miércoles, 25 de mayo de 2016

Elogio de la manía filosófica






Para Alfredo Rodríguez Iranzo


Buenos días. Gracias por haber venido a escucharme.
Pero antes de empezar, quisiera aclarar que, en criollo, el título de la charla debiera ser ‘Buen discurso sobre la locura de los amantes de la sabiduría’. Aunque, pensándolo bien, puede quedar como se anunció. No por ello se alterará en nada el contenido.
No es esta, amigos, una charla con rigor académico y gran aparato crítico. Por el contrario, se trata de algunas notas pergeñadas al desgaire sobre una actividad de la saco el sustento diario. A lo mejor les puede interesar, pero conste que están avisados.
Me asombra la situación paradójica en la que me encuentro. Por un lado, si hurgamos en  internet encontraremos infinidad de definiciones de ‘filosofía’; por el otro, yo no tengo ninguna o, mejor dicho, tengo una tan general –más adelante la mostraré-  que no define nada.
Pero quien sí la tiene es M. Heidegger. Escribió el filósofo de Messkirch: “Philosophia es el corresponder expresamente ejecutado, que habla en tanto atiende al llamamiento-asignación del ser del ente. El corresponder (contrahablar) escucha y obedece la voz del llamamiento-asignación. Lo que se nos asigna como voz del ser determina  nuestro corresponder. ‘Corresponder’ quiere, entonces, decir: estar determinado, etre disposé, a saber, a partir del ente. Dis-posé (dis-puesto) significa aquí, literalmente: expuesto-aclarado y merced a ello puesto en relaciones con lo que es. (...) En tanto a-corde y de-terminado, el corresponder es esencialmente un temple de ánimo”. Clarísimo, ¿verdad? Un exquisito trozo de jitanjáfora, zabuqueado de cláusulas y cortado de paréntesis. Un metafísico de los más seguidos en América Latina, en general, y en Venezuela, en particular,  nos dijo qué es Filosofía. ¡Y pensar que yo no tengo una definición ni de jerigonza!  Me alivia el generoso comentario que nos dejó  B. Russell sobre el profesor de Friburgo de Brisgovia: “Sumamente excéntrico en su terminología, la filosofía de Heidegger es extremadamente oscura. Uno no puede por menos que sospechar que el lenguaje se ha desbocado en este caso” (La sabiduría de Occidente, Aguilar, Madrid, 1962).
Abandonemos la tiniebla, lámpara de muchos filósofos, y lleguemos al Siglo de las luces. A él pertenece Simón Rodríguez, filósofo venezolano que vivió entre 1769 y 1854. Nos dejó no una sino cinco definiciones. Considerémoslas:
1.  “Por cálculos no dispone el hombre de sus pasiones: la filosofía consiste en conocerse, no en contrahacerse”
2.  “La filosofía está donde quiera que se piense sin prevención; y consiste en conocer las cosas, para reglar nuestra conducta con ellas, según sus propiedades
3.  “Todos vivimos bajo el dominio de las cosas, esto es, subsistimos: y es sabiduría el saber reglar nuestra conducta con ellas, según sus propiedades. Los antiguos llamaron esto Filosofía”
4.  “Filosofía es amor a la sabiduría
5.  “Filosofía es conocer las cosas y conocernos para reglar nuestra conducta por las leyes de la naturaleza”.
Quedémonos con la última que, a mi entender, sintetiza las otras. La definición tiene dos partes. La primera quiere que por la Filosofía conozcamos las cosas. A pesar del afecto que le tengo al “Sócrates de Carcas” como lo llamara Bolívar, en este caso debo manifestarle mi desacuerdo. Si deseáramos “conocer las cosas” por la Filosofía, de seguro estaríamos infinitamente más confundidos de lo que lo estamos. Los filósofos son especialistas en discursos contradictorios. La segunda parte es el imperativo de Delfos: “conócete a ti mismo”. Yo confieso que cada vez que lo he intentado –además no sé por qué habría que hacerlo- me he devuelto porque lo que iba encontrando no era muy de mi gusto.
Mas volvamos al “conocer las cosas”, esto es, la Filosofía entendida como ciencia. No importa cuál sea la definición que tengamos de ciencia, lo que constatamos siempre es que en el concepto de este término no entra la Filosofía o, si entra, es con un sentido tan lato que la ciencia queda bastante mal parada. Ya el viejo Platón había advertido que la Filosofía sólo podía llegar a ser “opinión verdadera”, cuando mucho.
La historia reconoce como una primera clasificación de las ciencias la realizada por Aristóteles. El Estagirita consideraba que las ciencias se deben ordenar,  en atención  a los  tres  fines primordiales de la actividad humana: conocer,  obrar y  producir.  Por consiguiente,  habrá  ciencias  teóricas,  ciencias  prácticas  y  ciencias  poéticas. El primer grupo  comprende la  Metafísica,  la  Matemática  y  la  Física. En  el  segundo grupo se encuentran la Moral y la Política. Por último, la Poética, la Retórica y la Dialéctica, que se  conocen como ciencias poéticas.
  Después  de la  clasificación aristotélica,  la  historia  registra  otras con diferentes criterios. Bacon, por ejemplo, en el siglo XVII, tomó como criterio la función del espíritu que predomina en cada ciencia. De acuerdo con este enfoque, habrá ciencias de la memoria, de la  imaginación y de la razón.
De acuerdo con el  criterio del filósofo argentino Mario  Bunge, se distinguen dos clases de ciencias: las formales  y  las  fácticas. Las primeras  manejan ideas  –o más  bien,  formas  de ideas–  sin  representación alguna en la realidad. Un ejemplo de estas formas  son los esquemas  válidos de razonamiento. Tales esquemas,  construcciones ideales, no  proporcionan  información acerca de la realidad. Las ciencias fácticas sí ofrecen 
información acerca de la naturaleza, porque se  ocupan de objetos o de hechos que existen fuera de la mente. Entre estos objetos o  hechos,  hay  algunos  que existen como  productos  de la  naturaleza; pero  hay  otros  cuya existencia se debe a la intervención del hombre. A los primeros objetos, se les  llama naturales; a los segundos, culturales. Por esta razón, a las ciencias fácticas que  estudian los objetos o fenómenos naturales, se les denomina
ciencias factuales naturales  y  a  las  que  estudian los  fenómenos  culturales se  las nombra ciencias  factuales  culturales. El oxígeno y el átomo son ejemplos de objetos
naturales. Las revoluciones y las actividades electorales son
fenómenos culturales. 
Yo, que no soy ningún experto en epistemología, suelo dividir para mí las ciencias en analíticas o demostrativas: Lógica, Matemáticas y Geometría; en falsables o verificables y grandemente formalizadas: Física, Química y Biología, y las demás disciplinas del conocimiento, entre las que incluyo la Filosofía, disciplina de análisis y síntesis,  exposición y argumentación. ¿Por qué no incluyo esta disciplina entre las ciencias? Bueno, porque se puede hablar de buena o de mala filosofía, pero no de buena o mala ciencia. Y esta distinción es definitiva. Ello no significa que la Filosofía no tenga dignidad. Simón Rodríguez la proponía como ideal para el hombre. Dejó escrito en la Defensa de Bolívar: “Si un filósofo se dedicara a cuidar puercos, el ejercicio de porquero sería honroso, y se diría Pocilga como se dice Academia, Ateneo, Pórtico, Liceo, por el lugar donde se enseña”.
Y aquí es oportuno hacer una pregunta siempre inoportuna pero siempre ineludible: ¿de qué vive un filósofo? Bueno, puede vivir en la indigencia como el cínico Diógenes, el napolitano Vico, el utópico Fourier o el científico del socialismo Karl Marx a quien se le murieron de hambre tres hijos.
En general, desde los sofistas para acá, los filósofos viven de la enseñanza como Andrés Bello, en una universidad de la que fue rector durante más de dos décadas, o como Simón Rodríguez, maestro de escuela.
Otros, muy celosos de su independencia intelectual, hacen lo que sea para poder dedicarse a la Filosofía. Así Rousseau, entre otras cosas, fue preceptor de niños ricos, y Spinoza, pulidor de cristales.
Algunos tienen la suerte de haber nacido aristócratas y viven de su nobleza, como Platón y Montaigne, aunque lo más común es que sus talentos individuales les permitan agenciarse la protección de los poderosos. Tal sucedió con Aristóteles, Maquiavelo, Francis Bacon o René Descartes.
En general, la Filosofía no es profesión peligrosa, a menos que te llames Pitágoras, Sócrates, Hipatia de Alejandría o Giordano Bruno, perseguido por un cardenal que estaba más loco que él: San Roberto Belarmino.
Al grano: la Filosofía –definió J. L. Borges- es un género literario. Hasta ahí. No se puede decir mucho más de ella. Los géneros literarios son los distintos grupos o categorías en que podemos clasificar las obras literarias atendiendo a su contenido. La Retórica clásica los ha clasificado en tres grupos importantes: épico, lírico y dramático, a los que se añade con frecuencia el género didáctico.
Basta con pensar en el conjunto de obras literarias de cualquier época para observar que todas ellas se pueden organizar en diferentes grupos  que comparten unas características más o menos comunes. Bien es cierto que la frontera entre estas agrupaciones no siempre está clara, y que muchas veces es difícil clasificar una obra porque en ella están presentes características de diversa naturaleza. Aun dejando de lado la preocupación teórica por la agrupación y clasificación de textos, la historia de la literatura demuestra que las obras nunca son entes autónomos ajenos a una tipología: siempre contienen una serie de rasgos que configuran el texto como un modelo, adscribiéndolo así a una clase que funciona como marco de todas las composiciones ajustadas a un patrón expresivo fijo.
Una primera distinción, intuitiva si se quiere, que se puede establecer para clasificar obras literarias es la diferenciación entre verso y prosa. Y más: parece claro que en el verso priman las emociones y el ritmo, mientras que la prosa posee un carácter más “informativo”; el verso busca conscientemente la ambigüedad y la polisemia, mientras que la prosa tiende a ser más clara y precisa.
El interés teórico por los géneros comienza con la obra de Platón, el verdadero creador de la prosa filosófica, pues antes de él la filosofía se expresaba en verso. En efecto, en República hace referencia a distintas formas de expresión poética, según sea la relevancia en la obra de la voz del narrador, la de los personajes o la fusión de ambas. Ese interés continúa con Aristóteles que apuntó una triple división de la literatura que clasificaba los textos en épicos, dramáticos y líricos a partir del concepto de ‘mímesis’ o imitación poética. Algo después vendrán las aportaciones de Cicerón, Horacio y Quintiliano. La retórica latina retoma los planteamientos de la griega, pero le incorpora novedades. Así Horacio (siglo I a. C.), en la Epistola ad Pisones, sostiene que los temas y las formas de expresión han de adecuarse siguiendo las reglas del “decoro”. Quintiliano, por su parte, añade a la tríada aristotélica la didáctica, que incluye la Oratoria, la Historia y la Filosofía. Este primer período es el más largo de los tres que se establecen tradicionalmente, pues abarca hasta la época neoclásica, ya en el siglo XVIII de nuestro tiempo.
La segunda etapa se caracteriza por la reacción anticlasicista. En efecto, contra los planteamientos tan estrictos de la antigüedad  reaccionan los románticos, convencidos de que genio y precepto son conceptos incompatibles. Su principal teórico fue Hegel. Según su reconocida teoría, existen tres estadios, a saber: el objetivo, representado por la épica, modelo heroico de expresión; el subjetivo, correspondiente a la lírica, expresión de la intimidad, y, por último, el constituido por la dramática, que sabe mezclar lo subjetivo y lo objetivo.
El tercer momento de esta evolución se inicia a comienzos del siglo XX, a partir de los planteamientos del formalismo ruso, que postulan que un género es un conjunto de procedimientos constructivos que toda obra adscrita a él debe compartir. El estructuralismo, la semiótica, la teoría de la recepción aportan nuevas perspectivas en el estudio de los géneros literarios. Pero Benedetto Croce rechazó la validez de la división de los géneros literarios, pues, según él, tal división va en contra de la individualidad y originalidad de cualquier manifestación artística.
No sé por qué pero me apresuro a sospechar que Croce sufre del mayor pecado del que sufren los filósofos: la vanidad. Todos se consideran el último oasis en la travesía del desierto del conocimiento. Juan Nuño recordaba hace ya años el secreto deseo que guarda in pectore todo filósofo de cualquier época. Ese deseo no es otro que acabar con toda la Filosofía… que no sea la suya. Parménides contra Heráclito, Anaxágoras contra Demócrito, Sócrates contra los sofistas, Platón contra los materialistas, “hijos de la tierra”, Aristóteles contra los platónicos, Epicuro contra académicos,  aristotélicos y estoicos, Tertuliano contra la Filosofía… En fin, los liquidadores de la Filosofía siempre estarán entre aquellos  que tienen interés en persistir como filósofos. Ayer y hoy.
Pero no hay que preocuparse demasiado por ese asunto. De seguro el progreso del conocimiento –si se me permite el oxímoron- no viene de la Filosofía que sólo ha aportado revoluciones palaciegas. La mayor parte de los problemas que la Filosofía se planteaba en los siglos XVII y XVIII han sido resueltos, cuando no pulverizados, por la Física, el Psicoanálisis, la Economía política, la Historia, la Biología y… los acontecimientos. Y es que la Filosofía es el arte más arbitrario que hay… que se sirve de todos los demás. Sin lugar a dudas, El Quijote, de Cervantes, es menos arbitrario que la Ciencia de la Lógica, de Hegel, que no creo que haya aportado nada al desarrollo de esta ciencia, una de las de las de mayor andadura en estos tiempos, ciencia que terminó por dar grandes zancadas cuando dejó atrás todo intento de decirlo todo. Como Spinoza acerca del Mundo o Hegel acerca de la Historia. Tal pretensión a decirlo todo conlleva un estilo, impuesto, cuando menos, desde Descartes.
 Todos los estudiantes de Filosofía recuerdan cómo Descartes comienza por hacer el vacío. Produce luego una evidencia y, a partir del modelo de certeza creada por esa evidencia, desarrolla una serie de certezas tan irrefutables en sí mismas como en el encadenamiento que, entre sí, les impone. Desde entonces, de Descartes a Heidegger y a Sartre, pasando por  Kant y Hegel, bastó con filosofar para ser definitivo. Kant deduce las categorías, Hegel pasa  necesariamente de un momento a otro, Heidegger nos revela el ser del ente. Se da por supuesto que si se equivocan en lo más mínimo, la Filosofía deja de existir. Decirlo todo, inmediatamente y de la única manera posible de decirlo: tal es la manía filosófica. Y es que no acostumbran los filósofos menospreciar su talento. De creerles, la humanidad sólo comienza a pensar verdaderamente con cada uno de ellos. Ahora  bien, los filósofos juran que siempre tienen razón y, de seguro, es así, pero… como los locos. Y es que la locura es la fuente de la sabiduría.
Los orígenes de la Filosofía son misteriosos. Según la tradición erudita, la Filosofía nació con Tales y Anaximandro, en Jonia. En el siglo XIX se buscaron sus orígenes más remotos en fabulosos contactos con las culturas orientales, con el pensamiento egipcio y con el indio. Por ese camino no se ha podido comprobar nada. Sólo se han podido establecer analogías y paralelismos.
Platón llama ‘filosofía’ (‘amor a la sabiduría’) a su investigación, a su actividad educativa, que estaba muy ligada a una expresión escrita, a la forma literaria del diálogo. Y Platón contempla con veneración el pasado, un mundo en el que habían existido los “sabios” de verdad. Por otra parte, la Filosofía posterior, nuestra Filosofía, no es otra cosa más que una continuación del desarrollo de la forma literaria introducida por Platón. A. Whitehead llegó a decir que la historia de la Filosofía se reduce a las obras de Platón con notas a pie de página. Pero el ‘amor a la sabiduría’ es inferior a la ‘sabiduría’. Efectivamente, amor a la sabiduría no significaba para Platón aspiración a algo nunca alcanzado, sino tendencia a recuperar lo que ya se había realizado y vivido. O lo que es lo mismo, no hubo un desarrollo continuo, homogéneo entre Sabiduría y Filosofía. Lo que hizo surgir a ésta última fue una reforma expresiva, la aparición de una nueva forma literaria que filtra el conocimiento de todo lo anterior.
Si desandamos lo andado por los senderos de la sabiduría griega, nos encontraremos con los dioses que Nietzsche puso en el nacimiento de la tragedia. Pero, contra el solitario de Sils María, Giorgio Colli destaca la preeminencia de Apolo, pues sólo a este dios hay que atribuir el dominio de la sabiduría de Delfos. En efecto, en Delfos se manifiesta la inclinación de los griegos al conocimiento. Para aquella civilización arcaica el conocimiento de lo futuro del hombre pertenece a la sabiduría. Apolo simboliza ese ojo penetrante, y su culto una celebración de la sabiduría. La adivinación, porque de eso se trata, entraña conocimiento de futuro y manifestación, que es comunicación de dicho conocimiento. Y
ello se produce a través de la palabra del dios, a través del oráculo. En la palabra se manifiesta al hombre la sabiduría del dios, y la forma, el orden, la conexión en que aparecen las palabras revela que no se trata de palabras humanas, sino de verbo divino. En esto consiste lo exterior del oráculo: ambigüedad, oscuridad, alusiones difíciles de descifrar, incertidumbre. De ello se deduce que el dios conoce lo porvenir y se lo manifiesta al hombre, pero parece no querer que el hombre lo comprenda. Es este un ingrediente de perversa crueldad de Apolo que se refleja en la comunicación de la sabiduría. Lo dijo Heráclito: “El señor a quien pertenece el oráculo que está en Delfos no afirma ni oculta, sino que indica”.
Ese es el fondo del culto délfico de Apolo. Un celeste y decisivo pasaje platónico nos lo aclara. Se trata del discurso sobre la ‘manía’, sobre la locura, que Sócrates desarrolla en el Fedro. Desde el comienzo contrapone locura a control de sí y exalta la primera como superior y divina. Dice el texto: “Los bienes más grandes llegan a nosotros a través de la locura, concedida por un don divino… en efecto, la profetisa de Delfos y las sacerdotisas de Dodona, en cuanto poseídas por la locura, han proporcionado a Grecia muchas y bellas cosas, tanto a los individuos como a la comunidad”. Así, pues, desde el principio  revela Sócrates con toda claridad la relación entre manía y Apolo. Distingue a continuación cuatro especies de locura: la profética, la mistérica, la poética y la erótica. La poética y la erótica son variantes de la profética y de la mistérica. Estas dos últimas están inspiradas por Apolo. En el Fedro manía profética figura en primer plano hasta el punto de que, para Platón, el testimonio de la naturaleza divina y decisiva de la manía es el hecho  de que constituye el fundamento del culto délfico. Apoya su juicio con una etimología, a saber: la ‘mántica’ –el arte de la adivinación- deriva de ‘manía’ y es su expresión más auténtica. De ello se deduce que Apolo no es sólo el dios de la mesura, de la armonía –como quería Nietzsche- sino, como Dionisos, de la exaltación y de la locura.
Parece que ha llegado el momento de proponer abandonar la Filosofía que no remite a ningún dominio determinado y apenas sirve de espantajo para impresionar incautos. Pero la Filosofía no existe sino como género literario. Lo que tenemos son una serie de libros, escritos por gentes más o menos competentes, que versan sobre los más variados temas. Desde metafísica, ética y estética  hasta nomadología. En principio, tales gentes tratan de sostener con argumentos lo que exponen y buscan conferir a sus obras el interés más general posible.  Para lograrlo, les está permitido fabricarse un determinado vocabulario a condición de que sirva para ganar precisión y no perderla, como en el caso heideggeriano. Si llenan tales condiciones, quizás se podrá decir entonces –pero con mucha prudencia- que tal o cual obra posee un valor “filosófico”. Pero será así porque cumple con tales condiciones y no por participación mágica de un condicionado, de una hipóstasis que sería la Filosofía. Sucede, sin embargo, -recordaba J. F. Revel- que los filósofos de nuestro tiempo permanecen más o menos conscientemente fieles a aquel ideal medieval, a aquella noción implícitamente religiosa de su papel y denominan Filosofía a tal sueño de una disciplina rectora que –como quería Simón Rodríguez- fuese al mismo tiempo ciencia y prudencia, conocimiento de lo absoluto y principio jerarquizante  de los otros conocimientos, los cuales obtendrían de aquélla su significación última. Pero todo ese intento no es más que pura charlatanería, que, por otro lado, es su encanto… literario. Pues, en verdad, ¿qué es nuestra Filosofía sino una provincia de la literatura? De esa literatura que los filósofos fingen despreciar al mismo tiempo que buscan ávidamente un reflejo del género de gloria que aquélla procura. Porque, señores oyentes, seriamente hablando, ¿qué es, de punta a punta, Ser y tiempo sino un ejercicio de estilo en lo formal, además de una ontología nazi en su contenido?
En fin, la Filosofía es el último refugio en el que se guarecen las dos potencias de ilusiones: la religión y la retórica, y en eso ha sido fiel a su origen. En todas las épocas, la  religión ha sido un sucedáneo de la Filosofía. En la nuestra, la Filosofía es un sucedáneo de la religión. En cuanto a la Retórica, es apenas una forma de superstición. No consiste en otra cosa que en persuadirse y en persuadir al auditorio de que mediante el empleo de determinadas palabras y giros se remontan las dificultades de la realidad. En otros términos, el encantamiento puede reemplazarse con una solución.
¿Cómo alcanza la Filosofía sus propósitos?, nos preguntamos. En otros lugar he hablado de dos métodos: uno más general y otro más particular. El general no es otro que el analítico-sintético; el particular, el expositivo-argumentativo. Por el primero, el filósofo descompone un todo en sus partes constitutivas, las examina y las valora. La actividad opuesta y complementaria es la síntesis, que en lo esencial consiste en la exploración de relaciones entre las partes estudiadas y en la reconstrucción de la totalidad, antes desarticulada. A mi entender quien mejor aplicó este método fue Juan Escoto Erígena en su División de la naturaleza.
Pero la forma de expresión que se adopte, y de la que hablaré más adelante, debe ser expositiva-argumentativa. La exposición es considerada como la manifestación abstracta de la realidad representada a la manera de la descripción que se destina a la representación de la realidad concreta. Ideas, pensamientos, opiniones y reflexiones de carácter abstracto constituyen el contenido de la exposición, que sigue la misma disposición acumulativa de la descripción. En otras palabras, lo que a lo sensible corresponde la descripción, la exposición atañe a lo abstracto. En líneas generales, la exposición se nos presenta como un conjunto de ideas encadenadas de una manera sólida con una relación lógica entre ellas. Como forma discursiva, se puede ver de manera fragmentada o formando parte de un texto más amplio. Exponer es explicar con claridad y orden ideas sobre un determinado tema, mostrando sus diferentes aspectos. Por ello, en la exposición se hacen presentaciones, comparaciones y clasificaciones; se define, ilustra o contrasta; en ella relacionamos, ejemplificamos y concluimos. De lo cual se deduce que el expositor requiere gran conocimiento del tema; de lo contrario, hablará de lo que no sabe. Y eso se detecta rápidamente. Claro que la penumbra y la tiniebla, como dijimos antes, puede ayudarle al filósofo en “profundidad”.
      Pero en Filosofía, la exposición viene siempre acompañada de la argumentación, su hermana gemela. Nunca se separan porque cada una se ve reflejada en el rostro de la otra. Como se dijo, la exposición, en líneas generales, se nos aparece como un conjunto ordenado de ideas encadenadas de una manera sólida sin el propósito de querer defender la verdad ni de mostrar con razones el pensamiento expresado. Su hermana gemela se encargará de aportar hechos y razones que tratan de avalar y defender el planteamiento, la tesis, la idea o la simple opinión que su otra hermana ha expuesto. La exposición y la argumentación se relacionan entre sí de tal manera que, mientras una informa, la otra trata de persuadir o convencer a alguien de la propuesta establecida.
      Muy de acuerdo con el método empleado se halla el modo de expresión. Y en esto Platón fue también un maestro. Aunque no compartan muchas de sus ideas, todos los lectores están de acuerdo con el profundo dramatismo de su expresión. Quiso ser autor dramático en su juventud. Ante los resultados adversos obtenidos, pensó cambiar de profesión. Pero encontró a Sócrates y no la cambió. Sólo cambió el mythos por el logos como objeto de sus obras, e incluso no completamente. Todos saben del uso impenitente de mitos para ilustrar el logos.
   Otros, como Cicerón, Berkeley o Hume,  para no citar sino a grandes, siguieron al aristócrata ateniense. Algunos emplearon  la narración; los de más allá, la descripción. A Montesquieu le iba bien el estilo epistolar, y a Montaigne, el ensayo. Alguien puede reservarse la intimidad del diario, imitando a Kierkegaard. No faltará quien prefiera el estilo aforístico como Nietzsche o el confesional de San Agustín y Rousseau, y, por qué no, el modo geométrico spinoziano, con definiciones, axiomas y teoremas, lemas y postulados, apéndices y corolarios, o la manera escolástica con sus innumerables distingos. No son malos modelos para seguir. Si algo es característico de la Filosofía es la variedad inmensa de modos de expresión. En todo caso, no debe castrarse la forma creadora que más se ajuste al hacer Filosofía de cada quien. Lo que importa es que sea Filosofía. Buena Filosofía... si es posible.
     Para ir terminando, digamos que la Filosofía surge de una disposición retórica acompañada de un adiestramiento dialéctico, de un estímulo agonístico incierto sobre la dirección que tomar. Es lo que deja ver la primera aparición de una fractura interior del hombre de pensamiento en la que se insinúa la ambición veleidosa del poder mundano. Y por último, es síntoma morboso de un talento artístico de alto nivel que se descarga desviándose, tumultuoso y arrogante, hacia la invención de un nuevo género literario. Y se mantiene en él.
Muchas gracias por su paciencia.

Bibliografía mínima

COLLI, G. (1977). El nacimiento de la filosofía. Barcelona:
         Tusquets
JORGE, C.H. (2000). Un nuevo poder. Estudio de las ideas   
          morales y políticas de Simón Rodríguez. Caracas:
          UNESR.
JORGE, C.H. (2011). Modos de presentar una tesis
          filosófica  en: carloshjorge.blogspot.com.
NUÑO, J. (1972). La superación de la filosofía. Caracas:
          UCV.
REVEL, J.F. (1962). ¿Para qué filósofos? Caracas: UCV
RODRÍGUEZ, S. (1975). Obras completas (dos tomos)
          Caracas: UNESR


 Conferencia dictada en la biblioteca de IUSPO/UCAB, núcleo Los Teques, el 25 de mayo de 2016, como parte de la Semana Universitaria

Lector, si deseas comunicar con el autor, escribe a carloshjorge@yahoo.es