miércoles, 1 de febrero de 2012

La sierva de la Teología trabaja para evitar la opinión propia



     Claramente lo dejó dicho E. Gilson: “toda historia de la filosofía de la Edad Media presupone la decisión de abstraer de esta filosofía el medio teológico en que ha nacido y del cual no es posible separarla sin violentar la realidad histórica… si se quiere estudiar y comprender la filosofía de esta época, hay que buscarla donde se encuentra, es decir, en los escritos de hombres que se presentaban abiertamente como teólogos o que aspiraban a serlo ”.
     
Desde Nicea-Constantinopla, el dogma católico quedó definitivamente establecido. El primero de los dos concilios fue convocado en 325 por el papa Silvestre I y por el emperador Constantino para luchar contra el arrianismo; el Constantinopolitano I lo fue, en 381, por el papa san Dámaso para condenar la herejía de los neumatómacos y definir la divinidad del Espíritu Santo. Prácticamente, desde ese momento la filosofía va a estar al servicio de la Teología para aclarar el dogma evitando, de paso, la condena herética. Pocos lo consiguieron.
   
  Desde esa época, como lo recuerda el propio E. Gilson, el término ‘filosofía’ presenta el sentido de ‘sabiduría pagana’, sentido que conservará durante mucho tiempo. Incluso en los siglos XII y XIII, los términos philosophia y sancti significarán directamente la oposición entre la visión del mundo elaborada por hombres privados de las luces de la fe y la visión de los Padres de la Iglesia, que hablan en nombre de la revelación cristiana. Pero el dogma no es claro. Aunque se crea “porque es absurdo” –como decía Tertuliano-, algunos creyentes, sin embargo, no pueden permanecer indefinidamente en tal confusión. Es entonces cuando las mentes más brillantes intentarán explicitarlo… hasta donde sea posible. Pero siempre, en el intento, penderá sobre ellos la acusación de herejes. De ahí que la ‘sierva de la Teología’ hará maromas de distinciones infinitas. No es otro, por ejemplo, el ingente trabajo de Santo Tomás de Aquino, trabajo que, sin embargo, no impide su acusación y condena, como veremos. Para ello el gran esfuerzo del Aquinate consistirá en hacer concordar, ni más ni menos, la filosofía aristotélica –hecha en una atmósfera de determinismo racional- con el mundo dramático del dogma cristiano. Veamos un poco.

     La Suma Teológica comienza hablando de Dios, demostrando que existe, estudiando sus atributos. Pero Dios es… ¡tres personas! Y más: el dogma dice que Dios es viviente. Por tanto, según la filosofía griega, sujeto a la corrupción.

     La Creación es otro elemento dramático que se introduce contra toda previsión racional, contra toda necesidad lógica. En toda la filosofía griega –y no sólo en la aristotélica- no hay producción de ser ni su aniquilación, como quiere el dogma cristiano.

     El Tratado de la Encarnación, que ocupa una larguísima parte de la Suma Teológica, intenta hacer posible una explicación de la relación personal de Dios con los hombres, que desde los tiempos homéricos ya no era posible. Para tal elucidación, el Aquinate tiene que elaborar una fina noción filosófica.

     Por último, en este vuelo de gran altura sobre los misterios de la fe cristiana, refirámonos a la Eucaristía, misterio que acaba con toda noción estable de ser. Como se afirma, la sustancia del pan y del vino se transforma íntegramente en otra sustancia: la del cuerpo y sangre de Cristo. Es decir, en este universo del dogma nada es definitivamente nada. Ante lo cual estamos autorizados a preguntar: ¿dónde quedan las esencias inmutables de que cada ser es definible en su orden?

     Es oportuno recordar que, según Aristóteles, el ser en su conjunto se compone, se verifica o realiza en acto, por evolución intrínseca, partiendo de un estado de potencia. Cuando ese acto llega a su perfección, a su fin o término, se llama entelequia. Y cuando arriba al fin, el ser está como exhibiendo una idea, siendo entonces forma. Santo Tomás comienza por descoyuntar ese proceso diciendo lo siguiente. Hay, en primer lugar, una cosa que es esencialmente potencia y que, por desarrollo, no puede llegar a ser acto. En segundo lugar, hay una cosa que es acto y que no es desarrollo de una potencia. En tercer lugar, las esencias –el ser hombre, planta o circunferencia- son cosas realmente distintas de su realización o existencia.

     Introduce entonces dos dualidades absolutamente irreconciliables, a saber: la de materia con forma y la de esencia con existencia. De tal modo que si la materia es potencia respecto de la forma, no podrá llegar a ser forma por evolución interna, sino por unión con ella; y le esencia del hombre, por evolución intrínseca, no puede llegar a existir sino por unión con la existencia. En otros términos, Santo Tomás dispone de materia y forma, de esencia y existencia, realmente distintas entre sí. Pero esta distinción apuntada afecta a la misma definición de ser. Es decir, todo ser –ustedes y yo- existe, es real y, a la vez, tiene esencia: de hombre, en este caso.

     Pero el Aquinate avanza más. Según él, la esencia se puede componer de dos partes que se llaman materia y forma. Y son estas definiciones las que le permiten caracterizar tres tipos de seres afirmados por el dogma cristiano, a saber: 1) Dios: único ser en que se identifican realmente esencia y existencia; 2) Espíritu puro: ser compuesto únicamente de forma, esencia y existencia, pero no de materia; 3) Cuerpo: si el ser se compone de materia, forma y existencia. En resumen, ustedes y yo estamos compuestos de tres partes, los espíritus de dos, y Dios, absolutamente indivisible, es único.

     Pero, como recuerda García Bacca , Santo Tomás transforma a Aristóteles. Según el Estagirita, la materia por evolución interna llega a ser acto y por evolución externa llega a ser existente con perfección, de modo que no hay distinción real de esencia y existencia ni de materia y forma. Lo que hay es un proceso continuo de lo que es realidad en estado de potencia a eso mismo real en estado de acto. Al hacer lo que hizo, Santo Tomás inventó una nueva ontología… conveniente para el dogma cristiano. Tal invención le permite unir en un solo concepto, diversamente tratado, todo: Dios y criaturas…

     Después de haber transformado de semejante manera la ontología general aristotélica para abarcar a todos los seres afirmados por la Teología, se encontró con la dificultad de tener que explicar que Dios es un viviente constituido por tres personas distintas, aunque también realmente idénticas. Para evitar el principio de contradicción que se llevaría por delante el misterio de la Trinidad, Santo Tomás elaboró una distinción que no perjudica la identidad divina. La teoría de las relaciones compagina identidad real con distinción real en el mismo ser.

     En efecto, sirviéndose del criterio de relación para aclarar el misterio, que no resolverlo, Santo Tomás desarrolló técnicamente una distinción muy sutil que, en terminología escolástica, se llamará esse in y esse ad. Según esta distinción, es posible que dentro de un mismo ser haya cosas realmente distintas que no pierden la identidad con una tercera, si se distinguen relacionalmente.
 Precisamente en Dios, y solamente en Dios, sucede –según Santo Tomás- que la misma realidad, en cuanto absoluta, es una, pero, en cuanto relación, es triple. De este modo se conserva el principio de identidad: Dios, porque no se comparan las tres Personas desde el mismo punto de vista absoluto; son distintas las Personas desde el punto de vista relativo. No hay, entonces, contradicción inmediata. Claro que todo esto no deja de ser un ingente esfuerzo para hacer digerible intelectualmente el misterio. Pero hasta ahí. El enorme trabajo va a ser eficaz a la larga. A la corta, veamos qué pasó.

     Fueron los teólogos de su tiempo quienes se alarmaron de los malabarismos hechos por el Doctor Angélico. Su doctrina fue acogida, desde el principio, con recelo y hasta con abierta hostilidad. La introducción de la filosofía en la ciencia sagrada les pareció, no solamente una secularización, sino una verdadera profanación y corrupción de la Teología.

     Por Pascua de 1270, los teólogos de París, con el obispo Esteban Tempier a la cabeza, impugnaron violentamente algunas de las doctrinas del teólogo de Roccasecca, en particular la tesis de la forma sustancial en el hombre. La respuesta del Santo fue satisfactoria para sus adversarios. De este modo eludió verse envuelto en la condena de ciertas proposiciones defendidas por Siger de Brabant y sus secuaces. Mas la cuestión se agrió cuando el santo dejó París y, sobre todo, cuando... se murió.

     Y es que la condena de 1270 no había calmado los ánimos. El célebre Pedro Hispano -papa Juan XXI- le encargó una encuesta sobre el asunto al obispo Tempier. Éste, además de llevar a cabo la encuesta solicitada, reunió la Facultad de Teología de París. A los teólogos reunidos les propuso 219 proposiciones para que las votaran. Como regalo de cumpleaños en el tercer aniversario de su muerte –esto es, el 7 de marzo de 1277-, el santo recibió un decreto de condenación. Ante tal hecho, san Alberto Magno, a pesar de sus años y achaques, hizo ex professo un viaje desde Colonia a París para protestar y defender a su discípulo predilecto, que por estar muerto no podía defenderse como lo hiciera en 1270.

     Casi simultáneamente a esta condena de París, se llevó a cabo en Oxford otro acto condenatorio. Dirigía las acciones Roberto Kildwardvy, arzobispo de Cantorbery y enemigo declarado de la nueva Teología. El 18 de marzo de ese mismo año de 1277, Oxford condenó una serie de 30 proposiciones, varias de ellas tomistas, y concedió… ¡once días de indulgencia! a quien las impugnase
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     A su vez, los franciscanos, apegados a la antigua usanza, tomaron parte en la oposición de las dos universidades señaladas echándole más leña al fuego para quemar al hereje. En efecto, Guillermo de la Mare publicó un Correctorium fratris Thomae (1278-1279) en el que impugna nueve artículos de los comentarios tomistas sobre el primer libro de las Sentencias, otros nueve de sus Cuadlibetos, otros tantos de sus cuestiones de De veritate, diez de su cuestión de De anima, cuatro de sus cuestiones de De virtutibus y setenta y seis de la Suma Teológica, aunque esta obra fue aprobada y recomendada por el Capítulo general de la Orden celebrado en Estrasburgo en 1282. Al mismo tiempo, la Orden prohibía a sus religiosos poseer y leer la Suma de Santo Tomás, excepción hecha de un pequeño grupo de lectores más capacitados y con la condición de acompañarla con el referido Correctorium. Prero como decía Gil de Roma en su momento, los que impugnaban los escritos tomistas se movían más por envidia que por fe, pues juzgaban herético aquello que no entendían. Eran como moscas que se lanzaban contra la luz cegados por su resplandor.

     En resumen, hacer filosofía en esos tiempos –aunque estuviera al servicio de la Teología y, justamente por ello- era arriesgado. Sócrates, sin quererlo, tuvo muchos seguidores en esos siglos. Y es que, si se hace filosofía, incluso para ponerla al servicio de la Teología, necesariamente se llega a una ‘opinión propia’, que no es otro el sentido de hereticus (hereje). Hereje es, como recuerda Unamuno , “el que escoge por sí mismo una doctrina, el que opina libremente, pero al hacerlo crea de nuevo el dogma que dicen profesar los demás”. Incluso –recuerda el propio Unamuno sin señalar el pasaje- le ocurrió a San Pablo, cuando confesaba: “en esto soy herético”, esto es, “en esto profeso una opinión particular, personal, no la corriente”.

Y no deja de ser irónico que se condene, como se hizo, a tan brillante filósofo dominico, precisamente a alguien que pertenecía a una Orden que había sido fundada con el propósito de predicar –para persuadir y convencer- a los que se apartaban de la fe ortodoxa.

     ¿Por qué la condena? El problema hereje no está en tener una opinión propia, que es lo más filosófico que hay, si esa opinión es bien fundada. El problema es que, justamente por la fundamentación, esa opinión puede ser contagiosa. Y entonces no será la opinión de uno, sino la de muchos que se apartarán de la doctrina decretada por la autoridad. Y, ésta, para atajar el mal, tiene que echar mano de otras instituciones más “persuasivas” que la Orden de Predicadores. En efecto, el papa Gregorio IX creó la Inquisición en 1231 mediante los estatutos de Excommunicamus que redujeron la responsabilidad de los obispos en materia de ortodoxia, sometieron a los inquisidores bajo la dirección del pontificado y establecieron severos castigos.

     En Aviñon, en 1376, otro fraile dominico llamado Nicolau Eimeric escribió el Directorioum inquisitorum o Manual de los inquisidores que facilitará la persecución y castigo de la herejía. “¿Qué es una herejía? –se pregunta Eimeric en la proposición 2-. O, en otras palabras, ¿cuándo puede afirmarse que un artículo o una proposición son heréticos? Respondemos, de acuerdo con Santo Tomás, que hay tres causas o razones susceptibles de determinar el carácter herético de un artículo o de una proposición”. Y por ahí sigue el dominico hasta que llega a la enumeración de los herejes. La lista es larga porque da cuenta de todos los gustos. Consideramos solamente algunos títulos.

Los menandrinos afirmaban que el mundo no era obra de Dios, sino de los ángeles.
Los nicolaítas, discípulos de Nicolás, nombrado diácono de la Iglesia de Jerusalén, al mismo tiempo que san Esteban, por el apóstol Pedro, tenían la costumbre de intercambiarse las esposas, siguiendo con ello el ejemplo de Nicolás que ofrecía su hermosa mujer a quien la deseara.
Los carpocratianos proclamaban que Cristo era tan solo un hombre, procreado por un hombre y una mujer.
Los nazarenos conservaban la antigua Ley y reconocían a la vez la divinidad de Cristo.
Los ofitas adoraban la serpiente, por la que, según ellos, había entrado la inteligencia en el paraíso.
Los valentinianos decían que Cristo no se había encarnado en el vientre de la Virgen María, sino que se había alojado en ella, como en un tubo.
Los adamitas, imitando la desnudez de Adán y Eva, rezaban desnudos y vivían en comunidad desnudos hombres y mujeres.
Los setitas adoraban a Set, hijo de Adán, en quien veían al auténtico Cristo.
Los artotiritas ofrecían al cielo queso y pan, pues decían que la primera ofrenda de los primeros hombres eran frutos de la tierra (el pan y el rebaño).
Los acuarios no consagraban vino en el cáliz, sino sólo agua.
Los severianos no bebían vino y rechazaban el Antiguo Testamento y la resurrección de Cristo.
Los tacianos detestaban la carne.
Los alogos negaban que Cristo fuera el verbo divino y se oponían al Evangelio según Juan y al Apocalipsis.
Los cátaros se atribuían dicho nombre para enaltecer su pureza. Infatuados de su méritos negaban que se perdonaran los pecados a los que se arrepentían. Declaraban adúlteras a las viudas que volvían a casarse y se proclamaban más puros que los demás.
Los maniqueos, discípulos de un persa llamado Manes, admitían dos naturalezas y dos sustancias: la del bien y la del mal. Como Manes, proclamaban que las almas emanan de Dios, como las aguas de una fuente. Los priscialinistas difundieron en España una especie de gnosticismo y maniqueísmo.
Los jovianistas osaban afirmar que no existía la mínima diferencia entre una mujer casada y una virgen, entre un juerguista y un abstinente.
Los tesaresdecatitas decían que había que celebrar la Pascua en la luna decimocuarta.
Los pelagianos atribuían al libre arbitrio rango superior a la gracia divina.
Los acéfalos, llamados así porque no tenían jefe, se oponían a la doctrina del concilio de Calcedonia.
Y otros muchos cuyas características conviene recordar.
     Continúa Eimeric:

     Existen aún innumerables herejías sin heresiarcas y sin nombre. Entre ellos, hay algunos que dicen que
     Dios es triforme, otros que la naturaleza de Cristo ha sufrido la pasión, otros pretenden que Cristo fue
     engendrado por el Padre en el origen de los tiempos, algunos niegan que Cristo descendiera a los
     infiernos para librar a los justos y otros dicen que el alma no está hecha a imagen de Dios. Otros
     pretenden que las almas se transforman en diablos o en animales. Los hay que dicen que el mundo es
     inmutable o que hay mundos incontables o que el mundo es eterno como Dios. Los hay que van
    descalzos y otros que no comen con los demás...

     Es suficiente. Lo que más llama la atención es lo variopinto del rebaño. ¡Al fuego los descalzos, los obscenos nicolaítas o los farsantes ofitas!

     Después de la lista de la que hemos seleccionado algunos títulos, viene el recordatorio de otras condenas. Con ello se añaden a la piara Juan de Poliac, los limosneros, Pierre Jean (por sí solo veinte veces hereje), Raimundo Lull ("cuya doctrina contiene más de quinientos errores, aunque sólo transcribo cien, por mor de brevedad") y los lullistas (que con generosidad aportan otros veinte errores a los de su jefe), Arnaldo de Vilanova y los arnaldistas, Segarelli, Dolcino y los seudoapóstoles...

     ¿Cómo acabar con esta locura?, preguntamos para terminar. Costó más de un siglo de guerras. Lo hizo el protestantismo al colocar la revelación en la Escritura que todos podían leer a su modo. Mucho antes de que Descartes con el ‘pienso, luego existo’ abriera un nuevo continente para la filosofía, los teólogos protestantes habían liberado a ésta del servicio a la fe.

Ponencia en el I SIMPOSIO INTERNACIONAL: PATRÍSTICA, ESCOLÁSTICA Y MODERNIDAD. Caracas, UCAB (Montalbán), 31/01/2012

carloshjorge@hotmail.com