miércoles, 27 de mayo de 2015

Fenomenología y naturaleza del mal




Dice Aristóteles que la filosofía comienza con el asombrarse. Si la premisa es válida, yo estoy empezando a ser filósofo –hasta ahora sólo había sido profesor de filosofía- porque me asombra cómo muchos filósofos han tratado el asunto del mal. Creo que se ha tratado de mala fe, en sentido sartreano. La mala fe es, según el existencialista francés, un modo de negarse a sí mismo en lo que se es, esto es, como un ser para sí mismo. La mala fe se distingue por ello de la pura y simple mentira, la cual  no se refiere al ser propio, sino al ajeno, a algo trascendente, que se niega al mentir. En la mala fe lo que se niega es uno mismo por medio del autoenmascaramiento. Y digo esto porque en la relación objeto-sujeto, el mal está de este lado, no en los objetos. Estamos en general de acuerdo con los estoicos que  señalaban que el mal forma parte de la realidad, porque sin él la realidad sería incompleta. Es decir, puede concebirse como un elemento necesario para la armonía universal.
 
 
La Balsa de la Medusa de Jean Louis Théodore Géricault
 
Las doctrinas más “exitosas” sobre la naturaleza del mal son las que lo definen como privación. En este sentido, el bien es ser; el mal, no ser, la nada. Pero si, según el Aquinate, el mal no tiene una causa eficiente, sino deficiente, se pudiera afirmar que él es causa, muchas veces, de lo excelente. Al menos en música, de la buena música. Veamos. Uno de los grandes músicos del siglo XVI fue Antonio de Cabezón, nacido ciego. Y Joaquín Rodrigo, el genial autor del Concierto de Aranjuez, lo fue desde la infancia. El caso más dramático, como todos saben, es el de Ludwig van Beethoven, que escribió la Novena Sinfonía completamente sordo. No debe deducirse de esto, sin embargo, que si eres ciego o sordo serás un genio de la música.
 Pero la privación no sólo es causa eficiente en música,de  la buena música, sino también en otros territorios. Maikel Melamed es conocido en el mundo entero por su fuerza de voluntad. Al nacer le fue diagnosticado  “retraso motor”, que consiste en un estado de hipotonía general del cuerpo, es decir,  que era una masa inerte sin posibilidad de movimiento. Pero además de practicar deportes extremos como parapente, paracaidismo, buceo y montañismo, ahora es reconocido en todo el mundo por participar en los maratones de Nueva York, Berlín y Boston. Con toda seguridad, su privación es causa eficiente de lo que podemos ser capaces. Por último, señalo un caso extremo: Stephen Hawking. A pesar de estar reducido prácticamente a ser un cerebro sentado, su condición no le ha impedido el llegar a ser uno de los más importantes cosmólogos y físicos teóricos de la segunda mitad del siglo XX y de lo que va del XXI. Dicho lo  que antecede, a partir de una cierta fenomenología –que es lo que ha faltado, en general, en las explicaciones tradicionales-  pasaré en las próximas líneas a establecer la  naturaleza del mal.
Quisiera empezar recordando que filósofos y psicólogos utilizan con frecuencia el término fenomenología como genérico que engloba todos aquellos elementos que habitan el mundo de nuestra experiencia consciente: pensamientos, olores, picores, dolores, gatos voladores de color violeta, intuiciones y todo lo demás de esta índole. Este uso del término tiene orígenes ligeramente distintos que merece la pena recordar.
Como todos los estudiantes filosofía saben, en el siglo XVIII Kant distinguía entre «fenómenos», las cosas tal como nos aparecen, y «noúmenos», las cosas como son en sí mismas. Con el desarrollo de las ciencias naturales o físicas en el siglo XIX, el término fenomenología pasó a designar simplemente todo estudio descriptivo de cualquier materia, de forma neutral o preteórica. La fenomenología del magnetismo, por ejemplo, ya había sido iniciada por William Gilbert en el siglo XVI, pero su explicación tuvo que esperar a los descubrimientos sobre la relación entre el magnetismo y la electricidad llevados a cabo en el siglo XIX, y al trabajo teórico de Faraday, Maxwell y otros.
En alusión a esta dicotomía entre observación precisa y explicación teórica, la escuela o movimiento filosófico conocido como Fenomenología (con efe mayúscula) nació a principios del siglo XX alrededor de la figura de Edmund Husserl. Su objetivo era establecer unas nuevas bases para la filosofía (y, de hecho, para todo el conocimiento) a partir de una técnica especial de introspección. De acuerdo con esta técnica, el mundo exterior y todas sus implicaciones y presuposiciones deben ser puestas «entre paréntesis» en un acto particular de nuestra mente al que se denominó epojé. El resultado de este proceso era un estado investigativo de la mente gracias al cual se suponía que el fenomenólogo podía acceder a los objetos puros de la experiencia consciente, denominados noemas. De este modo la investigación no se vería influida por las distorsiones y prejuicios, frutos de teorías y prácticas. Pero la Fenomenología ha sido incapaz de hallar un único método con el que todo el mundo estuviera de acuerdo. Yo voy a  seguir la práctica habitual reciente de adoptar el término (con f minúscula) como genérico para designar todos aquellos elementos de la experiencia consciente que deben ser explicados.
Hagamos, pues, una breve visita al jardín fenomenológico, sólo para estar seguros de que sabemos de qué estamos hablando, aunque no sepamos aún cuál es la naturaleza última de lo que investigamos.  Por fuerza, no podrá ser más que una visita superficial y apresurada.  Pero será suficiente para hacer un desafío radical en contra del pensamiento tradicional.
Nuestra fenomenología se divide en tres partes: (1) experiencias del mundo «exterior», tales como imágenes, sonidos, olores, sensaciones resbaladizas y rasposas, sensaciones de frío y calor, y sensaciones sobre la posición de los miembros de nuestro cuerpo; (2) experiencias del mundo puramente «interno», tales como imágenes fantasiosas, las visiones y sonidos interiores fruto de nuestros sueños y nuestras conversaciones con nosotros mismos, recuerdos, buenas ideas y corazonadas repentinas; (3) experiencias emotivas, entre las que encontramos, por un lado, los dolores corporales, las cosquillas, las «sensaciones» de hambre y sed, pero también arrebatos emocionales de rabia, felicidad, odio, vergüenza, asombro, un amplio abanico que va desde las visitaciones menos corpóreas del orgullo, la ansiedad, el remordimiento, el distanciamiento irónico, el arrepentimiento, el pánico o la frialdad, pasando por una zona intermedia de rabia, felicidad, odio, vergüenza, lujuria o asombro.
Esta taxonomía se basa más en la semejanza superficial y en una tradición que en una supuesta íntima relación entre los distintos fenómenos, según la apreciación de Daniel Dennett. Pero por algún sitio tenemos que empezar.
Hace poco, un día laborable cualquiera, mi hija mayor me gritó desde la puerta, cuando se iba para su trabajo: “Chao, pa. Me voy”. “Chao, hija”, le contesté y seguí con mi labor. Apenas habían pasado 5 minutos, cuando mi hija regresó llorando muy alterada y con el pánico reflejado en su rostro. Abrazada a mi y con su cara apoyada sobre mi hombre, apenas lograba balbucear entre sollozos: “Me asaltó... Ese  tipo bien vestido me asaltó... Me puso una pistola en el pecho y me quitó el celular... En la entrada del edificio”. Gran parte de la mañana se la pasó llorando y temblando.
Otro día veía yo un estupendo programa de Vale TV sobre investigaciones arqueológicas. De pronto, aparece en pantalla alguien muy poderoso. Sin aviso y sin protesto. No hay la posibilidad de no verlo u oírlo si quiero seguir con la televisión. No tarda mucho en insultarme, y yo no le puedo replicar. Un frío intenso recorre mi espina dorsal. Para dedicarme a otra cosa, me veo obligado a apagar el aparato.
A las 8 y dos minutos de la noche del 29 de julio de 1967, a cuatro días de la celebración del Cuatricentenario, Caracas se vio estremecida por un terremoto de 6.7 grados en la escala de Richter. RCTV  anunciaba la transmisión de un programa sobre Superman. Como si se tratara de un remolino causado por el veloz desplazamiento del superhéroe, empezó por oírse un ruido sordo que cada vez se acercaba más. De pronto,  las vigas y las paredes de la casa empezaron a temblar. Sin pensarlo más, todos salimos a la calle. Nos petrificó la sensación de que la calzada se iba a abrir y que nos tragaría para sus entrañas. La violencia del sismo rompió los equipos de percepción de movimientos telúricos del Observatorio Cagigal. Fueron 55 segundos de terror que dejaron en la zona de Caracas un balance de 236 muertos, 2.000 heridos y daños materiales de más de 10 millones de dólares imperiales.
De los tres eventos narrados podemos sacar la siguiente conclusión sobre la naturaleza del mal: el mal es un sentimiento, es el más profundo de los sentimientos. En otros términos, el mal es uno de los gigantes del alma, según la feliz expresión del psiquiatra Emilio Mira y López. Tratemos de entenderlo.
En el primer caso, sentí la rabia y la impotencia de no poder evitarle a mi hija aquellos momentos de desgarramiento interior. Posiblemente su agresor se sentía ufano y poderoso por haberle arrebatado a una linda muchacha, en la entrada de su casa, un aparato caro que  -sabía- él no podría usar. ¿Por qué lo hizo, entonces? De seguro, la futilidad de su acción era un elemento nada despreciable del gozo sádico buscado y alcanzado. Definitivamente, carecía del sentimiento del mal. La frialdad y sequía de tal sentimiento es algo demasiado patente para no considerarlo.
En el segundo caso, tampoco el visitante no invitado que irrumpió en mi cuarto manifestó el sentimiento del mal. Al contrario, creo que pensaba que hacía el bien. Entraba en los hogares venezolanos a realizar sus fechorías valido de la fuerza que le daba su cargo. Con sonrisa poco franca, anunciaba que era una Cadena Nacional. ¿Para qué? También la futilidad de la acción y el goce de su ejecución eran los ingredientes de la falta del sentimiento del mal. El desalmado intruso daba consejos, prometía y amenaza. Y de ahí pasaba a los insultos. Siento, todavía, que me grita a mí. Por experiencia de la firma para pedir la revocación de su mandato en el cargo que ostenta, sé de lo que era capaz. Así que al verlo me invade el delirio de persecución, anunciado por el sentimiento del mal.
En el tercer caso narrado, es obvio que la naturaleza no tiene sentimientos (a veces pensamos que Dios tampoco, sobre todo si identificamos a la una con el otro, como quiso Spinoza: Deus sive natura). Los destrozos que la naturaleza nos hace son de la misma clase que los bienes. Sin embargo, a uno se le achica el corazón en un terremoto, sobre todo por la minusvalía en que estamos y por la fragilidad de que estamos hechos. Pero otros no tienen ese sentimiento del mal. Algún predicador sentirá regocijo y placer inmenso al ver cómo Dios (o la naturaleza) castiga a sus criaturas más díscolas. Un terremoto es un instrumento de la ira divina.
 
 
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Para terminar con esta fenomenología, consideremos lo que algunos llamarían un mal físico, la aparición de una enfermedad devastadora, la enfermedad que la llevará a la tumba a los 24 años: tuberculosis.  Santa Teresa del Niño Jesús lo recuerda de esta manera en el cap. IX de la  Historia de un alma: “En cuaresma del año pasado me encontraba más fuerte que nunca, y esta fuerza, a pesar del ayuno que observé en todo rigor, se mantuvo perfectamente hasta Pascua. Cuando el día de Viernes Santo, a primera hora, Jesús me dio la esperanza de ir pronto a gozarle en su hermoso cielo. ¡Oh qué dulce recuerdo!
“El jueves por la noche, no habiendo obtenido permiso para quedarme velando al Monumento la noche entera, me retiré a las doce a mi celda. Apenas asenté la cabeza en la almohada, sentí que un borbotón subía hirviendo hasta mis labios. Creí que iba a morir, y mi corazón se partió de alegría. No obstante, como tenía que encender mi lamparilla, mortifiqué mi curiosidad hasta la mañana siguiente y me dormí apaciblemente.
“A las cinco dio la señal el despertador, y enseguida recordé que tenía que aprender alguna cosa buena. Aproximándome a la ventana, lo constaté pronto, encontrando mi pañuelo lleno de sangre. ¡Qué esperanza, madre mía! Estaba íntimamente persuadida de que mi Amado, en aquel aniversario de su muerte, me hacía escuchar el primer llamamiento como un dulce y lejano murmullo que me anunciaba su feliz llegada”.
Definitivamente, la aparición de tan terrible enfermedad para la santa de Lisieux no venía precedida por el sentimiento del mal. Y al escribir estas líneas vienen a mí las palabras  que cierran el capítulo III  de la Teoría de los sentimientos morales de Adam Smith. El capítulo  se titulaDel modo en que juzgamos acerca de la propiedad o impropiedad de los sentimientos ajenos por su armonia o disonancia con los nuestros”.  Las palabras son:
“Cada facultad de un hombre es la medida por la que juzga de la misma facultad en otro. Yo juzgo de tu vista por mi vista, de tu oído por mi oído, de tu razón por mi razón, de tu resentimiento por mi resentimiento, de tu amor por mi amor. No poseo, ni puedo poseer, otra vía para juzgar acerca de ellas”.  En los casos juzgados no he visto signos que me permitan afirmar armonía de sentimientos. En todos ellos, en mí ha estado presente el sentimiento del mal.

 Claro que postular la tesis que estamos afirmando supone un enfrentamiento, entre otros, con Hegel. Veamos esto.
 En el capítulo 1 de la “Introducción general” a  sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Hegel anotó lo siguiente:
“Dios es el ser eterno en sí y por sí; y lo que en sí y por sí es universal es objeto del pensamiento, no del sentimiento. Todo lo espiritual, todo contenido de la conciencia, el producto y objeto del pensamiento, y ante todo la  religión y la moralidad, deben, sin duda, estar en el hombre en forma de sentimiento, y así empiezan estando en él. Pero el sentimiento no es la fuente de que este contenido mana para el hombre, sino solo el modo y manera de encontrarse en él; y es la forma peor, una forma que el hombre tiene en común con el animal. Lo sustancial debe existir en la forma del sentimiento; pero existe también en otra forma superior y más digna. Mas si se quisiera reducir la moralidad, la verdad, los contenidos más espirituales, necesariamente al sentimiento y mantenerlo generalmente en él, esto sería atribuirlo esencialmente a la forma animal; la cual, empero, es absolutamente incapaz de contenido espiritual. El sentimiento es la forma inferior que un contenido puede tener; en ella existe lo menos posible. Mientras permanece tan solo en el sentimiento, hállase todavía encubierto y enteramente indeterminado. Lo que se tiene en el sentimiento es completamente subjetivo, y solo existe de un modo subjetivo. El que dice ‘yo siento así’ se ha encerrado en sí mismo. Cualquier otro tiene el mismo derecho a decir ‘yo no lo siento así’, y ya no hay terreno común. En las cosas totalmente particulares el sentimiento está en su derecho. Pero querer asegurar de algún contenido que todos lo tienen en su sentimiento, en el que nos hemos colocado, es contradecir el punto de vista del sentimiento, es contradecir el punto de vista de la particular subjetividad de cada uno. Cuando un contenido se da en un sentimiento, cada cual queda atenido a su punto de vista subjetivo. Si alguien quisiera calificar de este o aquel modo a una persona que solo obra según su sentimiento, esta persona tendría el derecho de devolverle aquel calificativo, y ambos tendrían razón, desde sus puntos de vista, para injuriarse. Si alguien dice que la religión es para él cosa del sentimiento, y otro replica que no halla a Dios en su sentimiento, ambos tienen razón”.
Estoy de acuerdo con Hegel en casi todo lo que dice. Pero no sin antes matizar lo expresado. Donde él puso ‘Dios’, yo pondría ‘mal’. Y como él mismo apunta, ‘Dios’ (o ‘mal’) es un término universal, que es objeto del pensamiento. Pero lo universal no tiene ninguna realidad, porque no tiene ninguna determinación. En este sentido, el mal es objeto del pensamiento, no es más que una palabra. La realidad es la negación del universal, su determinación. Por eso el sentimiento es lo más subjetivo, lo más individual, lo más íntimo, lo más animal. Justamente por ello, es garantía de la realidad del ser que siente, como de manera inequívoca lo afirmó Descartes en la primera meditación metafísica.
Pero fue Heidegger quien sin ninguna ambigüedad nos mostró cómo los sentimientos –los diversos temples del ánimo- cumplen funciones ontológicas. El sentido del ser viene dado por cómo se siente el ser. Ver no es verse. Oír no es oírse. Pero sentir es sentirse. Así el aburrimiento nos descubre que vivimos entre cosas. Y gran parte de nuestro esfuerzo estará  en  luchar para  no volvernos una cosa de tantas: por eso nos apuramos y nos preocupamos afanosamente. ‘Hombre preocupado es hombre; hombre despreocupado es cosa’, decía Heidegger.  La angustia nos descubre que somos de hecho, que estamos rodeados por la nada. Que no hay a quien acudir cuando la angustia nos invade.
 Según mi interpretación, el sentimiento del mal nos descubre el  núcleo del ser.  Sentir el mal es sentirse mal. El sentimiento del mal anuncia un ataque a nuestra más profunda  interioridad, que es un agujero negro. Ese núcleo, como el fenómeno  celeste, es de extrema intensidad y de gran atracción gravitatoria, que ni refleja ni emite ninguna radiación, pero que constituye la fase final de nuestra evolución como seres. Por ello el rabí de Nazaret enseñó a pedirle al Padre en oración: “sed libera nos a malo”, porque el mal señala un ataque a nuestra sustancia.


Conferencia dictada en la UCAB, núcleo Los Teques, el 27 de mayo de 2015.
Para comunicarse con el autor, escriba a carloshjorge@yahoo.es