jueves, 3 de julio de 2008

El modelo cristiano de vida



1. Jesucristo, modelo ideal

Para satisfacer necesidades de existencia, el cristianismo, en sus distintas versiones, les propone a sus fieles un modelo de comportamiento que les garantiza la santidad, fin último de realización de la vida humana. Pero dice san Agustín que los hombres que contemplamos son demasiado imperfectos para servirnos de modelo. Por otro lado, Dios, la santidad misma, está demasiado alto. Por eso el Hijo de Dios, imagen viva suya, se hizo hombre y nos enseñó con su ejemplo cómo podemos asemejarnos a la perfección divina.

En este sentido agustiniano, la ortodoxia cristiana quiere que Jesucristo sea modelo perfecto -lo mismo en la vida de trabajo que en la vida pública o de apostolado- lleno de atractivo, de modo que los corazones generosos, al ver lo que hizo y padeció por los hombres, se abracen con alegría a los trabajos y sufrimientos a fin de parecerse más a él. Lo curioso de esta visión de Jesucristo como modelo ideal de lo humano es que éste tiene de los hombres muchas cosas, excepto el pecado, elemento constitutivo y originario de todo ser humano, según la propia teología ortodoxa.

Un autor, que bien pudiéramos llamar liberal, señala por qué, de entre todas las filosofías y teologías existentes en el universo, es Cristo el modelo de hombre que indica la única forma de desarrollo humano. Según esta doctrina, cumpliendo con las enseñanzas de Cristo y llevando la forma de vida que en ellas se proponen, el h
ombre, todo hombre, logrará ese crecimiento que ansiamos todos, con la consiguiente felicidad personal y social, que no es otra cosa, según esta visión, que el paraíso traído a la tierra por Cristo. Es, por tanto, necesario conocer el modelo de hombre que es Cristo, para que se pueda imitarlo y no seguir a ciegas por la vida. Y en esto consiste la Filosofía o toda filosofía que pretenda ser verdadera: Cristología.

2. Modelo


¿En qué sentido debemos entender aquí el término ‘modelo’? Sin lugar a dudas, el término puede ser empleado en diversos sentidos que conviene aclarar. La noción de modelo, por ejemplo, ha sido utilizada y desarrollada epistemológicamente con el fin de poner de relieve ciertos modos de explicación de la realidad. Con este significado se empl

ean modelos mecánicos de movimiento y también los modelos conductistas.
Estéticamente, 'modelo' es un vocablo usado en varios contextos y con diversos propósitos. Por un lado, el modelo estético puede ser equiparado a lo que el artista intenta reproducir. También puede asimilarse a lo que el artista tiene en su mente como un ideal al cual trata de acercarse lo más posible. En tercer lugar, el modelo puede equivaler a un valor o serie de valores, objetivos o supuestamente objetivos, que serían los modelos últimos de toda realización estética.


Si hablamos metafísicamente, 'modelo' designa, en general, el modo de ser de ciertas realidades del tipo de las ideas o formas platónicas. Siendo el modelo de una realidad equivalente a esta realidad en su estado de perfección, el modelo es aquello a que tiende toda realidad para ser lo que es, es decir, para ser plenamente sí misma, en vez de ser una sombra, copia, disminución o desviación de lo que es. En este sentido 'modelo' equivale a 'realidad como tal'.
Éticamente y, en general, humanamente, 'modelo' designa aquella persona que por su comportamiento y hasta simplemente por su modo de ser lo que es -por su propio ser- ejerce una atracción sobre otras personas. La noción de modelo en este sentido ha sido tratada modernamente por varios autores, entre los que destacan Nietzsche, Scheler y Bergson.


En todos los tiempos -recuerda el filósofo francés- han surgido hombres excepcionales, en quienes se encarna la moral más acabada. Antes de los santos del cristianismo, la humanidad había conocido a los sabios de Grecia, a los profetas de Israel, a los arahantes del budismo y a otros más. A ellos se ha hecho siempre referencia cuando se ha querido encontrar la moral completa o absoluta. En efecto, esta moral, para ser plenamente ella misma, debe encarnarse en una personalidad privilegiada que se convierta en un ejemplo. Cuando resucitamos en el pensamiento a esos grandes bienhechores, cuando les escuchamos hablar y los vemos actuar, sentimos que nos comunican su ardor y nos arrastran en su movimiento. No se trata de una coerción más o menos atenuada, sino de una atracción en cierta medida irresistible.


Para M. Eliade el modelo ejemplar es un mito. Y mito es el relato de una historia sagrada, es decir, un acontecimiento primordial que tuvo lugar en el comienzo del tiempo, ab initio, el relato de lo que los dioses o los seres divinos hicieron al principio del tiempo. En otras palabras, el mito describe las diversas y a veces dramáticas irrupciones de lo sagrado en el mundo. Por otra parte, al ser toda creación obra divina y, por tanto, irrupción de lo sagrado, representa asimismo una irrupción de energía creadora en el mundo. Por eso su función es fijar los modelos ejemplares de todos los ritos y de todas las actividades humanas significativas: alimentación, sexualidad, trabajo, educación... Al comportarse como ser humano plenamente responsable, el hombre imita los gestos ejemplares de los dioses, repite sus acciones, trátese de una simple función fisiológica como la alimentación o de una actividad social, económica, cultural, militar... "No se llega a ser verdadero hombre, salvo conformándose a la enseñanza de los mitos, salvo imitando a los dioses", escribió este historiador de las religiones


Ahora bien, ¿el cristiano puede verdaderamente llegar a ser divino si sigue el modelo de Jesús-Cristo, como postulan las iglesias? ¿De qué modelo estamos hablando cuando hablamos de Jesucristo, modelo ideal?

3.Títulos de Jesús


En Marcos 14: 61 encontramos unidos, en una sola pregunta y respuesta, los tres títulos oficiales de Jesús: Cristo (Mesías), Hijo del Hombre e Hijo de Dios. En los demás textos, cada uno de ellos suele aparecer solo. Esto sugiere que llegaron a este pasaje procediendo de diferentes tradiciones y que, tal vez, se originaron en grupos que tenían ideas diferentes sobre la naturaleza de Jesús. Fray Luis de León escribió De los nombres de Cristo, obra de singular belleza. Pero el problema con Jesús-Cristo, más que un problema de nombres, es un problema de modelos, pues las abismales diferencias que aparecen en el texto de Marcos sobre la naturaleza de Jesús no han perdido su vigencia. Es más, la infinidad de herejías que la Iglesia ha tenido que combatir a lo largo de los tiempos -y que todavía combate, como p. e., la llamada Teología de la liberación- derivan de este hecho. ¿En qué creen, entonces, los cristianos? ¿Cómo es su religión en este sentido? La presente investigación es, apenas, parte muy pequeña de la respuesta.


Y otra cosa. ¿Hay algo verdaderamente histórico en los evangelios? Jesús de Nazaret fue juzgado y condenado a morir en la cruz: son datos históricos que atestiguan autores romanos, judíos y cristianos. Pero, si bien los evangelios nos proporcionan cierto tipo de información, no se escribieron con propósitos históricos. Sus autores no se proponían un objetivo histórico sino religioso. Basta recorrer nuestros tres evangelios sinópticos para persuadirse de que sus autores han realizado combinaciones sensiblemente diferentes de los mismos hechos y de discursos análogos o parecidos, de los que es preciso concluir que no los ha guiado la verdad objetiva, que no han tenido una cronología segura de los sucesos. Por el contrario, cada redactor únicamente atendió al propósito particular de ordenar su obra. Ninguno de ellos ha hecho otra cosa, más o menos diestramente, que darle forma a jirones de tradiciones en un conjunto artificial, pero que no constituye un todo armónico. Es evidente que ninguno de los evangelios tiene gran cosa en común con la Historia.

4. Mesías (Cristo)


Cualquier desprevenido lector de los evangelios no puede sin embargo dejar de constatar el esfuerzo que realizan sus autores para demostrar apologéticamente, basados en textos del Antiguo Testamento, el mesianismo de Jesús de Nazaret. Así, Mateo nombra quince profecías, Lucas seis, Juan nueve. Marcos comienza su evangelio de este modo: "Principio del evangelio de Jesucristo, hijo de Dios. Como está escrito en el profeta Isaías: 'He aquí que envío delante de ti mi ángel, que preparará tu camino ( Mal 3: 1). Voz de quien grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos' ( Is 40: 3). Apareció en el desierto Juan el Bautista, predicando el bautismo de penitencia para remisión de los pecados" (Mc 1: 1-4). Y lo cierra con este comentario: "Crucificaron con él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda, y se cumplió la escritura que dice: Fue contado entre los malhechores" (Mc 15: 27-28).


No sin razón E. Renán ha señalado que los evangelistas tuvieron que concebir muchas anécdotas -como la del nacimiento en Belén- para probar que las profecías consideradas mesiánicas se habían visto consumadas en Jesús. Pero tal procedimiento, al que no hay que negar importancia, no es suficiente para explicarlo todo. Ninguna obra judía de la época proporciona una serie de profecías exactamente redactadas que el Mesías debiera verificar. Varias de las alusiones mesiánicas resaltadas por los evangelistas son tan sutiles, están tan desfiguradas, que no se puede creer que todo ello respondiese a una doctrina generalmente admitida. Unas veces los evangelistas razonan así: El Mesías debe hacer tal cosa; ahora bien, Jesús es el Mesías; luego, Jesús ha hecho tal cosa. Otras veces razonan a la inversa: Tal cosa le ha sucedido a Jesús; ahora bien, Jesús es el Mesías, luego tal cosa debía sucederle al Mesías (cf. Jn 19: 23-24).

El argumento más importante del que echan mano no es otro que el de la genealogía del Mesías. Comienza su escrito Mateo (1: 1-17): "Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham...". Lucas lo presentará en 3: 23-38. La genealogía es aquí, como en Mateo, la de José, pero en orden ascendente y prolongada hasta Adán, para mostrar que Jesús no sólo era hijo de Abraham, sino también de Adán. Pero la discordancia de las dos genealogías hasta David es tan manifiesta que ha llevado a proponer varias soluciones. Una considera la de Mateo como la genealogía legal y dinástica, que señala la transmisión de los derechos mesiánicos desde David hasta Jesús; y se dice que la de Lucas es la genealogía natural, que va de padres a hijos desde San José hasta David. Para otros teólogos, la de Mateo sería la genealogía humana y la de Lucas la divina, ya que se remonta hasta los tiempos de Adán.


Los comentaristas suelen decir que "José, 'hijo de David', como esposo de María, es el que transmite a Jesús el título y los derechos inherentes a la filiación davídica". Falta añadir: de mentirillas, pues dice Mateo (1: 18): "La concepción de Jesucristo fue así: Estando desposada María, su madre, con José, antes de que conviviesen, se halló haber concebido María del Espíritu Santo". En fin, las dos genealogías que nos dan de Jesús de Nazaret los evangelios han suscitado tanta polémica que no pocos investigadores piensan que hubo... ¡dos Mesías! En cualquier caso, como José nada tuvo que ver con el embarazo de María, se deduce que Jesús no pudo ser, con palabras de Mateo y de Lucas, descendiente de la casa de David.


¿Cómo concibe Jesús al Mesías? Para él, el Mesías es un rey, un ungido, el rey de los judíos. La tercera tentación en el desierto muestra que él pareció acariciar la idea de alcanzar la dominación temporal del mundo (Mt 4: 8-9). Más adelante prometerá a sus discípulos que pronto ellos serán ricos, además de que alcanzarán la vida eterna (Mc 10: 29-31). De entre ellos escogió a doce para juzgar a las doce tribus de Israel. Es sobre un asno, montura de los reyes en tiempos de paz, cómo él hace su última entrada en Jerusalén, mientras la multitud grita: "Bendito el que viene, el Rey, en nombre del Señor. Paz en el cielo y gloria en las alturas" (Lc 19: 38). Pilatos le preguntó: "¿Eres tú el rey de los judíos? Y Jesús le respondió diciendo: Tú lo has dicho" (Mc 15: 2). Tras su condena, los soldados lo saludan irónicamente: "Salve, rey de los judíos" (Mc 15: 18). En fin, el procurador romano de Judea manda colocar en la cruz el títulus "El rey de los judíos" (Mc 15: 26). Y ese rey va a perecer entre dos crucificados por razones políticas, esto es, dos revolucionarios.


Claro que no hay nada en común entre él y los zelotes, los conspiradores de aquel entonces. Jesús de Nazaret no es republicano ni legitimista, la opresión romana casi no le incomoda, el ideal davídico tampoco le preocupa. Jesús tiene un deseo: reinar, pero como hijo de Dios, en la tierra si es posible; pero si la tierra se rehúsa a dejarse mandar por él, esto es, en Judea, entonces reinará en las alturas del cielo. Esto explica que llegue a negar la ascendencia davídica que le había sido prestada. Jesús prefería una filiación divina a una filiación real. En un curioso pasaje, llega Jesús a afirmar que el Mesías no descendía de David y para ello se basa en este último.


Jesús nació y creció en un país en el que las preocupaciones religiosas se adueñaban de la mayor parte de los hombres; surgió del pueblo en el que todos vivían en la esperanza ingenua, en la esperanza ansiosa de un suceso milagroso, que los judíos se merecían por su sola piedad y que los haría dueños de la tierra. Está claro que los evangelios señalan el fracaso inmediato de Jesús. Sus compañeros palestinos no creyeron en la misión que se arrogaba y no se conformaron a las sugestiones morales que les ofrecía. Durante el breve tiempo que vivió entre ellos, lo miraron pasar con curiosidad o indiferencia, pero sin seguirlo. Quizá -y cuando mucho- sedujo a algunos centenares de galileos ingenuos, porque cuando nuestros evangelios nos muestran las multitudes apretándose a su paso y encantadas con su palabra, no nos hacen olvidar que en otros pasajes, con mayor veracidad, nos hablan de la dureza de corazón de los judíos. En verdad, el mismo Jesús parece haber desesperado de ablandarlos. Las razones de su fracaso se ven claramente. No le hablaba al pueblo con el lenguaje que éste esperaba: predicaba el examen de conciencia, amar al prójimo, la humildad de corazón, la confianza filial en Dios a gente que esperaba el llamado a las armas y el anuncio del último combate antes de la victoria eterna. Hablaba mucho de justicia, de paz, de aspiración al Padre y también de resignación, de paciencia; mas no de rebelión ni del triunfo del pueblo elegido sobre las naciones. Y todo esto, que constituye para nosotros su originalidad y su encanto, no podía agradar a los ardientes mesianistas de Palestina.


Si Jesús no fue el Mesías en el sentido en que era esperado, ¿cómo pudieron creer eso de él sus seguidores? Sencillamente, por su discurso apocalíptico. Si se mezclan esas dos ideas en el cóctel de las esperanzas de la época, tendremos la tremenda borrachera que se dieron los cristianos apostólicos.

5. El hijo del hombre


En la famosa entrada triunfal de Jesús, relatada en los cuatro evangelios, se lee: "Y cuando entró en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió y decía: ¿Quién es éste? Y la muchedumbre respondía: Éste es Jesús el profeta, el de Nazaret de Galilea" (Mt 21: 10-11).


Es claro que los apóstoles, tal como lo muestra Lucas (24: 19-21), no tenían a Jesús por persona divina, sino por profeta. Así, cuando Cleofás y otro discípulo le relataban los sucesos de la Pasión de Jesús a un forastero (que resultó ser el propio resucitado, aunque en un principio no lo reconocieron), ellos le dicen: "Lo de Jesús Nazareno, varón profeta, poderoso en obras y palabras ante Dios y todo el pueblo; cómo le entregaron los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados para que fuese condenado a muerte y crucificado. Nosotros esperábamos que sería él quien rescataría a Israel; mas, con todo, van ya tres días desde que esto ha sucedido..."


En fin, Pedro declara que Jesús fue profeta en un sermón con el que convierte a unas 3.000 personas y las bautiza (Act 3: 30).


No cabe ninguna duda de que Jesús conocía al dedillo las Sagradas Escrituras, las que debió de explicar con singular gracia y encanto. Pero hubo dos libros que lo formaron como profeta. Esos libros son el Libro de Daniel y el Libro de Enoc. El Libro de Daniel, del que Jesús hace propia la expresión "hijo del hombre", es auténticamente el germen del cristianismo, el vitellus con que empieza a alimentarse. Señala el límite en ambos Testamentos. En él la esperanza invencible se convierte en resurrección; el ideal del porvenir, en mesianismo. E. Renán lo juzga así: "Libro extraño, mezcla rara de sublimidad y de sandez, producto al mismo tiempo de un rebajamiento intelectual y del mayor movimiento moral conocido".


El autor del Libro de Enoc cree que, después de la muerte, habrá una recompensa para los justos resucitados y un castigo para los malos. Esto será cuando el mundo haya cumplido las semanas de la evolución. Con el fin del mundo vendrá el reinado de la justicia en la tierra. En lo futuro no habrá más pecado y se borrarán las obras del impío.


Las profecías de Jesús de Nazaret pueden ser ordenadas en dos categorías: las cumplidas y las incumplidas. Las profecías cumplidas son, en líneas generales, diecinueve, pero es fácil deducir que todas las profecías cumplidas son a posteriori. El historiador Flavio Josefo nos ha dejado una pavorosa descripción de algunas profecías de Jesús de Nazaret que se cumplieron (a posteriori), pues está demostrado que todos los evangelios fueron redactados después de la destrucción de Jerusalén y de su templo. Compárese, por ejemplo, lo que dice el historiador judío con lo que "profetiza" Jesús en el capítulo 24 de Mateo.


Esta técnica de profetizar en el futuro sobre lo pasado tiene muchos antecedentes bíblicos. Por ejemplo, la liberación del pueblo de Isarel por el persa Darío I se produjo 67 años después de la derrota de los judíos ante Nabucodonosor. Como la ocasión la pintan calva, no faltó el sacerdote redactor que añadió al libro de Jeremías una "profecía" en la que se anunciaban los pormenores de la invasión de los babilonios, las condiciones del exilio, que se mantendría durante setenta años, y la llegada de los persas.


Las profecías incumplidas de Jesús de Nazaret son las apocalípticas de la Parusía, es decir, de su segunda venida. En su forma más completa, pueden resumirse como sigue.


El orden actual de la humanidad toca a su fin. Este fin será una inmensa revolución, "una angustia" parecida a los dolores del alumbramiento; una palingenesia o "regeneración" -según la expresión de Jesús (Mt 19: 28)- precedida de sombrías calamidades y anunciada por extraños fenómenos. En el gran día brillará en el cielo la señal del Hijo del Hombre. Será una visión clamorosa y luminosa como la del Sinaí, una gran tempestad que desgarra las nubes, una flecha de fuego que, en un abrir y cerrar de ojos, salta de Oriente a Occidente. El Mesías llegará sobre las nubes cubierto de gloria y majestad, al son de las trompetas, rodeado de ángeles. Los discípulos estarán sentados sobre tronos junto a él. Los muertos resucitarán entonces y el Mesías procederá al juicio. En ese juicio los hombres serán distribuidos en dos categorías según sus obras. Los ángeles serán los ejecutores de la sentencia (Mt 13: 39, 41 y 49). Los elegidos entrarán en una morada deliciosa que ha sido preparada desde el comienzo del mundo (Mt 25: 34, comp. con Jn 14: 2); allí se sentarán, vestidos de luz, en un festín presidido por Abraham, los patriarcas y los profetas. Esta será la minoría (Lc 13: 23 ss). Los demás irán a la Géhenna, que, en el pensamiento de Jesús, es un valle tenebroso, obsceno, una sima subterránea llena de fuego. Los excluidos del reino se abrasarán en él y serán comidos por los gusanos, en compañía de Satán y de sus ángeles rebeldes (Mt 25: 41). Se escucharán entonces los gemidos y rechinar de dientes. El reino de Dios será como una sala cerrada, luminosa en su interior, en medio de ese mundo de tinieblas y de tormentos Este nuevo orden de cosas será eterno. El paraíso y la géhenna no tendrán fin. Un abismo infranqueable separá a uno de la otra (Lc 16: 28). El Hijo del Hombre, sentado a la diestra de Dios, presidirá este estado definitivo del mundo y de la humanidad.


Todo esto fue tomado al pie de la letra por los discípulos y por el propio Maestro en ciertos momentos. Si existe una creencia profunda y constante en la primera generación cristiana, esa creencia es la de que el mundo está a punto de acabar y que la gran revelación de Cristo va a tener lugar muy pronto. Aquella proclamación: "¡El tiempo está cerca!", que abre y cierra el Apocalipsis, aquella llamada repetida sin cesar: "¡Que aquel que tenga oídos que escuche!", son los gritos de esperanza y de reunión de toda la era apostólica. La expresión siríaca Maram Atha ("Nuestro Señor llega", I Cor 16: 22) llegó a ser una especie de santo y seña que los creyentes se cruzaban entre sí para fortalecerse en su fe y en sus esperanzas.


¿Fue Jesús de Nazaret un verdadero profeta? Esta pregunta se la han hecho muchos investigadores. Morton Smith la contestó negativamente. Hago aquí un resumen muy apretado de esa posición.


Según el patrón de los profetas clásicos de libros proféticos del Antiguo Testamento, Jesús no era un profeta. Un profeta -según este patrón- es un mensajero de Yahvé enviado a declarar al rey o al pueblo "la palabra de Yahvé". No así Jesús. En los sinópticos no se presenta a sí mismo como un mensajero ni tampoco declara que anuncie "la palabra de Yahvé", y se distingue de los profetas del Antiguo Testamento por muchos otros rasgos.


Las historias de Elías y de Eliseo en el Antiguo Testamento nos presentan ciertamente personajes que se parecen al Jesús de los sinópticos: hombres que reciben un espíritu divino que los convierte en hacedores de milagros y reveladores, y cuya vida a partir de entonces es una serie de milagros y de revelaciones. Pero el tema de la identificación con un dios, central para los evangelios, está ausente por completo del material del Antiguo Testamento sobre estos profetas. Tampoco aparece noción alguna de "el hijo" como un ser sobrenatural e independiente.


La salida de Jesús al desierto pudo haberse inspirado en las experiencias de Moisés y de Elías. Los profetas fueron a encontrase con Yahvé y recibir su poder; Jesús va a encontrarse con Satán y vencerlo. Los cuarenta días de ayuno tanto de Jesús como de Moisés también los repiten Elías y Eliseo.


Los exorcismos, fundamentales en la carrera de Jesús, están completamente ausentes de las historias de los profetas. Y las curaciones que seguían a los exorcismos en importancia son el tema de muchas historias de los evangelios, pero son escasas en las historias de los profetas. La mayor parte de las que figuran en ellas son reparaciones de los daños que habían hecho los profetas mismos. De muchas afecciones curadas por Jesús (fiebre, ceguera ordinaria, cojera, parálisis, catalepsia, hemorragia, heridas y veneno), las historias de Moisés, Elías y Eliseo no dicen nada. Por tanto, el Antiguo Testamento no sirvió de modelo para las numerosas curaciones del Nuevo Testamento.


Tampoco el Antiguo Testamento sirvió de modelo sobre la capacidad de Jesús para darles órdenes a los espíritus y mandarlos por ahí, o introducirlos en las personas. Los profetas no hacían nada de esto. Los profetas tampoco perdonaban pecados. Los evangelios dicen que los escribas estaban escandalizados por esta práctica de Jesús y preguntaban: "¿Quién puede perdonar pecados, excepto sólo Dios?" (Mt 2: 7).


La profecía era la actividad que había hecho famosos a los profetas. En cuanto a las predicciones específicas, incluyendo las de la propia muerte, las historias de los profetas armonizan con las de Jesús. Pero ni Moisés ni Elías ni Eliseo aparecen profetizando... el fin del mundo.


No existe nada parecido a la eucaristía en las historias de los profetas.


En fin, no podemos suponer que el modelo profético resulte un factor de importancia para formar las tradiciones que han dado origen a los evangelios. Hay otras que debía hacer un profeta, pero que Jesús no hizo.


El Hegel de Berna ve en Jesús a un "educador popular", un reformador que se ha propuesto la tarea de moralizar a su pueblo. El destino humano de Jesús fue una tarea educativa: dar a conocer a los hombres el verdadero concepto de Dios, enseñándoles la ley moral y dándoles una formación virtuosa. No es otra la doctrina de la Historia de Jesús.

6. Hijo de Dios


Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, expiró. La cortina del templo se rasgó de arriba abajo en dos partes, la tierra tembló y se hundieron las rocas; se abrieron los monumentos, y muchos cuerpos de santos que dormían, resucitaron, y salieron de los sepulcros, después de la resurrección de él, vinieron a la ciudad santa y se aparecieron a muchos. El centurión y los que con él guardaban a Jesús, viendo el terremoto y cuanto había sucedido, temieron sobremanera y se decían: Verdaderamente éste era el hijo de Dios (Mt 27: 50-54).


Ante este testimonio de Mateo, un autor un poco tremendista saca, sin embargo, dos conclusiones muy pertinentes: 1) o el relato es una total invención 2) o la humanidad de esa época presentaba el nivel de cretinismo más elevado que jamás pueda concebirse. Una convulsión como la descrita, no sólo hubiese sido "la noticia del siglo" a lo largo y ancho del Imperio romano, sino que, obviamente, tendría que haber llegado a todo el mundo, judíos y romanos incluidos. Si ello hubiera sido el caso, el Sumo Sacerdote y el Emperador al frente irían a peregrinar ante la cruz del suplicio para aceptar al ejecutado como el único y verdadero "hijo de Dios", tal como supuestamente apreciaron, con buen tino, "el centurión y los que con él guardaban a Jesús". En lugar de eso, nadie se dio por aludido en una sociedad hambrienta de dioses y prodigios, ni cundió el pánico entre la población, en una época en que buena parte de los judíos esperaba el inminente final de los tiempos, cosa que también había creído y predicado el propio Jesús. Tal "hecho" ni siquiera logró que los apóstoles sospecharan que allí estaba a punto de suceder algo maravilloso y por eso les pilló fuera de juego la nueva de la resurrección.


Además del narrado, hay otro hecho al final del pasaje que termina con las palabras del centurión y los guardias (cristianos): "Verdaderamente éste era hijo de Dios". La expresión "hijo de dios" no aparece más que una vez en los Hechos (Act 9: 20) y se da como característica de la enseñanza de san Pablo. Recordemos que este autoenviado se aprovecha de la confusión del término griego 'país', que puede traducirse por 'siervo' y por 'hijo' a la vez. Jesús no se llamó "hijo de Dios", expresión que, por otra parte, a juicio de un judío sólo podía representar un escandaloso contrasentido y una grosera blasfemia. Además, ni un solo texto evangélico permite atribuirle con seguridad tal título, pues pertenece al lenguaje de los cristianos helenizados, a san Pablo y al autor del cuarto evangelio, para quienes tenía un sentido profundo y suficientemente claro. Un judío podía llamarse "servidor de Yahvé", pero no su "hijo". Con verosimilitud Jesús debió de haberse considerado y presentado, en efecto, según el salmista, como "servidor de Dios". La palabra hebraica Ebed, que significa servidor, se traducía frecuentemente al griego por la palabra país, que, a la vez, significa servidor y niño. El paso verbal de país (niño) a uiós (hijo) ha sido muy fácil, pero la noción de "hijo de Dios" procede del mundo helenístico.


El autor del Evangelio según Juan escribió en una época en que las creencias de los cultos arcanos y del gnosticismo circulaban en la Iglesia primitiva junto con las primeras doctrinas del cristianismo. Al parecer, su intención era que este evangelio fuera en esencia una reinterpretación teológica de la persona y la misión de Jesús. Presentó el mensaje en términos afines a las corrientes filosóficas de su tiempo, en una forma quizá más comprensible para los cristianos de la Iglesia posterior y para los gentiles helenistas que para sus contemporáneos. Por sus características concretas, el principal objetivo del autor fue contrarrestar la interpretación del gnosticismo docético que afirmaba que Cristo era una divinidad que apareció en forma humana, pero incapaz de experimentar sentimientos mortales o de morir. El propósito explícito del evangelio se revela en 20: 30-31.


La antropología de Pablo, que distingue tres partes en el hombre: cuerpo, alma y espíritu (Ts 5: 23), encaja muy bien en el talante de la gnosis. El autoapóstol, además, efectúa una división clara entre hombres espirituales, psíquicos y carnales (I Cor 2: 14ss), un esquema que responde a la división gnóstica de la humanidad en tres tipos de hombres. Pero quizá lo más profundamente gnóstico en Pablo sea el dualismo rígido y esencial que establece entre Dios y el mundo presente (I Cor 2: 12), el radical menosprecio de la materia y el cuerpo... El hecho de que a Pablo no le interese para nada el Jesús carnal, el histórico, y centre su atención en el Cristo resucitado, es decir, el preexistente, es un esquema que corresponde a la perfección a la mentalidad gnóstica, que atiende sólo al "revelador" gnóstico que se manifiesta después de la Resurrección. En su conjunto, puede decirse que el estudio del pensamiento gnóstico es un requisito para entender a Pablo. Su interpretación del mensaje y de la figura de Jesús "venido en carne", su concepción, en general, del cristianismo, está moldeada por conceptos de la gnosis y de las religiones de Misterios. Ch. Guignebert ha querido ver el misterio del destino humano en el rito de la muerte y resurrección de un dios: Atis, en Frigia; Adonis, en Siria; Melcarte, en Fenicia; Tamuc y Marduc, en Mesopotamia; Osiris, en Egipto; Dionisos, en Grecia; Mitra, en Roma. Con toda seguridad Saulo de Tarso conoció en su ciudad natal el Misterio del dios Sandan, que contribuyó tan poderosamente a difundir con el nombre del "Señor Jesús" una religión nueva de salvación. Sobre la doble base de la fe en el Señor y el culto del Señor Jesús reposa la Cristología de Pablo.


Ningún rito de los Misterios paganos encerró nunca más sentido ni más seductoras esperanzas que la eucaristía paulina (1 Cor 11: 23 ss), pero era de la familia de los Misterios y no del espíritu judío; introducía en la Iglesia apostólica un trozo de paganismo. Al mismo tiempo, el baño bautismal adquiere una significación igualmente profunda. "Porque cuantos en Cristo habéis sido bautizados -escribe Pablo a los Gálatas (3: 27)- os habéis vestido de Cristo", es decir, que por el bautismo cristiano se asimila a Cristo.


No debe olvidarse que no fue sólo Pablo quien inventó todo esto, que las iglesias helenísticas anteriores a él, y antes que ellas tal vez grupos de judíos sincretistas y gnósticos, habían preparado su obra y expuesto los temas principales de su especulación. Por eso es exagerado sostener que él ha sido el verdadero fundador del cristianismo. Los auténticos fundadores del cristianismo son los hombres que establecieron la Iglesia de Antioquía. Pero, a parte de la superioridad de una acción mucho más vasta y más precisa, Pablo tiene respecto de ellos, incontestablemente, la de la conciencia de su acción y de su alcance. No fundó el cristianismo, si se lo debe definir como la adaptación del mesianismo judío a la doctrina helénica de la salvación, pero, sin él, tal vez no existiera el cristianismo.


Como en su momento lo dijo D.F. Straus, si se ve en Jesús al hombre-Dios, tipo absoluto y modelo único, puesto por Dios en la humanidad, naturalmente se llega a suprimir toda adición y todo complemento, a recibir exclusivamente este modelo tal como es. Por ahí el dogma queda preeminente, y la grandeza moral de Jesús, de la que hablaba Bergson, es reducida en su eficacia. Las obligaciones morales, cuya verdadera autoridad es estar fundadas en la naturaleza humana, caen bajo el falso brillo de mandamientos divinos positivos. En otros términos, el modelo no nos sirve de mucho.

7. Conclusión


La religión, como quiere don Miguel de Unamuno, es una economía o hedonística trascendental. Lo que el hombre busca en la religión, en la fe religiosa, es salvar su propio pellejo, eternizarlo, lo que no consigue ni con la ciencia ni con el arte ni con la moral, que no exigen a Dios. A Dios no se lo necesita ni para que nos enseñe la verdad de las cosas, ni su belleza, ni nos asegure la moralidad con penas y castigos, sino para que no nos deje morir del todo. El lector puede comprobar la justeza de estas afirmaciones viendo cómo los ancianos se aferran a las prácticas religiosas. Este anhelo singular, universal y normativo, no nos proporciona, sin embargo ni el modo ni el modelo de cómo puede alcanzarse la eternidad.



Maracay, abril de 2007

carloshjorge@hotmail.com

La obra Siete Cristos, de la que el artículo es una síntesis, puede verse en www.lulu.com

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