domingo, 19 de noviembre de 2017

Desde hoy Roma ya no tiene Rey




Desde hoy Roma ya no tiene Rey
 
por

Henry  Leal




Resumen

La democracia como isonomía y el origen histórico de la democracia en Occidente tanto en Grecia como en Roma.



Voy a hablar acerca de la libertad.
La palabra libertad, filosóficamente considerada, tiene varias acepciones distintas.  En esta ocasión la acepción que estudiaremos es principalmente la de la libertad desde el punto de vista político.  Desde este punto de vista libertad es la ausencia de dominación de un hombre sobre otro; es la isocracia, la igualdad en el poder;  es la igualdad en los términos de la relación de mando y obediencia entre los hombres.
La dominación es un desequilibrio en los términos de la relación de mando y obediencia entre los hombres.  Hay en la dominación una prerrogativa del mando en una de las partes,  que al ser constante, hace de la dominación la característica principal de la tiranía, que es lo otro de la democracia.
Libertad, entonces, es la ausencia de la voluntaria sumisión a la despótica voluntad del otro.
Es claro que en los procesos de cooperación entre los hombres para el logro de determinados fines se da una división social del trabajo. Fruto de la cooperación exitosa resulta un bien económico, un servicio o un objeto que es útil para el bienestar humano.  Tal bien económico tiene un valor que está dado por su escasez y por la necesidad que de él tengan las personas. Si una persona participa en una acción que le resulta inútil para satisfacer sus necesidades, entonces dicha acción deja de ser de interés para él, deja de tener valor para él.  Aunque, tal acción pueda ser muy interesante para otra persona participante en el acto cooperativo. Se presentaría entonces un conflicto de intereses.
La cooperación puede ser obligatoria o voluntaria. Si la cooperación es forzada, la resolución del conflicto puede ser violenta, por medio de la negación de la voluntad del otro.  En cambio, si la cooperación es voluntaria, la resolución pacífica del conflicto se puede lograr por medio de una negociación en la que las partes encuentre reconocimiento a la licitud de sus demandas.
El reconocimiento de la licitud de las demandas de uso, disfrute y disposición del bien, obtenido por la participación en el proceso productivo del bien, es la institución de la propiedad.  Este reconocimiento presupone la existencia de una norma según la cual se efectúa la distribución de la posesión de los bienes producidos. Dicho con otras palabras, el derecho y la economía son dos caras de un mismo evento social.
Un historiador francés  afirma que el término isonomía, entendido generalmente como  igualdad ante la norma y sinónimo de democracia, significa más propiamente igualdad en la repartición, igualdad  en la distribución, tomando nomos como una derivación del verbo  némein, que significa distribuir.
La propiedad es la razón de ser del Derecho y el Derecho es el presupuesto de la convivencia pacífica con otros.  Nadie es tan estúpido como para convivir voluntariamente con otros, sin garantía de conservar pacíficamente sus posesiones; pues sin la institución de la propiedad no puede haber convivencia pacífica en ningún grupo societal.
Los celtas, una sofisticada civilización seminómada de la Edad de Hierro, sostenían que todas las cosas pertenecen a los valientes.  Los celtas eran una sociedad apátrida, una sociedad sin Estado. Sin embargo, no vivían en democracia; pues aunque eran políticamente libres, desconocían el Derecho, eran un pueblo sin leyes, no estaban cohesionados por normas comúnmente aceptadas.
Llegamos así a una conclusión, democracia es una forma de Estado, una forma de civilización.    Los romanos llamaron civitas  lo  que los griegos llamaron politeia,  un término griego antiguo sin traducción clara en español, que algunos han traducido como Constitución o Estado, para referirse a lo que unía a los ciudadanos entre  ellos dentro de una sociedad, es decir, sus instituciones políticas. Un Estado es una sociedad que reconoce la vigencia de una legalidad común.
Hemos dicho antes que los celtas eran apátridas, no tenían Estado, no reconocían un Gobierno para todos. En cambio, los romanos, que fueron asentamientos de agricultores, construyeron la ciudadanía, la civitas, y desarrollaron el Derecho.  Los romanos construyeron la democracia más exitosa de la historia de la humanidad, en términos de duración (489 años), estabilidad y progreso.
El Estado en cuanto tal presenta un espectro amplio de grados de libertad política entre los ciudadanos.  Tal rango de dominación política se corresponde en paralelo con el grado de domesticación de una pulsión vital del hombre; a saber, la agresividad hacia sus congéneres, la pasión atávica del deseo de reinar, o sea, la ambición de mandar, la concreción de la profesión más antigua del mundo, la tiranía.  Homo homini lupus, el hombre como el depredador natural del hombre,  como Alejandro Magno, que donde veía hombres veía súbditos.  Es la historia de los amores entre el hombre de Cro Magnón y el hombre de Neandertal, que se extinguió en el estómago del Cro Magnón.
Es la historia del desarrollo del Derecho, es la historia de la evolución de las formas de la dominación de unos hombres sobre otros.
El Derecho establece el pacto que garantiza la paz entre los hombres. El Derecho se funda en el reconocimiento de la propiedad privada.
El derecho romano les garantizaba a sus ciudadanos la propiedad de sus posesiones y prescribía las acciones pacíficas para reivindicar la posesión de sus bienes en los casos en que sus propiedades fueran usurpadas.
El respeto al derecho es garantía de paz y seguridad para el progreso de la civilización y para la prosperidad de la vida en sociedad.
De paso que sociedad viene de socio.  Socios llamaban los romanos a sus aliados, a aquellos con los que podían vivir en paz respetando mutuamente la independencia política de cada nación.  Los socios comparten un pacto, que les garantiza la paz.
Esa igualdad de los socios frente al pacto es la expresión de la isonomía, palabra   que podemos traducir como la igualdad de todos ante una misma ley.  Los socios son distintos entre sí pero iguales ante la ley.
Esta cuestión de la igualdad de todos ante la ley, la isonomía, adquiere una gran importancia por ser la garantía de que el pacto no es un contrato de sumisión, que establezca privilegios para una de las partes.  Es el criterio libertario que define e identifica una democracia.  Primitivamente, cuando no existía la palabra democracia, se le decía isonomía  a lo contrario de la tiranía.
Los socios son diversos entre sí por naturaleza; pero a pesar de su diversidad son iguales ante la ley.  Es un sistema social que acoge respetuosamente en su seno a los distintos como gentes con iguales derechos. Es un sistema social que reconoce a todo ciudadano como titular de plenos derechos.  La isonomía o democracia es un sistema social individualista.  El individualismo político es la característica más resaltante de la democracia.
En contraste, en los sistemas colectivistas, la premisa principal es que los ciudadanos son iguales por naturaleza y distintos ante la ley.  Hay gobernantes y gobernados.  Los gobernantes están por encima de la ley; ellos son los que le dan la ley a los gobernados.  Los gobernantes gozan de un privilegio para ser siempre el que manda y nunca el que obedece en las relaciones de mando-obediencia.
Los sistemas colectivistas, por definición, constituyen  gobiernos autoritarios y totalitarios.
Ante la flagrante evidencia de que las personas somos distintas, el tirano particiona la sociedad en manadas, digo, en clases sociales, a fin de simplificar su labor de gobierno.
Huelga decir que la partición en clases de la sociedad es arbitraria y antojadiza, tomando regularmente como criterio diferenciador las semejanzas analógicas.
Así, la sociedad queda particionada en clases excluyentes tales como: ricos y pobres, machos y hembras,  adultos y menores de edad, negros y no negros, civiles y funcionarios empoderados, empleados y patronos, gobernantes y gobernados, etc.
Al establecer, por ejemplo, la clase de los ricos, no es necesario que todos los ricos sean iguales por naturaleza; sino que todos ellos sean semejantes entre sí por satisfacer un atributo común: ganar más de tanto, tener más de tanto.
Así, pues, en democracia se presupone que cada quien es distinto de todos los demás y sin embargo la conducta de todos los distintos está regulada por una misma norma.
En cambio, en el colectivismo, en la tiranía, se presupone que a pesar de ser todos iguales por naturaleza, unos están gobernados por unas leyes y otros por otras leyes.  De esta manera tenemos la ley de violencia contra la mujer, que no ampara a los niños ni a los hombres; impuestos con porcentajes progresivos según el monto de lo ganado en el año;  Misión Amor Mayor que es una dádiva sólo para algunos ancianos; ley de protección a las madres; ley de protección a las madres solteras; inamovilidad laboral para sindicalistas; ley de protección a los mochos; etc.
Hablan entonces de la protección a las clases más vulnerables, que dejan a las clases menos vulnerables desamparadas y castigadas muchas veces con la obligación de aceptar más confiscaciones a ser repartidas supuestamente entre las clases parasitarias.
En rigor, asumiendo como bonito el modelo colectivista, en buena lógica, los que pueden ser objeto de privilegios son las clases más favorecidas; pues son las capaces de aportar mayor cantidad de bienes para la población.
La verdadera verdad es que el cuentico redistributivo de la riqueza ajena es una excusa para el saqueo que hace el tirano de los bienes privados de los ciudadanos.
Pero regresando al tema, la diferencia más destacada entre una sociedad democrática y una sociedad gobernada es la igualdad o no de los ciudadanos ante la ley, la isonomía.  Los privilegios de clase son absolutamente antidemocráticos.
Es fascinante estudiar la evolución política de las gentes, investigando cómo los hombres, siendo unos animales tan feroces, pudieron inventar la democracia como modelo de Estado.  Asombra ver cómo estos animales pudieron encontrar la manera de reinventarse a sí mismos para superar la ferocidad de las bestias y alcanzar  las cimas del humanismo.

Fue el año 510 antes de Cristo una fecha crucial; porque ese es el año en que nace la democracia, simultáneamente en Grecia y en Roma.
 
Comencemos con los griegos

En ese año los griegos derrocaron a Hipias, el último de los tiranos de Atenas.  Pasó que un grupo de aristócratas griegos en el exilio, dirigidos por los miembros del clan de los Alcmeónidas y apoyados por espartanos, expulsaron al rey Hipias.  Al principio se intentó restaurar el gobierno de los aristócratas.  Pero no fue fácil.  Surgieron facciones rivales que luchaban por hacerse con el poder. Finalmente se decantaron dos facciones; una, liderada por Iságoras  y otra liderada por Clístenes, jefe de los Alcmeónidas.

Iságoras era conservador, pero Clístenes era un político innovador y progresista.  Inicialmente, Iságoras prevaleció por ser arconte de 508-507 a.C., pero no se pudo imponer.  No logró restaurar la oligocracia.

Clístenes (570 a.C.-507 a.C.), en griego: Κλεισθένης / Kleisthénês, hijo de Megacles II y Agarista, que era el jefe de la familia de los Alcmaeónidas, fue el político ateniense que introdujo el gobierno democrático en la antigua Atenas.

Clístenes había sido arconte durante la tiranía de Hipias, pero se negó a restablecer el antiguo orden, y desde su cargo de legislador, con la aprobación del pueblo ateniense, creó las bases de un nuevo Estado fundado en la isonomía o igualdad de los ciudadanos ante la ley, por ello la elección de los magistrados por sorteo, e inventó el ostracismo. Hizo también cambios en los circuitos electorales reorganizando la población en demos, que de cuatro pasaron a ser diez.  No nos detendremos en estos cambios administrativos.

La isonomía anulaba los privilegios hereditarios o por razón de la riqueza.

La elección por sorteo evitaba el populismo de los demagogos, además de garantizar el derecho a elegir o ser elegido, ya que así todos los ciudadanos tenían la misma probabilidad de ser electos

Asimismo creó la institución del ostracismo para evitar en lo posible todo intento de retorno de la tiranía.  Consiste esta institución en el derecho de la Asamblea a decidir si existía un riesgo de instauración de un poder personal; es decir, la Asamblea decidía si un magistrado se había deslegitimado en el ejercicio de sus funciones. Era un voto muy especial llamado ostracoforia.  Cada uno de los asamblearios presentes depositaba en una urna su ostraca con el nombre del personaje juzgado peligroso para la democracia, al que era necesario excluir de la actividad política. Era preciso un mínimo de votantes (quórum) de 6.000.  Se votaba por mayoría simple. Si la mayoría lo decidía, el individuo era excluido de la ciudad durante 10 años y suspendidos sus derechos civiles. No acarreaba juicio ni condena. Del ostracismo viene el derecho a revocar a los magistrados.

La democracia ateniense tuvo una vida de 186 años, pues puede hablarse de una era democrática en Atenas desde las reformas de Clístenes, alrededor del 508 a.C., hasta la supresión de las instituciones democráticas por la conquista de los griegos por Alejandro Magno en el año 322 a.C.

Pero el nacimiento de la democracia en Roma tiene un origen más personal, más dramático, más vivencial que el de la democracia en Grecia.  Cayo Julio César solía decir que en política, muchas veces eventos relativamente pequeños pueden tener enormes consecuencias.  Ese es el caso que les voy a narrar.  La historia de una mujer que cambió la historia del mundo.

El origen de la república romana

Tito Livio en su Historia de Roma, titulada en latín Ab urbe condita, nos cuenta en su primer libro la crónica de los reyes de Roma desde la legendaria llegada de Eneas a Italia, tras la destrucción de Troya.

Primero y para refrescar la memoria indicaremos que Roma fue fundada por Rómulo y Remo en el año 753 antes de Cristo y que se considera a Rómulo como el primer rey de Roma (753-715 aC). Se considera que hubo siete reyes en Roma antes de proclamarse la Republica y que ellos son después de Rómulo, Numa Pompilio (715-673 aC), Tulio Hostilio (672-641 aC), Anco Marcio (640-617 ac), Tarquinio Prisco (616-578 aC), Servio Tulio (577-535 aC) y Tarquinio el Soberbio (534-510 aC) y después de éste vino la República.

Son historias que muchas veces están cargadas de una espantosa violencia, en las que abundan asesinatos horrendos, acompañadas en ocasiones de gestos supremamente nobles por su mansedumbre.  Subyace en sus relatos la pugna perenne entre el mal atávico (la frase la acuñó él), la ambición de mando, cruel y despiadada, por una parte y la mansa voluntad negociadora y constructora de la convivencia pacífica de los hombres que apelan a la razón.

Pudiéramos decir que la obra de Tito Livio más que la Historia de Roma, nos narra la evolución política del hombre, desde la primitiva ferocidad hasta la cortesía en el trato urbano de los ciudadanos pacíficos. Es la historia de la evolución en la interacción social de los hombres desde la brutalidad de la fuerza despótica hasta la sublime fuerza de la palabra, hasta la sublime fuerza del lógos.

Haciendo corto el cuento, durante el reinado de Servio Tulio, éste casó a dos de sus hijas con dos hermanos, Lucio Tarquinio y Arruncio Tarquinio.  Ambos hermanos tenían caracteres opuestos, uno era muy amable y dulce, Arruncio, mientras que el otro era arrogante y ambicioso. Análogamente las hijas del rey también tenían caracteres opuestos.  Pasó que los dos hermanos se casaron con las hijas del rey; pero a cada uno le tocó la hija con el carácter contrario al suyo.  Tulia, la menor, era la más ambiciosa y decidida.  Nos cuenta Livio [1,46] que

(…)  El feroz espíritu de una de las dos Tulias estaba desazonado porque nada había en su marido que pudiera llenar su codicia o ambición. Todos sus afectos se cambiaron al otro Tarquinio; él era a quien admiraba; él, dijo, era un hombre, él era verdaderamente de sangre real. Despreciaba a su hermana, pues teniendo a un hombre por su marido, éste no estaba animado por el espíritu de una mujer. Tal semejanza de carácter pronto les unió, pues lo malo suele buscar lo malo. Pero fue la mujer la iniciadora de las maldades. Constantemente mantenía entrevistas secretas con el marido de su hermana, a la que incansablemente vilipendiaba tanto como a su propio marido (…) 
(…)  Lucio Tarquinio y Tulia, la joven, con un doble asesinato, limpiaron en sus casas los obstáculos a un nuevo matrimonio; su boda fue celebrada con la aquiescencia tácita si no con la aprobación de Servio (…). 
Poco después Servio Tulio murió asesinado por sicarios de Lucio Tarquino, su hija encontró el cadáver en el camino y le pasó el carruaje por encima adrede. Así de rudo era ese mundo.

Dice Livio en [1,49]

Lucio Tarquinio empezó ahora su reinado. Su conducta le procuró el apodo de "Soberbio", pues privó a su suegro de sepultura, con la excusa de que Rómulo no fue sepultado, y mató a los principales nobles de quienes sospechaba fuesen partidarios de Servio. Consciente de que el precedente que había establecido, al trono por la violencia, podría ser utilizado en su contra, se rodeó de una guardia armada. Pues él no tenía nada por lo que hacer valer sus derechos a la corona, excepto la violencia pura; estaba reinando sin haber sido elegido por el pueblo, o confirmado por el Senado. Como, por otra parte, no tenía ninguna esperanza de ganarse el afecto de los ciudadanos, tuvo que mantener su dominio mediante el miedo. Para hacerse más temido, llevó a cabo los juicios en casos de pena capital, sin asesores, y bajo su presidencia fue capaz de condenar a muerte, desterrar, o multar no sólo a aquellos de los que sospechaba o le resultaban antipáticos, sino también a aquellos de quienes sólo pretendía obtener su dinero. Su objetivo principal era reducir así el número de senadores, negándose a cubrir las vacantes, para que la dignidad del propio orden disminuyera junto con su número. Fue el primero de los reyes en romper la tradicional costumbre de consultar al Senado sobre todas las cuestiones, el primero en gobernar con el asesoramiento de sus favoritos de palacio.
La guerra, la paz, los tratados, las alianzas se hicieron o rompieron por su voluntad, tal como a él le pareciera bien, sin autorización alguna del pueblo o del Senado  (…)
Tarquinio tuvo un hijo llamado Sexto Tarquinio, el cual tenía dos primos, Lucio Tarquinio Colatino y Lucio Junio Bruto.
Lucio Junio Bruto era un joven de un carácter muy diferente del que fingía tener.  Cuando él se enteró de la  masacre de los principales ciudadanos romanos, entre ellos su propio hermano, por órdenes de su tío, determinó que su inteligencia no podía dar al rey motivo de alarma, ni su fortuna provocar su avaricia, y que, ya que las leyes no le ofrecían protección, decidió buscar la seguridad en la oscuridad y el abandono. En consecuencia, cuidó de tener el aspecto y el comportamiento de un idiota, dejando al rey hacer lo que quisiera con su persona y bienes.
Durante la guerra con los rútulos, Tarquinio II, llamado el Soberbio, tenía sitiada la ciudad de Ardea en Italia.  Estaban en el campamento romano Sexto Tarquinio (hijo del Rey) y Lucio Tarquinio Colatino (sobrino del rey).  Los príncipes reales a veces pasaban sus horas de ocio en fiestas y diversiones, y en una fiesta dada por Sexto Tarquinio Colatino en la que el hijo de Egerius, Lucio Tarquinio Colatino, estuvo presente, la conversación pasó a girar sobre sus esposas, y cada uno comenzó a hablar de la suya propia con extraordinarias palabras de alabanza.  Encendidos con la discusión, Colatino dijo que no había necesidad de palabras, ya que en pocas horas se podía comprobar hasta qué punto su Lucrecia era superior a las demás.

"¿Por qué no", exclamó, "si tenemos algún vigor juvenil, montamos a caballo y hacemos a nuestras esposas una visita y veremos su condición según lo que estén haciendo? Como sea su comportamiento ante la llegada inesperada de su marido, así será la prueba más segura".
Ellos se habían calentado con el vino, y todos gritaron: "¡Bien! ¡Vamos!"

Espoleando a los caballos galoparon a Roma, adonde llegaron cuando la oscuridad comenzaba a cerrar.  Encontraron a Lucrecia empleada de manera muy diferente a como estaban las nueras del rey, a quienes habían visto pasar el tiempo entre fiestas y lujo, con sus conocidos. En cambio, Lucrecia estaba sentada hilando la lana y rodeada de sus criadas. La palma en este concurso sobre la virtud de las esposas se le otorgó a Lucrecia, la cual acogió con satisfacción la llegada de su marido y los Tarquinios; mientras su esposo, victorioso,  cortésmente invitaba a los príncipes a permanecer en calidad de huéspedes. Sexto Tarquinio, inflamado por la belleza y la pureza ejemplar de Lucrecia, tuvo la vil intención de deshonrarla. Y con ese pensamiento  regresó al campamento.

Pocos días después Sexto Tarquinio fue, sin saberlo Colatino, con un compañero a la casa de Lucrecia.  Fue recibido amablemente en el hogar, sin ninguna sospecha, y después de la cena fue conducido a un dormitorio separado para huéspedes. Cuando todo le pareció seguro y todo el mundo dormía, fue con la agitación de su pasión, armado con una espada donde dormía Lucrecia, y poniendo la mano izquierda sobre su pecho, le dijo: "¡Silencio, Lucrecia! Soy Sexto Tarquinio y tengo una espada en mi mano, si dices una palabra, morirás".  La mujer, despertada con miedo, vio que no había ayuda cercana y que la muerte instantánea la amenazaba; Tarquinio comenzó a confesar su pasión, rogó, amenazó y empleó todos los argumentos que pueden influir en un corazón femenino. Cuando vio que ella era inflexible y no cedía ni siquiera por miedo a morir, la amenazó con su desgracia, declarando que pondría el cuerpo muerto de un esclavo junto a su cadáver y diría que la había hallado en sórdido adulterio. Con esta terrible amenaza, su lujuria triunfó sobre la castidad inflexible de Lucrecia y Tarquinio salió exultante tras haber atacado con éxito su honor. Lucrecia, abrumada por la pena y el espantoso ultraje, envió un mensajero a su padre en Roma y a su marido en Ardea, pidiéndoles que acudieran a ella, cada uno acompañado por un amigo fiel; era necesario actuar, y actuar con prontitud, pues algo horrible había sucedido.

Espurio Lucrecio, su padre, llegó con Publio Valerio, el hijo de Voleso; Colatino llegó con Lucio Junio Bruto.  Encontraron a Lucrecia sentada en su habitación y postrada por el dolor. Al entrar ellos, estalló en lágrimas, y al preguntarle su marido si todo estaba bien, respondió: "¡No! ¿Qué puede estar bien para una mujer cuando se ha perdido su honor? Las huellas de un extraño, Colatino, están en tu cama. Pero es sólo el cuerpo lo que ha sido violado, el alma es pura; la muerte será testigo de ello. Pero dame tu solemne palabra de que el adúltero no quedará impune. Fue Sexto Tarquinio quien, viniendo como enemigo en vez de como invitado, me violó la noche pasada con una violencia brutal y un placer fatal para mí y, si sois hombres, fatal para él". Todos ellos, sucesivamente, dieron su palabra y trataron de consolar el triste ánimo de la mujer, cambiando la culpa de la víctima al ultraje del autor e insistiéndole en que es la mente la que peca, no el cuerpo, y que donde no ha habido consentimiento no hay culpa. "Es por ti", dijo ella, "el ver que él consigue su deseo, aunque me absuelvo de culpa, no me eximo de castigo; en adelante ninguna mujer deshonrada tomará a Lucrecia como ejemplo para seguir con vida". Ella, que tenía un cuchillo escondido en su vestido, lo hundió en su corazón, y cayó muerta en el suelo[1,59]. Mientras estaban encogidos en el dolor, Bruto sacó el cuchillo de la herida de Lucrecia, y sujetándolo goteando sangre frente a él, dijo:

Por esta sangre (la más pura antes del indignante ultraje hecho por el hijo del rey) yo juro, y a vosotros, oh dioses, pongo por testigos de que expulsaré a Lucio Tarquinio el Soberbio, junto con su maldita esposa y toda su prole, con fuego y espada y por todos los medios a mi alcance, y no aceptaré que ellos o cualquier otro vuelvan a reinar en Roma.

Bruto prometió: "Juro por esta sangre castísima que la injuria hecha por el hijo del rey recibirá su merecido. Desde hoy Roma ya no tiene rey".

Y dicho y hecho, los conjurados mataron al hijo del rey y expulsaron a Tarquinio el Soberbio de Roma. Ya sin rey, proclamaron la República y eligieron un Senado, nombrando dos cónsules uno el propio Lucio Junio Bruto y otro Lucio Tarquinio Colatino (esposo de Lucrecia). Corría el año 510 antes de Cristo cuando a Lucio Junio Bruto le correspondió el honor de ser el fundador de la República en Roma.

La República Romana duro 489 años, desde el 510 hasta la batalla de Actium, en la que Octavianus dio inicio al Principado.

Con este relato quise hacerles comprender que la democracia, o la isonomía, la libertad civil y la dominación tienen todo que ver con la dignidad y la vergüenza.  Con la pasión de dominar y el respeto a la persona humana.  No es un problema metafísico.  No es un problema lógico.  Es un problema moral.  No puede ser libre quien le tiene miedo a la muerte.  Para un hombre libre la dominación es insufrible; porque sin libertad es imposible alcanzar la vida buena propiamente humana.  Desde hoy Roma ya no tiene rey.

Busto de Lucio Junio Bruto



Conferencia pronunciada por HENRY LEAL en el II Simposio de Filosofía,  UPEL, Caracas, 
el 17 de noviembre de 2017. La he puesto en mi blog, sin permiso del autor, porque...  
¡es muy buena! Si no creen, relean el imponente final. Por pura envidia de Carlos H. Jorge







viernes, 17 de noviembre de 2017

Reflexiones sobre dos atrevidas tesis de J. G. Roscio… y algo más

Reflexiones sobre dos atrevidas tesis de J. G. Roscio…
 y algo más





Hace 200 años fue publicada por primera vez en Filadelfia, EE.UU., El Triunfo de la libertad sobre el despotismo y hoy lo estamos celebrando. En primer lugar, porque es una obra de filosofía  política hecha en Venezuela por un venezolano, cosa que aún en el día no suele ser muy frecuente.
 En segundo lugar, porque es una celebración de la civilidad, una celebración de la República, de la república que un puñado de civiles ilustrados constituyó para los venezolanos para vivir en paz. Demasiadas celebraciones tenemos de guerras y enfrentamientos, de recuerdos destructivos y de dolor.
Venezuela tiene 23 estados, de ellos, sólo uno lleva el nombre de un ilustre civil: Vargas, pero nueve nos recuerdan la guerra, es decir, por orden alfabético, Anzoátegui, Bolívar, Carabobo, Falcón, Lara,  Miranda,  Monagas,  Nueva Esparta y Sucre. En otros términos, el 41.83% del territorio venezolano canta la guerra. Me temo que tales nombres no registran sino el ADN violento inconsciente de nuestra nacionalidad. Definitivamente, como quería Luis Castro Leiva, tenemos que recuperar la primera repúblicaty cambiarles muchos nombres a nuestras provincias.
Porque esa república, hay que repetirlo, fue una creación civil, y  civil el que redactó el Acta de Independencia, acto de fundación y establecimiento de la República. De los 41 firmantes, sólo uno era hombre de armas: Francisco de Miranda, diputado por la Provincia de Barcelona. Juan Germán Roscio  también firmó como diputado por la Provincia de Caracas. Había nacido  en San Francisco de Tiznados en 1763. Sus padres eran la mestiza Paula María y Nieves y su padre, el emigrante milanés Cristóbal Roscio. Murió en la Villa del Rosario de Cúcuta en 1721.
En el Acta redactada por  J. G.  Roscio y por Francisco Isnardi, se justifica la Independencia, fundamentalmente, por circunstancias históricas. El Triunfo… de Roscio solo buscará fundamentar ahora la elección del sistema republicano que se dio la “Confederación americana de Venezuela”, también llamada en el mismo documento “Provincias Unidas de Caracas, Cumaná, Barinas, Margarita, Barcelona, Mérida y Trujillo” y “Confederación venezolana”.
Pero si en el Acta Roscio justifica por las circunstancias históricas  la independencia de la República, en El Triunfo la fundamentará apelando a la máxima autoridad religiosa de judíos y cristianos: la Biblia. Ya el Acta había comenzado apelando a la divinidad: “En el nombre de Dios Todopoderoso”.  Ahora, extraerá del libro sagrado la forma de gobierno que la divinidad prefiere. En otros términos, en el Acta se justifica la Independencia, en El Triunfo,,, la libertad. Por esa razón creemos que la obra debió haberse titulado La soberanía popular fundada en la Biblia. Con el subtítulo que él le puso: “…confesión de un pecador arrepentido de sus pecados y dedicado a desagraviar en esta parte a la religión ofendida con el sistema de la tiranía”
Mas ‘soberanía popular’ – tesis que atraviesa la obra de principio a fin- es una tesis política problemática, por decir lo menos. Eso lo notará unos años después, en 1828, Simón Rodríguez, el compatriota y contemporáneo de Roscio que había nacido en Caracas en 1769, cuando escribió:

Pueblo soberano! ................................. está muy bien
¡Yo lo represento! ................................. cómo?
¡Yo lo defiendo! .................................... con qué?
¿Dónde está el soberano?
¿¡En las calles retozando miéntras niño?!
¿¡Disipando todo el tiempo de su juventud en placeres?!
¿¡ Calculando incertidumbres en su virilidad?!
¿¡Viviendo de una escasa renta, ó llorando su miseria cuando viejo?!
Este Soberano, ni aprendió á mandar, ni manda …… y el que manda á su nombre lo
gobierna …… lo domina …… lo esclaviza …… y lo inmola á sus caprichos cuando
es menester (SA,I,284).

En realidad, como lo expuso Hegel por esas mismas fechas con una claridad meridiana, “la soberanía popular es una ilusión imposible. De lo que se trata es de una confusión de conceptos, pues el pueblo, “tomado sin sus monarcas y sin la articulación del todo que se vincula necesaria e inmediatamente con ellos es una masa informe que no constituye ya un Estado” (Filosofía del Derecho, & 279. Observación).
Pero vayamos un poco más atrás: cuando hablamos de ‘soberanía’, ¿de qué estamos hablando? ¿Hablamos de lo mismo cuando nos referimos a la ‘soberanía absoluta’, a la ‘soberanía liberal’ o a la ‘soberanía popular’?
Para entender estos conceptos hay que partir de un hecho señalado por M. Foucault en Microfísica del poder: “el personaje central de todo el edificio jurídico occidental es el rey”. En otros términos, es esencialmente del monarca, de sus derechos, de su poder, de los posibles límites a ese poder, de quien se trata en la organización general del sistema juridicopolítico occidental. El monarca era el cuerpo viviente de la soberanía.
Foucault ha destacado cuatro papeles que ha jugado el concepto de soberanía en su desarrollo histórico global. En primer lugar, la soberanía estaba referida a un mecanismo de poder efectivo de la monarquía feudal. En un segundo momento, sirvió de instrumento y justificación en la construcción de las grandes monarquías administrativas. Pero, a partir del s. XVI y, sobre todo, en el XVII -en pleno auge de las guerras religiosas-, la soberanía ha sido un arma que ha pasado de un campo al otro, es decir, se presenta como el gran instrumento de la lucha política y teórica alrededor de los sistemas de poder. Por último, la misma teoría de la soberanía es la que encontramos en Rousseau y en sus contemporáneos jugando un cuarto papel. Aquí se trata de construir, en contra de las monarquías, autoritarias y absolutas, un modelo alternativo: las democracias parlamentarias.
Ahora bien, ¿en qué se diferencia el soberano absoluto del soberano liberal?
Desde el punto de vista jurídico, el soberano absolutista es fuente de todo derecho, mientras que el soberano liberal no lo es, pues también él está sometido. Vista desde la economía, la soberanía absoluta interviene obsesivamente en ella, cuando, por el contrario, el soberano liberal deja que la máquina económica marche sola. Desde el punto de vista político, el monarca absoluto gobierna incontestado, mientras que el liberal regne mais ne gouverne pas, pues el gobierno efectivo de la nación se supone fiscalizado por un parlamento electo. Desde el punto de vista sociológico, los súbditos del soberano absoluto le ceden su control político, a fin de “vivir cómodamente”, como quería Hobbes.
Tanto el poder absoluto del monarca como el del liberal tienen como punto de partida la incapacidad de los hombres para resolver sus problemas colectivos, esto es, hay una insuficiencia de las relaciones de los individuos para satisfacer los intereses comunes a todos. De este modo, la soberanía puede verse como una fuerza capaz de absorber la disteleologías de la vida social.
El soberano absoluto tiene dos intereses: el primero y principal es que sus súbditos obedezcan y acaten sus decretos. Y, en este sentido, el soberano absoluto suele ser muy eficaz. Pues, como señala Hobbes, mientras que en la aristocracia y en la democracia es necesario convenir en fechas y lugares determinados para que se pueda deliberar y tomar decisiones, es decir: ejercer efectivamente el poder, “la monarquía delibera y decide en cualquier momento y dondequiera…” Los súbditos,  por su parte, tienen su propio interés: “vivir cómodamente” y someterse al soberano “dignamente”, esto es, con posibilidades de predecir la conducta del soberano, lo cual es casi completamente imposible. Los decretos reales no tienen las características de las leyes universales: presunción de inocencia, la carga de la prueba que corre a cargo del poder, no retroactividad de la ley, la consistencia en mostrar que el crimen en cuestión cae bajo una ley existente en el momento de producirse y regulación procesal del juicio.
El soberano liberal tiene los mismos intereses que el monárquico, a saber: primero y principalmente, que le obedezcan, que los súbditos acaten sus disposiciones y paguen sus impuestos, que son la fuente de sustento de la soberanía; segundo, que él pueda promulgar y revocar esos decretos a su antojo, sin tener que ligarse a leyes generales. Los súbditos quieren, por encima de todo, que su sumisión al soberano sea digna, esto es, que el soberano se justo, que su conducta se previsible, que sus leyes sean universales, que el mismo soberano esté atado por ellas. Su interés secundario es ahora “vivir cómodamente”, que el soberano los defienda de las amenazas que se ciernen sobre sus vidas y sobre sus haciendas.
Ahora bien, la doctrina liberal de la universalidad de la ley cumple tres funciones. La primera de ellas es eticoideológica: la ley instaura un mínimo de igualdad y seguridad en la resolución de los conflictos de intereses al convertir a todos los ciudadanos en iguales ante ella. La segunda función es económica, pues el mercado necesita leyes universales: no le va bien con la discreción absolutista. Una autoridad política que intervenga discrecionalmente en el mercado fácilmente provocará efectos perversos que, más temprano que tarde, acarrearán malas consecuencias, no sólo para la “sociedad civil”, sino también para la autoridad política, que depende de esa sociedad para mantenerse La tercera función de la universalidad de la ley, que ha sido muchas veces destacada, es politicoidelógica. Si por un lado los pueblos merecen un trato considerado como soberanos, por el otro se exalta en ellos esa idea de soberanía para servirse de ellos con fines particulares. Y en este punto, entonces, se da identidad de conceptos en términos tan dispares como  recordaba Simón Rodríguez en un artículo publicado en Lima en 1843:
“SIERVO, vide súbdito, i SUBDITO vide siervo. VASALLO, vide súbdito o siervo. CIUDADANO! vide vasallo, súbdito o siervo i, metafóricamente, lo mismo que ESCLAVO!” Y comenta a continuación sobre  el hallazgo del hecho:¿Quien creería que un Librero, por ganar su vida, había de dar una lección de lo que valen las Sinonimias? (CPG,II,419).
La función ideológica que cumple la ley es ocultar el poder político, disolver las relaciones políticas y sociales de fuerza en relaciones jurídicas; en términos más duros: enmascarar la soberanía con el pretexto de encauzarla. Que el soberano se someta a la universalidad de la ley no quiere decir que deja de ser soberano, pues soberano es quien decide, no sobre el funcionamiento normal de un orden jurídico, sino quien decide sobre los estados de excepción. Por ejemplo, en la división de poderes de Locke la autoridad política retiene, con el “poder federativo”, la capacidad para decidir sobre las situaciones excepcionales la soberanía. Aunque ese poder de Locke sólo se ocupa de conflictos con potencias extranjeras, perfectamente hubiera podido ocuparse del enemigo interno, esto es, de la necesidad de un poder que tenga capacidad de hacer frente, mediante el estado de excepción, a la secessio plebis, el enemigo orgánico humoral del cuerpo social. “Se rebelan los Pueblos contra el Soberano como se rebelan los humores contra el individuo”, decía el maestro de Bolívar allá por 1834 en Chile (LV,II,126).
En el conflicto que enfrenta a súbditos y soberano, el soberano se ve favorecido, pues en esta nueva relación no es posible evitar las amenazas autoritarias del Estado moderno. En nombre del “orden” y de la “conveniencia”, se conculca la tan cacareada “soberanía popular”.  Y es que la soberanía política, en última instancia,  se define por la capacidad (potencial) para establecer estados de excepción, para “hacer callar al Derecho cuando la necesidad es urgente” -según feliz expresión de Bodino-; no por la fuerza (actual) que permite prescindir permanentemente del Derecho, de las leyes universales. Esta “facultad ordinaria” que denuncia Rodríguez es lo que convierte -ahora sin máscara- al Estado liberal en una “Parodia de la Monarquía” (ER,I,231).
La soberanía propiamente dicha, es decir: el poder político, es poder potencial para decidir si la normalidad politicojurídica ha sido interrumpida, si el caso es de necesidad urgente, si el estado de excepción ha de entrar en vigor, si el Derecho ha de callar para que puedan hablar los cañones, para “castigar” al enemigo interno, “al instante, so pena de encargar su conciencia” (LV,II,123), o “para celebrar TRATADOS de Paz y Alianza, intervenciones armadas, Invasiones y otras finuras de la CIVILIZACION,”. Lo dice claramente el Acta redactada por Roscio:
Por tanto, creyendo con todas estas razones satisfecho el respeto que debemos a las opiniones del género humano y a la dignidad de las demás naciones, en cuyo número vamos a entrar, y con cuya comunicación y amistad contamos, nosotros, los representantes de las Provincias Unidas de Venezuela, poniendo por testigo al Ser Supremo de la justicia de nuestro proceder y de la rectitud de nuestras intenciones, implorando sus divinos y celestiales auxilios, y ratificándole, en el momento en que nacemos a la dignidad, que su providencia nos restituye el deseo de vivir y morir libres, creyendo y defendiendo la santa, católica y apostólica religión de Jesucristo. Nosotros, pues, a nombre y con la voluntad y autoridad que tenemos del virtuoso pueblo de Venezuela, declaramos solemnemente al mundo que sus Provincias Unidas son, y deben ser desde hoy, de hecho y de derecho, Estados libres, soberanos e independientes y que están absueltos de toda sumisión y dependencia de la Corona de España o de los que se dicen o dijeren sus apoderados o representantes, y que como tal Estado libre e independiente tiene un pleno poder para darse la forma de gobierno que sea conforme a la voluntad general de sus pueblos, declarar la guerra, hacer la paz, formar alianzas, arreglar tratados de comercio, límite y navegación, hacer y ejecutar todos los demás actos que hacen y ejecutan las naciones libres e independientes”.
Pero, como han escuchado muy bien los oyentes, Roscio no sólo desea el auxilio de Dios Todopoderoso sino que cuenta con la ‘voluntad general’ del pueblo venezolano. (Y, en este sentido, también El triunfo… es una lectura de la Biblia con ojos de Rousseau, si no véase el cap. XIX).
Pero ¿qué tanto puede querer ese pueblo un bien que desconoce? Algunos autores han sostenido seriamente que la ética antigua resuelve mejor que la moderna el problema de la contribución de los individuos a la acción colectiva o pública, precisamente porque da una respuesta al problema que la filosofía moral moderna ni siquiera llega a plantearse: el problema del bien privado. Al apartarse de la noción clásica de “bien”, el pensamiento moderno se ha quedado sin los conceptos de “bien privado” y de “bien público”. Ambos eran indivisibles en el éthos clásico; al contraponerlos, la modernidad ha destruido a los dos. Podría esperarse, tal vez, que la filosofía política redefiniera el concepto de “bien” del individuo en su sentido postclásico, pero no lo hace: las teorías políticas absolutistas, y más tarde las liberales, no se articulan en torno de una determinada “idea de bien”, no parten de ella, sino de “derechos”. De derechos “artificiales” otorgados por el soberano a sus súbditos -como el absolutismo- o de derechos “naturales” cedidos por el individuo al poder político para que éste procure por los intereses colectivos -como el liberalismo.
Ahora bien, ¿cómo conseguir que la prosecución individual del interés egoísta o que las consecuencias del amour de soi se traduzcan en defensa o preservación del interés de todos, del interés público?
Algunos autores han destacado varias soluciones a este problema que se dan entre los siglos XVII y XVIII. La fusión republicana moderna de intereses privados y públicos -única solución al problema que aquí nos interesa- resulta paradigmática en Rousseau, con el concepto de volonté générale. Pero, ¿qué es la volonté générale, cuando el propio Rousseau señala que no coincide siempre con la voluntad de todos? Ezra Heymann ha visto, creo que con mucho acierto, que la volonté générale es “la voluntad que tiene por objeto el asunto común y que define al ciudadano”. Para Diderot, por el contrario, sí parece que tiene que ver con la voluntad de todos, pues, para el coeditor de la Enciclopedia, no se trata más que de “un acto de entendimiento que razona en el silencio de las pasiones sobre lo que el hombre puede exigir de su semejante y sobre lo que su semejante tiene derecho a exigir de él”. Y, de este modo, se va definiendo el objeto de una voluntad común. Aunque estas consideraciones sobre Diderot valen también para Rousseau, -me dijo el profesor Heymann-, en la medida en que el objeto común va a ser la voluntad común. En Rousseau la ‘voluntad general’ es virtualmente de todos, esto es, algo que se puede reclamar razonablemente a todos. Virtualmente, pero no realmente, digo yo.
Nunca hubo, entonces, una ‘soberanía popular’, porque nunca hubo una voluntad en la que todos pudieran fundir sus deseos individuales. Lo que se da es una atomización de intereses. No es de creer que para que una nación quiera la libertad, basta con que la conozca, y para que sea libre, basta que lo desee. O como decía M. de la Fayette: “Es libre el pueblo que quiere serlo”. Le contestó Simón Rodríguez allá por 1828: “El caso es, que no siempre lo quiere, y nó siempre que lo quiere, lo puede” (SA,I,278). Esta atomización de intereses, superficialmente unidos, suele degenerar de tal manera que Venezuela puede dar clases al mundo.
Rodríguez quiere educar al pueblo para que éste pueda ejercer su poder (la fuerza de la masa), pero no cuenta con el pueblo sin educación. Aunque pretende una transformación radical de la sociedad, prefiere, sin embargo, la tiranía de uno al empuje de la masa revolucionaria. Asienta: “Los medios violentos de conseguir la Libertad, poniendo el ejercicio de la autoridad, en manos de la multitud, es reemplazar un despotismo llevadero con otro insoportable” (SA,I,321).
En fin, Rodríguez desea la constitución de un nuevo poder, que es poder
popular, pero no cuenta con el pueblo para constituirlo, pues primero debe ser educado.  De eso  no habló Roscio. De pronto pensaba que era suficiente con eliminar al soberano absoluto, al tirano.
       Y  la tesis de la tiranía de la monarquía –en la línea de Vindiciae contra tyrannos (Ginebra, 1581)-  es una segunda tesis atrevida de nuestro autor que defiende basándose en la Biblia y en Santo Tomás de Aquino. Él la expuso así en el capítulo XXX apelando a la intimidad de la familia y la amistad y al San Pablo de 1 Timoteo, 5:

¿Será más criminal el extraño que me hurta clandestinamente un tesoro, que el amigo y pariente, que, abusando de la confianza de un depósito, lo disipa o lo convierte en su propia sustancia con gravísimo  detrimento mío? Sustrayendo furtivamente un extranjero parte de los fondos y ganancias de la compañía de otro, ¿será más delincuente que el mismo compañero que estando encargado de la administración de ella, se alza con los capitales y lucros, o se empeña en distribuir leoninamente sus ganancias? Mentiría al Apóstol cuando dijo que quien no cuidaba de los suyos había renunciado a la fe, y era peor que el infiel?  Si pues peor que el gentil un magistrado católico que no cuida de los suyos, ¿por qué mejorarle con la impunidad de sus descuidos y rapacidades? ¿Por qué no arrancaremos de sus manos las víctimas de su despotismo? ¿Por qué tolerarle por más tiempo el sacrificio de una gran familia, que no es propiedad suya, ni puede serlo? Librar de su angustia y peligro a los que son llevados a morir; salvar a los que indignamente padecen: es la ley que debe prevalecer contra las invenciones  y abusos de la tiranía. Y si por una consecuencia de esta ley somos obligados a sacar de su angustia y peligro al jumento ajeno, aunque sea sábado, por amor de nuestros prójimos, con razón más poderosa debemos hacerlo con éstos cuando se hallen en igual conflicto, abandonando para ello toda obediencia ciega, toda doctrina oscura que impida el cumplimiento de este deber natural y divino?

   El problema con esa “ley” es que la divinidad no ha dejado un manual por el que todos puedan juzgar de igual manera de la tiranía y del tirano. Esa es la explicación que les da Simón Rodríguez en la Defensa a quienes acusaban  a Simón Bolívar de tirano en el Perú:

Un Alcalde de Barrio es tan Dictador como lo fué Larcio Flavio, y cada Rey es un Syla ó un César — Dictan, mandan, despotizan, en buen sentido, para quien juzga de sus providencias con conocimiento de causa, ó, tiranizan, sacrifican y hasta ¡martirizan! en el concepto de aquellos sobre quienes recae un procedimiento desagradable ó penoso. . . No hay buen juez á gusto de ambas partes.

Pero no sólo en Perú el Libertador fue acusado de tirano, también lo fue… ¡en su propia tierra! Esa gente que un día lo aclamó, tras saber de su muerte muestra gran alegría. Como le informaba del suceso al Ministro del Interior el 3 de febrero de 1831 el gobernador de Maracaibo, el comandante neogranadino Juan Antonio Gómez,  con una carta que se hizo tristemente célebre por su acrimonia y pasión política: “Bolívar - diría el apasionado gobernador - el genio del mal, la tea de la discordia, o mejor diré, el opresor de su patria, ya dejó de existir... Su muerte, que en otras circunstancias y en tiempos de engaño, pudo causar el luto y pesadumbre de los colombianos, será hoy, sin duda, el más poderoso motivo de su regocijo, porque de ella dimana la paz y el avenimiento de todos”.
 En Caracas, Tomás Lander escribió lo mismo pero con distinciones: “Bolívar ha muerto y sus obras no pertenecen ya sino al juicio de la historia. No era la persona de aquel Jeneral a quien han odiado los hombres libres de Colombia: son sí á sus actos como gefe de la nación. Cuando él ha desaparecido de la escena política, no seremos innobles persiguiendo su sombra más allá de la huesa” (El Fanal, 3 de febrero de 1831).
En fin, como una ironía del destino, todos los venezolanos celebraron la muerte de su Padre y Libertador: sus adversarios políticos, porque veían en la desaparición física del hombre fuerte el cese de un liderazgo, único capaz de sostener el gobierno central contra las justas aspiraciones separatistas; y sus amigos y familiares, porque se negaban a aceptar la noticia, y manifestaban su indecisión con fiestas y alegrías, tratando de contrariar el sentimiento colectivo. Esto último hizo que Tomás Lander, en un Editorial de El Fanal del 12 de febrero del mismo año, señalara: “sólo una terca imprudencia, o una necia extravagancia, pudieran hoy hacer que sus más íntimos amigos, y aún sus propios parientes, se propusieran celebrar con música y con chistosos cuentos, lo que debiera arrancarles arroyos de lágrimas”. 
Para terminar, digamos algo más sobre el autor y sobre la obra que comentamos. Al producirse los acontecimientos del 19 de abril de 1810, Roscio fue uno de los primeros en incorporarse al Cabildo de Caracas como “representante del pueblo”. Y fue el redactor de la minuta de aquella tormentosa sesión. Formó parte de la Junta Suprema de los derechos de Fernando VII.
 El 2 de marzo de 1811 se incorpora como diputado de ese Congreso que debe sesionar para defender los derechos del futuro monarca. (Y aquí constatamos el acta de bautismo de nuestra inestabilidad y confusión). Constituida la República en el mes de julio y tras la capitulación de Miranda, cae preso en 1812. Enviado a La Guaira, Cádiz y Ceuta, en 1814 logra evadirse del penal africano y llegar a Gibraltar. Aquí es recapturado nuevamente, pero es liberado en 1815. Por eso creemos que el título de la obra: El triunfo de la libertad sobre el despotismo, hay que entenderlo como la alegría por su salida de la prisión y no retrata muy bien el asunto central del libro. El libro es un arma ideológica en una batalla por el favor popular cuando la República, que el autor había ayudado a fundar, se había venido abajo. Y dará una segunda batalla, la de la Reforma de Benito Juárez, en México, desde 1857 a 1862, cuando el Presidente aplicó medidas contra los fueros corporativos de la Iglesia Católica y sometió a sus miembros a la justicia civil.
Muchas gracias por haberme escuchado.

II Simposio de Filosofía, UPEL, Caracas, 17 de noviembre de 2017.