miércoles, 23 de julio de 2008

Para Simón Rodríguez, la moral es un asunto público



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En el punto 4. de su original “Paralelo entre la lengua y el gobierno” con el que comienza el Pródromo a Sociedades Americanas en 1828, señala Simón Rodríguez que, si se hiciese una revolución en el alfabeto, se quejarían la hache, la ve pequeña y la ce por verse excluidas. Pero como en todas las revoluciones hay quien llore y quien cante, la equis estaría contenta porque volvería a ser lo que era: el signo para representar la guturación y el silvo. Y termina el punto con una anotación sorprendente: “Así fuera tan fácil hacer reformas en la moral como en la Ortografía!” (OC,I,267). 
 
A pesar de ser conceptuado como revolucionario por muchos autores, Simón Rodríguez es un filósofo de las reformas -todo lo radicales que se quieran (LV,II,110)-, pero no es un filósofo de revoluciones. Justamente, la mayor parte de sus reflexiones tienen esa intención, intención que aclara el autor en 1842, al hacer la edición definitiva de Sociedades Americanas en 1828, cuando pide a sus contemporáneos

una declaración, que me recomiende a la posteridad, como al primero que propuso, en su tiempo, medios seguros de reformar costumbres, para evitar revoluciones (SA,I,299).

No nos queda la menor duda de que, en la lectura y en la meditación
de la Política de Aristóteles, debió causarle una gran impresión el libro V, que trata de las “alteraciones que en (la república) suelen acaecer (y que son como enfermedades) y de las causas de donde proceden y de cómo se han de remediar, conservar y regir cada una de las especies de república de manera tal que duren muchos años”. En efecto, Simón Rodríguez concibe la revolución política armada como una peste y, también a la manera aristotélica, haciendo un paralelo con la epidemia, encuentra la identidad de causas: eficiente, formal, ocasional o determinante y final, que es, en ambas situaciones, “desórden, aflicción, muerte y dispersión”. Para él, la causa de las revoluciones es “la ignorancia de unas cosas que todos pueden saber distinguir” (LV,II,128). El problema, entonces, no se soluciona con otra revolución. El remedio contra la enfermedad maligna es “la Instrucción Social, dada en todas las épocas de la vida, especialmente en la primera”. La posición de Rodríguez con relación a la revolución es la misma que la kantiana (La Paz perpetua, apéndice I). Para Kant, la revolución aparece como un “accidente natural”; para Rodríguez, como un “efecto natural” del curso natural de las cosas (DB,II,224). Los hombres que hacen la revolución no son autores, sino actores (LV,II,177). Los hombres figuran y se mueven en un escenario representando una obra que no han escrito. El libreto es redactado por las circunstancias, porque la naturaleza (y la naturaleza social) quiere “perpetuidad de acción, pero no de personajes” (SA,I,272). Hay un segundo argumento para oponerse a la revolución como medio de transformación de lo que llamamos sociedad. El argumento es muy simple: la vida en común se debe a una elección por el goce que el otro me proporciona, esto es, por la “Predilección (del hombre) por sus Semejantes,, porque conoce que, en su compañía, padece ménos i goza mas, que estando Solo, o en compañía de otros animales” (SA,I,409). El semejante no es instrumento de mi felicidad, lo que quiere decir que no puedo deshacerme de él cuando me venga en gana o cuando ya no me sea útil. El semejante es parte esencial constitutiva de mi felicidad. Si he elegido al semejante porque es esencia de mi goce, no puedo racionalmente renunciar a él en el enfrentamiento a muerte sin renunciar a mí mismo. El semejante existe para que yo goce con él, para que yo juegue con él, no para que nos aniquilemos. Si los hombres se reúnen por sus intereses, tienen que consultarse unos a otros, de lo contrario “yerran todos el fin de la unión” (LV,II,180). Si hay predilección, si hay intereses, quiere decir que mi proyecto para satisfacerlos, satisfaciéndome, puede ser acomodado, ajustado, discutido con el semejante, que debo entenderme con él con palabras, no con armas, respetando las razones por las que se aparta de las mías. Si no nos entendemos con palabras, la guerra es interminable y, por tanto, lo que viene es la aniquilación (SA,I,273), y esto está en contra de “las leyes de la razón” (p. 272). En fin, los hombres deben “servirse de la experiencia para esperar racionalmente lo que serán” (DB,II,340). La experiencia enseña que es un falso concepto de “libertad” el creer que “para entenderse sobre el modo de obrar, y sentar un principio que regle este modo, sea menester reñir” (SA,I,273 y 361; P.,II,384).

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Como es harto sabido, históricamente no hay distinción entre 'ética' y 'moral'. Fue Hegel quien opuso Sittlichkeit a Moralität, donde la eticidad es lo común y la moralidad corresponde al juicio práctico subjetivo, esto es, la subjetividad erigida como principio del juicio práctico. Aunque Simón Rodríguez nunca usa la palabra 'ética', en él lo moral abarca los dos sentidos diferenciados por Hegel. La gran preocupación del filósofo caraqueño es la preocupación por cada hombre en particular, pero que tiene que vivir en comunidad. La filosofía del maestro caraqueño, como en su momento lo fue la filosofía del fundador de la Academia, es una filosofía antropológica. “Platón no fue sólo un filósofo o, mejor dicho, por serlo plenamente, estuvo obligado a ser, sobre todo, un hombre político con intensa y no fingida preocupación por todo cuanto ocurría diariamente a su alrededor. Los problemas del hombre constituyeron su obsesión del principio al fin de sus días. El destino de cada uno como individuo y como ciudadano se convirtió en su tema favorito de discusión. Si de algo le sirvieron sus conocimientos, nada superficiales ni genéricos, fue aprender que la filosofía ha de ser empleada en la liquidación de los males que aquejan a los hombres y a la sociedad” Esto, que Juan A. Nuño ha dicho de Platón, puede decirse simétricamente de Simón Rodríguez. El caraqueño -como los presocráticos- buscó afanosamente la causa, el culpable del desbarajuste humano, el responsable de las desgracias humanas, el responsable del sufrimiento humano. Y creyó encontrarlo en el propio hombre. El culpable, la causa de sus desgracias, estaba en su propia naturaleza: su ignorancia. Pero también en su naturaleza había que buscar su salvación. No en un más allá feliz, siempre prometido y siempre aplazado. No en instituciones políticas proyectadas metafóricamente. La salvación humana pasa por la comprensión de la naturaleza humana; ella, sola, es la que debe decir cómo los hombres deben vivir para ser verdaderamente hombres. “Todo es ignorancia…”. Ignorancia, en último término, se reduce a esto: no saber que el otro sufre (como uno). Porque sufrimos, necesitamos al otro para sufrir menos; pero también lo necesitamos para gozar más. Mas ignoramos que él sufre también, que él padece como nosotros. La razón dice entonces que, si no sabemos eso, no sabemos para qué vivimos juntos los hombres. La educación es el medio de darnos ese saber que nos es tan fundamental. El que verdaderamente importa entre todos los conocimientos es el del hombre que vive en sociedad, que malvive con otros hombres. Ignorancia, en Simón Rodríguez, no es sólo un no saber de conocimientos; ignorancia es, sobre todo, un no poder abrir dentro de uno mismo un espacio para poder sentir el dolor del otro. Este término, 'ignorancia', tan voltairiano él en sí, tiene sin embargo, en el uso del caraqueño, cuerpo de Rousseau y sentir de Simón Narciso Rodríguez. El dolor que está en la base de nuestro ser es lo que hay que recuperar, es lo único que importa saber. Los otros conocimientos, los otros saberes no tienen sentido si no están en función de este saber fundador y fundamental. Un saber por el saber, por el conocimiento en sí, es un saber a medias, es un saber sin sentido y con esos conocimientos (sin sentido) no se puede hacer república. Para que ésta sea posible -tal era el proyecto de Simón Rodríguez- hay que recuperar el saber fundador, el saber que es fundamento: el conocimiento del otro en uno. Por eso la “instrucción”, el remedio contra la general ignorancia, debe ascender a partir de lo que es primero, a partir de lo que da sentido a vivir en república. Digamos que “saber” y “sentir al otro”, en Simón Rodríguez, son sinónimos. Simón Rodríguez, al igual que Rousseau, concibe la política como una respuesta global a los problemas (éticos) del hombre. Con toda seguridad hubiera suscrito estas líneas del Contrato Social (libro II, cap. VII): Quien se atreve a emprender el establecimiento de un pueblo, tiene que sentirse capaz de cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana, de transformar cada individuo que, por sí mismo, es un todo perfecto y solitario, una parte de un todo más grande del cual ese individuo recibe de cierta manera su vida y su ser, de alterar la constitución del hombre para reforzarla, de reemplazar la existencia física e independiente que todos hemos recibido de la naturaleza por una existencia parcial y moral. Ahora bien, esta primacía de la política los lleva, sin embargo, a distintas concepciones del mal que la política debe vencer. Para Rousseau el origen del mal está en la desigualdad social. El estado de naturaleza es un perfecto egoísmo, que no es malo. El mal aparece cuando se mantiene, usando a los otros, ese egocentrismo. El deber ético, por lo tanto, de la victoria del bien sobre el mal se identifica con el deber político hacia la transformación de la sociedad. De ello, entonces, se deduce que “la política es la base de la moral. Una moral en sí, anterior e independiente de la política, limitada a la interioridad del hombre simplemente es, para Rousseau, como máximo inconcebible, porque es la comunidad civil -la ciudad, fundada como está en la razón y la voluntad general- lo que constituye el criterio supremo de la vida moral”. Para Rodríguez el mal es ignorancia. El mal está inscrito en la propia naturaleza del individuo que debe vivir en sociedad. Las soluciones, entonces, no pasan tanto por las instituciones políticas nacidas de un pacto, sino por el querer consciente de cada individuo que decide, racionalmente, vivir como ciudadano en sociedad. Esa “voluntad de todos”, más que una “voluntad general”, puede ser creada a partir de la educación, del acceso a la propiedad y de la ejercitación útil. Lo cual quiere decir que se trata menos de reformar la sociedad como de crear una sociedad cuya esencia es la búsqueda del bien común, y en la que cada individuo realiza su bien privado. Por eso Rodríguez no cuenta con “hombres” ni con “viejos” para formar esa “sociedad perfecta”, sino con “niños” de quienes “puede esperarse todo”, pues no están formados. Con su educación popular y ejercitándolos útilmente, no tanto para sí como para los demás, en la propiedad que satisface sus deseos, Simón Rodríguez pretende que se realizará su proyecto ético.

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 … un Gobierno, encargado por los Congresos de promover el bien común ¿qué obra buena hará con materiales inservibles — con instrumentos gastados — y en taller ajeno? (ER,I,226).

Como muy bien apunta el fragmento transcrito, es enteramente imposible edificar una sociedad política ideal con materiales humanos “inservibles”. Para Platón, como para Aristóteles, la buena sociedad es la compuesta por individuos autosuficientes, encráticos, capaces de convivencia mutua y dispuestos a ponerse al servicio del bien común. Los ciudadanos de una tal sociedad serán libres, virtuosos y felices porque saben lo que quieren y porque están suficientemente enseñoreados de sí mismos como para conseguirlo. Pero ¿cómo construir una “buena sociedad” (p.292)?, ¿para qué “dictarle el plan de vida que debe seguir” (p.340), si los individuos son acráticos, seres que no tienen voluntad, miembros de una sociedad en la que no pueden ver que su bien particular está en el de todos? Pudiera respondérseme aquí que el constructor de sociedades -si se nos acepta la expresión- dispone todavía de otros dos medios para lograr que la voluntad de los ciudadanos no flaquee y se alcance el bien común con la participación de todos. En efecto, como ha distinguido el sociólogo David Riesman (La Muchedumbre solitaria) el hombre puede ser guiado a la acción (b) internamente -como propone Rodríguez-, pero también puede ser guiado (a) por la tradición o c)por los otros, exteriormente. En las sociedades de “dirección tradicional”, los niños aprenden muy pronto a comportarse como adultos, simplemente observando a los adultos que los rodean; pero, además de eso, los padres educan al niño para que los suceda y no para que “triunfe” elevándose en el sistema social. El principal agente de la formación del carácter en las sociedades que dependen de la dirección tradicional es la familia amplia : Mas es el daño que hace, á la sociedad, un viejo ignorante, conversando con un nietecito, que el bien que promueven mil filósofos escribiendo … volúmenes! (LV,II,112). Tenemos que aprender a ser dueños de nosotros mismos si queremos ser libres. 

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Hasta ahora, anota el filósofo, el conocimiento de la sociedad ha estado reservado “á los que la dirijen”. Es hora de que los pueblos sepan que ese conocimiento les es vital. El conocimiento de la sociedad no puede menos que pertenecer “á los que la componen” (LV,II,123). La verdadera sociedad se funda en el saber que de sí tiene esa sociedad (ER,I,244). “La reunión de hombres será más Gregal que Social, o mas Social que Gregal, según el estado de conocimientos: esto es, según el número de hombres Instruidos en los asuntos públicos” (CPG,II,412). Los “actos de humanidad” son, entonces, “VIRTUDES SOCIALES” (SA,I,409). Para Rodríguez, la virtud individual no cuenta. La virtud, como expresión de un vivir ético, tiene sentido en sociedad únicamente. Así como sólo se es hombre con otros hombres, del mismo modo esa humanidad se expresa a través del vivir virtuoso, del comportamiento virtuoso con otros hombres. La virtud en Rodríguez no es la búsqueda de la excelencia a través de un esfuerzo extraordinario o sobrenatural. La virtud es expresión del ser, es la “fuerza o propiedad inherente” (DB,II,230) de ese ser que quiere perseverar, que desea seguir siendo. Por eso si el hombre es ser social, sus virtudes no pueden dejar de ser sociales. Pero para ser apetecido, el obrar virtuoso debe ser instaurado en el ser humano. Porque el ser humano nace ignorante. Como repetidamente se ha señalado, no se puede obrar por virtud si no se está acostumbrado a hacerlo. Mas para hacerlo es preciso saber qué es virtud y qué virtudes se deben practicar. La virtud, como inconfundiblemente ha señalado Aristóteles (EN,1103 a 32) es un asketón, algo que se obtiene por ejercicio. Pero para Rodríguez, como para Sócrates, la naturaleza de la virtud es conocimiento. Esto es, la virtud sólo puede realizarse en el individuo cuando éste ha entendido las verdades morales, y, una vez que las ha entendido, la virtud se hace necesariamente presente en él. El condicionamiento intelectualista también está presente en el caraqueño: “saber es facultad necesaria para hacer” (LV,II,121). Cuando se sabe hacer una cosa, y conviene hacerla, se debe. No es otra cosa la obligación. En otros términos, la obligación es beneficiosa para el individuo, pero no es una imposición ciega. No es una imposición en contra de su libertad, es la realización de la libertad. Y las obligaciones no pueden no ser éticas. Las obligaciones son “actos de humanidad” que se expresan en “virtudes sociales”. Un hombre que es “veraz, fiel, servicial, comedido, benéfico, agradecido, consecuente, jeneroso, amable, dilijente, cuidadoso, aseado”, que respeta la reputación y que cumple con lo que promete no puede menos que ser sociable (CA,II,8-9). Un hombre que se comporta siguiendo los preceptos del saber más genuino, esto es, del conocimiento de sus semejantes, no puede dejar de ser “civilizado”. “Civilizado” no es una etiqueta de “las cualidades de que se cree adornado” alguien. Es civilizado aquél que da pruebas en su conducta con los demás de las ideas sociales que tiene (P,II,390,397). Pero para llegar a esa verificación de humanidad, el hombre tiene que recorrer un largo camino. En un texto inconfundible de la Defensa de Bolívar (OC,II,291), el filósofo caraqueño nos muestra gráficamente cuál es el verdadero ascenso del individuo humano para llegar a ser hombre. 0º __ Individuos del populacho que se ignoran mutuamente. 1º __ Reconocimiento de las personas como tales, no por colores ni por ascendencia. 2º __ El aprecio y respeto de alguien no es ni por patriotismo, ni por sus creencias políticas o religiosas, sino porque es persona. 3º __ Cada quien se ocupa decentemente de sí, esto es, no se es una carga para los demás para subsistir. 4º __ El individuo no sólo se ocupa de sí, sino que se interesa “por el bien jeneral”, porque también es su bien. 5º __ Sabe cuáles son sus deberes: a) para consigo, b) para con quienes está en contacto (animales y personas), c) para con todo hombre en todo tiempo y lugar. 6º __ Reconocimiento de los derechos humanos; esto implica que hay que atender al otro siempre y prestarle los “servicios cuando los necesite”. En este punto, y sólo en este punto, alguien es “civilizado”, porque, en este grado del ascenso, el individuo se ha hecho hombre, “igual (de hombre á hombre) con el mejor”. Si lo que se pueda decir de un individuo lo generalizamos, diremos que “las pruebas de Sociabilidad que un Pueblo da en su conducta” “es CIVILIZACION” (SA,I,409). Civilización no es otra cosa, pues, que el saber “vivir en buena intelijencia” (p. 344) con otros hombres. El mayor castigo que alguien puede sufrir, entonces, será el de no tener “su REPUTACION de CIVILIZADO”. Pero para llegar a ese estado, es preciso haber aprendido. Sólo -según el filósofo- de “la Instrucción Social” pueden esperarse tales “EFECTOS” (CA,II,61). En otras palabras, para “ser Libres” -y sólo se es libre en sociedad, como igualmente sólo es esclavo ó miserable quien vive en sociedad (DB,II,353)- es preciso “SABER” (LV,II,177). De ahí la obligación que tiene el que sabe de enseñar y la obligación que tiene el que desconoce de aprender (p. 121). “La Instrucción Jeneral, que se pide, es la que da el conocimiento de las obligaciones que contrae el hombre por el mero hecho de nacer en medio de una sociedad” (p. 131). 
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La deuda de Simón Rodríguez con Sócrates aparece claramente expresada en un pasaje de Sociedades … donde se pregunta “Si se podrá hacer entender que la ocupación es una virtud, al quien no sabe lo que es virtud” (OC,I,326; II,143). El tema de la virtud es un tema recurrente en Rodríguez, en grado tal que una de sus obras más importantes se intitula TRATADO sobre las LUCES y sobre las VIRTUDES sociales. Podemos decir que, en este título, los sustantivos “luces” y “virtudes” son socráticos y el adjetivo “sociales” es netamente rodrigueciano. Frente a los sofistas que, como maestros de areté, ofrecían a sus discípulos una formación para el éxito aceptando los valores en boga, Sócrates, por el contrario, renuncia al éxito social; su objetivo es otro: indagar a fondo qué es el hombre, cada hombre como tal, cuál es su bien real, qué son las virtudes y los vicios y cuál es el mejor camino para la felicidad real. Por ello tiene que ir más allá de los valores aceptados y discutir los conceptos heredados o fijados de acuerdo con una opinión aceptada sin más. Este es el camino que también andará Simón Rodríguez. La doctrina más claramente socrática es aquélla que afirma que la virtud es conocimiento y que, por consiguiente, puede enseñarse y aprenderse, doctrina que está, también, en el núcleo mismo de las proposiciones politicomorales del filósofo caraqueño determinando su aplicación social a gran escala -si se me permite la expresión-, pues, como él mismo recuerda, “Luces i Virtudes hay …pero …lo que no es JENERAL, no es PUBLICO — i lo que no es PUBLICO,no es SOCIAL “(CA,II,30). Advierte George H. Sabine que la inclinación platónica presente en República a encontrar la salvación de la polis en un gobernante educado es una consecuencia directa de la certidumbre socrática de que la virtud -sin excluir la virtud política- es conocimiento. En efecto, Platón no sólo se encuentra en el primer período bajo la influencia de Sócrates, sino que le es fiel al maestro, durante toda su vida, en muchas de sus concepciones fundamentales. Por ejemplo, todavía en su segundo período, Platón opinaba que quien sabe lo que es el bien, obrará bien también; por consiguiente, nadie hace algo malo voluntariamente, sino sólo por ignorancia lo que constituye una tesis profundamente socrática como lo recuerda Aristóteles. Simón Rodríguez sigue a Sócrates en la concepción intelectualista de la virtud y a Platón en el proyecto práctico de enseñar la virtud a gran escala. “La enseñanza de la areté /…/, no sólo es posible, sino necesaria para mejorar el comportamiento humano a partir del conocimiento -apunta Juan Nuño-. A esto se le suele llamar “intelectualismo ético” de Sócrates, pero quizás /…/ hay que captar, por el contrario, ese intelectualismo como la expresión de un optimismo ético-social a través de lo pedagógico”. La tesis de Simón Rodríguez fue expuesta de la siguiente manera: Si en lugar de perder el tiempo, en discusiones y en proyectos, se tratara de persuadir á la jente ignorante, que debe instruirse, porque no puede vivir en República sin saber lo que es sociedad … y si, para ser consecuente con ella, se le mandase Instruir jeneralmente … llegaría el día (y nó mui tarde) de poder hacerle entender con FRUTO, que saber es facultad necesaria para hacer — que cuando se sabe hacer una cosa, y conviene hacerla, se debe — y que esto se llama OBLIGACION: entònces, estaría bien mandarle cumplir con las obligaciones del ciudadano (LV,II,121). La gradación que conduce a la obligación es, pues, saber – hacer –convenir-deber. En otros términos, el deber es el grado final que alcanza la voluntad en su recorrido. Cuando el individuo obra por deber, obra por necesidad: esto es, no puede dejar de obrar, porque la necesidad lo empuja, lo arrastra. Apunta Rodríguez que, en ese recorrido, todos los momentos fueron necesarios: querer, desear y anhelar, pero sólo el último fue imperioso. El querer inicial tiene que ver con el saber, con la voluntad de saber. El hombre quiere saber por naturaleza: lo necesita. Y ésta es la única fuerza que se le puede oponer a la general ignorancia que también es natural. El hombre no viene dotado con los conocimientos necesarios para vivir con otros hombres. Tiene, por tanto, obligación de aprender, pero no puede aprender si no se le enseña. Por eso “el Gobierno debe ser maestro”, porque el gobierno tiene el saber que se requiere para obrar convenientemente. Aunque Simón Rodríguez se plantea que es “una cuestión para pocos” el determinar si las virtudes vienen de las luces o las luces de las virtudes (LV,II,129), sin embargo cree que se puede enseñar la virtud sólo una vez que se ha adquirido, la práctica precede a la teoría, aunque ésta asegura la difusión y persistencia de aquélla. Y ¿quiénes deben ser los encargados de enseñar la virtud? Obviamente, los virtuosos. Y ¿quién garantiza que alguien es virtuoso? El conocimiento que conduce a la práctica de la virtud. El conocimiento de la virtud no sólo hace que alguien sea virtuoso, sino que, además, lo empuja, lo obliga a trabajar para que otros lo sean. El que sabe socialmente quiere, por definición, compartir la verdad. La virtud -hija del saber-, dice Rodríguez, es una “fuerza, propiedad inherente” (DB,II,230), pero no es comprensible en soledad. El hombre, cuando está solo, no es bueno ni malo; su comportamiento es aprobado o desaprobado cuando está con otros hombres. No se trata de la virtud cristiana donde el hombre es virtuoso, o no, a los ojos de Dios, su “señor”, o de su conciencia, como su representante. La virtud que importa verdaderamente es la virtud del ciudadano que se vuelca en el otro: “al prójimo como a sí mismo”, la virtud social. Por ello señala el filósofo que “La ignorancia de los principios SOCIALES, es la causa de todos los males, que el hombre se hace y hace a otros”(ER,I,,229). “Que el hombre se hace” cuando está con otros hombres como si estuviera solo, como se dice en CPG,II,418. En un pasaje citado hace un momento señalaba Rodríguez su crítica a las luces y virtudes particulares, privadas e individuales, no porque fueran “luces y virtudes”, sino por ser exclusivamente reducidas. La virtud -como ha apuntado Juan Nuño a propósito de Platón- es un asunto público. Si la virtud propia del hombre es la justicia, como función rectora del alma, entonces la ética debe desembocar necesariamente en una política. “No tiene sentido hablar de justicia en un hombre, sino de la justicia entre los hombres. La virtud del hombre ha dejado de ser un asunto privado y abstracto para convertirse en materia de tratamiento social y concreto”, aunque tiene sentido hablar de justicia entre las partes del alma. En República ( 368e-369a), Platón propone considerar metodológicamente la “justicia en letras mayúsculas” y será “más fácil de aprender bien”. “Al proyectar sobre la agrandada pantalla del Estado -comenta Nuño- el problema de la justicia, encontrará Platón sus rasgos lo suficientemente claros y distintos como para poder determinarla en la virtud del individuo-ciudadano. A través de lo socio-político, adquiere sentido la determinación de la areté. Pero con esto deja de ser un tema estrictamente ético y se convierte en un conjunto de problemas políticos. El individualismo moral socrático se ve así desbordado por el colectivismo político platónico. De la virtud del hombre a la virtud de ciudadano” (El pensamiento de Platón, pág. 44). La moral, entonces, deja de ser un asunto privado para convertirse en asunto público. En otras palabras, no podemos dejar la moral a la conciencia de cada quien. “El tener la conciencia pura, es bueno para dar cuenta á Dios, nó á los hombres”, asentó el filósofo caraqueño en la Defensa de Bolívar (OC,II,328). 

Ponencia en el I Congreso Internacional Robinsoniano, Academia y Círculo Militar, Caracas, 27 y 28 de octubre de 2005.

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