y hace de él su íntimo resorte de acción. Para el creyente, de ese anhelo o hambre de divinidad surge la esperanza; de ésta, la fe; de la fe y la esperanza, la caridad, dicen los maestros católicos. El hombre religioso no puede vivir sino en un mundo sagrado, porque sólo un mundo así participa del ser, existe realmente. Esta necesidad religiosa expresa una terrible sed ontológica. El hombre religioso está sediento de ser y de orden. El terror ante el caos que rodea su mundo habitado corresponde a su terror ante la nada. El espacio desconocido que se extiende más allá de su mundo, que no está consagrado, que es simple extensión amorfa donde todavía no se ha proyectado orientación alguna ni se ha deducido estructura alguna, este espacio profano representa para el hombre religioso el no-ser absoluto. Si, por desgracia, se pierde en él, se siente vaciado de su sustancia óntica, como si se disolviera en el caos. Termina por extinguirse. La idea de Dios de la pretendida teodicea racional no es más que una hipótesis, que sólo tiene valor en cuanto con ella nos explicamos lo que tratamos con ella de explicarnos: la existencia y esencia del universo, y mientras no se expliquen mejor de otro modo. Hume trató de aclarar como nadie la idea de que toda vía para llegar al conocimiento de Dios no es sino una hipótesis explicativa

     ¿Qué es la religión?, volvemos a preguntar. Cada cual define la religión según la sienta en sí, más aún, según la observe en los demás. No cabe definirla sin sentirla de un modo o de otro. La religión, más que se define, se describe. Y, más que se describe, se siente. Puede decirse que la religión, desde la del salvaje que personaliza en el fetiche al universo todo, es la manera de dar finalidad humana al universo, a Dios, para lo cual hay que atribuirle conciencia de sí y de su fin. Y este religioso anhelo de unirnos con Dios no es ni por ciencia ni por arte. Es por la fuerza de la vida. La religión es una economía o hedonística trascendental como quiere Unamuno. Lo que el hombre busca en la religión, en la fe religiosa, es salvar su propio pellejo, eternizarlo, lo que no consigue ni con la ciencia ni con el arte ni con la moral, que no exigen a Dios. Lo que nos exige a Dios es la religión. Parece que con acierto hablan los jesuitas del gran negocio de nuestra salvación. A Dios no lo necesitamos ni para que nos enseñe la verdad de las cosas, ni su belleza, ni nos asegure la moralidad con penas y castigos, sino para que no nos deje morir del todo. El lector puede comprobar la justeza de nuestras afirmaciones viendo cómo los ancianos se aferran a las prácticas religiosas. Y es que este anhelo singular es, por ser de todos y de cada uno de los hombres normales, universal y normativo. Hay quienes afirman que el momento (si es que alguna vez lo hubo) de las religiones ha pasado a la historia. Argumentan que durante miles de años la religión ha tenido la oportunidad de unir a los hombres y establecer una paz y cultura mundiales, pero ha fracasado. Las religiones no son sino tantos motivos de enredo de los hombres como religiones hay. Es hora, entonces, de darse cuenta de que el verdadero mensaje de la verdadera religión está fuera de las religiones. Esta posición implica la negación radical de todas las religiones o la forma de un agnosticismo e indiferencia o el ateísmo. Las religiones han sido la causa de las divisiones de la humanidad y son el opio del pueblo; por lo tanto, hay que abolir todo tipo de rito, culto y creencias, ya que son necesariamente concretos y limitados, mientras que los que nos hace falta es un espíritu universal y una verdad sin límites. El hombre puede salvarse con la verdad y la verdad es que no hay religión... sino religiones, pero atravesadas por la misma necesidad... vital.




Conferencia dictada el 13 de julio de 2012 en la Universidad Católica Santa Rosa, Caracas, en el ciclo de conferencias ¿Es la creación un mito? con motivo del 13 aniversario de la Universidad

miércoles, 1 de febrero de 2012

La sierva de la Teología trabaja para evitar la opinión propia



     Claramente lo dejó dicho E. Gilson: “toda historia de la filosofía de la Edad Media presupone la decisión de abstraer de esta filosofía el medio teológico en que ha nacido y del cual no es posible separarla sin violentar la realidad histórica… si se quiere estudiar y comprender la filosofía de esta época, hay que buscarla donde se encuentra, es decir, en los escritos de hombres que se presentaban abiertamente como teólogos o que aspiraban a serlo ”.
     
Desde Nicea-Constantinopla, el dogma católico quedó definitivamente establecido. El primero de los dos concilios fue convocado en 325 por el papa Silvestre I y por el emperador Constantino para luchar contra el arrianismo; el Constantinopolitano I lo fue, en 381, por el papa san Dámaso para condenar la herejía de los neumatómacos y definir la divinidad del Espíritu Santo. Prácticamente, desde ese momento la filosofía va a estar al servicio de la Teología para aclarar el dogma evitando, de paso, la condena herética. Pocos lo consiguieron.
   
  Desde esa época, como lo recuerda el propio E. Gilson, el término ‘filosofía’ presenta el sentido de ‘sabiduría pagana’, sentido que conservará durante mucho tiempo. Incluso en los siglos XII y XIII, los términos philosophia y sancti significarán directamente la oposición entre la visión del mundo elaborada por hombres privados de las luces de la fe y la visión de los Padres de la Iglesia, que hablan en nombre de la revelación cristiana. Pero el dogma no es claro. Aunque se crea “porque es absurdo” –como decía Tertuliano-, algunos creyentes, sin embargo, no pueden permanecer indefinidamente en tal confusión. Es entonces cuando las mentes más brillantes intentarán explicitarlo… hasta donde sea posible. Pero siempre, en el intento, penderá sobre ellos la acusación de herejes. De ahí que la ‘sierva de la Teología’ hará maromas de distinciones infinitas. No es otro, por ejemplo, el ingente trabajo de Santo Tomás de Aquino, trabajo que, sin embargo, no impide su acusación y condena, como veremos. Para ello el gran esfuerzo del Aquinate consistirá en hacer concordar, ni más ni menos, la filosofía aristotélica –hecha en una atmósfera de determinismo racional- con el mundo dramático del dogma cristiano. Veamos un poco.

     La Suma Teológica comienza hablando de Dios, demostrando que existe, estudiando sus atributos. Pero Dios es… ¡tres personas! Y más: el dogma dice que Dios es viviente. Por tanto, según la filosofía griega, sujeto a la corrupción.

     La Creación es otro elemento dramático que se introduce contra toda previsión racional, contra toda necesidad lógica. En toda la filosofía griega –y no sólo en la aristotélica- no hay producción de ser ni su aniquilación, como quiere el dogma cristiano.

     El Tratado de la Encarnación, que ocupa una larguísima parte de la Suma Teológica, intenta hacer posible una explicación de la relación personal de Dios con los hombres, que desde los tiempos homéricos ya no era posible. Para tal elucidación, el Aquinate tiene que elaborar una fina noción filosófica.

     Por último, en este vuelo de gran altura sobre los misterios de la fe cristiana, refirámonos a la Eucaristía, misterio que acaba con toda noción estable de ser. Como se afirma, la sustancia del pan y del vino se transforma íntegramente en otra sustancia: la del cuerpo y sangre de Cristo. Es decir, en este universo del dogma nada es definitivamente nada. Ante lo cual estamos autorizados a preguntar: ¿dónde quedan las esencias inmutables de que cada ser es definible en su orden?

     Es oportuno recordar que, según Aristóteles, el ser en su conjunto se compone, se verifica o realiza en acto, por evolución intrínseca, partiendo de un estado de potencia. Cuando ese acto llega a su perfección, a su fin o término, se llama entelequia. Y cuando arriba al fin, el ser está como exhibiendo una idea, siendo entonces forma. Santo Tomás comienza por descoyuntar ese proceso diciendo lo siguiente. Hay, en primer lugar, una cosa que es esencialmente potencia y que, por desarrollo, no puede llegar a ser acto. En segundo lugar, hay una cosa que es acto y que no es desarrollo de una potencia. En tercer lugar, las esencias –el ser hombre, planta o circunferencia- son cosas realmente distintas de su realización o existencia.

     Introduce entonces dos dualidades absolutamente irreconciliables, a saber: la de materia con forma y la de esencia con existencia. De tal modo que si la materia es potencia respecto de la forma, no podrá llegar a ser forma por evolución interna, sino por unión con ella; y le esencia del hombre, por evolución intrínseca, no puede llegar a existir sino por unión con la existencia. En otros términos, Santo Tomás dispone de materia y forma, de esencia y existencia, realmente distintas entre sí. Pero esta distinción apuntada afecta a la misma definición de ser. Es decir, todo ser –ustedes y yo- existe, es real y, a la vez, tiene esencia: de hombre, en este caso.

     Pero el Aquinate avanza más. Según él, la esencia se puede componer de dos partes que se llaman materia y forma. Y son estas definiciones las que le permiten caracterizar tres tipos de seres afirmados por el dogma cristiano, a saber: 1) Dios: único ser en que se identifican realmente esencia y existencia; 2) Espíritu puro: ser compuesto únicamente de forma, esencia y existencia, pero no de materia; 3) Cuerpo: si el ser se compone de materia, forma y existencia. En resumen, ustedes y yo estamos compuestos de tres partes, los espíritus de dos, y Dios, absolutamente indivisible, es único.

     Pero, como recuerda García Bacca , Santo Tomás transforma a Aristóteles. Según el Estagirita, la materia por evolución interna llega a ser acto y por evolución externa llega a ser existente con perfección, de modo que no hay distinción real de esencia y existencia ni de materia y forma. Lo que hay es un proceso continuo de lo que es realidad en estado de potencia a eso mismo real en estado de acto. Al hacer lo que hizo, Santo Tomás inventó una nueva ontología… conveniente para el dogma cristiano. Tal invención le permite unir en un solo concepto, diversamente tratado, todo: Dios y criaturas…

     Después de haber transformado de semejante manera la ontología general aristotélica para abarcar a todos los seres afirmados por la Teología, se encontró con la dificultad de tener que explicar que Dios es un viviente constituido por tres personas distintas, aunque también realmente idénticas. Para evitar el principio de contradicción que se llevaría por delante el misterio de la Trinidad, Santo Tomás elaboró una distinción que no perjudica la identidad divina. La teoría de las relaciones compagina identidad real con distinción real en el mismo ser.

     En efecto, sirviéndose del criterio de relación para aclarar el misterio, que no resolverlo, Santo Tomás desarrolló técnicamente una distinción muy sutil que, en terminología escolástica, se llamará esse in y esse ad. Según esta distinción, es posible que dentro de un mismo ser haya cosas realmente distintas que no pierden la identidad con una tercera, si se distinguen relacionalmente.
 Precisamente en Dios, y solamente en Dios, sucede –según Santo Tomás- que la misma realidad, en cuanto absoluta, es una, pero, en cuanto relación, es triple. De este modo se conserva el principio de identidad: Dios, porque no se comparan las tres Personas desde el mismo punto de vista absoluto; son distintas las Personas desde el punto de vista relativo. No hay, entonces, contradicción inmediata. Claro que todo esto no deja de ser un ingente esfuerzo para hacer digerible intelectualmente el misterio. Pero hasta ahí. El enorme trabajo va a ser eficaz a la larga. A la corta, veamos qué pasó.

     Fueron los teólogos de su tiempo quienes se alarmaron de los malabarismos hechos por el Doctor Angélico. Su doctrina fue acogida, desde el principio, con recelo y hasta con abierta hostilidad. La introducción de la filosofía en la ciencia sagrada les pareció, no solamente una secularización, sino una verdadera profanación y corrupción de la Teología.

     Por Pascua de 1270, los teólogos de París, con el obispo Esteban Tempier a la cabeza, impugnaron violentamente algunas de las doctrinas del teólogo de Roccasecca, en particular la tesis de la forma sustancial en el hombre. La respuesta del Santo fue satisfactoria para sus adversarios. De este modo eludió verse envuelto en la condena de ciertas proposiciones defendidas por Siger de Brabant y sus secuaces. Mas la cuestión se agrió cuando el santo dejó París y, sobre todo, cuando... se murió.

     Y es que la condena de 1270 no había calmado los ánimos. El célebre Pedro Hispano -papa Juan XXI- le encargó una encuesta sobre el asunto al obispo Tempier. Éste, además de llevar a cabo la encuesta solicitada, reunió la Facultad de Teología de París. A los teólogos reunidos les propuso 219 proposiciones para que las votaran. Como regalo de cumpleaños en el tercer aniversario de su muerte –esto es, el 7 de marzo de 1277-, el santo recibió un decreto de condenación. Ante tal hecho, san Alberto Magno, a pesar de sus años y achaques, hizo ex professo un viaje desde Colonia a París para protestar y defender a su discípulo predilecto, que por estar muerto no podía defenderse como lo hiciera en 1270.

     Casi simultáneamente a esta condena de París, se llevó a cabo en Oxford otro acto condenatorio. Dirigía las acciones Roberto Kildwardvy, arzobispo de Cantorbery y enemigo declarado de la nueva Teología. El 18 de marzo de ese mismo año de 1277, Oxford condenó una serie de 30 proposiciones, varias de ellas tomistas, y concedió… ¡once días de indulgencia! a quien las impugnase
.
     A su vez, los franciscanos, apegados a la antigua usanza, tomaron parte en la oposición de las dos universidades señaladas echándole más leña al fuego para quemar al hereje. En efecto, Guillermo de la Mare publicó un Correctorium fratris Thomae (1278-1279) en el que impugna nueve artículos de los comentarios tomistas sobre el primer libro de las Sentencias, otros nueve de sus Cuadlibetos, otros tantos de sus cuestiones de De veritate, diez de su cuestión de De anima, cuatro de sus cuestiones de De virtutibus y setenta y seis de la Suma Teológica, aunque esta obra fue aprobada y recomendada por el Capítulo general de la Orden celebrado en Estrasburgo en 1282. Al mismo tiempo, la Orden prohibía a sus religiosos poseer y leer la Suma de Santo Tomás, excepción hecha de un pequeño grupo de lectores más capacitados y con la condición de acompañarla con el referido Correctorium. Prero como decía Gil de Roma en su momento, los que impugnaban los escritos tomistas se movían más por envidia que por fe, pues juzgaban herético aquello que no entendían. Eran como moscas que se lanzaban contra la luz cegados por su resplandor.

     En resumen, hacer filosofía en esos tiempos –aunque estuviera al servicio de la Teología y, justamente por ello- era arriesgado. Sócrates, sin quererlo, tuvo muchos seguidores en esos siglos. Y es que, si se hace filosofía, incluso para ponerla al servicio de la Teología, necesariamente se llega a una ‘opinión propia’, que no es otro el sentido de hereticus (hereje). Hereje es, como recuerda Unamuno , “el que escoge por sí mismo una doctrina, el que opina libremente, pero al hacerlo crea de nuevo el dogma que dicen profesar los demás”. Incluso –recuerda el propio Unamuno sin señalar el pasaje- le ocurrió a San Pablo, cuando confesaba: “en esto soy herético”, esto es, “en esto profeso una opinión particular, personal, no la corriente”.

Y no deja de ser irónico que se condene, como se hizo, a tan brillante filósofo dominico, precisamente a alguien que pertenecía a una Orden que había sido fundada con el propósito de predicar –para persuadir y convencer- a los que se apartaban de la fe ortodoxa.

     ¿Por qué la condena? El problema hereje no está en tener una opinión propia, que es lo más filosófico que hay, si esa opinión es bien fundada. El problema es que, justamente por la fundamentación, esa opinión puede ser contagiosa. Y entonces no será la opinión de uno, sino la de muchos que se apartarán de la doctrina decretada por la autoridad. Y, ésta, para atajar el mal, tiene que echar mano de otras instituciones más “persuasivas” que la Orden de Predicadores. En efecto, el papa Gregorio IX creó la Inquisición en 1231 mediante los estatutos de Excommunicamus que redujeron la responsabilidad de los obispos en materia de ortodoxia, sometieron a los inquisidores bajo la dirección del pontificado y establecieron severos castigos.

     En Aviñon, en 1376, otro fraile dominico llamado Nicolau Eimeric escribió el Directorioum inquisitorum o Manual de los inquisidores que facilitará la persecución y castigo de la herejía. “¿Qué es una herejía? –se pregunta Eimeric en la proposición 2-. O, en otras palabras, ¿cuándo puede afirmarse que un artículo o una proposición son heréticos? Respondemos, de acuerdo con Santo Tomás, que hay tres causas o razones susceptibles de determinar el carácter herético de un artículo o de una proposición”. Y por ahí sigue el dominico hasta que llega a la enumeración de los herejes. La lista es larga porque da cuenta de todos los gustos. Consideramos solamente algunos títulos.

Los menandrinos afirmaban que el mundo no era obra de Dios, sino de los ángeles.
Los nicolaítas, discípulos de Nicolás, nombrado diácono de la Iglesia de Jerusalén, al mismo tiempo que san Esteban, por el apóstol Pedro, tenían la costumbre de intercambiarse las esposas, siguiendo con ello el ejemplo de Nicolás que ofrecía su hermosa mujer a quien la deseara.
Los carpocratianos proclamaban que Cristo era tan solo un hombre, procreado por un hombre y una mujer.
Los nazarenos conservaban la antigua Ley y reconocían a la vez la divinidad de Cristo.
Los ofitas adoraban la serpiente, por la que, según ellos, había entrado la inteligencia en el paraíso.
Los valentinianos decían que Cristo no se había encarnado en el vientre de la Virgen María, sino que se había alojado en ella, como en un tubo.
Los adamitas, imitando la desnudez de Adán y Eva, rezaban desnudos y vivían en comunidad desnudos hombres y mujeres.
Los setitas adoraban a Set, hijo de Adán, en quien veían al auténtico Cristo.
Los artotiritas ofrecían al cielo queso y pan, pues decían que la primera ofrenda de los primeros hombres eran frutos de la tierra (el pan y el rebaño).
Los acuarios no consagraban vino en el cáliz, sino sólo agua.
Los severianos no bebían vino y rechazaban el Antiguo Testamento y la resurrección de Cristo.
Los tacianos detestaban la carne.
Los alogos negaban que Cristo fuera el verbo divino y se oponían al Evangelio según Juan y al Apocalipsis.
Los cátaros se atribuían dicho nombre para enaltecer su pureza. Infatuados de su méritos negaban que se perdonaran los pecados a los que se arrepentían. Declaraban adúlteras a las viudas que volvían a casarse y se proclamaban más puros que los demás.
Los maniqueos, discípulos de un persa llamado Manes, admitían dos naturalezas y dos sustancias: la del bien y la del mal. Como Manes, proclamaban que las almas emanan de Dios, como las aguas de una fuente. Los priscialinistas difundieron en España una especie de gnosticismo y maniqueísmo.
Los jovianistas osaban afirmar que no existía la mínima diferencia entre una mujer casada y una virgen, entre un juerguista y un abstinente.
Los tesaresdecatitas decían que había que celebrar la Pascua en la luna decimocuarta.
Los pelagianos atribuían al libre arbitrio rango superior a la gracia divina.
Los acéfalos, llamados así porque no tenían jefe, se oponían a la doctrina del concilio de Calcedonia.
Y otros muchos cuyas características conviene recordar.
     Continúa Eimeric:

     Existen aún innumerables herejías sin heresiarcas y sin nombre. Entre ellos, hay algunos que dicen que
     Dios es triforme, otros que la naturaleza de Cristo ha sufrido la pasión, otros pretenden que Cristo fue
     engendrado por el Padre en el origen de los tiempos, algunos niegan que Cristo descendiera a los
     infiernos para librar a los justos y otros dicen que el alma no está hecha a imagen de Dios. Otros
     pretenden que las almas se transforman en diablos o en animales. Los hay que dicen que el mundo es
     inmutable o que hay mundos incontables o que el mundo es eterno como Dios. Los hay que van
    descalzos y otros que no comen con los demás...

     Es suficiente. Lo que más llama la atención es lo variopinto del rebaño. ¡Al fuego los descalzos, los obscenos nicolaítas o los farsantes ofitas!

     Después de la lista de la que hemos seleccionado algunos títulos, viene el recordatorio de otras condenas. Con ello se añaden a la piara Juan de Poliac, los limosneros, Pierre Jean (por sí solo veinte veces hereje), Raimundo Lull ("cuya doctrina contiene más de quinientos errores, aunque sólo transcribo cien, por mor de brevedad") y los lullistas (que con generosidad aportan otros veinte errores a los de su jefe), Arnaldo de Vilanova y los arnaldistas, Segarelli, Dolcino y los seudoapóstoles...

     ¿Cómo acabar con esta locura?, preguntamos para terminar. Costó más de un siglo de guerras. Lo hizo el protestantismo al colocar la revelación en la Escritura que todos podían leer a su modo. Mucho antes de que Descartes con el ‘pienso, luego existo’ abriera un nuevo continente para la filosofía, los teólogos protestantes habían liberado a ésta del servicio a la fe.

Ponencia en el I SIMPOSIO INTERNACIONAL: PATRÍSTICA, ESCOLÁSTICA Y MODERNIDAD. Caracas, UCAB (Montalbán), 31/01/2012

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