Buenos días. Gracias por haber venido a escucharme.
Pero antes de empezar, quisiera aclarar que, en
criollo, el título de la charla debiera ser ‘Buen discurso sobre la locura de
los amantes de la sabiduría’. Aunque, pensándolo bien, puede quedar como se anunció. No por ello se
alterará en nada el contenido.
No es esta, amigos, una charla con rigor académico y
gran aparato crítico. Por el contrario, se trata de algunas notas pergeñadas al
desgaire sobre una actividad de la saco el sustento diario. A lo mejor les
puede interesar, pero conste que están avisados.
Me asombra la situación paradójica en la que me encuentro.
Por un lado, si hurgamos en internet encontraremos infinidad de
definiciones de ‘filosofía’; por el otro, yo no tengo ninguna o, mejor dicho,
tengo una tan general –más adelante la mostraré- que no define nada.
Pero quien sí la tiene es M. Heidegger. Escribió el
filósofo de Messkirch: “Philosophia es el corresponder expresamente
ejecutado, que habla en tanto atiende al llamamiento-asignación del ser del
ente. El corresponder (contrahablar) escucha y obedece la voz del
llamamiento-asignación. Lo que se nos asigna como voz del ser determina nuestro corresponder. ‘Corresponder’ quiere,
entonces, decir: estar determinado, etre disposé, a saber, a
partir del ente. Dis-posé (dis-puesto) significa aquí, literalmente: expuesto-aclarado
y merced a ello puesto en relaciones con lo que es. (...) En tanto a-corde y
de-terminado, el corresponder es esencialmente un temple de ánimo”. Clarísimo,
¿verdad? Un exquisito trozo de jitanjáfora, zabuqueado de cláusulas y cortado
de paréntesis. Un metafísico de los más seguidos en América Latina, en general,
y en Venezuela, en particular, nos dijo
qué es Filosofía. ¡Y pensar que yo no tengo una definición ni de jerigonza! Me alivia el generoso comentario que nos
dejó B. Russell sobre el profesor de
Friburgo de Brisgovia: “Sumamente excéntrico en su terminología, la filosofía
de Heidegger es extremadamente oscura. Uno no puede por menos que sospechar que
el lenguaje se ha desbocado en este caso” (La sabiduría de Occidente,
Aguilar, Madrid, 1962).
Abandonemos la tiniebla, lámpara de muchos filósofos,
y lleguemos al Siglo de las luces. A él pertenece Simón Rodríguez, filósofo venezolano
que vivió entre 1769 y 1854. Nos dejó no una sino cinco definiciones.
Considerémoslas:
1. “Por cálculos no dispone el
hombre de sus pasiones: la filosofía consiste en conocerse, no en
contrahacerse”
2. “La filosofía está donde quiera
que se piense sin prevención; y consiste en conocer
las cosas, para reglar nuestra conducta con ellas, según sus propiedades”
3. “Todos vivimos bajo el dominio de
las cosas, esto es, subsistimos: y es
sabiduría el saber reglar nuestra
conducta con ellas, según sus propiedades. Los antiguos llamaron esto
Filosofía”
4. “Filosofía es amor a la sabiduría”
5. “Filosofía es conocer las cosas y conocernos para reglar
nuestra conducta por las leyes de la naturaleza”.
Quedémonos con la última que, a mi entender, sintetiza
las otras. La definición tiene dos partes. La primera quiere que por la
Filosofía conozcamos las cosas. A pesar del afecto que le tengo al “Sócrates de
Carcas” como lo llamara Bolívar, en este caso debo manifestarle mi desacuerdo.
Si deseáramos “conocer las cosas” por la Filosofía, de seguro estaríamos
infinitamente más confundidos de lo que lo estamos. Los filósofos son
especialistas en discursos contradictorios. La segunda parte es el imperativo
de Delfos: “conócete a ti mismo”. Yo confieso que cada vez que lo he intentado
–además no sé por qué habría que hacerlo- me he devuelto porque lo que iba
encontrando no era muy de mi gusto.
Mas volvamos al “conocer las cosas”, esto es, la
Filosofía entendida como ciencia. No importa cuál sea la definición que
tengamos de ciencia, lo que constatamos siempre es que en el concepto de este
término no entra la Filosofía o, si entra, es con un sentido tan lato que la
ciencia queda bastante mal parada. Ya el viejo Platón había advertido que la
Filosofía sólo podía llegar a ser “opinión verdadera”, cuando mucho.
La historia reconoce como una primera clasificación de
las ciencias la realizada por Aristóteles. El Estagirita consideraba que las ciencias se deben ordenar,
en atención a los tres fines primordiales de la actividad
humana: conocer, obrar y producir. Por
consiguiente, habrá ciencias teóricas, ciencias
prácticas y ciencias poéticas. El primer grupo
comprende la Metafísica, la Matemática y la
Física. En el segundo grupo se encuentran la Moral
y la Política. Por último, la Poética, la Retórica y la Dialéctica,
que se conocen como ciencias poéticas.
Después de la clasificación aristotélica,
la historia registra otras con diferentes criterios. Bacon,
por ejemplo, en el siglo XVII, tomó como criterio la función del espíritu
que predomina en cada ciencia. De acuerdo con este enfoque, habrá ciencias de
la memoria, de la imaginación y de la razón.
De acuerdo con el criterio
del filósofo argentino Mario Bunge, se distinguen dos
clases de ciencias: las formales y las fácticas.
Las primeras manejan ideas –o más bien, formas de
ideas– sin representación alguna en la realidad. Un ejemplo de
estas formas son los esquemas válidos de razonamiento.
Tales esquemas, construcciones ideales, no proporcionan
información acerca de la realidad. Las ciencias fácticas sí ofrecen
información acerca de la naturaleza, porque se
ocupan de objetos o de hechos que existen fuera de
la mente. Entre estos objetos o hechos,
hay algunos que existen como productos de la naturaleza;
pero hay otros cuya existencia se debe
a la intervención del hombre. A
los primeros objetos, se les llama naturales; a los segundos,
culturales. Por esta razón, a las ciencias fácticas que
estudian los objetos o fenómenos naturales, se les denomina
ciencias factuales naturales y a las
que estudian los fenómenos culturales se las nombra ciencias
factuales culturales. El oxígeno y el átomo son ejemplos de objetos
naturales. Las revoluciones y las actividades electorales son
fenómenos culturales.
Yo, que
no soy ningún experto en epistemología, suelo dividir para mí las ciencias en
analíticas o demostrativas: Lógica, Matemáticas y Geometría; en falsables o verificables
y grandemente formalizadas: Física, Química y Biología, y las demás disciplinas
del conocimiento, entre las que incluyo la Filosofía, disciplina de análisis y
síntesis, exposición y argumentación.
¿Por qué no incluyo esta disciplina entre las ciencias? Bueno, porque se puede
hablar de buena o de mala filosofía, pero no de buena o mala ciencia. Y esta
distinción es definitiva. Ello no significa que la Filosofía no tenga dignidad.
Simón Rodríguez la proponía como ideal para el hombre. Dejó escrito en la Defensa de Bolívar: “Si un filósofo se
dedicara a cuidar puercos, el ejercicio de porquero sería honroso, y se diría
Pocilga como se dice Academia, Ateneo, Pórtico, Liceo, por el lugar donde se
enseña”.
Y
aquí es oportuno hacer una pregunta siempre inoportuna pero siempre ineludible:
¿de qué vive un filósofo? Bueno, puede vivir en la indigencia
como el cínico Diógenes, el napolitano Vico, el utópico Fourier o el científico
del socialismo Karl Marx a quien se le murieron de hambre tres hijos.
En general, desde los
sofistas para acá, los filósofos viven de la enseñanza como Andrés Bello, en
una universidad de la que fue rector durante más de dos décadas, o como Simón
Rodríguez, maestro de escuela.
Otros, muy celosos de
su independencia intelectual, hacen lo que sea para poder dedicarse a la
Filosofía. Así Rousseau, entre otras cosas, fue preceptor de niños ricos, y
Spinoza, pulidor de cristales.
Algunos tienen la
suerte de haber nacido aristócratas y viven de su nobleza, como Platón y
Montaigne, aunque lo más común es que sus talentos individuales les permitan
agenciarse la protección de los poderosos. Tal sucedió con Aristóteles,
Maquiavelo, Francis Bacon o René Descartes.
En general, la
Filosofía no es profesión peligrosa, a menos que te llames Pitágoras, Sócrates,
Hipatia de Alejandría o Giordano Bruno, perseguido por un cardenal que estaba
más loco que él: San Roberto Belarmino.
Al grano: la
Filosofía –definió J. L. Borges- es un género literario. Hasta ahí. No se puede
decir mucho más de ella. Los géneros literarios son los
distintos grupos o categorías en que podemos clasificar las obras literarias
atendiendo a su contenido. La Retórica clásica los ha clasificado en tres
grupos importantes: épico, lírico y dramático, a los que se añade con
frecuencia el género didáctico.
Basta con pensar en el
conjunto de obras literarias de cualquier época para observar que todas ellas
se pueden organizar en diferentes grupos
que comparten unas características más o menos comunes. Bien es cierto
que la frontera entre estas agrupaciones no siempre está clara, y que muchas
veces es difícil clasificar una obra porque en ella están presentes características
de diversa naturaleza. Aun dejando de lado la preocupación teórica por la
agrupación y clasificación de textos, la historia de la literatura demuestra
que las obras nunca son entes autónomos ajenos a una tipología: siempre
contienen una serie de rasgos que configuran el texto como un modelo,
adscribiéndolo así a una clase que funciona como marco de todas las
composiciones ajustadas a un patrón expresivo fijo.
Una primera
distinción, intuitiva si se quiere, que se puede establecer para clasificar
obras literarias es la diferenciación entre verso y prosa. Y más: parece claro
que en el verso priman las emociones y el ritmo, mientras que la prosa posee un
carácter más “informativo”; el verso busca conscientemente la ambigüedad y la
polisemia, mientras que la prosa tiende a ser más clara y precisa.
El interés teórico por
los géneros comienza con la obra de Platón, el verdadero creador de la prosa
filosófica, pues antes de él la filosofía se expresaba en verso. En efecto, en República hace referencia a distintas
formas de expresión poética, según sea la relevancia en la obra de la voz del
narrador, la de los personajes o la fusión de ambas. Ese interés continúa con
Aristóteles que apuntó una triple división de la literatura que clasificaba los
textos en épicos, dramáticos y líricos a partir del concepto de ‘mímesis’ o
imitación poética. Algo después vendrán las aportaciones de Cicerón, Horacio y
Quintiliano. La retórica latina retoma los planteamientos de la griega, pero le
incorpora novedades. Así Horacio (siglo I a. C.), en la Epistola ad Pisones, sostiene que los temas y las
formas de expresión han de adecuarse siguiendo las reglas del “decoro”.
Quintiliano, por su parte, añade a la tríada aristotélica la didáctica, que
incluye la Oratoria, la Historia y la Filosofía. Este primer período es el más
largo de los tres que se establecen tradicionalmente, pues abarca hasta la
época neoclásica, ya en el siglo XVIII de nuestro tiempo.
La segunda etapa se
caracteriza por la reacción anticlasicista. En efecto, contra los
planteamientos tan estrictos de la antigüedad
reaccionan los románticos, convencidos de que genio y precepto son
conceptos incompatibles. Su principal teórico fue Hegel. Según su reconocida
teoría, existen tres estadios, a saber: el objetivo, representado por la épica,
modelo heroico de expresión; el subjetivo, correspondiente a la lírica,
expresión de la intimidad, y, por último, el constituido por la dramática, que
sabe mezclar lo subjetivo y lo objetivo.
El tercer momento de
esta evolución se inicia a comienzos del siglo XX, a partir de los planteamientos
del formalismo ruso, que postulan que un género es un conjunto de procedimientos
constructivos que toda obra adscrita a él debe compartir. El estructuralismo,
la semiótica, la teoría de la recepción aportan nuevas perspectivas en el
estudio de los géneros literarios. Pero Benedetto Croce rechazó la validez de
la división de los géneros literarios, pues, según él, tal división va en
contra de la individualidad y originalidad de cualquier manifestación
artística.
No sé por qué pero me
apresuro a sospechar que Croce sufre del mayor pecado del que sufren los
filósofos: la vanidad. Todos se consideran el último oasis en la travesía del
desierto del conocimiento. Juan Nuño recordaba hace ya años el secreto deseo
que guarda in pectore todo filósofo
de cualquier época. Ese deseo no es otro que acabar con toda la Filosofía… que
no sea la suya. Parménides contra Heráclito, Anaxágoras contra Demócrito, Sócrates
contra los sofistas, Platón contra los materialistas, “hijos de la tierra”,
Aristóteles contra los platónicos, Epicuro contra académicos, aristotélicos y estoicos, Tertuliano contra la
Filosofía… En fin, los liquidadores de la Filosofía siempre estarán entre
aquellos que tienen interés en persistir
como filósofos. Ayer y hoy.
Pero no hay que
preocuparse demasiado por ese asunto. De seguro el progreso del conocimiento
–si se me permite el oxímoron- no viene de la Filosofía que sólo ha aportado
revoluciones palaciegas. La mayor parte de los problemas que la Filosofía se
planteaba en los siglos XVII y XVIII han sido resueltos, cuando no
pulverizados, por la Física, el Psicoanálisis, la Economía política, la
Historia, la Biología y… los acontecimientos. Y es que la Filosofía es el arte
más arbitrario que hay… que se sirve de todos los demás. Sin lugar a
dudas, El Quijote, de Cervantes, es
menos arbitrario que la Ciencia de la
Lógica, de Hegel, que no creo que haya aportado nada al desarrollo de esta
ciencia, una de las de las de mayor andadura en estos tiempos, ciencia que
terminó por dar grandes zancadas cuando dejó atrás todo intento de decirlo
todo. Como Spinoza acerca del Mundo o Hegel acerca de la Historia. Tal
pretensión a decirlo todo conlleva un estilo, impuesto, cuando menos, desde
Descartes.
Todos los estudiantes de Filosofía recuerdan
cómo Descartes comienza por hacer el vacío. Produce luego una evidencia y, a
partir del modelo de certeza creada por esa evidencia, desarrolla una serie de
certezas tan irrefutables en sí mismas como en el encadenamiento que, entre sí,
les impone. Desde entonces, de Descartes a Heidegger y a Sartre, pasando
por Kant y Hegel, bastó con filosofar
para ser definitivo. Kant deduce las categorías, Hegel pasa necesariamente de un momento a otro,
Heidegger nos revela el ser del ente. Se da por supuesto que si se equivocan en
lo más mínimo, la Filosofía deja de existir. Decirlo todo, inmediatamente y de
la única manera posible de decirlo: tal es la manía filosófica. Y es que no
acostumbran los filósofos menospreciar su talento. De creerles, la humanidad
sólo comienza a pensar verdaderamente con cada uno de ellos. Ahora bien, los filósofos juran que siempre tienen
razón y, de seguro, es así, pero… como los locos. Y es que la locura es la
fuente de la sabiduría.
Los orígenes de la
Filosofía son misteriosos. Según la tradición erudita, la Filosofía nació con
Tales y Anaximandro, en Jonia. En el siglo XIX se buscaron sus orígenes más
remotos en fabulosos contactos con las culturas orientales, con el pensamiento
egipcio y con el indio. Por ese camino no se ha podido comprobar nada. Sólo se
han podido establecer analogías y paralelismos.
Platón llama
‘filosofía’ (‘amor a la sabiduría’) a su investigación, a su actividad
educativa, que estaba muy ligada a una expresión escrita, a la forma literaria
del diálogo. Y Platón contempla con veneración el pasado, un mundo en el que
habían existido los “sabios” de verdad. Por otra parte, la Filosofía posterior,
nuestra Filosofía, no es otra cosa más que una continuación del desarrollo de
la forma literaria introducida por Platón. A. Whitehead llegó a decir que la
historia de la Filosofía se reduce a las obras de Platón con notas a pie de página.
Pero el ‘amor a la sabiduría’ es inferior a la ‘sabiduría’. Efectivamente, amor
a la sabiduría no significaba para Platón aspiración a algo nunca alcanzado,
sino tendencia a recuperar lo que ya se había realizado y vivido. O lo que es
lo mismo, no hubo un desarrollo continuo, homogéneo entre Sabiduría y Filosofía.
Lo que hizo surgir a ésta última fue una reforma expresiva, la aparición de una
nueva forma literaria que filtra el conocimiento de todo lo anterior.
Si desandamos lo
andado por los senderos de la sabiduría griega, nos encontraremos con los dioses
que Nietzsche puso en el nacimiento de la tragedia. Pero, contra el solitario
de Sils María, Giorgio Colli destaca la preeminencia de Apolo, pues sólo a este
dios hay que atribuir el dominio de la sabiduría de Delfos. En efecto, en
Delfos se manifiesta la inclinación de los griegos al conocimiento. Para
aquella civilización arcaica el conocimiento de lo futuro del hombre pertenece
a la sabiduría. Apolo simboliza ese ojo penetrante, y su culto una celebración
de la sabiduría. La adivinación, porque de eso se trata, entraña conocimiento
de futuro y manifestación, que es comunicación de dicho conocimiento. Y
ello se produce a través de la palabra del dios, a través del
oráculo. En la palabra se manifiesta al hombre la sabiduría del dios, y la
forma, el orden, la conexión en que aparecen las palabras revela que no se
trata de palabras humanas, sino de verbo divino. En esto consiste lo exterior
del oráculo: ambigüedad, oscuridad, alusiones difíciles de descifrar,
incertidumbre. De ello se deduce que el dios conoce lo porvenir y se lo
manifiesta al hombre, pero parece no querer que el hombre lo comprenda. Es este
un ingrediente de perversa crueldad de Apolo que se refleja en la comunicación
de la sabiduría. Lo dijo Heráclito: “El señor a quien pertenece el oráculo que
está en Delfos no afirma ni oculta, sino que indica”.
Ese es el fondo del
culto délfico de Apolo. Un celeste y decisivo pasaje platónico nos lo aclara.
Se trata del discurso sobre la ‘manía’, sobre la locura, que Sócrates
desarrolla en el Fedro. Desde el
comienzo contrapone locura a control de sí y exalta la primera como superior y
divina. Dice el texto: “Los bienes más grandes llegan a nosotros a través de la
locura, concedida por un don divino… en efecto, la profetisa de Delfos y las
sacerdotisas de Dodona, en cuanto poseídas por la locura, han proporcionado a
Grecia muchas y bellas cosas, tanto a los individuos como a la comunidad”. Así,
pues, desde el principio revela Sócrates
con toda claridad la relación entre manía y Apolo. Distingue a continuación
cuatro especies de locura: la profética, la mistérica, la poética y la erótica.
La poética y la erótica son variantes de la profética y de la mistérica. Estas
dos últimas están inspiradas por Apolo. En el Fedro manía profética figura en primer plano hasta el punto de que,
para Platón, el testimonio de la naturaleza divina y decisiva de la manía es el hecho de que constituye el fundamento del culto
délfico. Apoya su juicio con una etimología, a saber: la ‘mántica’ –el arte de
la adivinación- deriva de ‘manía’ y es su expresión más auténtica. De ello se
deduce que Apolo no es sólo el dios de la mesura, de la armonía –como quería
Nietzsche- sino, como Dionisos, de la exaltación y de la locura.
Parece que ha llegado
el momento de proponer abandonar la
Filosofía que no remite a ningún dominio determinado y apenas sirve de
espantajo para impresionar incautos. Pero la Filosofía no existe sino como
género literario. Lo que tenemos son una serie de libros, escritos por gentes
más o menos competentes, que versan sobre los más variados temas. Desde
metafísica, ética y estética hasta
nomadología. En principio, tales gentes tratan de sostener con argumentos lo
que exponen y buscan conferir a sus obras el interés más general posible. Para lograrlo, les está permitido fabricarse
un determinado vocabulario a condición de que sirva para ganar precisión y no
perderla, como en el caso heideggeriano. Si llenan tales condiciones, quizás se
podrá decir entonces –pero con mucha prudencia- que tal o cual obra posee un
valor “filosófico”. Pero será así porque cumple con tales condiciones y no por
participación mágica de un condicionado, de una hipóstasis que sería la
Filosofía. Sucede, sin embargo, -recordaba J. F. Revel- que los filósofos de
nuestro tiempo permanecen más o menos conscientemente fieles a aquel ideal
medieval, a aquella noción implícitamente religiosa de su papel y denominan Filosofía
a tal sueño de una disciplina rectora que –como quería Simón Rodríguez- fuese
al mismo tiempo ciencia y prudencia, conocimiento de lo absoluto y principio
jerarquizante de los otros
conocimientos, los cuales obtendrían de aquélla su significación última. Pero
todo ese intento no es más que pura charlatanería, que, por otro lado, es su
encanto… literario. Pues, en verdad, ¿qué es nuestra Filosofía sino una
provincia de la literatura? De esa literatura que los filósofos fingen
despreciar al mismo tiempo que buscan ávidamente un reflejo del género de
gloria que aquélla procura. Porque, señores oyentes, seriamente hablando, ¿qué
es, de punta a punta, Ser y tiempo
sino un ejercicio de estilo en lo formal, además de una ontología nazi en su
contenido?
En fin, la Filosofía
es el último refugio en el que se guarecen las dos potencias de ilusiones: la
religión y la retórica, y en eso ha sido fiel a su origen. En todas las épocas,
la religión ha sido un sucedáneo de la
Filosofía. En la nuestra, la Filosofía es un sucedáneo de la religión. En
cuanto a la Retórica, es apenas una forma de superstición. No consiste en otra cosa
que en persuadirse y en persuadir al auditorio de que mediante el empleo de
determinadas palabras y giros se remontan las dificultades de la realidad. En
otros términos, el encantamiento puede reemplazarse con una solución.
¿Cómo alcanza la
Filosofía sus propósitos?, nos preguntamos. En otros lugar he hablado de dos
métodos: uno más general y otro más particular. El general no es otro que el
analítico-sintético; el particular, el expositivo-argumentativo. Por el
primero, el filósofo descompone un todo en sus partes constitutivas, las
examina y las valora. La actividad opuesta y complementaria es la síntesis, que
en lo esencial consiste en la exploración de relaciones entre las partes
estudiadas y en la reconstrucción de la totalidad, antes desarticulada. A mi
entender quien mejor aplicó este método fue Juan Escoto Erígena en su División de la naturaleza.
Pero
la forma de expresión que se adopte, y de la que hablaré más adelante, debe ser
expositiva-argumentativa. La exposición es considerada como la manifestación
abstracta de la realidad representada a la manera de la descripción que se
destina a la representación de la realidad concreta. Ideas, pensamientos,
opiniones y reflexiones de carácter abstracto constituyen el contenido de la
exposición, que sigue la misma disposición acumulativa de la descripción. En
otras palabras, lo que a lo sensible corresponde la descripción, la exposición
atañe a lo abstracto. En
líneas generales, la exposición se nos presenta como un conjunto de ideas
encadenadas de una manera sólida con una relación lógica entre ellas. Como
forma discursiva, se puede ver de manera fragmentada o formando parte de un
texto más amplio. Exponer es explicar con claridad y orden ideas sobre un
determinado tema, mostrando sus diferentes aspectos. Por ello, en la exposición
se hacen presentaciones, comparaciones y clasificaciones; se define, ilustra o
contrasta; en ella relacionamos, ejemplificamos y concluimos. De lo cual se
deduce que el expositor requiere gran conocimiento del tema; de lo contrario,
hablará de lo que no sabe. Y eso se detecta rápidamente. Claro que la penumbra y la tiniebla, como dijimos
antes, puede ayudarle al filósofo en “profundidad”.
Pero en Filosofía, la exposición viene siempre acompañada de la argumentación, su hermana gemela. Nunca se separan porque cada una se ve reflejada en el rostro de la otra. Como se dijo, la exposición, en líneas generales, se nos aparece como un conjunto ordenado de ideas encadenadas de una manera sólida sin el propósito de querer defender la verdad ni de mostrar con razones el pensamiento expresado. Su hermana gemela se encargará de aportar hechos y razones que tratan de avalar y defender el planteamiento, la tesis, la idea o la simple opinión que su otra hermana ha expuesto. La exposición y la argumentación se relacionan entre sí de tal manera que, mientras una informa, la otra trata de persuadir o convencer a alguien de la propuesta establecida.
Muy de acuerdo con el método empleado se halla el modo de expresión. Y en esto Platón fue también un maestro. Aunque no compartan muchas de sus ideas, todos los lectores están de acuerdo con el profundo dramatismo de su expresión. Quiso ser autor dramático en su juventud. Ante los resultados adversos obtenidos, pensó cambiar de profesión. Pero encontró a Sócrates y no la cambió. Sólo cambió el mythos por el logos como objeto de sus obras, e incluso no completamente. Todos saben del uso impenitente de mitos para ilustrar el logos.
Otros, como Cicerón, Berkeley o Hume, para no citar sino a grandes, siguieron al aristócrata ateniense. Algunos emplearon la narración; los de más allá, la descripción. A Montesquieu le iba bien el estilo epistolar, y a Montaigne, el ensayo. Alguien puede reservarse la intimidad del diario, imitando a Kierkegaard. No faltará quien prefiera el estilo aforístico como Nietzsche o el confesional de San Agustín y Rousseau, y, por qué no, el modo geométrico spinoziano, con definiciones, axiomas y teoremas, lemas y postulados, apéndices y corolarios, o la manera escolástica con sus innumerables distingos. No son malos modelos para seguir. Si algo es característico de la Filosofía es la variedad inmensa de modos de expresión. En todo caso, no debe castrarse la forma creadora que más se ajuste al hacer Filosofía de cada quien. Lo que importa es que sea Filosofía. Buena Filosofía... si es posible.
Pero en Filosofía, la exposición viene siempre acompañada de la argumentación, su hermana gemela. Nunca se separan porque cada una se ve reflejada en el rostro de la otra. Como se dijo, la exposición, en líneas generales, se nos aparece como un conjunto ordenado de ideas encadenadas de una manera sólida sin el propósito de querer defender la verdad ni de mostrar con razones el pensamiento expresado. Su hermana gemela se encargará de aportar hechos y razones que tratan de avalar y defender el planteamiento, la tesis, la idea o la simple opinión que su otra hermana ha expuesto. La exposición y la argumentación se relacionan entre sí de tal manera que, mientras una informa, la otra trata de persuadir o convencer a alguien de la propuesta establecida.
Muy de acuerdo con el método empleado se halla el modo de expresión. Y en esto Platón fue también un maestro. Aunque no compartan muchas de sus ideas, todos los lectores están de acuerdo con el profundo dramatismo de su expresión. Quiso ser autor dramático en su juventud. Ante los resultados adversos obtenidos, pensó cambiar de profesión. Pero encontró a Sócrates y no la cambió. Sólo cambió el mythos por el logos como objeto de sus obras, e incluso no completamente. Todos saben del uso impenitente de mitos para ilustrar el logos.
Otros, como Cicerón, Berkeley o Hume, para no citar sino a grandes, siguieron al aristócrata ateniense. Algunos emplearon la narración; los de más allá, la descripción. A Montesquieu le iba bien el estilo epistolar, y a Montaigne, el ensayo. Alguien puede reservarse la intimidad del diario, imitando a Kierkegaard. No faltará quien prefiera el estilo aforístico como Nietzsche o el confesional de San Agustín y Rousseau, y, por qué no, el modo geométrico spinoziano, con definiciones, axiomas y teoremas, lemas y postulados, apéndices y corolarios, o la manera escolástica con sus innumerables distingos. No son malos modelos para seguir. Si algo es característico de la Filosofía es la variedad inmensa de modos de expresión. En todo caso, no debe castrarse la forma creadora que más se ajuste al hacer Filosofía de cada quien. Lo que importa es que sea Filosofía. Buena Filosofía... si es posible.
Para ir terminando, digamos que la Filosofía
surge de una disposición retórica acompañada de un adiestramiento dialéctico,
de un estímulo agonístico incierto sobre la dirección que tomar. Es lo que deja
ver la primera aparición de una fractura interior del hombre de pensamiento en
la que se insinúa la ambición veleidosa del poder mundano. Y por último, es
síntoma morboso de un talento artístico de alto nivel que se descarga
desviándose, tumultuoso y arrogante, hacia la invención de un nuevo género
literario. Y se mantiene en él.
Muchas gracias por su paciencia.
Bibliografía mínima
COLLI,
G. (1977). El nacimiento de la filosofía.
Barcelona:
Tusquets
JORGE,
C.H. (2000). Un nuevo poder. Estudio de
las ideas
morales y políticas de Simón Rodríguez. Caracas:
UNESR.
JORGE,
C.H. (2011). Modos de presentar una tesis
filosófica en: carloshjorge.blogspot.com.
NUÑO,
J. (1972). La superación de la filosofía.
Caracas:
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REVEL,
J.F. (1962). ¿Para qué filósofos? Caracas:
UCV
RODRÍGUEZ,
S. (1975). Obras completas (dos
tomos)
Caracas: UNESR