Dice Aristóteles que la filosofía comienza con el
asombrarse. Si la premisa es válida, yo estoy empezando a ser filósofo –hasta
ahora sólo había sido profesor de filosofía- porque me asombra cómo muchos
filósofos han tratado el asunto del mal. Creo que se ha tratado de mala fe, en
sentido sartreano. La mala fe es, según el existencialista francés, un modo de
negarse a sí mismo en lo que se es, esto es, como un ser para sí mismo. La mala
fe se distingue por ello de la pura y simple mentira, la cual no se refiere al ser propio, sino al ajeno, a
algo trascendente, que se niega al mentir. En la mala fe lo que se niega es uno
mismo por medio del autoenmascaramiento. Y digo esto porque en la relación
objeto-sujeto, el mal está de este lado, no en los objetos. Estamos en general
de acuerdo con los estoicos que
señalaban que el mal forma parte de la realidad, porque sin él la
realidad sería incompleta. Es decir, puede concebirse como un elemento
necesario para la armonía universal.
Las doctrinas más “exitosas” sobre la naturaleza del mal
son las que lo definen como privación. En este sentido, el bien es ser; el mal,
no ser, la nada. Pero si, según el Aquinate, el mal no tiene una causa
eficiente, sino deficiente, se pudiera afirmar que él es causa, muchas veces,
de lo excelente. Al menos en música, de la buena música. Veamos. Uno de los
grandes músicos del siglo XVI fue Antonio de Cabezón, nacido ciego. Y Joaquín
Rodrigo, el genial autor del Concierto de Aranjuez, lo fue desde
la infancia. El caso más dramático, como todos saben, es el de Ludwig van
Beethoven, que escribió la Novena Sinfonía completamente sordo.
No debe deducirse de esto, sin embargo, que si eres ciego o sordo serás un
genio de la música.
Pero la privación no
sólo es causa eficiente en música,de la
buena música, sino también en otros territorios. Maikel Melamed es conocido en
el mundo entero por su fuerza de voluntad. Al nacer le fue diagnosticado “retraso motor”, que consiste en un
estado de hipotonía general del cuerpo, es decir, que era una masa inerte sin posibilidad de
movimiento. Pero además de practicar deportes extremos como parapente,
paracaidismo, buceo y montañismo, ahora es reconocido en todo el mundo por
participar en los maratones de Nueva York, Berlín y Boston. Con toda seguridad,
su privación es causa eficiente de lo que podemos ser capaces. Por último,
señalo un caso extremo: Stephen Hawking. A pesar de estar reducido
prácticamente a ser un cerebro sentado, su condición no le ha impedido el llegar
a ser uno de los más importantes cosmólogos y físicos teóricos de la segunda
mitad del siglo XX y de lo que va del XXI. Dicho lo que antecede, a partir de una cierta
fenomenología –que es lo que ha faltado, en general, en las explicaciones
tradicionales- pasaré en las próximas
líneas a establecer la naturaleza del
mal.
Quisiera
empezar recordando que filósofos y psicólogos utilizan con frecuencia el
término fenomenología como genérico que engloba todos aquellos elementos
que habitan el mundo de nuestra experiencia consciente: pensamientos, olores,
picores, dolores, gatos voladores de color violeta, intuiciones y todo lo demás
de esta índole. Este uso del término tiene orígenes ligeramente distintos que
merece la pena recordar.
Como todos los estudiantes
filosofía saben, en el siglo XVIII Kant distinguía entre
«fenómenos», las cosas tal como nos aparecen, y «noúmenos», las cosas
como son en sí mismas. Con el desarrollo de las ciencias naturales o físicas en
el siglo XIX, el término fenomenología pasó a designar simplemente todo
estudio descriptivo de cualquier materia, de forma neutral o preteórica. La
fenomenología del magnetismo, por ejemplo, ya había sido iniciada por William
Gilbert en el siglo XVI, pero su explicación tuvo que esperar a los descubrimientos
sobre la relación entre el magnetismo y la electricidad llevados a cabo en el
siglo XIX, y al trabajo teórico de Faraday, Maxwell y otros.
En alusión a esta dicotomía
entre observación precisa y explicación teórica, la escuela o movimiento filosófico
conocido como Fenomenología (con efe mayúscula) nació a principios del siglo XX
alrededor de la figura de Edmund Husserl. Su objetivo era establecer unas
nuevas bases para la filosofía (y, de hecho, para todo el conocimiento) a
partir de una técnica especial de introspección. De acuerdo con esta técnica,
el mundo exterior y todas sus implicaciones y presuposiciones deben ser puestas
«entre paréntesis» en un acto particular de nuestra mente al que se denominó epojé.
El resultado de este proceso era un estado investigativo de la mente gracias al
cual se suponía que el fenomenólogo podía acceder a los objetos puros de la
experiencia consciente, denominados noemas. De este modo la investigación no se
vería influida por las distorsiones y prejuicios, frutos de teorías y
prácticas. Pero la Fenomenología ha sido incapaz de hallar un único método con
el que todo el mundo estuviera de acuerdo. Yo voy a seguir la práctica habitual reciente de
adoptar el término (con f minúscula) como genérico para designar todos aquellos
elementos de la experiencia consciente que deben ser explicados.
Hagamos, pues, una breve
visita al jardín fenomenológico, sólo para estar seguros de que sabemos de qué
estamos hablando, aunque no sepamos aún cuál es la naturaleza última de lo que
investigamos. Por fuerza, no podrá ser
más que una visita superficial y apresurada.
Pero será suficiente para hacer un desafío radical en contra del
pensamiento tradicional.
Nuestra fenomenología se
divide en tres partes: (1) experiencias del mundo «exterior», tales como
imágenes, sonidos, olores, sensaciones resbaladizas y rasposas, sensaciones de
frío y calor, y sensaciones sobre la posición de los miembros de nuestro
cuerpo; (2) experiencias del mundo puramente «interno», tales como
imágenes fantasiosas, las visiones y sonidos interiores fruto de nuestros
sueños y nuestras conversaciones con nosotros mismos, recuerdos, buenas ideas y
corazonadas repentinas; (3) experiencias emotivas, entre las que
encontramos, por un lado, los dolores corporales, las cosquillas, las
«sensaciones» de hambre y sed, pero también arrebatos emocionales de rabia,
felicidad, odio, vergüenza, asombro, un amplio abanico que va desde las
visitaciones menos corpóreas del orgullo, la ansiedad, el remordimiento, el
distanciamiento irónico, el arrepentimiento, el pánico o la frialdad, pasando
por una zona intermedia de rabia, felicidad, odio, vergüenza, lujuria o
asombro.
Esta taxonomía se basa más
en la semejanza superficial y en una tradición que en una supuesta íntima
relación entre los distintos fenómenos, según la apreciación de Daniel Dennett.
Pero por algún sitio tenemos que empezar.
Hace poco, un día laborable
cualquiera, mi hija mayor me gritó desde la puerta, cuando se iba para su
trabajo: “Chao, pa. Me voy”. “Chao, hija”, le contesté y seguí con mi labor.
Apenas habían pasado 5 minutos, cuando mi hija regresó llorando muy alterada y
con el pánico reflejado en su rostro. Abrazada a mi y con su cara apoyada sobre
mi hombre, apenas lograba balbucear entre sollozos: “Me asaltó... Ese tipo bien vestido me asaltó... Me puso una
pistola en el pecho y me quitó el celular... En la entrada del edificio”. Gran
parte de la mañana se la pasó llorando y temblando.
Otro día veía yo un
estupendo programa de Vale TV sobre investigaciones arqueológicas. De pronto,
aparece en pantalla alguien muy poderoso. Sin aviso y sin protesto. No hay la
posibilidad de no verlo u oírlo si quiero seguir con la televisión. No tarda
mucho en insultarme, y yo no le puedo replicar. Un frío intenso recorre mi espina
dorsal. Para dedicarme a otra cosa, me veo obligado a apagar el aparato.
A las 8 y dos minutos de la
noche del 29 de julio de 1967, a cuatro días de la celebración del
Cuatricentenario, Caracas se vio estremecida por un terremoto de 6.7 grados en
la escala de Richter. RCTV anunciaba la
transmisión de un programa sobre Superman. Como si se tratara de un remolino
causado por el veloz desplazamiento del superhéroe, empezó por oírse un ruido
sordo que cada vez se acercaba más. De pronto, las vigas y las paredes de la casa empezaron a
temblar. Sin pensarlo más, todos salimos a la calle. Nos petrificó la sensación
de que la calzada se iba a abrir y que nos tragaría para sus entrañas. La
violencia del sismo rompió los equipos de percepción de movimientos telúricos
del Observatorio Cagigal.
Fueron 55 segundos de terror que dejaron en la zona de Caracas
un balance de 236 muertos, 2.000 heridos y daños materiales de más de 10 millones
de dólares imperiales.
De los tres eventos
narrados podemos sacar la siguiente conclusión sobre la naturaleza del mal: el mal
es un sentimiento, es el más profundo de los sentimientos. En otros términos,
el mal es uno de los gigantes del alma, según la feliz expresión del psiquiatra
Emilio Mira y López. Tratemos de entenderlo.
En el primer caso, sentí la
rabia y la impotencia de no poder evitarle a mi hija aquellos momentos de
desgarramiento interior. Posiblemente su agresor se sentía ufano y poderoso por
haberle arrebatado a una linda muchacha, en la entrada de su casa, un aparato
caro que -sabía- él no podría usar. ¿Por
qué lo hizo, entonces? De seguro, la futilidad de su acción era un elemento
nada despreciable del gozo sádico buscado y alcanzado. Definitivamente, carecía
del sentimiento del mal. La frialdad y sequía de tal sentimiento es algo
demasiado patente para no considerarlo.
En el segundo caso, tampoco
el visitante no invitado que irrumpió en mi cuarto manifestó el sentimiento del
mal. Al contrario, creo que pensaba que hacía el bien. Entraba en los hogares
venezolanos a realizar sus fechorías valido de la fuerza que le daba su cargo.
Con sonrisa poco franca, anunciaba que era una Cadena Nacional. ¿Para qué?
También la futilidad de la acción y el goce de su ejecución eran los
ingredientes de la falta del sentimiento del mal. El desalmado intruso daba
consejos, prometía y amenaza. Y de ahí pasaba a los insultos. Siento, todavía,
que me grita a mí. Por experiencia de la firma para pedir la revocación de su
mandato en el cargo que ostenta, sé de lo que era capaz. Así que al verlo me
invade el delirio de persecución, anunciado por el sentimiento del mal.
En el tercer caso narrado,
es obvio que la naturaleza no tiene sentimientos (a veces pensamos que Dios
tampoco, sobre todo si identificamos a la una con el otro, como quiso Spinoza: Deus
sive natura). Los destrozos que la naturaleza nos hace son de la
misma clase que los bienes. Sin embargo, a uno se le achica el corazón en un
terremoto, sobre todo por la minusvalía en que estamos y por la fragilidad de
que estamos hechos. Pero otros no tienen ese sentimiento del mal. Algún predicador
sentirá regocijo y placer inmenso al ver cómo Dios (o la naturaleza) castiga a
sus criaturas más díscolas. Un terremoto es un instrumento de la ira divina.
Para terminar con esta fenomenología, consideremos lo que
algunos llamarían un mal físico, la aparición de una enfermedad devastadora, la
enfermedad que la llevará a la tumba a los 24 años: tuberculosis. Santa Teresa del Niño Jesús lo recuerda de
esta manera en el cap. IX de la Historia
de un alma: “En cuaresma del año pasado me encontraba más fuerte que nunca,
y esta fuerza, a pesar del ayuno que observé en todo rigor, se mantuvo
perfectamente hasta Pascua. Cuando el día de Viernes Santo, a primera hora,
Jesús me dio la esperanza de ir pronto a gozarle en su hermoso cielo. ¡Oh qué
dulce recuerdo!
“El jueves por la noche, no
habiendo obtenido permiso para quedarme velando al Monumento la noche entera,
me retiré a las doce a mi celda. Apenas asenté la cabeza en la almohada, sentí
que un borbotón subía hirviendo hasta mis labios. Creí que iba a morir, y mi
corazón se partió de alegría. No obstante, como tenía que encender mi
lamparilla, mortifiqué mi curiosidad hasta la mañana siguiente y me dormí
apaciblemente.
“A las cinco dio la señal
el despertador, y enseguida recordé que tenía que aprender alguna cosa buena.
Aproximándome a la ventana, lo constaté pronto, encontrando mi pañuelo lleno de
sangre. ¡Qué esperanza, madre mía! Estaba íntimamente persuadida de que mi
Amado, en aquel aniversario de su muerte, me hacía escuchar el primer
llamamiento como un dulce y lejano murmullo que me anunciaba su feliz llegada”.
Definitivamente, la
aparición de tan terrible enfermedad para la santa de Lisieux no venía
precedida por el sentimiento del mal. Y al escribir estas líneas vienen a mí
las palabras que cierran el capítulo
III de la Teoría de los sentimientos
morales de Adam Smith. El capítulo
se titula “Del modo en que juzgamos acerca de la
propiedad o impropiedad de los sentimientos ajenos por su armonia o disonancia
con los nuestros”. Las palabras son:
“Cada facultad de un
hombre es la medida por la que juzga de la misma facultad en otro. Yo juzgo de tu vista por mi vista, de tu
oído por mi oído, de tu razón por mi razón, de tu resentimiento por mi
resentimiento, de tu amor por mi amor. No poseo, ni puedo poseer, otra vía para
juzgar acerca de ellas”. En los casos juzgados no he visto signos que
me permitan afirmar armonía de sentimientos. En todos ellos, en mí ha estado
presente el sentimiento del mal.
Claro que postular la tesis que estamos afirmando
supone un enfrentamiento, entre otros, con Hegel. Veamos esto.
En el capítulo 1 de la “Introducción general”
a sus Lecciones sobre la filosofía de
la historia universal, Hegel anotó lo siguiente:
“Dios es el ser eterno en sí y por sí; y lo que en sí y por
sí es universal es objeto del pensamiento, no del sentimiento. Todo lo
espiritual, todo contenido de la conciencia, el producto y objeto del
pensamiento, y ante todo la religión y
la moralidad, deben, sin duda, estar en el hombre en forma de sentimiento, y
así empiezan estando en él. Pero el sentimiento no es la fuente de que este
contenido mana para el hombre, sino solo el modo y manera de encontrarse en él;
y es la forma peor, una forma que el hombre tiene en común con el animal. Lo
sustancial debe existir en la forma del sentimiento; pero existe también en
otra forma superior y más digna. Mas si se quisiera reducir la moralidad, la
verdad, los contenidos más espirituales, necesariamente al sentimiento y
mantenerlo generalmente en él, esto sería atribuirlo esencialmente a la forma
animal; la cual, empero, es absolutamente incapaz de contenido espiritual. El
sentimiento es la forma inferior que un contenido puede tener; en ella existe
lo menos posible. Mientras permanece tan solo en el sentimiento, hállase
todavía encubierto y enteramente indeterminado. Lo que se tiene en el
sentimiento es completamente subjetivo, y solo existe de un modo subjetivo. El
que dice ‘yo siento así’ se ha encerrado en sí mismo. Cualquier otro tiene el
mismo derecho a decir ‘yo no lo siento así’, y ya no hay terreno común. En las
cosas totalmente particulares el sentimiento está en su derecho. Pero querer
asegurar de algún contenido que todos lo tienen en su sentimiento, en el que
nos hemos colocado, es contradecir el punto de vista del sentimiento, es
contradecir el punto de vista de la particular subjetividad de cada uno. Cuando
un contenido se da en un sentimiento, cada cual queda atenido a su punto de
vista subjetivo. Si alguien quisiera calificar de este o aquel modo a una
persona que solo obra según su sentimiento, esta persona tendría el derecho de
devolverle aquel calificativo, y ambos tendrían razón, desde sus puntos de
vista, para injuriarse. Si alguien dice que la religión es para él cosa del
sentimiento, y otro replica que no halla a Dios en su sentimiento, ambos tienen
razón”.
Estoy de acuerdo con Hegel en casi todo lo que dice. Pero
no sin antes matizar lo expresado. Donde él puso ‘Dios’, yo pondría ‘mal’. Y
como él mismo apunta, ‘Dios’ (o ‘mal’) es un término universal, que es objeto
del pensamiento. Pero lo universal no tiene ninguna realidad, porque no tiene
ninguna determinación. En este sentido, el mal es objeto del pensamiento, no es
más que una palabra. La realidad es la negación del universal, su determinación.
Por eso el sentimiento es lo más subjetivo, lo más individual, lo más íntimo,
lo más animal. Justamente por ello, es garantía de la realidad del ser que
siente, como de manera inequívoca lo afirmó Descartes en la primera meditación
metafísica.
Pero fue Heidegger quien sin ninguna ambigüedad nos mostró
cómo los sentimientos –los diversos temples del ánimo- cumplen funciones
ontológicas. El sentido del ser viene dado por cómo se siente el ser. Ver no es
verse. Oír no es oírse. Pero sentir es sentirse. Así el aburrimiento nos
descubre que vivimos entre cosas. Y gran parte de nuestro esfuerzo estará en
luchar para no volvernos una cosa
de tantas: por eso nos apuramos y nos preocupamos afanosamente. ‘Hombre
preocupado es hombre; hombre despreocupado es cosa’, decía Heidegger. La angustia nos descubre que somos de hecho,
que estamos rodeados por la nada. Que no hay a quien acudir cuando la angustia
nos invade.
Según mi
interpretación, el sentimiento del mal nos descubre el núcleo del ser. Sentir el mal es sentirse mal. El sentimiento
del mal anuncia un ataque a nuestra más profunda interioridad, que es un agujero negro. Ese
núcleo, como el fenómeno celeste, es de
extrema intensidad y de gran atracción gravitatoria, que ni refleja ni emite
ninguna radiación, pero que constituye la fase final de nuestra evolución como
seres. Por ello el rabí de Nazaret enseñó a pedirle al Padre en oración: “sed
libera nos a malo”, porque el mal señala un ataque a nuestra sustancia.
Conferencia dictada en la UCAB, núcleo Los Teques, el 27 de
mayo de 2015.
Para comunicarse con el autor, escriba a carloshjorge@yahoo.es