martes, 27 de marzo de 2018

De mýthos a lógos y viceversa. O el círculo racional de la filosofía en la Antigüedad clásica.





Para María  Ramírez Delgado

     Suele aceptarse que la racionalidad filosófica aparece en la historia dando un salto, escapando de un período oscuro. Un antes y un después en la biografía de la diosa razón. Pero una mirada cuidadosa observa un paisaje más alejado de contraste tan brusco, caracterizado por una variedad casi inagotable de matices.

    Pensar, acudiendo a los principios de la lógica, es un rasgo determinante del comportamiento intelectual en la cultura occidental. Y racionalidad es la palabra que refiere a una forma del pensar que obtiene su legitimidad de principios aceptados universalmente. Pero la racionalidad, que es en lengua latina lo que en la griega se llamaba lógica, no reside en el mundo, como postulaba el hombre primitivo, ni en la mente, como postulará el hombre de la modernidad. La racionalidad –afirma enérgicamente Henry Leal- es una cualidad del discurso. La racionalidad es la coherencia del discurso. Y es coherente el discurso que está libre de contradicción. En otros términos, la ausencia de contradicción es el criterio supremo de racionalidad.

     La nación griega descubrió la razón que favorece el intercambio entre los hombres, convirtiendo la argumentación, la discusión y el diálogo en las condiciones necesarias para el despliegue intelectual, la búsqueda del conocimiento y el establecimiento de las relaciones políticas. Con la aparición de la polis se fortaleció un sistema social que convirtió la palabra en la herramienta superior de la influencia. En este contexto, surge una tensión fundamental de repercusiones duraderas para nuestra cultura: mýthos en oposición a lógos. Esto es, la imagen, la narración, la emoción, lo maravilloso en contraste con el discurso racional, argumentativo, abstracto.

     La lógica de la ambigüedad, por una parte, y la lógica de la contradicción, por la otra. La belleza del discurso frente a la belleza del cuerpo. Lo expresó Diógenes el Cínico cuando escucha a un jovencito que filosofaba. “Ánimo –le dijo-, tú induces a los adoradores del cuerpo a la belleza del alma”.



Ida

     Aristóteles consagró la fórmula para establecer el certificado de nacimiento de la filosofía: Tales, Anaximandro y Anaxímenes fueron los primeros en filosofar (Metafísica, I, 3). Con el tiempo, despojada de sus matices, esta fórmula permitió construir la imagen de un origen nítido, un descubrimiento inesperado, de una ruptura
clara respecto de cualquier período anterior, un paso decisivo a favor de la razón y, sucesivamente, del pensamiento filosófico y científico. Una concepción lineal que anula la textura fina de un proceso evidentemente más complejo. Pero es preciso separar las cosas, porque únicamente se trata del punto de partida de una historia oficial, no del inicio de la razón. Ésta, dice Hegel (1996: I, p. 9), “no ha surgido de improviso, directamente, como si brotase por sí sola del suelo del presente, sino que es también, sustancialmente, una herencia y, más concretamente, el resultado del trabajo de todas las anteriores generaciones del linaje humano”.

     Así, el punto de vista más divulgado, habitual para un estudiante de filosofía, muestra a los pensadores nombrados como los primeros en describir explícitamente el mundo que nos rodea, su origen y su orden, como un problema al que hay que buscar una respuesta acudiendo sólo a los recursos de la experiencia y, ante todo, del
pensamiento. Una respuesta sin misterio, expuesta para ser comprendida por otros y debatida como cualquier evento de la vida cotidiana. Una forma del pensamiento en la cual las antiguas divinidades primordiales son reemplazadas por elementos de la
naturaleza dotados de gran poder y caracterizados como fuerzas imperecederas, que a semejanza de los dioses poseen un extenso margen de acción. Pero, también, a diferencia de los dioses, estas fuerzas concebidas en términos abstractos se limitan a producir efectos determinados y carecen de otra voluntad. Entra en escena un tipo de conocimiento libre, imperfecto, que requiere ser defendido, incluso justificado. No es ya un regalo de origen superior, sino el producto del esfuerzo humano que instala de este modo las bases de la ciencia.

     El filósofo inglés W. K. C. Guthrie (1970) afirma que el nacimiento de la filosofía tiene su clave en el abandono, por parte del pensamiento, de las soluciones míticas a los problemas relativos al origen y la naturaleza del universo. Así, la fe religiosa habría sido sustituida por otra fe distinta, una nueva confianza según la cual el mundo visible oculta un orden racional e inteligible que puede ser descubierto y mostrado a quien desee verlo.

     “La filosofía europea, en cuanto intento para resolver los problemas del universo sólo por la razón –escribió Guthrie- que se opone a aceptar explicaciones puramente mágicas o teológicas, comenzó en las prósperas ciudades comerciales de Jonia, en la
costa del Asia Menor, a principios del siglo VI a. C. Fue, como dice Aristóteles, producto de una época que ya poseía las cosas necesarias al bienestar físico y el ocio, y su motivo fue la curiosidad. La escuela jonia o milesia está representada por los nombres de Tales, Anaximandro y Anaxímenes; y está muy justificado llamarla 'escuela', porque estos tres pensadores nacieron en la misma ciudad, vivieron en la misma época, y la tradición dice que tuvieron entre sí relaciones de maestro y discípulos” (1970: 29).
     
      Para Gadamer no se puede ya sostener hoy que el mundo está desencantado, falto de magia o de religión, como tampoco lo estuvo ayer, añadimos nosotros. «Los observadores de la actual situación mundial –escribió en Reflexiones sobre la relación entre religión y ciencia-  pueden enumerar muchos indicios que testimonian la
supervivencia de motivaciones religiosas también en esta nuestra época de la ciencia». La cuestión verdaderamente importante en la actualidad ya no es tanto el límite de la ciencia cuanto si a partir del concepto de saber ilustrado se puede alcanzar la naturaleza de lo religioso. No hay paso del mito al logos. Este esquema, observa Gadamer (1993) con acierto, es demasiado simple. En este punto nuestro autor se opone a la tradición filosófica positivista encarnada fundamentalmente en la obra de Wilhelm Nestle Del mito al logos (1940). El esquema del desencantamiento del mundo no es, para Gadamer, en modo alguno una «ley general de desarrollo», sino que él mismo es un «hecho histórico». En definitiva, y cito sus propias palabras: «El paso del mito al logos, el desencantamiento de la realidad, sería la dirección única de la historia sólo si la razón desencantada fuese dueña de sí misma y se realizara en una absoluta posesión de sí. Pero lo que vemos es la dependencia efectiva de la razón del poder económico, social, estatal. La idea de una razón absoluta es una ilusión. La razón sólo es en cuanto que es real e histórica. A nuestro pensamiento le cuesta reconocer esto» (Mito y razón). ¿Podemos entender el fenómeno religioso, podemos comprender el mito con el lenguaje de la ciencia, con la palabra del logos? Si es cierto, como sostiene nuestro filósofo, que no hay cultura sin horizonte mítico, es necesario situar al mito en la época de la ciencia, porque sin el mito resulta imposible comprender la complejidad del mundo contemporáneo… y el de la Antigüedad clásica.

     Nietzsche dio un pequeño paso hacia adelante cuando, en la "Segunda consideración  intempestiva", vio en el mito la condición vital de cualquier cultura. Una cultura sólo podría florecer en un horizonte rodeado de mito. La enfermedad del presente, la enfermedad histórica, consistiría justamente en destruir este horizonte cerrado por un exceso de historia, esto es, por haberse acostumbrado el pensamiento a tablas de valor siempre cambiantes. Y, nuevamente, sólo es un pequeño paso el que conduce desde esta valoración del mito hasta la acuñación de un concepto político del
mito, que resuena en el nouveau christianisme de Saint-Simon y que expresamente fue desarrollado por Sorel y sus seguidores. La dignidad de una vieja verdad es atribuida a la meta política de un orden futuro que debe ser creído por todos, como en otro tiempo el mundo comprendido míticamente.

     El mito es un verdadero tesoro de historias, pensamientos, lenguajes, explicaciones y enseñanzas que constituyen la herencia común de los griegos de la época preclásica. Un tesoro interminable, además, de ejemplos y modelos de acción.

     Multiforme como Proteo, designa realidades muy diversas: desde teogonías y cosmogonías, hasta genealogías, cuentos, proverbios, moralejas y sentencias; todo lo que se piensa y todo lo que se dice es trasmitido espontáneamente en el trato cotidiano. Los mitos están por todas partes; pueden verse tanto como oírse, dado que sus imágenes se encuentran en esculturas, monedas, telas, cerámicas, escudos y construcciones. El hombre griego sabe lo que es la prudencia y el valor; la justicia y el honor; conoce de la guerra, del destino, de la fragilidad de la vida, del trabajo, de la
muerte y de la sabiduría. Las narraciones del mito transmitidas activamente, en primer lugar, por rapsodas errantes por toda la Hélade, como una actividad propia de una cultura
predominantemente oral todavía hasta el siglo V, le han mostrado
cotidianamente la profundidad y los misterios de la existencia.
   
  ¿Cuál es el significado del mito? En primer lugar, ‘mito’ no designa otra cosa que una especie de acta notarial. El mito es lo dicho, la leyenda, pero de modo que lo dicho en esa leyenda no admite ninguna otra posibilidad de ser experimentado que justo la del recibir lo dicho. La palabra griega, que los latinos tradujeron por ‘fábula’, entra entonces en una oposición conceptual con el logos que piensa la esencia de las cosas y de ese pensar obtiene un saber de las cosas que es constatable en todo momento. Pero a partir de este concepto formal de mito se sigue otro de contenido. Pues de ningún acontecimiento único, del que sólo pueda saberse gracias a los testigos oculares y a la tradición que se basa en éstos, puede levantarse acta notarial por medio de la razón pensante, ni puede ser puesto a disposición por medio de la ciencia. Lo que de tal suerte vive en la leyenda es, ante todo, el tiempo originario en que los dioses debieron haber tenido un trato aún más manifiesto con los hombres. Los mitos son, sobre todo, historias de dioses y de su acción sobre los hombres. Pero ‘mito’ significa, también, la historia misma de los dioses tal y como, por ejemplo, es narrada por Hesíodo en su Teogonia.

     Ahora bien, en cuanto que la religión griega tiene su esencia en el culto público y la tradición mítica no pretende otra cosa que la
interpretación de esta estable y permanente tradición cultual, el mito está expuesto constantemente a la crítica y a la transformación. La religión griega no es la religión de la doctrina correcta. No tiene ningún libro sagrado cuya adecuada interpretación fuese el saber de los sacerdotes, y justo por esto lo que hace la Ilustración griega, a saber, la crítica del mito, no es ninguna oposición real a la tradición religiosa. Sólo así se comprende que en la gran filosofía ática y, sobre todo, en Platón pudiesen entremezclarse la filosofía y la tradición religiosa. Los mitos filosóficos de Platón testimonian hasta qué punto la vieja verdad y la nueva comprensión están imbricados.

     ¿Y qué decir del concepto de ‘razón’? El concepto ‘razón’ es, si tenemos en cuenta la palabra, un concepto moderno. Refiere tanto a una facultad del hombre como a una disposición de las cosas. Pero precisamente esta correspondencia interna de la conciencia pensante con el orden racional del ente es la que había sido pensada
en la idea originaria del logos que está en la base del conjunto de la filosofía occidental.

     El lógos no sustituye al mýthos, lo acompaña. En su Filosofía de las formas simbólicas, Ernst Cassirer ha abierto un camino al reconocimiento de estas formas extracientíficas de la verdad. El mundo de los dioses míticos, en cuanto que éstos son manifestaciones mundanas, representa los grandes poderes espirituales y morales de la vida. Sólo hay que leer a Homero para reconocer la subyugante racionalidad con que la mitología griega interpreta la existencia humana. El corazón subyugado expresa su experiencia: la potencia superior de un dios en acción. Pero, ¿qué otra cosa podría ser la poesía sino esa representación de un mundo en que se anuncia algo verdadero, pero no mundano? Incluso allí donde las tradiciones religiosas ya no son vinculantes, la experiencia poética ve el mundo míticamente. Esto quiere decir
que lo verdadera y subyugantemente real se representa como viviente y en acción.

     También la palabra ‘lógos’ narra nuestra historia desde Parménides y Heráclito. El significado originario de la palabra: ‘reunir’, ‘contar’, remite al ámbito racional de los números y de las relaciones entre números en que el concepto de lógos se constituyó
por primera vez. Se encuentra en la matemática y en la teoría de la música de la ciencia pitagórica. Desde este ámbito se generaliza la palabra ‘lógos’ como concepto contrario a ‘mýthos’. En oposición a aquello que refiere una noticia de la que sólo sabemos gracias a una simple narración, «ciencia» es el saber que descansa en la fundamentación y en la prueba. Con la creciente conciencia lingüística que en el tardío siglo v acompaña al nuevo ideal educativo retórico-dialéctico, mýthos viene a ser casi
exclusivamente un concepto retórico para designar en general los modos de exposición narrativa. Naturalmente, narrar no es probar; la narración sólo se propone convencer y ser creíble. Los maestros de retórica se comprometían a exponer sus materias en la forma de un mito o en la forma del logos según los deseos de cada cual, tal como se nos refiere en el Protágoras de Platón. Tras esa arbitrariedad virtuosa se distingue la nueva oposición entre la historia bien hallada o inventada y la verdad enumerable, mostrable, demostrable. El mito se convierte en ‘fábula’ en tanto
que su verdad no sea alcanzada mediante un logos.

     En el pensamiento griego encontramos, pues, la relación entre mito y logos no sólo en los extremos de la oposición ilustrada, sino precisamente también en el reconocimiento de un emparejamiento y de una correspondencia, la que existe entre el pensamiento que tiene que rendir cuentas y la leyenda transmitida sin discusión. En
especial, esto se muestra en el giro peculiar con que Platón supo unir la herencia racional de su maestro Sócrates con la tradición mítica de la religión popular. Rechazando la pretensión de verdad de los poetas, admitió sin embargo simultáneamente, bajo el techo de su inteligencia racional y conceptual, la forma narrativa del acontecer que es propia del mito. La argumentación racional se extendió, por decirlo así, pasando por encima de los límites de sus propias posibilidades demostrativas hasta el ámbito en el que sólo son capaces de llegar las narraciones. Así, en los diálogos platónicos el mito se coloca junto al logos y muchas veces es su culminación. Los mitos de Platón son narraciones que, a pesar de no aspirar a la
verdad completa, representan una especie de regateo con la verdad y amplían los pensamientos que buscan la verdad… más allá.

     Puede ser sorprendente para el lector de hoy comprobar cómo se entremezcla aquí la tradición arcaica con la refinada agudeza de la reflexión conceptual y cómo se organiza ante nosotros una configuración hecha de humor y seriedad que se extiende, no sólo sin ruptura sino incluso con una especie de pretensión religiosa, sobre la totalidad del pensamiento que busca la verdad.



Vuelta

     Sin duda, Tales introduce una diferenciación, que tendrá progresivamente un perfil más acentuado, pero el punto crítico es reconocer que no se trata de un corte. La filosofía surge como una extensión del mito hasta alcanzar una plena identidad. Hasta el siglo V, en lo fundamental, no hay simplemente una zona de tránsito, sino una unidad de fecundas posibilidades para la expresión y desarrollo del pensamiento. Durante un tiempo privilegiado no hubo separación entre los dioses y los hombres; con sus gigantescas diferencias, todos ellos vivieron en el mismo territorio y compartieron la misma mesa. Sin embargo, en algún momento se levantaron poderosas fronteras, trazándose de manera definitiva dos espacios de vida particular, correspondientes a cada género. Los primeros son inmortales, se alimentan de ambrosía, néctar y humo (proveniente de los sacrificios), y por su sangre corre un líquido especial llamado ikor; los segundos están destinados a una vida efímera, al trabajo, al sufrimiento y a las enfermedades. Estas diferencias fueron selladas por una existencia separada. Durante un tiempo privilegiado el mito y el logos están entrelazados, estrechamente unidos; sólo después sobreviene la distancia, pero ésta no es necesariamente definitiva, como la separación de los dioses y los hombres.

     Tras las conquistas de Alejandro a fines del siglo IV, la ética individual atrae las atención de los filósofos. Y con la desaparición de las polis, los idiotas triunfan. Pero pronto se polariza la problemática en torno de una cuestión de ascendencia socrático iluminista: el ideal del sabio. El negativo ideal buscado reside en la
imperturbabilidad (ataraxia). Sólo de este modo puede superarse el turbulento mundo externo y se dan varias respuestas.

     La respuesta de Epicuro aparece como resultado natural del viejo hedonismo. En palabras de hoy, este es un valle de lágrimas donde hay que llorar lo menos posible y gozar lo más que se pueda.

     El escepticismo moral es el reverso de la medalla socrático platónica: puesto que no es posible conocer las cosas, el sabio debe abstenerse de juzgar y obrar. 

     La solución estoica es más honda. Partiendo de la idea de personalidad que saca de sus ideas psicológicas, ve en la ausencia de pasiones (apátheia) el ideal soñado.

     La paulatina transición de la filosofía helenísticorromana del punto de vista ético al religioso tuvo sus causas internas en esta propia filosofía, así como sus móviles en las imperiosas exigencias de la época. Cuanto más íntimamente tenían contacto los
sistemas entre sí, tanto más se puso de manifiesto cuán poco podía satisfacer la filosofía la tarea que ella misma se había propuesto conducir al hombre, mediante seguro conocimiento, al reino de la virtud y de la felicidad, a la interna independencia del mundo.

     Si la corriente escéptica de la época, cada vez más extendida, enseñaba ya que 
la virtud más bien reside en una permanente abstención de saber, entre los estoicos se abría paso, cada vez más, la opinión de que su ideal de sabio, diseñado de modo tan estricto y severo, no era susceptible de realizarse por entero en hombre alguno. De tal suerte se convierte en lugar común de las diferentes escuelas la idea de que el hombre, por propia energía, no podía llegar a ser sabio ni virtuoso ni feliz. Esto es, la vida buena siempre sería inalcanzable.

     Pero si ya en la filosofía misma se había despertado un estado de ánimo que buscaba una instancia superior para alcanzar los objetivos morales, las doctrinas teoréticas contenían un gran número de momentos religiosos.Claro que los epicúreos rechazaban deliberadamente tales “momentos”. Pero del envejecido mundo grecorromano surgió, por hastío y tedio, un nuevo afán hacia alegrías más puras y elevadas. Al advertirse las monstruosas diferencias que traía consigo el estado social del Imperio Romano, la mirada de millones de seres que se veían excluidos de bienes terrestres se volcó, plena de nostalgia, hacia un mundo mejor. Por doquier se fue despertando un apasionado y hondo afán de salvación (sotería), una apetencia hacia lo supraterreno, un impulso religioso sin igual, pues alcanza… hasta el siglo XXI. Esa vitalidad del movimiento religioso se manifiesta en la ansiosa acogida que encontraron en el mundo grecorromano los cultos exóticos, en la mezcla y fusión de religiones orientales y occidentales. Con ello, la preocupación del hombre se desplazó, por largos siglos, de la tierra al cielo. Comenzó, entonces, la búsqueda de la salvación más allá del mundo de los sentidos.

     Sólo las formas en las que se desarrollaba esta lucha de las religiones por su hegemonía exhibían la fuerza espiritual que había alcanzado la ciencia griega. Cuanto más palidecía el pensamiento del mundo antiguo, tanto más hondo se imponía la necesidad de averiguar si cada una de las religiones no sólo podía satisfacer al
sentimiento, sino también a la razón, esto es, en una doctrina.

     La verdadera fuerza avasalladora de la religión de Jesús de Nazaret residió en que apareció en un mundo indolente y moribundo, con el ímpetu juvenil de un sentimiento divino, puro y elevado, y con una convicción probada con la muerte. De este modo se encuentran en el mismo camino las exigencias de la ciencia y de la vida. Aquélla busca ahora la solución del problema que, sin éxito, había tratado de resolver la religión. La vida pide para su ansia religiosa fundamentación y formulación científica. De ahí que, desde entonces, se mezclen grandes procesos. Así como la secta de los esenios se origina probablemente del contacto del
neopitagorismo con la vida religiosa hebraica, del mismo modo han desembocado los incontables intentos de los sabios judíos, aproximando cada vez más el contenido de sus dogmas a la ciencia griega, en la doctrina de Filón de Alejandría.

     En mayores proporciones se desenvuelve de modo análogo la filosofía del cristianismo, que suele designarse habitualmente con el nombre de patrística, durante los primeros siglos. Semejante secularización filosófica del evangelio comienza con los apologistas, que, procurando defender al cristianismo del menosprecio y
persecución a los ojos del mundo ilustrado, presenta su convicción religiosa como la única verdadera filosofía y, por tanto, empiezan a adaptar el sentido de sus creencias a las formas conceptuales de la ciencia griega. Los más significados entre ellos son Justiniano y Minucio Félix.

    Sin esta tendencia polémica, se experimenta intensamente también en las comunidades cristianas la necesidad de transformar la fe (pistis) en saber (gnosis). Los primeros ensayos, empero, que presentan los gnósticos para forjar de la nueva religión una adecuada concepción del mundo, proceden del inquieto fantasear inserto en el sincretismo religioso de las creencias sirias y llevan, no obstante su aplicación a la filosofía helenística a tan grotescas imágenes que la Iglesia, ya en trance de plena organización y cada vez más poderosa, acabó por repudiarlos. Como los más importantes de estos pensadores cabe mencionar a Saturnino, Basílides y Valentino.

     El antagonismo hacia tales extravagancias de la fantasía religiosa se desata por entonces en el seno de la literatura cristiana en hombres como Taciano, Arnobio y Tertuliano una vigorosa oposición a todo intento conciliador de la fe cristiana. Ante la
imposibilidad de conciliar la filosofía pagana, racional, con la doctrina de Cristo se menosprecia aquella en beneficio de la revelación. Escribió Tertuliano en De Praescriptione, 7, 1:

Todas las herejías en último término tienen su origen en la filosofía. De ella
proceden los errores y no sé qué formas infinitas y la tríada humana
de Valentín es que había sido platónico. De ella viene el Dios de Marción, cuya
superioridad está en que está inactivo; es que procedía del estoicismo. Hay
quien dice que el alma es mortal y ésta es doctrina de Epicuro. [...] Es el
miserable Aristóteles el que les ha instruido en la dialéctica, que es el arte de
construir y destruir, de convicciones mudables, de conjeturas firmes, de
argumentos duros, artífice de disputas, enojosa hasta a sí misma, siempre
dispuesta a reexaminarlo todo, porque jamás admite que algo esté
suficientemente examinado. [...] Quédese para Atenas esta sabiduría humana
manipuladora y adulteradora de la verdad, por donde anda la múltiple
diversidad de sectas contradictorias entre sí con sus diversas herejías. Pero,
¿qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué relación hay entre la
Academia y la Iglesia? ¿Qué tienen que ver los herejes y los cristianos?
Nuestra escuela es la del pórtico de Salomón, que enseñó que había que
buscar al Señor con simplicidad de corazón. Allá ellos los que han salido con
un cristianismo estoico, platónico o dialéctico. No tenemos necesidad de
curiosear, una vez que vino Jesucristo, ni hemos de investigar después del
Evangelio. Creemos, y no deseamos nada más allá de la fe: porque lo primero
que creemos es que no hay nada que debamos creer más allá del objeto de la
fe.

     Pero defendiendo un abierto antilogismo, estos teólogos se ven obligados a echar mano de las doctrinas de filosofía griega que les eran afines. Sin esta parcialidad y buscando el apoyo en los más antiguos apologistas helenizantes, el gnosticismo es combatido por Ireneo e Hipólito, su discípulo.

     Hasta principios del siglo III se logra, partiendo de todos estos antecedentes, la fundamentación de una teología positiva cristiana, de un sistema de dogmática conceptualmente elaborado. Ocurre esto sobre todo en la Escuela de Alejandría de Catequistas con su jefe Clemente y Orígenes. De tal manera, que este último es el
más notorio representante del cristianismo filosóficamente hablando.

     De la escuela alejandrina de filósofos surge el hombre que ha de dar remate a esta tendencia religiosa de la filosofía de ideas exclusivamente helenísticas. Hablamos de Plotino (205-270), el más grande pensador de la época. Su ensayo de sistematizar todas las doctrinas importantes de la filosofía griega y del helenismo, sobre la base de un principio religioso, recibe el nombre de neoplatonismo. Esa doctrina constituye el sistema de la ciencia más elaborado y concluso que ha producido la Antigüedad. Su discípulo Porfirio (232-304) se inclina a convertir tal doctrina religiosa en una religión. Y Yámblico (245-325), el guía del neoplatonismo sirio, la lleva a un dogmático politeísmo, con lo cual los enemigos políticos y eruditos de la doctrina cristiana, como el emperador Juliano, esperan vivificar de nuevo los ritos de la religión pagana en trance de disolución. Fracasado este intento, la Escuela Ateniense del Neoplatonismo, con Plutarco de Atenas, Proclo y Damascio, tratará de darle una estructura metódica escolástica al sistema plotiniano.

     De esta suerte fracasaron los intentos helenísticos de arribar a una nueva religión partiendo de la ciencia. Es decir, los sabios no encuentran la comunidad de hombres que buscan. En cambio la exigencia de la religión positiva de justificarse y consolidarse en una doctrina científica logra su designio: la comunidad crea su
dogma. Y el desarrollo de la historia fue éste: el decadente helenismo produjo aún en su desesperada agonía los recursos conceptuales por obra de los cuales la nueva religión se convirtió en dogma.

     Antes de concluir, es obligado hacer una aclaración. El historiador de la filosofía Johannes Hirschberger comienza la II parte de su Historia de la filosofía, Filosofía de la Edad Media, con San Pablo y la patrística, y no señala que tales pertenecen a la
Antigüedad clásica. Hay más. Todas las grandes religiones presentes en la vida cotidiana del siglo XXI son de ese tiempo. Más de 1.000 millones de almas siguen el hinduismo; 14 millones, el judaísmo; un sinnúmero, el confucionismo y el culto de los
antepasados; más de 500 millones, el budismo; el cristianismo constituye el 31% de la población mundial, esto es, más 2.200 millones; y los musulmanes son más 1.600 millones.

     Y, para terminar, una pregunta que pretende explicar la apertura y el cierre del círculo descrito, objeto de esta charla: ¿existe Dios? ¡Esta persona eterna, que da sentido humano al universo, es algo sustancial fuera de nuestra conciencia, fuera de nuestro anhelo? He aquí algo insoluble. La razón no puede probar la imposibilidad de
su existencia. Pero eso no le importa al creyente. Quien cree en Dios anhela que exista y, además, se conduce como si existiera. Vive ese anhelo y hace de él su íntimo resorte de acción. Para el creyente, de ese anhelo o hambre de divinidad surge la esperanza; de ésta, la fe; de la fe y la esperanza, la caridad, dicen los maestros católicos. El hombre religioso no puede vivir sino en un mundo sagrado, porque sólo un mundo así participa del ser, existe realmente. Esta necesidad religiosa expresa una terrible sed ontológica. El hombre religioso está sediento de ser y de orden. El terror ante el caos que rodea su mundo habitado corresponde a su terror ante la nada. El espacio desconocido que se extiende más allá de su mundo, que no está consagrado, que es simple extensión amorfa donde todavía no se ha proyectado orientación alguna ni se ha deducido estructura alguna, este espacio profano representa para el hombre religioso el no-ser absoluto. Si, por desgracia, se pierde en él, se siente vaciado de su sustancia óntica, como si se disolviera en el caos.

     ¿Qué es la religión?, volvemos a preguntar. Cada cual define la religión según la siente en sí, más aún, según la observa en los demás. No cabe definirla sin sentirla de un modo o de otro. La religión, más que se define, se describe. Y, más que se describe, se siente. Puede decirse que la religión, desde la del salvaje que personaliza en el fetiche al universo todo, es la manera de dar finalidad humana al universo, a Dios, para lo cual hay que atribuirle conciencia de sí y de su fin. Y este religioso anhelo de unirnos con Dios no es ni por ciencia ni por arte. Es por la fuerza de la vida,
por voluntad de ser. La religión es una economía o hedonística trascendental como quiere Unamuno. Lo que el hombre busca en la religión, en la fe religiosa, es salvar su propio pellejo, eternizarlo, lo que no consigue ni con la ciencia ni con el arte ni con la moral, que no exigen a Dios. Sólo la religión nos exige a Dios. El mayor negocio al que podemos dedicarnos es el de nuestra salvación. A Dios no lo necesitamos ni para que nos enseñe la verdad de las cosas, ni su belleza, ni nos asegure la moralidad con penas y castigos, sino para que no nos deje morir del todo. El lector puede comprobar la justeza de nuestras afirmaciones viendo cómo los ancianos se aferran a las prácticas religiosas. Y es que este anhelo singular es, por ser de todos y de cada uno de los hombres, universal y normativo. La voluntad de creer –señaló W. James (1994)-  transfiere el valor de verdad a la funcionalidad, a la utilidad, al uso y a la acción en una pragmática conexión orgánica de pensamiento y conducta.

Muchas gracias por su atención.

San Bernardino, chavidad de 2016.

Bibliografía mínima
GADAMER, H. G. (1997). Mito y razón. Barcelona: Paidós.
GUTHRIE, W. K. C. (1970). Los Filósofos Griegos. México: FCE.
HEGEL, G. W. F. (1996). Lecciones sobre la Historia de la Filosofía. México: FCE
JAMES, W. (1994). Las variedades de la experiencia religiosa. Península.
JORGE, C.H. (2007). Siete Cristos. Caracas: El perro y la rana.
LEAL, Henry. (S/f). Lógica y discurso. Material impreso no publicado.
LÓPEZ, Ricardo (2005). El mito griego como antecedente de la racionalidad filosófica.
Universidad de Chile: versión on line (16/12/2016).
WINDELBAND, W.(1945). Historia de la filosofía. México: Antigua Librería Robredo.


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