martes, 18 de diciembre de 2018

Buen discurso de los amantes del saber



         En cierta ocasión el Bachiller Sansón Carrasco le aseguró a Sancho Panza que “segundas partes nunca fueron buenas”. Espero que no tenga razón el bachiller en este caso, pues el discurso que voy a leer fue pronunciado dos veces: el 25 de mayo de 2016 en la biblioteca del IUSPO en Los Teques. Varios de los oyentes sintieron como si les hubiera echado de un cuarto confortable. Por segunda vez el discurso fue pronunciado como lectio brevis en la hermosa Capilla Mayor de nuestra Universidad el 2 de febrero de este año. Algunos de los presentes, e incluso algunos de los santos que me escuchaban, me regalaron alguna sonrisa benéfica. Por tercera vez, aunque no como tercera parte, porque mi posición fue la misma y no he cambiado de idea, pronuncio este discurso en el I Simposio sobre la naturaleza de la Filosofía.

Antes de pasar al texto, quisiera aclarar que, en román paladino o en buen criollo, el título de la charla, Elogio de la manía filosófica, debiera ser ‘Buen discurso sobre la locura de los amantes de la sabiduría’.

Empiezo manifestando que yo no tengo ninguna definición de ‘filosofía’ o, mejor dicho, tengo una tan general que no define nada. Pero quien sí la tiene es M. Heidegger. Escribió el filósofo de Messkirch: “Philosophia es el corresponder expresamente ejecutado, que habla en tanto atiende al llamamiento-asignación del ser del ente. El corresponder (contrahablar) escucha y obedece la voz del llamamiento-asignación. Lo que se nos asigna como voz del ser determina  nuestro corresponder. ‘Corresponder’ quiere, entonces, decir: estar determinado, etre disposé, a saber, a partir del ente. Dis-posé (dis-puesto) significa aquí, literalmente: expuesto-aclarado y merced a ello puesto en relaciones con lo que es. (...) En tanto a-corde y de-terminado, el corresponder es esencialmente un temple de ánimo”. Clarísimo, ¿verdad? Puede ser de alivio el generoso comentario que nos dejó  B. Russell sobre el profesor de Friburgo de Brisgovia: “Sumamente excéntrico en su terminología, la filosofía de Heidegger es extremadamente oscura. Uno no puede por menos que sospechar que el lenguaje se ha desbocado en este caso” (La sabiduría de Occidente, Aguilar, Madrid, 1962).

Abandonemos la tiniebla, lámpara de muchos filósofos, y lleguemos al Siglo de las luces. A él pertenece Simón Rodríguez, filósofo venezolano que vivió entre 1769 y 1854. Nos dejó no una sino cinco definiciones. La clasificada por mí como quinta dice así: “Filosofía es conocer las cosas y conocernos para reglar nuestra conducta por las leyes de la naturaleza”.

      La definición tiene dos partes. La primera quiere que por la Filosofía conozcamos las cosas. A pesar del afecto que le tengo al “Sócrates de Carcas” como lo llamara Bolívar, en este caso debo manifestarle mi desacuerdo. Si deseáramos “conocer las cosas” por la Filosofía, de seguro estaríamos infinitamente más confundidos de lo que lo estamos. Los filósofos son especialistas en discursos contradictorios. La segunda parte es el imperativo de Delfos: “conócete a ti mismo”. Yo confieso que cada vez que lo he intentado –además no sé por qué habría que hacerlo- me he devuelto porque lo que iba encontrando no era muy de mi gusto.

Mas volvamos al “conocer las cosas”, esto es, la Filosofía entendida como ciencia. No importa cuál sea la definición que tengamos de ciencia, lo que constatamos siempre es que en el concepto de este término no entra la Filosofía o, si entra, es con un sentido tan lato que la ciencia queda bastante mal parada. Ya el viejo Platón había advertido que la Filosofía sólo podía llegar a ser “opinión verdadera”, cuando mucho.

Yo, que no soy ningún experto en epistemología, suelo dividir para mí las ciencias en analíticas o demostrativas: Lógica, Matemáticas y Geometría; en falsables o verificables y grandemente formalizadas: Física, Química y Biología, y las demás disciplinas del conocimiento, entre las que incluyo la Filosofía, disciplina de análisis y síntesis,  exposición y argumentación. ¿Por qué no incluyo esta disciplina entre las ciencias? Bueno, porque se puede hablar de buena o de mala filosofía, pero no de buena o mala ciencia. Y esta distinción es definitiva. Ello no significa que la Filosofía no tenga dignidad. Simón Rodríguez la proponía como ideal para el hombre. Dejó escrito en la Defensa de Bolívar: “Si un filósofo se dedicara a cuidar puercos, el ejercicio de porquero sería honroso, y se diría Pocilga como se dice Academia, Ateneo, Pórtico, Liceo, por el lugar donde se enseña”.

Al grano: la Filosofía –definió J. L. Borges- es un género literario. Hasta ahí. No se puede decir mucho más de ella. 
   
Los géneros literarios son los distintos grupos o categorías en que podemos clasificar las obras literarias atendiendo a su contenido. Basta con pensar en el conjunto de obras literarias de cualquier época para observar que todas ellas se pueden organizar en diferentes grupos  que comparten unas características más o menos comunes. El interés teórico por los géneros comienza con la obra de Platón, el verdadero creador de la prosa filosófica, pues antes de él la filosofía se expresaba en verso.

Pero Benedetto Croce rechazó la validez de la división de los géneros literarios, pues, según él, tal división va en contra de la individualidad y originalidad de cualquier manifestación artística.

No sé por qué pero me apresuro a sospechar que Croce sufre del mayor pecado del que sufren los filósofos: la vanidad. Todos se consideran el último oasis en la travesía del desierto del conocimiento. Juan Nuño recordaba hace ya años el secreto deseo que guarda in pectore todo filósofo de cualquier época. Ese deseo no es otro que acabar con toda la Filosofía… que no sea la suya. Parménides contra Heráclito, Anaxágoras contra Demócrito, Sócrates contra los sofistas, Platón contra los materialistas, “hijos de la tierra”, Aristóteles contra los platónicos, Epicuro contra académicos,  aristotélicos y estoicos, Tertuliano contra la Filosofía… En fin, los liquidadores de la Filosofía siempre estarán entre aquellos  que tienen interés en persistir como filósofos. Ayer y hoy.
Pero no hay que preocuparse demasiado por ese asunto. De seguro el progreso del conocimiento –si se me permite el oxímoron- no viene de la Filosofía que sólo ha aportado revoluciones palaciegas. Y es que la Filosofía es el arte más arbitrario que hay… que se sirve de todos los demás. Sin lugar a dudas, El Quijote, de Cervantes, es menos arbitrario que la Ciencia de la Lógica, de Hegel, que no creo que haya aportado nada al desarrollo de esta ciencia, una de las de las de mayor andadura en estos tiempos, ciencia que terminó por dar grandes zancadas cuando dejó atrás todo intento de decirlo todo. Como Spinoza acerca del Mundo o Hegel acerca de la Historia. Tal pretensión a decirlo todo conlleva un estilo, impuesto, cuando menos, desde Descartes.

Todos los estudiantes de Filosofía recuerdan cómo Descartes comienza por hacer el vacío. Produce luego una evidencia y, a partir del modelo de certeza creada por esa evidencia, desarrolla una serie de certezas tan irrefutables en sí mismas como en el encadenamiento que, entre sí, les impone. Decirlo todo, inmediatamente y de la única manera posible de decirlo: tal es la manía o locura filosófica. Y es que la locura es la fuente de la sabiduría.

Platón llama ‘filosofía’ (‘amor a la sabiduría’) a su investigación, a su actividad educativa, que estaba muy ligada a una expresión escrita, a la forma literaria del diálogo. Y Platón contempla con veneración el pasado, un mundo en el que habían existido los “sabios” de verdad. Por otra parte, la Filosofía posterior, nuestra Filosofía, no es otra cosa más que una continuación del desarrollo de la forma literaria introducida por Platón. A. Whitehead llegó a decir que la historia de la Filosofía se reduce a las obras de Platón… con notas a pie de página. Pero el ‘amor a la sabiduría’ es inferior a la ‘sabiduría’. Efectivamente, amor a la sabiduría no significaba para Platón aspiración a algo nunca alcanzado, sino tendencia a recuperar lo que ya se había realizado y vivido. O lo que es lo mismo, no hubo un desarrollo continuo, homogéneo, entre Sabiduría y Filosofía. Lo que hizo surgir a ésta última fue una reforma expresiva, la aparición de una nueva forma literaria que filtra el conocimiento de todo lo anterior.

Si desandamos lo andado por los senderos de la sabiduría griega, nos encontraremos con los dioses que Nietzsche puso en el nacimiento de la tragedia. Pero, contra el solitario de Sils María, Giorgio Colli destaca la preeminencia de Apolo, pues sólo a este dios hay que atribuir el dominio de la sabiduría de Delfos. En efecto, en Delfos se manifiesta la inclinación de los griegos al conocimiento. Para aquella civilización arcaica el conocimiento de lo futuro del hombre pertenece a la sabiduría. Apolo simboliza ese ojo penetrante, y su culto una celebración de la sabiduría. La adivinación, porque de eso se trata, entraña conocimiento de futuro y manifestación, que es comunicación de dicho conocimiento. Y ello se produce a través de la palabra del dios, a través del oráculo. En la palabra se manifiesta al hombre la sabiduría del dios, y la forma, el orden, la conexión en que aparecen las palabras revela que no se trata de palabras humanas, sino de verbo divino. En esto consiste lo exterior del oráculo: ambigüedad, oscuridad, alusiones difíciles de descifrar, incertidumbre. De ello se deduce que el dios conoce lo porvenir y se lo manifiesta al hombre, pero parece no querer que el hombre lo comprenda. Es este un ingrediente de perversa crueldad de Apolo que se refleja en la comunicación de la sabiduría. Lo dijo Heráclito: “El señor a quien pertenece el oráculo que está en Delfos no afirma ni oculta, sino que indica”.

Ese es el fondo del culto délfico de Apolo. Un celeste y decisivo pasaje platónico nos lo aclara. Se trata del discurso sobre la ‘manía’, sobre la locura, que Sócrates desarrolla en el Fedro. Desde el comienzo contrapone locura a control de sí y exalta la primera como superior y divina. Dice el texto: “Los bienes más grandes llegan a nosotros a través de la locura, concedida por un don divino… en efecto, la profetisa de Delfos y las sacerdotisas de Dodona, en cuanto poseídas por la locura, han proporcionado a Grecia muchas y bellas cosas, tanto a los individuos como a la comunidad”. Así, pues, desde el principio  revela Sócrates con toda claridad la relación entre manía y Apolo. Distingue a continuación cuatro especies de locura: la profética, la mistérica, la poética y la erótica. La poética y la erótica son variantes de la profética y de la mistérica. Estas dos últimas están inspiradas por Apolo. En el Fedro manía profética figura en primer plano hasta el punto de que, para Platón, el testimonio de la naturaleza divina y decisiva de la manía es el hecho  de que constituye el fundamento del culto délfico. Apoya su juicio con una etimología, a saber: la ‘mántica’ –el arte de la adivinación- deriva de ‘manía’ y es su expresión más auténtica. De ello se deduce que Apolo no es sólo el dios de la mesura, de la armonía –como quería Nietzsche- sino, como Dionisos, de la exaltación y de la locura.

Parece que ha llegado el momento de proponer abandonar la Filosofía que no remite a ningún dominio determinado y apenas sirve de espantajo para impresionar incautos. La Filosofía no existe sino como género literario. Lo que tenemos son una serie de libros, escritos por gentes más o menos competentes, que versan sobre los más variados temas. Desde metafísica, ética y estética  hasta nomadología… En principio, tales gentes tratan de sostener con argumentos lo que exponen y buscan conferir a sus obras el interés más general posible.  Para lograrlo, les está permitido fabricarse un determinado vocabulario a condición de que sirva para ganar precisión y no perderla, como en el caso heideggeriano

Pero todo ese intento no es, muchas veces,  más que pura charlatanería, que, por otro lado, es su encanto… literario. Pues, en verdad, ¿qué es nuestra Filosofía sino una provincia de la literatura? De esa literatura que los filósofos fingen despreciar al mismo tiempo que buscan ávidamente un reflejo del género de gloria que aquélla procura. Porque, señores oyentes, seriamente hablando, ¿qué es, de punta a punta, Ser y tiempo sino un ejercicio de estilo en lo formal, además de una ontología nazi en su contenido?

¿Cómo alcanza la Filosofía sus propósitos?, nos preguntamos. En otros lugar he hablado de dos métodos: uno más general y otro más particular. El general no es otro que el analíticosintético; el particular, el expositivo-argumentativo. Por el primero, el filósofo descompone un todo en sus partes constitutivas, las examina y las valora. La actividad opuesta y complementaria es la síntesis, que en lo esencial consiste en la exploración de relaciones entre las partes estudiadas y en la reconstrucción de la totalidad, antes desarticulada. A mi entender quien mejor aplicó este método fue Juan Escoto Erígena en su División de la naturaleza. 

Muy de acuerdo con el método empleado se halla el modo de expresión. Y en esto Platón fue también un maestro. Aunque no compartan muchas de sus ideas, todos los lectores están de acuerdo con el profundo dramatismo de su expresión. Quiso ser autor dramático en su juventud. Ante los resultados adversos obtenidos, pensó cambiar de profesión. Pero encontró a Sócrates y no la cambió. Sólo cambió el mythos por el logos como objeto de sus obras, e incluso no completamente. Todos saben del uso impenitente de mitos para ilustrar el logos.

   Otros, como Cicerón, Berkeley o Hume,  para no citar sino a grandes, siguieron al aristócrata ateniense. Algunos emplearon  la narración; los de más allá, la descripción. A Montesquieu le iba bien el estilo epistolar, y a Montaigne, el ensayo. Alguien puede reservarse la intimidad del diario, imitando a Kierkegaard. No faltará quien prefiera el estilo aforístico como Nietzsche o el confesional de San Agustín y Rousseau, y, por qué no, el modo geométrico spinoziano, con definiciones, axiomas y teoremas, lemas y postulados, apéndices y corolarios, o la manera escolástica con sus innumerables distingos. No son malos modelos para seguir. Si algo es característico de la Filosofía es la variedad inmensa de modos de expresión. En todo caso, no debe castrarse la forma creadora que más se ajuste al hacer Filosofía de cada quien. Lo que importa es que sea Filosofía. Buena Filosofía... si es posible.
     Para ir terminando, digamos que la Filosofía surge de una disposición retórica acompañada de un adiestramiento dialéctico. Es, en fin, síntoma morboso de un talento artístico de alto nivel que se descargó desviándose, tumultuoso y arrogante, hacia la invención de un nuevo género literario. Y se mantiene en él.
Muchas gracias por su paciencia.



Bibliografía mínima

COLLI, G. (1977). El nacimiento de la filosofía. Barcelona: Tusquets
JORGE, C.H. (2000). Un nuevo poder. Estudio de las ideas morales y políticas de Simón Rodríguez. Caracas: UNESR.
JORGE, C.H. (2011). Modos de presentar una tesis filosófica  en:
           carloshjorge.blogspot.com.
NUÑO, J. (1972). La superación de la filosofía. Caracas: UCV.
REVEL, J.F. (1962). ¿Para qué filósofos? Caracas: UCV
RODRÍGUEZ, S. (1975). Obras completas (dos tomos). Caracas: UNESR


 Ponencia en el I Simposio de Filosofìa: Naturaleza de la Filosofía, celebrado en la UCSAR, Caracas, el 1º de diciembre de 2018.


Lector, para comunicarse con el autor de la entrada, escriba a carloshjorge@yahoo.es

martes, 27 de marzo de 2018

De mýthos a lógos y viceversa. O el círculo racional de la filosofía en la Antigüedad clásica.





Para María  Ramírez Delgado

     Suele aceptarse que la racionalidad filosófica aparece en la historia dando un salto, escapando de un período oscuro. Un antes y un después en la biografía de la diosa razón. Pero una mirada cuidadosa observa un paisaje más alejado de contraste tan brusco, caracterizado por una variedad casi inagotable de matices.

    Pensar, acudiendo a los principios de la lógica, es un rasgo determinante del comportamiento intelectual en la cultura occidental. Y racionalidad es la palabra que refiere a una forma del pensar que obtiene su legitimidad de principios aceptados universalmente. Pero la racionalidad, que es en lengua latina lo que en la griega se llamaba lógica, no reside en el mundo, como postulaba el hombre primitivo, ni en la mente, como postulará el hombre de la modernidad. La racionalidad –afirma enérgicamente Henry Leal- es una cualidad del discurso. La racionalidad es la coherencia del discurso. Y es coherente el discurso que está libre de contradicción. En otros términos, la ausencia de contradicción es el criterio supremo de racionalidad.

     La nación griega descubrió la razón que favorece el intercambio entre los hombres, convirtiendo la argumentación, la discusión y el diálogo en las condiciones necesarias para el despliegue intelectual, la búsqueda del conocimiento y el establecimiento de las relaciones políticas. Con la aparición de la polis se fortaleció un sistema social que convirtió la palabra en la herramienta superior de la influencia. En este contexto, surge una tensión fundamental de repercusiones duraderas para nuestra cultura: mýthos en oposición a lógos. Esto es, la imagen, la narración, la emoción, lo maravilloso en contraste con el discurso racional, argumentativo, abstracto.

     La lógica de la ambigüedad, por una parte, y la lógica de la contradicción, por la otra. La belleza del discurso frente a la belleza del cuerpo. Lo expresó Diógenes el Cínico cuando escucha a un jovencito que filosofaba. “Ánimo –le dijo-, tú induces a los adoradores del cuerpo a la belleza del alma”.



Ida

     Aristóteles consagró la fórmula para establecer el certificado de nacimiento de la filosofía: Tales, Anaximandro y Anaxímenes fueron los primeros en filosofar (Metafísica, I, 3). Con el tiempo, despojada de sus matices, esta fórmula permitió construir la imagen de un origen nítido, un descubrimiento inesperado, de una ruptura
clara respecto de cualquier período anterior, un paso decisivo a favor de la razón y, sucesivamente, del pensamiento filosófico y científico. Una concepción lineal que anula la textura fina de un proceso evidentemente más complejo. Pero es preciso separar las cosas, porque únicamente se trata del punto de partida de una historia oficial, no del inicio de la razón. Ésta, dice Hegel (1996: I, p. 9), “no ha surgido de improviso, directamente, como si brotase por sí sola del suelo del presente, sino que es también, sustancialmente, una herencia y, más concretamente, el resultado del trabajo de todas las anteriores generaciones del linaje humano”.

     Así, el punto de vista más divulgado, habitual para un estudiante de filosofía, muestra a los pensadores nombrados como los primeros en describir explícitamente el mundo que nos rodea, su origen y su orden, como un problema al que hay que buscar una respuesta acudiendo sólo a los recursos de la experiencia y, ante todo, del
pensamiento. Una respuesta sin misterio, expuesta para ser comprendida por otros y debatida como cualquier evento de la vida cotidiana. Una forma del pensamiento en la cual las antiguas divinidades primordiales son reemplazadas por elementos de la
naturaleza dotados de gran poder y caracterizados como fuerzas imperecederas, que a semejanza de los dioses poseen un extenso margen de acción. Pero, también, a diferencia de los dioses, estas fuerzas concebidas en términos abstractos se limitan a producir efectos determinados y carecen de otra voluntad. Entra en escena un tipo de conocimiento libre, imperfecto, que requiere ser defendido, incluso justificado. No es ya un regalo de origen superior, sino el producto del esfuerzo humano que instala de este modo las bases de la ciencia.

     El filósofo inglés W. K. C. Guthrie (1970) afirma que el nacimiento de la filosofía tiene su clave en el abandono, por parte del pensamiento, de las soluciones míticas a los problemas relativos al origen y la naturaleza del universo. Así, la fe religiosa habría sido sustituida por otra fe distinta, una nueva confianza según la cual el mundo visible oculta un orden racional e inteligible que puede ser descubierto y mostrado a quien desee verlo.

     “La filosofía europea, en cuanto intento para resolver los problemas del universo sólo por la razón –escribió Guthrie- que se opone a aceptar explicaciones puramente mágicas o teológicas, comenzó en las prósperas ciudades comerciales de Jonia, en la
costa del Asia Menor, a principios del siglo VI a. C. Fue, como dice Aristóteles, producto de una época que ya poseía las cosas necesarias al bienestar físico y el ocio, y su motivo fue la curiosidad. La escuela jonia o milesia está representada por los nombres de Tales, Anaximandro y Anaxímenes; y está muy justificado llamarla 'escuela', porque estos tres pensadores nacieron en la misma ciudad, vivieron en la misma época, y la tradición dice que tuvieron entre sí relaciones de maestro y discípulos” (1970: 29).
     
      Para Gadamer no se puede ya sostener hoy que el mundo está desencantado, falto de magia o de religión, como tampoco lo estuvo ayer, añadimos nosotros. «Los observadores de la actual situación mundial –escribió en Reflexiones sobre la relación entre religión y ciencia-  pueden enumerar muchos indicios que testimonian la
supervivencia de motivaciones religiosas también en esta nuestra época de la ciencia». La cuestión verdaderamente importante en la actualidad ya no es tanto el límite de la ciencia cuanto si a partir del concepto de saber ilustrado se puede alcanzar la naturaleza de lo religioso. No hay paso del mito al logos. Este esquema, observa Gadamer (1993) con acierto, es demasiado simple. En este punto nuestro autor se opone a la tradición filosófica positivista encarnada fundamentalmente en la obra de Wilhelm Nestle Del mito al logos (1940). El esquema del desencantamiento del mundo no es, para Gadamer, en modo alguno una «ley general de desarrollo», sino que él mismo es un «hecho histórico». En definitiva, y cito sus propias palabras: «El paso del mito al logos, el desencantamiento de la realidad, sería la dirección única de la historia sólo si la razón desencantada fuese dueña de sí misma y se realizara en una absoluta posesión de sí. Pero lo que vemos es la dependencia efectiva de la razón del poder económico, social, estatal. La idea de una razón absoluta es una ilusión. La razón sólo es en cuanto que es real e histórica. A nuestro pensamiento le cuesta reconocer esto» (Mito y razón). ¿Podemos entender el fenómeno religioso, podemos comprender el mito con el lenguaje de la ciencia, con la palabra del logos? Si es cierto, como sostiene nuestro filósofo, que no hay cultura sin horizonte mítico, es necesario situar al mito en la época de la ciencia, porque sin el mito resulta imposible comprender la complejidad del mundo contemporáneo… y el de la Antigüedad clásica.

     Nietzsche dio un pequeño paso hacia adelante cuando, en la "Segunda consideración  intempestiva", vio en el mito la condición vital de cualquier cultura. Una cultura sólo podría florecer en un horizonte rodeado de mito. La enfermedad del presente, la enfermedad histórica, consistiría justamente en destruir este horizonte cerrado por un exceso de historia, esto es, por haberse acostumbrado el pensamiento a tablas de valor siempre cambiantes. Y, nuevamente, sólo es un pequeño paso el que conduce desde esta valoración del mito hasta la acuñación de un concepto político del
mito, que resuena en el nouveau christianisme de Saint-Simon y que expresamente fue desarrollado por Sorel y sus seguidores. La dignidad de una vieja verdad es atribuida a la meta política de un orden futuro que debe ser creído por todos, como en otro tiempo el mundo comprendido míticamente.

     El mito es un verdadero tesoro de historias, pensamientos, lenguajes, explicaciones y enseñanzas que constituyen la herencia común de los griegos de la época preclásica. Un tesoro interminable, además, de ejemplos y modelos de acción.

     Multiforme como Proteo, designa realidades muy diversas: desde teogonías y cosmogonías, hasta genealogías, cuentos, proverbios, moralejas y sentencias; todo lo que se piensa y todo lo que se dice es trasmitido espontáneamente en el trato cotidiano. Los mitos están por todas partes; pueden verse tanto como oírse, dado que sus imágenes se encuentran en esculturas, monedas, telas, cerámicas, escudos y construcciones. El hombre griego sabe lo que es la prudencia y el valor; la justicia y el honor; conoce de la guerra, del destino, de la fragilidad de la vida, del trabajo, de la
muerte y de la sabiduría. Las narraciones del mito transmitidas activamente, en primer lugar, por rapsodas errantes por toda la Hélade, como una actividad propia de una cultura
predominantemente oral todavía hasta el siglo V, le han mostrado
cotidianamente la profundidad y los misterios de la existencia.
   
  ¿Cuál es el significado del mito? En primer lugar, ‘mito’ no designa otra cosa que una especie de acta notarial. El mito es lo dicho, la leyenda, pero de modo que lo dicho en esa leyenda no admite ninguna otra posibilidad de ser experimentado que justo la del recibir lo dicho. La palabra griega, que los latinos tradujeron por ‘fábula’, entra entonces en una oposición conceptual con el logos que piensa la esencia de las cosas y de ese pensar obtiene un saber de las cosas que es constatable en todo momento. Pero a partir de este concepto formal de mito se sigue otro de contenido. Pues de ningún acontecimiento único, del que sólo pueda saberse gracias a los testigos oculares y a la tradición que se basa en éstos, puede levantarse acta notarial por medio de la razón pensante, ni puede ser puesto a disposición por medio de la ciencia. Lo que de tal suerte vive en la leyenda es, ante todo, el tiempo originario en que los dioses debieron haber tenido un trato aún más manifiesto con los hombres. Los mitos son, sobre todo, historias de dioses y de su acción sobre los hombres. Pero ‘mito’ significa, también, la historia misma de los dioses tal y como, por ejemplo, es narrada por Hesíodo en su Teogonia.

     Ahora bien, en cuanto que la religión griega tiene su esencia en el culto público y la tradición mítica no pretende otra cosa que la
interpretación de esta estable y permanente tradición cultual, el mito está expuesto constantemente a la crítica y a la transformación. La religión griega no es la religión de la doctrina correcta. No tiene ningún libro sagrado cuya adecuada interpretación fuese el saber de los sacerdotes, y justo por esto lo que hace la Ilustración griega, a saber, la crítica del mito, no es ninguna oposición real a la tradición religiosa. Sólo así se comprende que en la gran filosofía ática y, sobre todo, en Platón pudiesen entremezclarse la filosofía y la tradición religiosa. Los mitos filosóficos de Platón testimonian hasta qué punto la vieja verdad y la nueva comprensión están imbricados.

     ¿Y qué decir del concepto de ‘razón’? El concepto ‘razón’ es, si tenemos en cuenta la palabra, un concepto moderno. Refiere tanto a una facultad del hombre como a una disposición de las cosas. Pero precisamente esta correspondencia interna de la conciencia pensante con el orden racional del ente es la que había sido pensada
en la idea originaria del logos que está en la base del conjunto de la filosofía occidental.

     El lógos no sustituye al mýthos, lo acompaña. En su Filosofía de las formas simbólicas, Ernst Cassirer ha abierto un camino al reconocimiento de estas formas extracientíficas de la verdad. El mundo de los dioses míticos, en cuanto que éstos son manifestaciones mundanas, representa los grandes poderes espirituales y morales de la vida. Sólo hay que leer a Homero para reconocer la subyugante racionalidad con que la mitología griega interpreta la existencia humana. El corazón subyugado expresa su experiencia: la potencia superior de un dios en acción. Pero, ¿qué otra cosa podría ser la poesía sino esa representación de un mundo en que se anuncia algo verdadero, pero no mundano? Incluso allí donde las tradiciones religiosas ya no son vinculantes, la experiencia poética ve el mundo míticamente. Esto quiere decir
que lo verdadera y subyugantemente real se representa como viviente y en acción.

     También la palabra ‘lógos’ narra nuestra historia desde Parménides y Heráclito. El significado originario de la palabra: ‘reunir’, ‘contar’, remite al ámbito racional de los números y de las relaciones entre números en que el concepto de lógos se constituyó
por primera vez. Se encuentra en la matemática y en la teoría de la música de la ciencia pitagórica. Desde este ámbito se generaliza la palabra ‘lógos’ como concepto contrario a ‘mýthos’. En oposición a aquello que refiere una noticia de la que sólo sabemos gracias a una simple narración, «ciencia» es el saber que descansa en la fundamentación y en la prueba. Con la creciente conciencia lingüística que en el tardío siglo v acompaña al nuevo ideal educativo retórico-dialéctico, mýthos viene a ser casi
exclusivamente un concepto retórico para designar en general los modos de exposición narrativa. Naturalmente, narrar no es probar; la narración sólo se propone convencer y ser creíble. Los maestros de retórica se comprometían a exponer sus materias en la forma de un mito o en la forma del logos según los deseos de cada cual, tal como se nos refiere en el Protágoras de Platón. Tras esa arbitrariedad virtuosa se distingue la nueva oposición entre la historia bien hallada o inventada y la verdad enumerable, mostrable, demostrable. El mito se convierte en ‘fábula’ en tanto
que su verdad no sea alcanzada mediante un logos.

     En el pensamiento griego encontramos, pues, la relación entre mito y logos no sólo en los extremos de la oposición ilustrada, sino precisamente también en el reconocimiento de un emparejamiento y de una correspondencia, la que existe entre el pensamiento que tiene que rendir cuentas y la leyenda transmitida sin discusión. En
especial, esto se muestra en el giro peculiar con que Platón supo unir la herencia racional de su maestro Sócrates con la tradición mítica de la religión popular. Rechazando la pretensión de verdad de los poetas, admitió sin embargo simultáneamente, bajo el techo de su inteligencia racional y conceptual, la forma narrativa del acontecer que es propia del mito. La argumentación racional se extendió, por decirlo así, pasando por encima de los límites de sus propias posibilidades demostrativas hasta el ámbito en el que sólo son capaces de llegar las narraciones. Así, en los diálogos platónicos el mito se coloca junto al logos y muchas veces es su culminación. Los mitos de Platón son narraciones que, a pesar de no aspirar a la
verdad completa, representan una especie de regateo con la verdad y amplían los pensamientos que buscan la verdad… más allá.

     Puede ser sorprendente para el lector de hoy comprobar cómo se entremezcla aquí la tradición arcaica con la refinada agudeza de la reflexión conceptual y cómo se organiza ante nosotros una configuración hecha de humor y seriedad que se extiende, no sólo sin ruptura sino incluso con una especie de pretensión religiosa, sobre la totalidad del pensamiento que busca la verdad.



Vuelta

     Sin duda, Tales introduce una diferenciación, que tendrá progresivamente un perfil más acentuado, pero el punto crítico es reconocer que no se trata de un corte. La filosofía surge como una extensión del mito hasta alcanzar una plena identidad. Hasta el siglo V, en lo fundamental, no hay simplemente una zona de tránsito, sino una unidad de fecundas posibilidades para la expresión y desarrollo del pensamiento. Durante un tiempo privilegiado no hubo separación entre los dioses y los hombres; con sus gigantescas diferencias, todos ellos vivieron en el mismo territorio y compartieron la misma mesa. Sin embargo, en algún momento se levantaron poderosas fronteras, trazándose de manera definitiva dos espacios de vida particular, correspondientes a cada género. Los primeros son inmortales, se alimentan de ambrosía, néctar y humo (proveniente de los sacrificios), y por su sangre corre un líquido especial llamado ikor; los segundos están destinados a una vida efímera, al trabajo, al sufrimiento y a las enfermedades. Estas diferencias fueron selladas por una existencia separada. Durante un tiempo privilegiado el mito y el logos están entrelazados, estrechamente unidos; sólo después sobreviene la distancia, pero ésta no es necesariamente definitiva, como la separación de los dioses y los hombres.

     Tras las conquistas de Alejandro a fines del siglo IV, la ética individual atrae las atención de los filósofos. Y con la desaparición de las polis, los idiotas triunfan. Pero pronto se polariza la problemática en torno de una cuestión de ascendencia socrático iluminista: el ideal del sabio. El negativo ideal buscado reside en la
imperturbabilidad (ataraxia). Sólo de este modo puede superarse el turbulento mundo externo y se dan varias respuestas.

     La respuesta de Epicuro aparece como resultado natural del viejo hedonismo. En palabras de hoy, este es un valle de lágrimas donde hay que llorar lo menos posible y gozar lo más que se pueda.

     El escepticismo moral es el reverso de la medalla socrático platónica: puesto que no es posible conocer las cosas, el sabio debe abstenerse de juzgar y obrar. 

     La solución estoica es más honda. Partiendo de la idea de personalidad que saca de sus ideas psicológicas, ve en la ausencia de pasiones (apátheia) el ideal soñado.

     La paulatina transición de la filosofía helenísticorromana del punto de vista ético al religioso tuvo sus causas internas en esta propia filosofía, así como sus móviles en las imperiosas exigencias de la época. Cuanto más íntimamente tenían contacto los
sistemas entre sí, tanto más se puso de manifiesto cuán poco podía satisfacer la filosofía la tarea que ella misma se había propuesto conducir al hombre, mediante seguro conocimiento, al reino de la virtud y de la felicidad, a la interna independencia del mundo.

     Si la corriente escéptica de la época, cada vez más extendida, enseñaba ya que 
la virtud más bien reside en una permanente abstención de saber, entre los estoicos se abría paso, cada vez más, la opinión de que su ideal de sabio, diseñado de modo tan estricto y severo, no era susceptible de realizarse por entero en hombre alguno. De tal suerte se convierte en lugar común de las diferentes escuelas la idea de que el hombre, por propia energía, no podía llegar a ser sabio ni virtuoso ni feliz. Esto es, la vida buena siempre sería inalcanzable.

     Pero si ya en la filosofía misma se había despertado un estado de ánimo que buscaba una instancia superior para alcanzar los objetivos morales, las doctrinas teoréticas contenían un gran número de momentos religiosos.Claro que los epicúreos rechazaban deliberadamente tales “momentos”. Pero del envejecido mundo grecorromano surgió, por hastío y tedio, un nuevo afán hacia alegrías más puras y elevadas. Al advertirse las monstruosas diferencias que traía consigo el estado social del Imperio Romano, la mirada de millones de seres que se veían excluidos de bienes terrestres se volcó, plena de nostalgia, hacia un mundo mejor. Por doquier se fue despertando un apasionado y hondo afán de salvación (sotería), una apetencia hacia lo supraterreno, un impulso religioso sin igual, pues alcanza… hasta el siglo XXI. Esa vitalidad del movimiento religioso se manifiesta en la ansiosa acogida que encontraron en el mundo grecorromano los cultos exóticos, en la mezcla y fusión de religiones orientales y occidentales. Con ello, la preocupación del hombre se desplazó, por largos siglos, de la tierra al cielo. Comenzó, entonces, la búsqueda de la salvación más allá del mundo de los sentidos.

     Sólo las formas en las que se desarrollaba esta lucha de las religiones por su hegemonía exhibían la fuerza espiritual que había alcanzado la ciencia griega. Cuanto más palidecía el pensamiento del mundo antiguo, tanto más hondo se imponía la necesidad de averiguar si cada una de las religiones no sólo podía satisfacer al
sentimiento, sino también a la razón, esto es, en una doctrina.

     La verdadera fuerza avasalladora de la religión de Jesús de Nazaret residió en que apareció en un mundo indolente y moribundo, con el ímpetu juvenil de un sentimiento divino, puro y elevado, y con una convicción probada con la muerte. De este modo se encuentran en el mismo camino las exigencias de la ciencia y de la vida. Aquélla busca ahora la solución del problema que, sin éxito, había tratado de resolver la religión. La vida pide para su ansia religiosa fundamentación y formulación científica. De ahí que, desde entonces, se mezclen grandes procesos. Así como la secta de los esenios se origina probablemente del contacto del
neopitagorismo con la vida religiosa hebraica, del mismo modo han desembocado los incontables intentos de los sabios judíos, aproximando cada vez más el contenido de sus dogmas a la ciencia griega, en la doctrina de Filón de Alejandría.

     En mayores proporciones se desenvuelve de modo análogo la filosofía del cristianismo, que suele designarse habitualmente con el nombre de patrística, durante los primeros siglos. Semejante secularización filosófica del evangelio comienza con los apologistas, que, procurando defender al cristianismo del menosprecio y
persecución a los ojos del mundo ilustrado, presenta su convicción religiosa como la única verdadera filosofía y, por tanto, empiezan a adaptar el sentido de sus creencias a las formas conceptuales de la ciencia griega. Los más significados entre ellos son Justiniano y Minucio Félix.

    Sin esta tendencia polémica, se experimenta intensamente también en las comunidades cristianas la necesidad de transformar la fe (pistis) en saber (gnosis). Los primeros ensayos, empero, que presentan los gnósticos para forjar de la nueva religión una adecuada concepción del mundo, proceden del inquieto fantasear inserto en el sincretismo religioso de las creencias sirias y llevan, no obstante su aplicación a la filosofía helenística a tan grotescas imágenes que la Iglesia, ya en trance de plena organización y cada vez más poderosa, acabó por repudiarlos. Como los más importantes de estos pensadores cabe mencionar a Saturnino, Basílides y Valentino.

     El antagonismo hacia tales extravagancias de la fantasía religiosa se desata por entonces en el seno de la literatura cristiana en hombres como Taciano, Arnobio y Tertuliano una vigorosa oposición a todo intento conciliador de la fe cristiana. Ante la
imposibilidad de conciliar la filosofía pagana, racional, con la doctrina de Cristo se menosprecia aquella en beneficio de la revelación. Escribió Tertuliano en De Praescriptione, 7, 1:

Todas las herejías en último término tienen su origen en la filosofía. De ella
proceden los errores y no sé qué formas infinitas y la tríada humana
de Valentín es que había sido platónico. De ella viene el Dios de Marción, cuya
superioridad está en que está inactivo; es que procedía del estoicismo. Hay
quien dice que el alma es mortal y ésta es doctrina de Epicuro. [...] Es el
miserable Aristóteles el que les ha instruido en la dialéctica, que es el arte de
construir y destruir, de convicciones mudables, de conjeturas firmes, de
argumentos duros, artífice de disputas, enojosa hasta a sí misma, siempre
dispuesta a reexaminarlo todo, porque jamás admite que algo esté
suficientemente examinado. [...] Quédese para Atenas esta sabiduría humana
manipuladora y adulteradora de la verdad, por donde anda la múltiple
diversidad de sectas contradictorias entre sí con sus diversas herejías. Pero,
¿qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué relación hay entre la
Academia y la Iglesia? ¿Qué tienen que ver los herejes y los cristianos?
Nuestra escuela es la del pórtico de Salomón, que enseñó que había que
buscar al Señor con simplicidad de corazón. Allá ellos los que han salido con
un cristianismo estoico, platónico o dialéctico. No tenemos necesidad de
curiosear, una vez que vino Jesucristo, ni hemos de investigar después del
Evangelio. Creemos, y no deseamos nada más allá de la fe: porque lo primero
que creemos es que no hay nada que debamos creer más allá del objeto de la
fe.

     Pero defendiendo un abierto antilogismo, estos teólogos se ven obligados a echar mano de las doctrinas de filosofía griega que les eran afines. Sin esta parcialidad y buscando el apoyo en los más antiguos apologistas helenizantes, el gnosticismo es combatido por Ireneo e Hipólito, su discípulo.

     Hasta principios del siglo III se logra, partiendo de todos estos antecedentes, la fundamentación de una teología positiva cristiana, de un sistema de dogmática conceptualmente elaborado. Ocurre esto sobre todo en la Escuela de Alejandría de Catequistas con su jefe Clemente y Orígenes. De tal manera, que este último es el
más notorio representante del cristianismo filosóficamente hablando.

     De la escuela alejandrina de filósofos surge el hombre que ha de dar remate a esta tendencia religiosa de la filosofía de ideas exclusivamente helenísticas. Hablamos de Plotino (205-270), el más grande pensador de la época. Su ensayo de sistematizar todas las doctrinas importantes de la filosofía griega y del helenismo, sobre la base de un principio religioso, recibe el nombre de neoplatonismo. Esa doctrina constituye el sistema de la ciencia más elaborado y concluso que ha producido la Antigüedad. Su discípulo Porfirio (232-304) se inclina a convertir tal doctrina religiosa en una religión. Y Yámblico (245-325), el guía del neoplatonismo sirio, la lleva a un dogmático politeísmo, con lo cual los enemigos políticos y eruditos de la doctrina cristiana, como el emperador Juliano, esperan vivificar de nuevo los ritos de la religión pagana en trance de disolución. Fracasado este intento, la Escuela Ateniense del Neoplatonismo, con Plutarco de Atenas, Proclo y Damascio, tratará de darle una estructura metódica escolástica al sistema plotiniano.

     De esta suerte fracasaron los intentos helenísticos de arribar a una nueva religión partiendo de la ciencia. Es decir, los sabios no encuentran la comunidad de hombres que buscan. En cambio la exigencia de la religión positiva de justificarse y consolidarse en una doctrina científica logra su designio: la comunidad crea su
dogma. Y el desarrollo de la historia fue éste: el decadente helenismo produjo aún en su desesperada agonía los recursos conceptuales por obra de los cuales la nueva religión se convirtió en dogma.

     Antes de concluir, es obligado hacer una aclaración. El historiador de la filosofía Johannes Hirschberger comienza la II parte de su Historia de la filosofía, Filosofía de la Edad Media, con San Pablo y la patrística, y no señala que tales pertenecen a la
Antigüedad clásica. Hay más. Todas las grandes religiones presentes en la vida cotidiana del siglo XXI son de ese tiempo. Más de 1.000 millones de almas siguen el hinduismo; 14 millones, el judaísmo; un sinnúmero, el confucionismo y el culto de los
antepasados; más de 500 millones, el budismo; el cristianismo constituye el 31% de la población mundial, esto es, más 2.200 millones; y los musulmanes son más 1.600 millones.

     Y, para terminar, una pregunta que pretende explicar la apertura y el cierre del círculo descrito, objeto de esta charla: ¿existe Dios? ¡Esta persona eterna, que da sentido humano al universo, es algo sustancial fuera de nuestra conciencia, fuera de nuestro anhelo? He aquí algo insoluble. La razón no puede probar la imposibilidad de
su existencia. Pero eso no le importa al creyente. Quien cree en Dios anhela que exista y, además, se conduce como si existiera. Vive ese anhelo y hace de él su íntimo resorte de acción. Para el creyente, de ese anhelo o hambre de divinidad surge la esperanza; de ésta, la fe; de la fe y la esperanza, la caridad, dicen los maestros católicos. El hombre religioso no puede vivir sino en un mundo sagrado, porque sólo un mundo así participa del ser, existe realmente. Esta necesidad religiosa expresa una terrible sed ontológica. El hombre religioso está sediento de ser y de orden. El terror ante el caos que rodea su mundo habitado corresponde a su terror ante la nada. El espacio desconocido que se extiende más allá de su mundo, que no está consagrado, que es simple extensión amorfa donde todavía no se ha proyectado orientación alguna ni se ha deducido estructura alguna, este espacio profano representa para el hombre religioso el no-ser absoluto. Si, por desgracia, se pierde en él, se siente vaciado de su sustancia óntica, como si se disolviera en el caos.

     ¿Qué es la religión?, volvemos a preguntar. Cada cual define la religión según la siente en sí, más aún, según la observa en los demás. No cabe definirla sin sentirla de un modo o de otro. La religión, más que se define, se describe. Y, más que se describe, se siente. Puede decirse que la religión, desde la del salvaje que personaliza en el fetiche al universo todo, es la manera de dar finalidad humana al universo, a Dios, para lo cual hay que atribuirle conciencia de sí y de su fin. Y este religioso anhelo de unirnos con Dios no es ni por ciencia ni por arte. Es por la fuerza de la vida,
por voluntad de ser. La religión es una economía o hedonística trascendental como quiere Unamuno. Lo que el hombre busca en la religión, en la fe religiosa, es salvar su propio pellejo, eternizarlo, lo que no consigue ni con la ciencia ni con el arte ni con la moral, que no exigen a Dios. Sólo la religión nos exige a Dios. El mayor negocio al que podemos dedicarnos es el de nuestra salvación. A Dios no lo necesitamos ni para que nos enseñe la verdad de las cosas, ni su belleza, ni nos asegure la moralidad con penas y castigos, sino para que no nos deje morir del todo. El lector puede comprobar la justeza de nuestras afirmaciones viendo cómo los ancianos se aferran a las prácticas religiosas. Y es que este anhelo singular es, por ser de todos y de cada uno de los hombres, universal y normativo. La voluntad de creer –señaló W. James (1994)-  transfiere el valor de verdad a la funcionalidad, a la utilidad, al uso y a la acción en una pragmática conexión orgánica de pensamiento y conducta.

Muchas gracias por su atención.

San Bernardino, chavidad de 2016.

Bibliografía mínima
GADAMER, H. G. (1997). Mito y razón. Barcelona: Paidós.
GUTHRIE, W. K. C. (1970). Los Filósofos Griegos. México: FCE.
HEGEL, G. W. F. (1996). Lecciones sobre la Historia de la Filosofía. México: FCE
JAMES, W. (1994). Las variedades de la experiencia religiosa. Península.
JORGE, C.H. (2007). Siete Cristos. Caracas: El perro y la rana.
LEAL, Henry. (S/f). Lógica y discurso. Material impreso no publicado.
LÓPEZ, Ricardo (2005). El mito griego como antecedente de la racionalidad filosófica.
Universidad de Chile: versión on line (16/12/2016).
WINDELBAND, W.(1945). Historia de la filosofía. México: Antigua Librería Robredo.


Lector, para comunicarse con el autor de la entrada, escriba a carloshjorge@yahoo.es

lunes, 5 de febrero de 2018

LECTIO BREVIS






Muchas gracias, en primer lugar, a las autoridades de la Universidad Católica Santa Rosa –en especial a su rector, Padre Carlos Boully, y a la Vicerrectora Académica, Prof. Berla Andrade- por haberme concedido el honor de esta lectio brevis en la apertura del año académico de 2018. Gracias, también, a todos ustedes que se han quedado a oírme
Antes de empezar quisiera aclarar el título de mi lección: Elogio de la manía filosófica. En criollo debiera ser ‘Buen discurso sobre la locura de los amantes de la sabiduría’. 
No es esta, amigos, una charla con rigor académico. Por el contrario, se trata de algunas notas pergeñadas al desgaire sobre una actividad de la saco el sustento diario.
Me asombra la situación paradójica en la que me encuentro. Por un lado, si hurgamos en internet, encontraremos infinidad de definiciones de ‘filosofía’; por el otro, yo no tengo ninguna o, mejor dicho, tengo una tan general –más adelante la mostraré- que no define nada.
Pero quien sí la tiene es M. Heidegger. Escribió el filósofo de Messkirch: “Philosophia es el corresponder expresamente ejecutado, que habla en tanto atiende al llamamiento-asignación del ser del ente. El corresponder (contrahablar) escucha y obedece la voz del llamamiento-asignación. Lo que se nos asigna como voz del ser determina nuestro corresponder. ‘Corresponder’ quiere, entonces, decir: estar determinado, etre disposé, a saber, a partir del ente. Dis-posé (dis-puesto) significa aquí, literalmente: expuesto-aclarado y merced a ello puesto en relaciones con lo que es. (...) En tanto a-corde y de-terminado, el corresponder es esencialmente un temple de ánimo”. Clarísimo, ¿verdad? Un exquisito trozo de jitanjáfora, zabuqueado de cláusulas y cortado de paréntesis. Un metafísico de los más seguidos en América Latina, en general, y en Venezuela, en particular, nos dijo qué es Filosofía. ¡Y pensar que yo no tengo una definición ni de jerigonza! Me alivia el generoso comentario que nos dejó B. Russell sobre el profesor de Friburgo de Brisgovia: “Sumamente excéntrico en su terminología, la filosofía de Heidegger es extremadamente oscura. Uno no puede por menos que sospechar que el lenguaje se ha desbocado en este caso” (La sabiduría de Occidente, Aguilar, Madrid, 1962).
Abandonemos la tiniebla, lámpara de muchos filósofos, y lleguemos al Siglo de las luces. A él pertenece Simón Rodríguez, filósofo venezolano que vivió entre 1769 y 1854. Nos dejó no una sino cinco definiciones. Consideremos la que sintetiza las otras. Dice así: “Filosofía es conocer las cosas y conocernos para reglar nuestra conducta por las leyes de la naturaleza”.
Como se puede comprobar, la definición tiene dos partes. La primera quiere que por la Filosofía conozcamos las cosas. A pesar del afecto que le tengo al “Sócrates de Carcas”, como lo llamara Bolívar, en este caso debo manifestarle mi desacuerdo. Si deseáramos “conocer las cosas” por la Filosofía, de seguro estaríamos infinitamente más confundidos de lo que lo estamos. Los filósofos son especialistas en discursos contradictorios. La segunda parte es el imperativo de Delfos: “conócete a ti mismo”. Yo confieso que cada vez que lo he intentado -además de no saber por qué hacerlo- me he devuelto porque lo que iba encontrando no era muy de mi gusto.
Mas volvamos al “conocer las cosas”, esto es, la Filosofía entendida como ciencia. No importa cuál sea la definición que tengamos de ciencia, lo que constatamos siempre es que en el concepto de este término no entra la Filosofía o, si entra, es con un sentido tan lato que la ciencia queda bastante mal parada. Ya el viejo Platón había advertido que la Filosofía sólo podía llegar a ser “opinión verdadera”… cuando mucho.
La Historia reconoce como una primera clasificación de las ciencias la realizada por Aristóteles. El Estagirita consideraba que las ciencias se deben ordenar, en atención a los tres fines primordiales de la actividad humana: conocer, obrar y producir. Por consiguiente, habrá ciencias teóricas, ciencias prácticas y ciencias poéticas. El primer grupo comprende la Metafísica, la Matemática y la Física. En el segundo grupo se encuentran la Moral y la Política. Por último, la Poética, la Retórica y la Dialéctica, que se conocen como ciencias poéticas.
De acuerdo con el criterio del filósofo argentino Mario Bunge, se distinguen dos clases de ciencias: las formales y las fácticas. Las primeras manejan ideas –o más bien, formas de ideas– sin representación alguna en la realidad. Un ejemplo de estas formas son los esquemas válidos de razonamiento. Tales esquemas, construcciones ideales, no proporcionan información acerca de la realidad. Las ciencias fácticas sí ofrecen información acerca de la naturaleza, porque se ocupan de objetos o de hechos que existen fuera de la mente. Entre estos objetos o hechos, hay algunos que existen como productos de la naturaleza; pero hay otros cuya existencia se debe a la intervención del hombre. A los primeros objetos, se les llama naturales; a los segundos, culturales. Por esta razón, a las ciencias fácticas que estudian los objetos o fenómenos naturales, se les denomina ciencias factuales naturales y a las que estudian los fenómenos culturales se las nombra ciencias factuales culturales. El oxígeno y el átomo son ejemplos de objetos naturales. Las revoluciones y las actividades electorales son fenómenos culturales.
Yo, que no soy ningún experto en epistemología, suelo dividir para mí las ciencias en analíticas o demostrativas: Lógica, Matemáticas y Geometría; en falsables o verificables y grandemente formalizadas: Física, Química y Biología, y las demás disciplinas del conocimiento, entre las que incluyo la Filosofía, disciplina de análisis y síntesis, exposición y argumentación. ¿Por qué no incluyo esta disciplina entre las ciencias? Bueno, porque se puede hablar de buena o de mala Filosofía, pero no de buena o mala ciencia. Y esta distinción es definitiva. Ello no significa que la Filosofía no tenga dignidad. Simón Rodríguez la proponía como ideal para el hombre. Dejó escrito en la Defensa de Bolívar: “Si un filósofo se dedicara a cuidar puercos, el ejercicio de porquero sería honroso, y se diría Pocilga como se dice Academia, Ateneo, Pórtico, Liceo, por el lugar donde se enseña”.
Y aquí es oportuno hacer una pregunta siempre inoportuna pero siempre ineludible: ¿de qué vive un filósofo? Bueno, puede vivir en la indigencia como el cínico Diógenes, el napolitano Vico, el utópico Fourier o el científico del socialismo Karl Marx a quien se le murieron de hambre tres hijos.
En general, desde los sofistas para acá, los filósofos viven de la enseñanza, como Andrés Bello, en una universidad de la que fue rector durante más de dos décadas, o como Simón Rodríguez, maestro de escuela.
Otros, muy celosos de su independencia intelectual, hacen lo que sea para poder dedicarse a la Filosofía. Así Rousseau, entre otras cosas, fue preceptor de niños ricos, y Spinoza, pulidor de cristales.
Algunos tienen la suerte de haber nacido aristócratas y viven de su nobleza, como Platón y Montaigne, aunque lo más común es que sus talentos individuales les permitan agenciarse la protección de los poderosos. Tal sucedió con Aristóteles, Maquiavelo, Francis Bacon o René Descartes.
En general, la Filosofía no es profesión peligrosa, a menos que te llames Pitágoras, Sócrates, Hipatia de Alejandría o Giordano Bruno.
Al grano: la Filosofía –definió J. L. Borges- es un género literario. Hasta ahí. No se puede decir mucho más de ella. Los géneros literarios son los distintos grupos o categorías en que podemos clasificar las obras literarias atendiendo a su contenido. La Retórica clásica los ha clasificado en tres grupos importantes: épico, lírico y dramático, a los que se añade con frecuencia el género didáctico.
Basta con pensar en el conjunto de obras literarias de cualquier época para observar que todas ellas se pueden organizar en diferentes grupos  que comparten unas características más o menos comunes. Bien es cierto que la frontera entre estas agrupaciones no siempre está clara, y que muchas veces es difícil clasificar una obra porque en ella están presentes características de diversa naturaleza. Aun dejando de lado la preocupación teórica por la agrupación y clasificación de textos, la historia de la literatura demuestra que las obras nunca son entes autónomos ajenos a una tipología: siempre contienen una serie de rasgos que configuran el texto como un modelo, adscribiéndolo así a una clase que funciona como marco de todas las composiciones ajustadas a un patrón expresivo fijo.
El interés teórico por los géneros comienza con la obra de Platón, el verdadero creador de la prosa filosófica, pues antes de él la Filosofía se expresaba en verso. En efecto, en República hace referencia a distintas formas de expresión poética, según sea la relevancia en la obra de la voz del narrador, la de los personajes o la fusión de ambas. Ese interés continúa con Aristóteles, Cicerón, Horacio y Quintiliano y constituye la primera etapa.
La segunda etapa se caracteriza por la reacción anticlasicista. En efecto, contra los planteamientos tan estrictos de la antigüedad reaccionan los románticos, convencidos de que genio y precepto son conceptos incompatibles. Su principal teórico fue Hegel. Según su reconocida teoría, existen tres estadios, a saber: el objetivo, representado por la épica, modelo heroico de expresión; el subjetivo, correspondiente a la lírica, expresión de la intimidad, y, por último, el constituido por la dramática, que sabe mezclar lo subjetivo y lo objetivo.
El tercer momento de esta evolución se inicia a comienzos del siglo XX, a partir de los planteamientos del formalismo ruso, que postulan que un género es un conjunto de procedimientos constructivos que toda obra adscrita a él debe compartir.
Pero Benedetto Croce rechazó la validez de la división de los géneros literarios, pues, según él, tal división va en contra de la individualidad y originalidad de cualquier manifestación artística.
No sé por qué pero me apresuro a sospechar que Croce sufre del mayor pecado del que sufren los filósofos: la vanidad. Todos se consideran el último oasis en la travesía del desierto del conocimiento. Juan Nuño recordaba hace ya años el secreto deseo que guarda in pectore todo filósofo de cualquier época. Ese deseo no es otro que acabar con toda la Filosofía… que no sea la suya. Parménides contra Heráclito, Anaxágoras contra Demócrito, Sócrates contra los sofistas, Platón contra los materialistas, “hijos de la tierra”, Aristóteles contra los platónicos, Epicuro contra académicos,  aristotélicos y estoicos, Tertuliano contra la Filosofía… En fin, los liquidadores de la Filosofía siempre estarán entre aquellos  que tienen interés en persistir como filósofos. Ayer y hoy.
Pero no hay que preocuparse demasiado por ese asunto. De seguro el progreso del conocimiento –si se me permite el oxímoron- no viene de la Filosofía que sólo ha aportado revoluciones palaciegas. La mayor parte de los problemas que la Filosofía se planteaba en los siglos XVII y XVIII han sido resueltos, cuando no pulverizados, por la Física, el Psicoanálisis, la Economía política, la Historia, la Biología y… los acontecimientos. Y es que la Filosofía es el arte más arbitrario que hay… que se sirve de todos los demás. Sin lugar a dudas, El Quijote, de Cervantes, es menos arbitrario que la Ciencia de la Lógica, de Hegel, que no creo que haya aportado nada al desarrollo de esta ciencia, una de las de las de mayor andadura en estos tiempos, ciencia que terminó por dar grandes zancadas cuando dejó atrás todo intento de decirlo todo. Como Spinoza acerca del Mundo o Hegel acerca de la Historia. Tal pretensión a decirlo todo conlleva un estilo, impuesto, cuando menos, desde Descartes.
Decirlo todo, inmediatamente y de la única manera posible de decirlo: tal es la manía filosófica. Y es que no acostumbran los filósofos menospreciar su talento. De creerles, la humanidad sólo comienza a pensar verdaderamente con cada uno de ellos. Ahora bien, los filósofos juran que siempre tienen razón y, de seguro, es así, pero… como los locos. Y es que la locura es la fuente de la sabiduría.
Los orígenes de la Filosofía son misteriosos. Según la tradición erudita, la Filosofía nació con Tales y Anaximandro, en Jonia. En el siglo XIX se buscaron sus orígenes más remotos en fabulosos contactos con las culturas orientales, con el pensamiento egipcio y con el indio. Por ese camino no se ha podido comprobar nada. Sólo se han podido establecer analogías y paralelismos.
Platón llama ‘filosofía’ (‘amor a la sabiduría’) a su investigación, a su actividad educativa, que estaba muy ligada a una expresión escrita, a la forma literaria del diálogo. Y Platón contempla con veneración el pasado, un mundo en el que habían existido los “sabios”… de verdad. Por otra parte, la Filosofía posterior, nuestra Filosofía, no es otra cosa más que una continuación del desarrollo de la forma literaria introducida por Platón. A. Whitehead llegó a decir que la historia de la Filosofía se reduce a las obras de Platón con notas a pie de página. Pero el ‘amor a la sabiduría’ es inferior a la ‘sabiduría’. Efectivamente, amor a la sabiduría no significaba para Platón aspiración a algo nunca alcanzado, sino tendencia a recuperar lo que ya se había realizado y vivido. O lo que es lo mismo, no hubo un desarrollo continuo, homogéneo entre Sabiduría y Filosofía. Lo que hizo surgir a ésta última fue una reforma expresiva, la aparición de una nueva forma literaria que filtra el conocimiento de todo lo anterior.
Si desandamos lo andado por los senderos de la sabiduría griega, nos encontraremos con los dioses que Nietzsche puso en el nacimiento de la tragedia. Pero, contra el solitario de Sils María, Giorgio Colli destaca la preeminencia de Apolo, pues sólo a este dios hay que atribuir el dominio de la sabiduría de Delfos. En efecto, en Delfos se manifiesta la inclinación de los griegos al conocimiento. Para la civilización helénica  arcaica el conocimiento de lo futuro del hombre pertenece a la sabiduría. Apolo simboliza ese ojo penetrante, y su culto una celebración de la sabiduría. La adivinación, porque de eso se trata, entraña conocimiento de futuro y manifestación, que es comunicación de dicho conocimiento. Y ello se produce a través de la palabra del dios, a través del oráculo. En la palabra se manifiesta al hombre la sabiduría del dios, y la forma, el orden, la conexión en que aparecen las palabras revela que no se trata de palabras humanas, sino de verbo divino. En esto consiste lo exterior del oráculo: ambigüedad, oscuridad, alusiones difíciles de descifrar, incertidumbre. De ello se infiere que el dios conoce lo porvenir y se lo manifiesta al hombre, pero parece no querer que el hombre lo comprenda. Es este un ingrediente de perversa crueldad de Apolo que se refleja en la comunicación de la sabiduría. Lo dijo Heráclito el obscuro con toda claridad: “El señor a quien pertenece el oráculo que está en Delfos no afirma ni oculta, sino que indica”.
Ese es el fondo del culto délfico de Apolo. Un celeste y decisivo pasaje platónico nos lo aclara. Se trata del discurso sobre la ‘manía’, sobre la locura, que Sócrates desarrolla en el Fedro. Desde el comienzo contrapone locura a control de sí y exalta la primera como superior y divina. Dice el texto: “Los bienes más grandes llegan a nosotros a través de la locura, concedida por un don divino… En efecto, la profetisa de Delfos y las sacerdotisas de Dodona, en cuanto poseídas por la locura, han proporcionado a Grecia muchas y bellas cosas, tanto a los individuos como a la comunidad”. Así, pues, desde el principio  revela Sócrates con toda claridad la relación entre manía y Apolo. Distingue a continuación cuatro especies de locura: la profética, la mistérica, la poética y la erótica. La poética y la erótica son variantes de la profética y de la mistérica. Estas dos últimas están inspiradas por Apolo. En el Fedro manía profética figura en primer plano hasta el punto de que, para Platón, el testimonio de la naturaleza divina y decisiva de la manía es el hecho  de que constituye el fundamento del culto délfico. Apoya su juicio con una etimología, a saber: la ‘mántica’ –el arte de la adivinación- deriva de ‘manía’ y es su expresión más auténtica. De ello se deduce que Apolo no es sólo el dios de la mesura, de la armonía –como quería Nietzsche- sino, como Dionisos, de la exaltación y de la locura.
Parece que ha llegado el momento de proponer abandonar la Filosofía que no remite a ningún dominio determinado y apenas sirve de espantajo para impresionar incautos. La Filosofía no existe sino como género literario. Lo que tenemos son una serie de libros, escritos por gentes más o menos competentes, que versan sobre los más variados temas. Desde metafísica, ética y estética hasta nomadología. En principio, tales gentes tratan de sostener con argumentos lo que exponen y buscan conferir a sus obras el interés más general posible. Para lograrlo, les está permitido fabricarse un determinado vocabulario a condición de que sirva para ganar precisión y no perderla, como en el caso heideggeriano. Si llenan tales condiciones, quizás se podrá decir entonces –pero con mucha prudencia- que tal o cual obra posee un valor “filosófico”. Pero será así porque cumple con tales condiciones y no por participación mágica de un condicionado, de una hipóstasis que sería la Filosofía. Sucede, sin embargo, -recordaba J. F. Revel- que los filósofos de nuestro tiempo permanecen más o menos conscientemente fieles al ideal medieval, a aquella noción implícitamente religiosa de su papel y denominan Filosofía a tal sueño de una disciplina rectora que –como quería Simón Rodríguez- fuese al mismo tiempo ciencia y prudencia, conocimiento de lo absoluto y principio jerarquizador de los otros conocimientos, los cuales obtendrían de aquélla su significación última. Pero todo ese intento no es más que pura charlatanería, que, por otro lado, es su encanto… literario. Pues, en verdad, ¿qué es nuestra Filosofía sino una provincia de la literatura? De esa literatura que los filósofos fingen despreciar al mismo tiempo que buscan ávidamente un reflejo del género de gloria que aquélla procura. Porque, señores oyentes, seriamente hablando, ¿qué es, de punta a punta, Ser y tiempo sino un ejercicio de estilo en lo formal, además de una ontología nazi en su contenido?
¿Cómo alcanza la Filosofía sus propósitos?, nos preguntamos. En otros lugar he hablado de dos métodos: uno más general y otro más particular. El general no es otro que el analítico-sintético; el particular, el expositivo-argumentativo. Por el primero, el filósofo descompone un todo en sus partes constitutivas, las examina y las valora. La actividad opuesta y complementaria es la síntesis, que en lo esencial consiste en la exploración de relaciones entre las partes estudiadas y en la reconstrucción de la totalidad, antes desarticulada. A mi entender quien mejor aplicó este método fue Juan Escoto Erígena, filósofo del renacimiento carolingio del siglo IX, en su División de la naturaleza.
Pero la forma de expresión que se adopte debe ser expositiva-argumentativa. La exposición es considerada como la manifestación abstracta de la realidad representada a la manera de la descripción que se destina a la representación de la realidad concreta. Y ha de ser clara, aunque también la tiniebla, como dijimos antes, puede ayudar al filósofo en “profundidad”.
En Filosofía, además, la exposición viene siempre acompañada de la argumentación, su hermana gemela. Nunca se separan porque cada una se ve reflejada en el rostro de la otra. La exposición, en líneas generales, se nos aparece como un conjunto ordenado de ideas encadenadas de una manera sólida sin el propósito de querer defender la verdad ni de mostrar con razones el pensamiento expresado. Su hermana gemela se encargará de aportar hechos y razones que tratan de avalar y defender el planteamiento, la tesis, la idea o la simple opinión que su otra hermana ha expuesto. La exposición y la argumentación se relacionan entre sí de tal manera que, mientras una informa, la otra trata de persuadir o convencer a alguien de la propuesta establecida.
Muy de acuerdo con el método empleado se halla el modo de expresión. Y en esto Platón fue también un maestro. Aunque no compartan muchas de sus ideas, todos los lectores están de acuerdo con el profundo dramatismo de su expresión. Quiso ser autor dramático en su juventud. Ante los resultados adversos obtenidos, pensó cambiar de profesión. Pero encontró a Sócrates y... no la cambió. Sólo cambió el mythos por el logos como objeto de sus obras, e incluso no completamente. Todos saben del uso impenitente de mitos para ilustrar el logos.
Otros, como Cicerón, Berkeley o Hume, para no citar sino a grandes, siguieron al aristócrata ateniense. Algunos emplearon  la narración; los de más allá, la descripción. A Montesquieu le iba bien el estilo epistolar, y a Montaigne, el ensayo. Alguien puede reservarse la intimidad del diario, imitando a Kierkegaard. No faltará quien prefiera el estilo aforístico como Nietzsche o el confesional de San Agustín y Rousseau, y, por qué no, el modo geométrico spinoziano, con definiciones, axiomas y teoremas, lemas y postulados, apéndices y corolarios, o la manera escolástica con sus innumerables distingos. No son malos modelos para seguir. Si algo es característico de la Filosofía es la variedad inmensa de modos de expresión. En todo caso, no debe castrarse la forma creadora que más se ajuste al hacer Filosofía de cada quien. Lo que importa es que sea Filosofía. Buena Filosofía... si es posible.
Para ir terminando, digamos que la Filosofía surge de una disposición retórica acompañada de un adiestramiento dialéctico, de un estímulo agonístico incierto sobre la dirección que puede tomar. Es lo que deja ver la primera aparición de una fractura interior del hombre de pensamiento en la que se insinúa la ambición del poder mundano. Y por último, es síntoma morboso de un talento artístico de alto nivel que se descarga, desviándose, tumultuoso y arrogante, en la invención de un nuevo género literario. Y se mantiene en él.

Muchas gracias por su paciencia.



Bibliografía mínima

COLLI, G. (1977). El nacimiento de la filosofía. Barcelona:
         Tusquets
JORGE, C.H. (2000). Un nuevo poder. Estudio de las ideas   
          morales y políticas de Simón Rodríguez. Caracas:
          UNESR.
JORGE, C.H. (2011). Modos de presentar una tesis
          filosófica  en: carloshjorge.blogspot.com.
NUÑO, J. (1972). La superación de la filosofía. Caracas:
          UCV.
REVEL, J.F. (1962). ¿Para qué filósofos? Caracas: UCV
RODRÍGUEZ, S. (1975). Obras completas (dos tomos)
          Caracas: UNESR

Conferencia dictada en la Capilla Mayor de la Universidad Católica Santa Rosa, en Caracas, Los Mecedores, el 2 de febrero de 2018.


Lector, para comunicarse con el autor de la entrada, escriba a carloshjorge@yahoo.es